Hace ya
casi cuarenta años, una tarde de feria en mi pueblo, El Puerto de Santa María,
me encontraba saliendo de mi trabajo cuando por la puerta de la Comisaría apareció
el escritor Camilo José Cela.
Venía acompañado
de una señora más joven, vistosa y muy elegante y me preguntó si yo era
policía.
Con una
cara de asombro que se me debía notar a la legua, comprobé el pronunciado
acento argentino de aquel “Cela”, el cual me confirmó que él era comisario de
policía de Buenos Aires y no le extrañaba mi estupor ante su extraordinario
parecido con el escritor gallego.
Aún
recuerdo su nombre: Ernesto Dayafou, aunque no sé si se escribiría exactamente
así, pero de esa forma sonaba. Estaba de vacaciones por España y acudía a la
Comisaría para pedir consejo sobre las cosas que se podían hacer en la ciudad.
Estuvimos
toda la tarde-noche de feria juntos, bebimos más vino fino del que mi nuevo
amigo era capaz de soportar y cogió tal borrachera que al final tuve que
llevarlos hasta su hotel.
En el
curso de las muchísimas cosas de las que hablamos, me contó que en el tiempo
que llevaba en España todo el mundo le confundía con el escritor Cela, todavía
no premio Noble, pero sí muy famoso y que él creía que era su “sosias”, como en la obra “Anfitrión” de Plauto, mientras no abría
la boca.
Nos vimos
un par de días más y luego se marchó y no volví a saber nunca más de él.
Hay veces
que la naturaleza ofrece estas especies de duplicidades que están constatadas
desde muchos siglos atrás, como en la mitología escandinava, donde recibe el
nombre de “doppelganger”, una especie
de doble que camina al lado y es presagio de graves males.
Algo de
presagio maléfico debe haber en la aparición de esos dobles que la literatura
ha descrito desde Dostoievski, hasta Saramago y que la historia ha utilizado
con profusión.
Se sabe
que Churchill, Hitler, Rudolph Hess, Stalin, Ceaucescu, Saddam Husein, Isabel
II de Inglaterra y hasta el papa Pablo VI, han utilizado dobles en algunos
momentos de sus vidas, para acciones muy concretas.
“Sosias” de D. Trump y de Kim Jong-un
Toda esta
introducción viene a cuento para relatar una historia que es tenida como
cierta, se cuenta en muchos lugares, la publicó la prensa en su momento, pero
debo reconocer que yo no he encontrado una constatación que le dé oficialidad.
A finales
del siglo XIX Italia era, por fin, un país unificado. Había sido obra del rey
Víctor Manuel II, el cual fallecía en 1878, sucediéndole su hijo que se
autodenominó Humberto I de Italia, cuando en realidad le correspondía el
ordinal “IV” de Saboya, pero pretendía realzar la corona italiana, sobre su
descendencia de la poderosa casa de Saboya.
Humberto
era de tendencia ultra conservadora, lo que le acarró no pocos ni leves
problemas, tanto en el interior como en el exterior y se caracterizó por su
forma de solventarlos, con extremada dureza, sobre todo cuando eran
movilizaciones sindicales, organizaciones con las que siempre mantuvo una
relación agria y tirante.
En su
reinado un hecho de extraordinaria luctuosidad fue la represión de las masivas
protestas ocurridas en Milán en 1898 motivadas por la subida del precio del
trigo y de ciertos impuestos, contra las que utilizó el ejército ocasionando
una masacre en la que perdieron la vida un total de cuatrocientas personas y
más de dos mil resultaron heridas.
Este hecho
provocó un fuerte odio en el pueblo, sobre todo en las zonas de la Lombardía y
el Piamonte, en el norte del país, la zona más industrializada y próspera.
Pero al
rey le importaba bien poco lo que se pensase de él. Vivía feliz con su enorme
mostacho, tan del gusto de aquella época y su afición a los deportes.
Esta
última debilidad le llevó el 28 de julio de 1900 a la ciudad de Monza, al norte
de Milán, hoy famosa por su circuito de carreras y ya entonces destacado centro
de eventos deportivos.
Allí fue a
cenar a un restaurante en unión de sus más íntimos colaboradores y tras la cena
tuvo una de las mayores sorpresas de su vida, cuando el propietario del local
salió a saludar al monarca.
Al verse,
ambos quedaron altamente sorprendidos, pues era como si se estuvieran contemplando
en un espejo. Eran dos personas iguales y el rey, sorprendido, le pidió que se
sentase a la mesa para conversar con él.
A partir
de ese momento se fueron sucediendo una serie de coincidencias que resultan
altamente sorprendentes.
El dueño
del local se llamaba Humberto, lo mismo que el rey y también había nacido en
Turín el mismo día que el monarca, el catorce de marzo de 1844.
No
terminaban ahí las coincidencias, pues la esposa del hostelero se llamaba
Margherite, igual que la reina y con la que se había casado el mismo día que el
rey y aún más, había inaugurado su restaurante el mismo día en que Humberto I
había sido coronado rey de Italia.
El monarca
no salía de su asombro; era como si hubiese encontrado otro yo, idéntico a él y
con las mismas circunstancias personales a lo largo de la vida.
Divertido,
invitó a su “sosias” a que le
acompañara al día siguiente a presidir las pruebas de atletismo para lo que
había ido a Monza, a lo que su doble aceptó gustoso.
Al día
siguiente, cumpliendo todos los protocolos, el monarca se dirigió al estadio
para ocupar la presidencia del acto, reservando una silla para que la ocupara
su otro yo, su “alter ego” que dirían
los latinos, pero la prueba comenzó sin que éste hiciera acto de presencia.
Terminó el
evento y el invitado no se había presentado, cosa que extrañó mucho al rey que
preguntó a su secretario si sabía algo y entonces le comunicó que acababan de
darle la noticia de que la persona que esperaban había sido asesinada de un
disparo a las puertas del estadio.
Cumplido
el protocolo, el rey se despidió de las autoridades y marchó hacia su carruaje
que le esperaba a las mismas puertas donde momentos antes había sido asesinado
su doble.
Una vez en
el coche descapotado, en unión de alguno de sus ministros, se acercó un
individuo que sin ser advertido le disparó cuatro tiros, tres de los cuales
dieron en el cuerpo del rey que murió casi de inmediato.
El asesino
era un anarquista llamado Gaetano Bresci, el cual con su acción magnicida se
cobraba venganza por los compañeros muertos en la masacre de Milán.
Dibujo del magnicidio de Humberto I
Fue
capturado, enjuiciado y condenado a muerte que le fue conmutada por cadena perpetua,
muriendo en la cárcel antes de un año, en lo que se dijo fue un suicidio, pero
muchas hipótesis apuntan a que fue asesinado.
A la
tercera va la vencida, pues el rey Humberto I había sufrido ya dos atentados;
en el primero salió ileso, en el segundo, en Nápoles, fue herido con un cuchillo
por el también anarquista Giovanni Passannate y por último fue abatido por otro
anarquista.
La
historia es cuando menos inquietante, no se comprenden muy bien algunas cosas
que quiero resaltar.
Por un
lado no he sido capaz de encontrar documentación que acredite la veracidad de
la existencia del doble del rey, del que no se conoce ni su apellido, ni el
nombre de su restaurante, ni qué ocurrió tras su muerte, lo que resulta
extraño.
Por otro
lado ni poniéndose en la mentalidad del siglo XIX se comprende que un rey pueda
caminar entre el pueblo sin medidas de protección, subir a un carruaje
descubierto y permitir que las personas que están presenciando el acto, puedan
acercarse tanto como para dispararle casi a quemarropa. Sobre todo cuando ya ha
tenido dos atentados anteriores, el segundo de los cuales también cuerpo a
cuerpo.
Todo eso
me hace pensar que no es que no se adoptaran medidas de seguridad, sobre todo
cuando acaba de ocurrir otro atentado en el mismo lugar de una persona a la
que, si hacemos caso a la historia, se habría confundido con el rey, sino que
algo más se esconde tras estos hechos.
No lo sé y
no creo poderlo averiguar porque para eso habría que ir a Monza y realizar una
labor de archivos importante, así que dejaremos la historia como está y
pensemos que la mitología nórdica tiene razón cuando no presagia nada bueno
para “el que camina a tu lado”.
"Sosias"...todos tenemos uno.
ResponderEliminarSi ,es verdad ,todos de una forma u otra tenemos un sosias .
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