Hace unos
días, un amigo me prestó un libro sobre curiosidades escondidas de la historia,
con un título ciertamente atractivo: Eso
no estaba en mi libro de Historia de España.
El libro
analiza una docena de casos, algunos de los cuales ya habían sido objeto de
atención por parte de este blog, hace ya varios años, como la victoria de Blas
de Lezo sobre el almirante inglés Vernon en la llamada Guerra de la Oreja de
Jenkins, la Inquisición y sus tormentos, la expedición de la vacuna de Balmis,
o el descubrimiento de las fuentes del Nilo por el jesuita español Pedro Páez
Jaramillo, pero hay varios más, todos muy bien documentados que merecen la pena
leer, como este del que voy a hablar y sobre el que ya tenía conocimiento por
unos amigos navarros y alguna documentación, escasa.
La
cuestión es que, en la actualidad, existe un pacto entre dos comarcas a ambos
lados de los Pirineos navarros que se viene cumpliendo, documentalmente, desde
1376, como consecuencia del cual, los habitantes del lado francés tienen que
pagar un tributo a los españoles consistente en tres vacas de la llamada raza
pirenaica.
Aunque hay
historiadores que dicen que este tributo es mucho más antiguo, remontándose a
la ápoca de dominación romana, solo que hasta el siglo XIV se contemplaba como
un acto consuetudinario y desde la fecha indicada, fue recogido por escrito a
raíz de unos graves incidentes ocurridos entre los vecinos del valle del
Roncal, en el lado navarro y los del valle de Baretous, del lado francés.
En aquel momento,
todo el territorio pertenecía a la corona navarra, pero con el tiempo se
deslindó y parte del territorio en conflicto quedó en Navarra y parte en
Francia.
Entonces y
ahora ambas comarcas eran casi exclusivamente ganaderas, aprovechando la
bonanza de los pastos y las muchas fuentes que riegan los valles. Precisamente
por el aprovechamiento de una de aquellas fuentes surgió una pelea entre Pierre
Sansoler, de Baretous y Pedro Carrica, del Roncal. La brutalidad incontrolada
de aquella difícil época hizo que la discusión terminara en tragedia y Carrica
mató a Sansoler y se inició un conflicto entre las dos comarcas que ensangrentó
el lugar.
Los
vecinos de Sansoler tomaron venganza y su primo, junto con un amigo, fueron a
la casa de Carrica y al no encontrarlo, pues estaría en el monte con sus tareas
de ganadero, mataron a su mujer, que estaba embarazada.
Como una
reacción natural en la época, el asunto no podía quedar así y el roncalés con
algunos acompañantes tan exaltados como él, fueron a la casa del primo y lo encontraron junto con algunos amigos, lo
que hace suponer que estaban esperando la visita. También estaba su mujer, con
un hijo pequeño.
Carrica y
su gente mataron al primo de Sansoler y a los acompañantes, pero respetaron la
vida de la mujer y el niño.
Los
franceses no dejaron pasar el asunto sin más derramamiento de sangre y en una
emboscada mataron a varios ganaderos navarros que, según alguna documentación,
pudieron ser veinticinco.
Tan teñido
de sangre se volvió el asunto que la convivencia era imposible, pero también se
dificultó la realización de los trabajos propios de la ganadería, por el temor
de una acción de los del bando contrario.
No
faltaron aventureros y hombres de fortuna que de uno y otro lado se allegasen
en aquellas tierras para dar fortaleza y poderío a cada uno de los dos bando en
conflicto que se organizaron como pequeños ejércitos.
Dicen las
crónicas que a los franceses los dirigía un tal capitán Agote y a los navarros
el capitán español Lucas López de Garde, seguramente un mercenario que acabó
con la vida del francés.
Puede que
la fantasía popular exacerbase la realidad, pues al capitán Agote lo describe
como un individuo medio monstruoso, con cuatro orejas, pero también es posible
que éste fuera un individuo perteneciente al reducido y autóctono grupo humano
de los “agotes” , una minoría que
presenta características morfológicas propias, excluida socialmente que vive aún
a ambos lados de los Pirineos, desde Navarra hasta Huesca y de cuya existencia
no se conoció hasta bien entrada la Edad Media.
Las
relaciones se fueron enconando cada vez más, aglutinando a los pueblos desde
los más cercanos a los más distantes de ambas regiones que, armados, se iban
uniendo a las improvisadas huestes de uno y otro bando, hasta terminar en la
batalla de Aguincea, donde murieron treinta y cinco navarros y casi doscientos
franceses.
Tal
proporción adquirió aquella lucha constante que el rey de Navarra, Carlos II,
apodado “El Malo” y el vizconde de Foix, Gastón III, a cuyos dominios
pertenecían el valle francés, vieron la urgente necesidad de poner fin a aquel
asunto que tenía dos vertientes perfectamente definidas: por un lado estaba el
fondo del mismo que era el aprovechamiento de las aguas y los pastos; por el
otro, más grave, el enconamiento y el odio suscitado en ambas vertientes
pirenaicas.
Y
eligieron un fórmula civilizada como es la de proponer un organismo mediador,
una especie de árbitro imparcial que llegando a la raíz del problema
determinase culpabilidades y negociando entre las dos partes alcanzase un
acuerdo que a todos satisficiera.
El “hombre bueno”, como entonces se llamaba
a esta figura, fue el alcalde de Ansó, un pueblo de Huesca situado en el
Pirineo, fronterizo con Navarra, que con otros cinco “hombres buenos” se reunieron en una iglesia del pueblo y
estudiaron detenidamente el tema durante veinte días, en una especie de
conclave del que no salieron hasta haber adoptado una decisión.
Debía de
estar muy clara la mayor carga de culpabilidad en el conflicto, pues el fallo
de aquel tribunal popular fue claramente favorable a los intereses navarros.
Cabe
también la posibilidad de que el enfrentamiento entre un vizconde, no demasiado
poderoso y un rey que reunía en sus manos todo el poder que en aquel momento se
podía tener, inclinara favorablemente la balanza hacia los vecinos de el
Roncal, los cuales, cada día 13 de julio, recibirían de los franceses un
tributo consistente en tres vacas de la raza autóctona, de dos años de edad y
sin daño en la cornamenta, la dentadura o las pieles, es decir, en perfecto
estado de revista.
La
decisión contentó a todos, o al menos los franceses se comprometieron a
respetarla por “ciento et un aynnos”,
formula que supone perpetuidad y de manera sorprendente, cada año, en el lugar
estipulado por el dictamen de los “hombres
buenos”, la “Piedra de San Martín”, los habitantes del valle francés de
Baretous, encabezados por su alcalde, luciendo sus mejores galas y en comitiva
festiva, se dirigen al lugar y hacen entrega del tributo, mientras van
exclamando “pax avant, pax avant”.
Desde
entonces, nunca ha dejado de cumplirse el tratado, si bien han habido varias
vicisitudes a lo largo de los más de seiscientos años. Lo primero es que
actualmente las vacas vuelven a Francia y los franceses pagan su valor en
euros, cosa que ya habían hecho durante la Guerra de la Independencia, cuando
no pudieron cumplir el compromiso de entregar las vacas.
En 1858 la
Piedra de San Martin fue nominada como mojón 262 del nuevo trazado fronterizo
entre ambos países y es allí donde se celebra el acto.
La famosa Piedra de San Martín
Durante los
años de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes impidieron la celebración del
acto y cuando se pudo reanudar, los franceses entregaban cuatro vacas, en
compensación, hasta que cubrieron el déficit producido.
El Tratado
también tenía una parte compensatoria y era, como parece natural, acerca del
aprovechamiento de los pastos y las aguas del lado navarro, estableciendo las
fechas en que el ganado francés podía pastar en lado español y el uso que se
daría a la fuente origen del conflicto, que se utilizaría solamente para
consumo humano y para amasar pan.
En la
actualidad es el tratado más antiguo de los que continúan vigente y con pleno
cumplimiento, habiéndose convertido en toda una festividad muy celebrada entre
los vecinos de ambos lados de la frontera y que concita una gran afluencia de
público.
Como decía
al principio, algunos historiadores y estudiosos de las viejas tradiciones han
apuntado que el pacto por el que se entregaba tres vacas a cambio del aprovechamiento
de pastos y aguas es mucho más antiguo y se remota nada menos que al siglo II
antes de nuestra Era y que la verdadera causa por la que se inició el conflicto
fue el incumplimiento de éste por el lado francés.
Un último
detalle es que la comitiva francesa ataviada con traje de época y la bandera
francesa cruzada en el pecho, luce descubiertas sus cabezas, mientras que los
roncaleses, también con trajes de época, van cubiertos con sombreros y la
bandera española no figura por ninguna parte.
Momento ceremonioso junto a la Piedra
Muy interesante!!!
ResponderEliminar