Eso fue lo
que se dijo en su momento, pero la ciencia, que no se detiene en ningún momento
dice cosa muy distinta.
Es
indudable que hablamos de una persona de alto rango, concretamente del más alto
que se pudiera detentar en aquella época, pues esta persona era el rey de
España Felipe III.
De escasa
salud, indolente, desidioso e incapaz de sacrificarse por nada que no fueran
los juegos de naipes o las partidas de caza, Felipe III fue el primer rey
español que puso su corona a disposición de un valido, el duque de Lerma, que
lo manejó como se manejan los hilos de una marioneta. Ya hubieron otros validos
en Castilla, como Álvaro de Luna o Juan Pacheco, pero aún no era España.
Felipe III
se casó con Margarita de Austria-Estíria, la última de tres hermanas de la
nobleza alemana que se ofrecieron al príncipe Felipe que incapaz de elegir,
dejó en manos de su padre y de su hermanastra la elección de la esposa, con tan
mala fortuna que la primera elegida falleció de inmediato y mientras se
comunicaba a Madrid la triste noticia y se elegía una segunda esposa, ésta
también fallece, por lo que al final se casa con la única que continúa viva, la
cual viene a España con su hermanastra
Greta, hija bastarda del mismo padre, el archiduque Carlos II de Baviera.
Retrato de Felipe III
La muerte
de Margarita a los pocos días de dar a luz, por fin a un varón saludable, al
que se pondrá de nombre Felipe y reinará como IV, está recubierta de un halo de
misterio y tras el funesto desenlace se quiso ver la mano del duque de Lerma,
el cual mantenía con la reina una tensión persistente, pues Margarita advertía
constantemente a su esposo sobre las perversas intenciones del valido.
Después de
un parto muy dificultoso y cuando empezaba la reina a reponerse, una tarde,
tras tomar su taza de chocolate a que acostumbraba, empezó a sentirse mal y en
pocas horas falleció.
Una
desgracia para el rey, muy enamorado de su esposa y para el país que quería
mucho a su reina. Felipe III no volvió a casarse y siguió con su rutina de
vida, dejando al de Lerma al mando de todo.
Este valido
pensaba únicamente en su beneficio personal y como si fuera de los tiempos
actuales, su principal actividad lucrativa era la especulación del suelo.
Estaba tan desprovisto de escrúpulos que tras comprar unos terrenos en lugares
estratégicos de Valladolid, convenció al rey para trasladar allí la corte, con
lo que el precio de sus terrenos se disparó de manera astronómica. Seis años
más tarde hizo la misma operación en Madrid sin ningún recato y el rey accedió
nuevamente a trasladar la corte a la villa.
Pero él no
tenía la culpa, sino el que se lo consentía a pesar de las quejas que le
llegaban al monarca.
El rey
vivía prisionero de Lerma y del protocolo. Unas reglas estrictas asentadas en
la corte desde que Felipe el Hermoso vino a España, instaurando lo que se llamó
el Protocolo Borgoñón que tenía unas reglas difíciles de entender en estos
tiempos y de las que puede servir de ejemplo ésta que Carmen Posadas relata en
su novela sobre la perla Peregrina y que a su vez ha debido tener inspiración
en unas crónicas publicadas por el Archivero Real Antonio Rodríguez Villa entre
finales del siglo XIX y la fecha de su muerte, en 1912.
Cada una
de las actividades del rey y de muchos de sus nobles que, por imitación a la
corona, también adoptaron esas estúpidas costumbres, estaban regida por un
protocolo férreo y si, por ejemplo, el rey quería tomar un vaso de vino, se lo
tenía que comunicar al ujier que permanecía siempre cerca de él para atenderle
en todas sus necesidades, el cuál a su vez tenía que llamar al “gentilhombre de
boca”. Este caballero, en compañía del sumiller bajaba a las bodegas, donde
otro sumiller le entregaba la copa en donde se serviría el vino, sobre una
bandeja, normalmente de preciada factura.
Un
servidor traía el vino en una jarra y otra jarra con agua, por si se quería
rebajar. Con todos los elementos precisos subían a la estancia del rey, donde
otro gentilhombre tomaba la copa y se la pasaba al médico para que la
inspeccionara, tras lo cual se la cubría con un paño y se la entregaba al rey
precedido por un grupo de seis maceros. Pero la copa no se entregaba
directamente al rey sino al ujier al que el monarca había manifestado sus ganas
de beber un poco de vino, el cual cogía la copa y arrodillándose, la ofrecía al
rey mientras le sujetaba una bandeja bajo la barbilla, por si alguna gota se
derramaba que no manchase su carísimo vestido.
Y así era
todo, incluso para ir al excusado a hacer aguas menores o mayores, en donde
después de cada evacuación, un gentilhombre de orinales, retiraba el producto
del desecho. Y lo peor es que para este puesto, como para muchos otros había
puñaladas traperas.
Todo un
ejercicio de sencillez con el que se quería dejar patente, alejándose de la
austeridad castellana, el carácter divino del monarca y su enorme
distanciamiento del pueblo llano e incluso de la nobleza.
Como es
natural y para cubrir las necesidades de personal que cada acto del rey
necesitaba, la sola figura del monarca contaba con unos cinco mil servidores,
número por otra parte similar a los servidores/asesores que tiene nuestro
actual presidente del gobierno.
Hasta una serie de sellos correos, hace mofa del extremado protocolo
Hay que
tomar en consideración varios factores que hacían necesarios tan elevado número
de servidores. En primer lugar había cuatro instituciones que se encargaban de
estos menesteres: La Casa Real, para administración, intendencia, conservación,
seguridad, etc.; La Cámara Real, encargada del servicio, aseos, vestuarios,
etc.; La Real Caballeriza, encargada de todo tipo de transportes y por último La
Capilla Real, que se ocupaba de todos los aspectos religiosos que solían ser
muchos.
En un
almuerzo diario, al que se admitía público pueblerino, para ver alimentarse al
monarca, se le servían hasta cien platos diferentes.
Felipe V,
el primer Borbón, quiso aliviar tan rígido protocolo, pero incluso habiendo
vencido en la Guerra de Sucesión, fue incapaz de vencer en aquella batalla y poner
cortapisas al despilfarro que suponía aquellas costumbres, pues era tal la
trama de intereses entrecruzados, que no tuvo sino obstáculos desde todos los lados.
Así las
cosas, continuamos con el relato de lo que pudo haber acontecido para que el
desafortunado Felipe III encontrase la muerte de una manera tan grotesca.
Según las
crónicas a la que antes se hizo alusión, el monarca se encontraba sentado
frente a una chimenea en el Alcázar de Madrid, un enorme palacio fortaleza que
quedó destruido por un incendio en 1734 y sobre cuyo solar se levantó el actual
Palacio de Oriente.
Era
costumbre en tiempos de mucho frío tener chimeneas encendidas en diferentes
lugares de palacio y en las grandes casas nobiliarias y frente a una de éstas
enormes chimeneas, su majestad, el rey Felipe, descansaba de no haber hecho
nada en muchos días.
La
chimenea ardía a placer, quemando gran cantidad de leña y caldeando en demasía
la estancia real. Parece que el rey tenía mucho calor, pero el protocolo le
impedía levantarse y retirar un poco de leña, o llamar a alguien que lo
hiciera. Eso tenía que hacerlo uno de los gentilhombres encargados de la
persona real, ninguno de los cuales estaba presente en aquel momento.
Por fin
apareció un noble (parece que identificado como Marqués de Polar), al que el
rey le pidió que apagase o disminuyese el fuego, pero el marqués se excusó so
pretexto de que el protocolo le impedía hacerlo, para lo cual tenía que llamar
al duque de Uceda, hijo del duque de Lerma, valido del rey caído en desgracia.
Pero el de
Uceda había salido y no estaba en el Alcázar, por lo que el rey tuvo que seguir
soportando el calor que desprendía la chimenea que le produjo un
sobrecalentamiento tal que al día siguiente tenía una erisipela en toda la
cabeza, con fiebres muy altas de las que no se pudo recuperar.
Pero lo
cierto es que el rey realizó en 1619 un viaje a Portugal con el fin de darse a
conocer por su pueblo. De ese viaje ya regresó enfermo, además de muy aquejado
por una melancolía extrema que lo acompañaba desde hacía muchos años y que
ambas dolencias se fueron agravando con el tiempo. Es muy posible que el
episodio de la chimenea contribuyese a un agravamiento de esa enfermedad que
trajo de Portugal y que no está muy descrita, pero por sí misma, una erisipela
no va a producir la muerte.
Una muerte
estúpida tras una vida estúpida y vacía, en una sociedad no menos estúpida,
porque nadie en su sano juicio, para no mermar su dignidad real, permanece
sentado achicharrándose, en vez de levantarse y apagar el fuego, o simplemente
retirarse de él.
Estúpida, como dices.
ResponderEliminarLos monarcas españoles, salvo raras excepciones, han dejado mal rastro en la historia...
ResponderEliminarEstúpida e increible.
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