Esta es
una historia más apoyada en la ficción que en una realidad contrastada y la
escribo precisamente hoy que se están cumpliendo dieciocho años del atentado
terrorista mas grande sufrido por España y sobre el que más teorías especulativas
se han formulado.
Especular
no es nuevo, existe desde el mismo tiempo que el hombre y además, se da en
todas las latitudes del mundo.
Para
empezar voy a mostrar dos retratos. Corresponden a un padre y su hijo y luego
aclararé algo más sobre el tema.
La sola
contemplación nos indica que estamos ante las pinturas de dos personajes
decimonónicos y que, por tanto, mucha fidelidad no se puede pedir, porque los
pintores se adaptan más al gusto del retratado, que es quien paga, que a la
realidad de su fisonomía.
Dejando a
parte esa salvedad, cada uno puede juzgar acerca del parecido que ambas
personas puedan ofrecer y es hora ya de desvelar la primera incógnita.
El padre,
es decir, el retrato de la izquierda, es Carlos Alberto de Saboya, rey de
Cerdeña, príncipe de Carignano y duque del Piamonte. Alto, delgado, rubio, ojos
claros…
El retrato
de la derecha corresponde al hijo, Víctor Manuel II de Saboya, último rey de
Cerdeña y primer rey de Italia. Bajo, rechoncho, moreno, ojos negros…
Había nacido
este último en Turín el 14 de marzo de 1820, primogénito del matrimonio de
Carlos Alberto con María Teresa de Austria. Su infancia discurrió en La Toscana,
de la que su abuelo materno era duque y sobre todo, en su capital, Florencia,
bajo una tutela que orientaba su vida hacia lo militar.
Fue educado
bajo una disciplina férrea que le imponía madrugar, estudios, breve paseo,
desayuno, esgrima, gimnasia, nuevamente estudio, escasos momentos de contactos
con su madre y oraciones para acabar la
jornada.
A pesar de
cumplir a rajatabla el programa previsto, los tutores tuvieron escaso éxito a
la hora de encarrilar al joven en el mundo de la cultura, pues sus apetencias iban
hacia la caza, los caballos, los paseos por la naturaleza, el montañismo y la
esgrima y odiaba profundamente las letras, la historia, las matemáticas incluso
la lectura, aunque fuesen libros de aventuras.
Su nivel
cultural, en estas circunstancias, ciertamente dejaba mucho que desear y sus
propios biógrafos lo han destacado partiendo del estudio de las cartas que
escribió a lo largo de su vida, donde se observa la falta de formación del rey.
Su
infancia no debió ser muy feliz, pues su padre se preocupaba poco por él y la
vida que se le imponía le resultaba insufrible, pero a los dieciocho años se le
concedió el grado de coronel y el mando de un regimiento y entonces pudo ver
cumplidos sus sueños.
Se casó en
1842 con su prima María Adelaida de Austria, con la que tuvo ocho hijos, entre
ellos Amadeo I de España, del que ya he escrito alguna cosa.
Se dice
que el matrimonio estaba muy unido por el amor que se profesaban, pero lo
cierto es que a los cinco años de compartir el tálamo, Víctor Manuel conoció a
Rosa Vercellana, apodada la Bella Rosina, que sería su amante durante toda la
vida. Viudo desde 1855, siguió con su amante con la que se casó 1869 cuando el
rey estaba muy enfermo y pensaba en morir.
El rey y su amante
Su padre
abdicó tras las dos derrotas sufridas ante el ejército austríaco mandado por el
general Radetzky, ese de la famosa marcha que cada uno de enero se corea en el
Teatro Real de Viena, las batallas de Custoza y Novara, cediendo a Víctor
Manuel el trono de Cerdeña. Era el año 1849 y poco después fallecía en la
ciudad de Oporto.
A Víctor
Manuel II se debe la unificación de Italia, desmembrada desde la caída del
imperio romano, aunque, ciertamente, la unión resultó efímera. Murió en 1878 y
le sucedió su hijo Humberto que murió en 1900, sucediéndole Víctor Manuel III,
cuyo reinado terminó en 1946, en plena Segunda Guerra Mundial, dando paso a la
República Italiana.
Aunque se
le considera el unificador y así es reconocido, el verdadero artífice fue el
político Camilo Benso, conde de Cavour, que supo aprovechar la inestabilidad
general que todos los países de Europa presentaban y tras la retirada de los
austríacos de la península italiana, fue consiguiendo su objetivo de ir
anexionando el Piamonte, La Toscana, los Estados Pontificios, etc., contando
con la inestimable colaboración de Garibaldi.
Esto es, a
grandes rasgos, lo que nos cuentan los libros de historia, en los que aparece
como el gran hacedor de la unificación italiana.
Pero en
los entresijos de la infancia del rey, se esconde un acontecimiento que si bien
no está debidamente contrastado, sí que se refleja con cierta notoriedad en
algunos escritos y testimonios de la época.
Corría el mes
de septiembre de 1824, es decir, el príncipe tenía cuatro años de edad y
residía con la familia en la villa Poggio Imperiale, a las afueras de Florencia,
cuando una noche el joven Víctor Manuel se quejaba de que las picaduras de los
mosquitos no le permitían conciliar el sueño. Su aya, llamada Teresa Zanotti, candil
en mano, entró en la habitación con intención de correr las cortinas del
mosquitero de la cama para proteger al niño.
Por alguna
circunstancia tan desgraciada como indeseable, la llama del candil prendió en
la fina tela de las cortinas que hacían de mosquitero que inmediatamente
ardieron poniendo en peligro al pequeño.
En un
arranque de valentía el aya se echó sobre el cuerpo del niño para protegerlo de
las llamas, recibiendo ella importantes quemaduras, pero consiguiendo que el
heredero saliese casi indemne, según publicó el diario oficial de la ciudad de
Florencia, donde se señalaba que si bien había sufrido varias quemaduras, estas
eran de escasa importancia.
Sin
embargo, alrededor de 1890, en los archivos de la ciudad apareció un informe de
algún funcionario que había intervenido en la extinción del incendio en el que
se menciona que tanto la sirvienta como el niño, presentaban quemaduras muy
serias, comprobando que el colchón y la cama sobre la que dormía el niño
estaban completamente quemados.
Unos días después,
cuando el aya parecía estar recuperada y volvería a hacerse cargo del pequeño,
murió repentinamente.
En toda
Florencia y en la región de La Toscana, corrió un rumor que aseguraba que el
niño también había muerto en el incendio y que había sido reemplazado por el
hijo de un carnicero de la localidad próxima al palacio y que tenía la misma
edad del heredero.
Este
carnicero se llamaba Gaetano Tiburzi y habría tenido ese hijo en una relación
con una amante llamada Regina Bettini.
Hasta aquí
es la narración especulativa que señala la sustitución del heredero por otro
niño de edad muy similar, dada la necesidad imperiosa de contar con un príncipe
que ciñera la corona y en vista a que en ese momento su hermano Fernando tenía
solamente dos años.
Lo cierto
y eso si está contrastado, es que el carnicero Tiburzi experimentó una
prosperidad en su vida difícilmente explicable. Hizo un buen matrimonio con
otra mujer, amplió su negocio, construyó una casa de tres plantas en las
proximidades del palacio y se dedicó a lo que hoy deberíamos llamar agente de
la propiedad inmobiliaria, consiguiendo un considerable patrimonio que permitió
a sus diecisiete hijos, vivir holgadamente.
Después de
especular sobre la sustitución de ese niño, ¿qué razones concretas avalan esa
suposición?
La primera
es la habladuría de la gente. Una cosa así no se puede ocultar en un palacio
plagado de sirvientes; y la principal es la enorme diferencia que ya los dos
retratos de arriba ponen de manifiesto.
Carlos
Alberto, rey de Cerdeña medía más de dos metros, su segundo hijo Fernando no le
andaba a la zaga y su madre era una mujer esbelta y bella; sin embargo Víctor
Manuel medía un metro y cincuenta y ocho centímetros, era grueso y de facciones
nada distinguidas. Ni altura ni esbeltez y mucho menos belleza: tosco y
curvilíneo. Ordinario en sus manifestaciones, inculto, se rodeaba de personas
de su talante e incluso su amante, la Bella Rossina era analfabeta.
Todavía
hay otra teoría más retorcida y es que el verdadero Víctor Manuel, el quemado,
no murió, aunque quedó profundamente desfigurado, tanto como para pensar en su
sustitución y que fue entregado para su cuidado y crianza a una noble familia
Arezzo, en La Toscana: los Serristori, bajo la tutela directa del obispo de
Arezzo, el cual impuso al niño el nombre de Fausto Verecondi y cuyos
descendientes empezaron a decir cual era su procedencia genealógica.
Un
descendiente actual, Umberto Verencondi es rubio, de dos metros de altura y
ojos azules, porte distinguido.
Desvelar
este misterio sería cuestión menor hoy en día, pues descendientes de una y otra
rama son fácilmente localizables y el ADN aclararía el enigma, de la misma
forma en la que voy a desvelar el porqué del título de esta artículo.
Resulta
que en Roma hay un magnífico edificio erigido en memoria de Víctor Manuel II que
se conoce como “Altare della Patria” pero al que los romanos llaman "Il Vittoriano" o “La máquina de escribir”.
Juzgue el
parecido con una de aquellas primitivas máquinas de escribir.
Todo es posible...el Palacio se parece efectivamente mucho a una máquina de escribir Remington...mi padre tuvo una y ahí aprendí mecanografía.
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