A lo largo de la historia y desde que somos España, no hemos tenido demasiada suerte con los reyes: los dos primeros Austrias, Carlos III y poco más, en aquella época en la que el rey reinaba y gobernaba, tarea fundamental para la buena marcha del país.
Todos los
demás también reinaron, pero lo que se dice gobernar, lo dejaban en las manos
de sus validos que hacían del rey un pelele manejable al que entretenían con la
caza, las bellas mujeres de la corte, la música, el teatro y la dulce holganza.
La tarea de gobernar recayó durante siglos sobre estas poderosas cabezas, en
algunos casos más irreflexivas aun que la del propio rey.
Ya tuvo
validos el reino de Castilla con Álvaro de Luna, el marqués de Villena, Beltrán
de la Cueva y algún otro, pero esa tradición se rompió drásticamente con los
Reyes Católicos y sus sucesores, hasta que Felipe III, volvió a instaurar la
mala costumbre de dejarlo todo en manos ajenas y así, el duque de Lerma primero
y el de Uceda después, actuaron a su antojo. Su hijo, el IV Felipe tampoco se
privó de privados, entre los que destacó el Conde Duque de Olivares.
Pocos
países se libraron de esta plaga si su forma de gobierno era la monarquía y
hasta Inglaterra disfrutó de Lord Buckingham, favorito de dos reyes y los cardenales
Richelieu y Mazarino, su sucesor que fue cardenal sin ser sacerdote, también
ejercieron su influencia en la Francia de Luis XIII.
Pero el
que más validos tuvo y quizás el que más los necesitó fue el desgraciado Carlos
II, del que todo el mundo conoce y del que ya he escrito en varias ocasiones.
El último
Austria tuvo nada menos que cinco validos, entre los que destaca su
hermanastro, Juan José de Austria, el reconocido hijo de Felipe IV y la
guapísima actriz y cantante, María Calderón, “la Calderona”.
Al rey
Carlos empezaron a llamarlo “El Hechizado” desde que se quiso encontrar una
justificación para que un engendro de tal envergadura fuera fruto de la unión
carnal de un rey con una mujer de la realeza. Era imposible; los reyes no
podían excretar semejante desecho, tenía que haber una causa que lo propiciara,
un encantamiento, un hechizo, cualquier cosa que valiera como justificación.
Pero no.
La única causa era y es la consanguineidad, ese empobrecimiento progresivo de
la sangre a la que conduce la más feroz endogamia entre familiares de todos los
grados y que tanto y tan bien practicaron casi todos los monarcas españoles:
tener hijos tarados antes de que mi imperio se desmiembre. Aunque el imperio no
se extinguió, sí que lo hizo la dinastía de los Habsburgo.
A finales
del siglo XVII, momento del reinado de Carlos II, no se sabía mucho de
medicina, la genética se ignoraba y se seguían curando enfermedades con
procedimientos seculares, pero quizás alguien tendría que haber caído en la
cuenta de que mientras los hijos bastardos de los reyes, habidos con ciudadanas
a las que no unía ningún vínculo familiar, eran bastante normales, los habidos
dentro del sagrado matrimonio iban degenerando progresivamente. Qué pasaba,
¿qué Dios protegía más a los bastardos que a los nacidos bajo su santo
sacramento?
Bastaría
echar un vistazo a dos bastardos insignes, reconocidos por sus padres: Juan de
Austria, hijo de Carlos I y la alemana Bárbara Blomberg y el mencionado
anteriormente Juan José de Austria.
El adefesio real al que llamaron “el Hechizado”, tuvo como primer valido al confesor de su madre, Mariana de Austria, un jesuita austríaco llamado Juan Everardo Nithard, que la reina se trajo cuando vino a casarse con Felipe IV. Otro matrimonio curioso; iba a casarse con su primo el príncipe Baltasar Carlos, pero como se murió, se casó con el padre que era hermano de su madre. ¡Es igual, el hijo o el padre, lo que importa es engarzar con la familia real española!
Mariana de Austria
El segundo
fue Fernando de Valenzuela, más valido de la regente que del rey. El tercero
fue su propio hermanastro Juan José, hombre brillante en los aspectos político
y militar que ponía nerviosa a la corte con su sola presencia.
Apartado
por su padre de la línea sucesoria, decidió el rey confiar el reino al recién
nacido Carlos, hijo de sagrado matrimonio -aunque desde un primer momento se
sabía a lo que podía llegar-, antes que comprometer la continuidad de su casa real
con un monarca bastardo.
La
infancia y adolescencia del príncipe Carlos fueron una sucesión ininterrumpida
de sustos y disgustos, no ya por la quebrantada salud del joven, también por
sus comportamientos.
Sin embargo, al llegar la mayoría de edad y por
tanto el momento de su coronación, llamó a su hermanastro y tras muchas
vicisitudes, consiguió nombrarlo primer ministro y arrinconar a su madre, al
confesor Nithard y al valido Valenzuela.
Esto ha
hecho que algunos historiadores se planteen la debilidad de carácter que se
atribuye al último Austria que en un momento de extraordinaria tensión dentro
de su familia y de toda la corte, a sabiendas de que su hermanastro lideraba
una facción que lo promovía como sucesor de la corona a la muerte del rey, cosa
que se creía inminente, quiso tenerlo a su lado y confiar plenamente en él.
Para eso hubieron de producirse tormentosos sucesos, como eliminar a los
adversarios de todos los órganos de poder y de la propia Corte, desterrar a la
reina madre y a su valido Valenzuela, al que encerraron en Consuegra y
despojado de todos los títulos y honores, desterrar también al almirante de
Castilla que con otros altos cargos fueron diseminados por el suelo patrio.
Al mismo
tiempo se procedió a recuperar a los que habían sido expulsados o exiliados por
la intervención de la reina y los anteriores validos, formando un conjunto de
personas a su alrededor que demostraron tener una correcta visión de Estado y
se ocuparon del reflotamiento económico y una renovación política en todos los
órdenes tendentes a conseguir moralizar la administración. Pero lamentablemente
Juan José de Austria moría durante una epidemia de peste en el año 1679, sin
que hubiera llegado a alcanzar los objetivos propuestos, en cuyo caso habría
que preguntarse cuál habría sido el destino de España.
Aún, el
Hechizado vivió veinte años más, durante los que quiso llevar personalmente el
peso del gobierno, aunque era plenamente consciente de su incapacidad para
gobernar, no así para saber rodearse y confiar en personas que, como el duque
de Medinaceli, que sucedió como valido a su hermanastro, hicieron que España, a
decir de modernos historiadores, fuese como “un remanso de paz”, donde hubo
superávit económico, ausencia de las bancarrotas que habían asediado a sus
antepasados y una etapa de progreso y bienestar envidiables.
Aún con
una salud deplorable, Carlos sobrevivió a su primera esposa María Luisa de Orleans, lo mismos que había sobrevivido
a sus cuatro hermanos mayores.
Es
proverbial cómo la naturaleza humana se resiste a la extinción y ese cuerpo
maltrecho y estragado, superó el sarampión, la rubeola, la viruela y el
raquitismo; tuvo acceso de fiebres palúdicas, diarreas permanentes, ataques
epilépticos, apoplejía y alguna otra enfermedad que se desconoce. Hoy se sabe
que su sistema inmunológico era apenas existente, fruto de la tan repetida
consanguineidad y hay que leer las descripciones que de él hicieron personajes
influyentes de la corte, como el nuncio de su santidad el papa que después de
atribuirle toda clase de defectos, señaló que de vez en cuando daba señales de
inteligencia y cierta vivacidad
Se intentó todo tipo de conjuros y se solicitó la intervención divina para eliminar el embrujamiento que el rey padecía y que para que no falte la ironía en un asunto tan dramático, el cardenal dominico Juan Tomás de Rocaberti, que gozaba del aprecio del rey que lo promovió a cargos importantes tanto eclesiásticos como políticos y que terminó siendo Inquisidor General y una de las personas que más “investigaron” el real hechizamiento, concluyó que la maldición que se había introducido en el cuerpo del rey fue a través de una taza de chocolate que había tomado el día 3 de abril de 1675 y en la que la mano hechizadora, que se desconocía, había disuelto sesos de un ajusticiado, entrañas y riñones.
Cardenal Rocaberti
Con una vida como la que llevó Carlos, es difícil asignarle ninguna virtud que tan siquiera se acerque a las que conforman el bagaje de un estadista y sin embargo, según se ha relatado, tuvo destellos de rigor y lucidez.
Carlos murió el día de Todos los Santos de 1700, tras varios días en los que de sus tripas salían todo lo poco que le quedaba a su exhausto cuerpo y cuando su fin ya estaba próximo pronunció la frase que da título a este artículo: “Me duele todo”.
Muy buena esa frase...lo resume todo.
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