sábado, 24 de agosto de 2013

COLÓCATE O NO SALES EN LA FOTO



En 1814 Napoleón abdicó forzado por las circunstancias y después de que el Senado francés lo hubiese depuesto. A pesar de la tiranía con la que había gobernado en los últimos tiempos, se le perdonó la vida y no pasó por la guillotina, como sus anteriores en el trono de Francia. Posiblemente por influencia solapada de algunos de sus admiradores, con los que indudablemente contaba en el Senado, fue condenado al exilio y trasladado a la isla de Elba, donde fue confinado.
Así lo estudiamos en el bachillerato y así ocurrió en realidad, lo que en mi caso pasó es que nadie me explicó qué era la isla de Elba, ni dónde estaba. Ahora que lo sé, me parece el lugar menos apropiado para retirar de la circulación a un personaje de la categoría de Napoleón, el gobernante mundial más perpetuado en pinturas y, es más que posible que, quienes tomaron aquella decisión, supieran que desde aquel lugar, el depuesto emperador podría volver cuando le viniese en ganas.
La isla de Elba está a unos veinte kilómetros de la costa italiana de La Toscana y entre la isla de Córcega y la península. Precisamente en Córcega había nacido el emperador, por lo que contaba allí con muchos adeptos.
El lugar era tan poco apropiado que se pensó en trasladarlo a las Azores, o mejor aún, asesinarlo, pero en esta ocasión no se atrevieron a hacerlo y así, tal como estaba casi cantado, el veintiséis de febrero de 1815, aprovechando un descuido y con un plan muy bien trazado, Napoleón embarcó en Portoferraio con un pequeño grupo de 600 soldados que se le habían adherido. Tres días después desembarco en Antibes, en la Costa Azul francesa.


Vista aérea de Elba obtenida de Google

Repuesta en el trono la dinastía de los Borbones, con Luís XVIII, Francia afrontaba un nuevo período tras los agitados acontecimientos en los que había vivido los últimos veinte años y al conocerse la noticia, cundió la alarma. El rey envió inmediatamente a sus tropas para frenar el avance del corso, pero las cosas no estaban muy bien en Francia y los militares y soldados se acordaban con nostalgia de los años de gloria vividos al lado de su emperador y conforme se enfrentaban a las escasas fuerzas que avanzaban sobre París, se le iban adhiriendo, desertando del bando real para pasarse al del depuesto emperador.
Así ocurrió en varias ocasiones y dicen que en París aparecieron unas pintadas, preludio de los actuales grafitis que llenan todos los muros de nuestras ciudades que decían: “Ya tengo suficientes hombres, Luís, no me mandes más. Firmado: Napoleón.”
La prensa seguía el avance de las tropas insurrectas con diarias noticias y el pueblo de París se dividía en opiniones y deseos al respecto. El rey no era una figura popular ni querida y Napoleón evocaba épocas de gloria.
Después de años de revolución y república, los logros ciudadanos formaban ya parte del acervo del pueblo francés y el Borbón, nada más hacerse con el trono, luchó lo indecible por recortar todos los derechos que a costa de sangre habían conseguido los franceses.
Por eso cuando se supo que el emperador había escapado de su exilio forzado, la voluntad de los franceses se dividió y muchos pensaron que era tiempo de despejar del trono a un monarca que iba en contra de las libertades de su pueblo.
Sabiendo el rey que no era querido y cuando comprendió que el avance de Napoleón era imparable, porque una gran parte del pueblo y del ejército lo amparaba, optó por huir de París y refugiarse en Gante, Bélgica, donde sus partidarios y las potencias aliadas contra Francia le prometieron protección.
Con este episodio se inició un período que se conoce como Imperio de los Cien Días, o simplemente los Cien Días, hasta que el repuesto emperador fue derrotado definitivamente en la batalla de Waterloo y cuyas circunstancias han sido analizadas hasta la saciedad por los estudiosos de las artes bélicas.
Las interpretaciones de las causas por las que Napoleón, el mejor estratega de todos los tiempos fue estrepitosamente derrotado en aquella famosa batalla, son para todos los gustos, desde la falta de preparación de su ejército, la climatología adversa, la incompetencia de su lugarteniente o el repentino ataque de almorranas que el emperador sufrió la mañana del 18 de junio de 1815, día decisivo y que le obligó a tomar baños de asiento que le calmaran, mientras los soldados estaban combatiendo. Eso es al menos lo que dicen algunos, como el mismo Víctor Hugo.
Tras la derrota, Napoleón fue derrocado y por segunda vez se reinstauró la monarquía que ya había aprendido algo, pero no demasiado ya que quince años más tarde fue definitivamente derrocada y sustituida por la República que dura hasta el día de hoy.
Napoleón fue preso y con una abundante corte destinada a su servicio, fue trasladado a la isla de Santa Elena, en mitad del Océano Atlántico, de donde ya no saldría y en seis años moriría.
Su muerte también acarreó numerosas controversias, pues desde una hemorragia, producto de un cáncer de estómago que padecía, hasta un progresivo y lento envenenamiento con arsénico, se han barajado como causas de su muerte.
Con él se acabó un mito que produjo grandes adhesiones, tremendas repulsas y miedo, mucho miedo en algunos que no tenían muy claro de qué lado estaban.
Pero su personalidad era tan carismática que a nadie dejaba indiferente y cuando fue recluido en Elba, algunos respiraron tranquilos y otros lo sintieron profundamente. Buena prueba del respeto y el miedo que se tenía al emperador es la anécdota que voy a narrar y es la que da pie al título de este artículo.
La Gazette Nationale, ou Le Moniteur Universel, era en 1815 lo que en España era la Gaceta de Madrid, precursora del Boletín Oficial del Estado. Nació como un periódico en 1789, con la Revolución y durante muchos años fue el diario oficial del gobierno francés, su órgano de expresión, como se diría en la actualidad. Durante el imperio de Napoleón fue, además, su órgano de propaganda y tenía una amplísima difusión tanto en Francia, como en Europa e incluso en los Estados Unidos.
En los primeros años de la Revolución era el Boletín de la Asamblea y desde principios del siglo XIX fue declarado periódico oficial.
Digo todo esto para que no se piense que se trataba de una hoja parroquial o un libelo sin pie de imprenta. Con la trayectoria descrita queda bien claro de qué clase de medio estamos hablando.
Pues bien, en una publicación tan seria como Le Moniteur, nombre con el que era popularmente conocido, la fuga de Napoleón de la isla de Elba no podía pasar desapercibida y así, cuando se tuvieron noticias en París de lo que había acontecido, Le Moniteur se hizo eco  y publicó el siguiente titular:
9 de marzo de 1815: El monstruo escapó de su destierro.
Luego fue siguiendo el avance, imprevisible al principio y más claro después, por lo que cambiando oportunamente de dirección editorial en los días siguientes publicó:
10 de marzo: El ogro ha desembarcado en Antibes (Cabo Jean).
11 de marzo: El tigre ha llegado a Gab.
12 de marzo: El tirano está en Lyon. Cunde el pánico en las calles.
18 de marzo: El usurpador a seis jornadas de París.
19 de marzo: Bonaparte avanza a gran velocidad, pero nunca entrará en París.
20 de marzo: Napoleón llegará a las murallas de París mañana.
21 de marzo: El Emperador está en Fontainebleau.
22 de marzo: En la tarde de ayer su majestad, el Emperador, hizo su entrada pública en París y llegó a las Tullerías. ¡Viva el Imperio!
Hoy diríamos que es periodismo amarillo, pero yo creo que era mucho más respeto o miedo a la situación que se venía encima y como un solo hombre, a la consigna de quietos todos, que el que se mueva no sale en la foto, que es como se dice hoy, respondieron dulcificando la información, conforme veían más seguro que el emperador volvería a sentarse en el trono de Francia.

Así ha sido la prensa desde siempre, acomodaticia y cobarde, pero capaz de forjar conciencias populares. ¡Una verdadera pena!

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