En 1814 Napoleón abdicó forzado por las
circunstancias y después de que el Senado francés lo hubiese depuesto. A pesar
de la tiranía con la que había gobernado en los últimos tiempos, se le perdonó
la vida y no pasó por la guillotina, como sus anteriores en el trono de
Francia. Posiblemente por influencia solapada de algunos de sus admiradores,
con los que indudablemente contaba en el Senado, fue condenado al exilio y
trasladado a la isla de Elba, donde fue confinado.
Así lo estudiamos en el bachillerato y así ocurrió en
realidad, lo que en mi caso pasó es que nadie me explicó qué era la isla de
Elba, ni dónde estaba. Ahora que lo sé, me parece el lugar menos apropiado para
retirar de la circulación a un personaje de la categoría de Napoleón, el
gobernante mundial más perpetuado en pinturas y, es más que posible que, quienes
tomaron aquella decisión, supieran que desde aquel lugar, el depuesto emperador
podría volver cuando le viniese en ganas.
La isla de Elba está a unos veinte kilómetros de la
costa italiana de La Toscana y entre la isla de Córcega y la península.
Precisamente en Córcega había nacido el emperador, por lo que contaba allí con
muchos adeptos.
El lugar era tan poco apropiado que se pensó en
trasladarlo a las Azores, o mejor aún, asesinarlo, pero en esta ocasión no se
atrevieron a hacerlo y así, tal como estaba casi cantado, el veintiséis de
febrero de 1815, aprovechando un descuido y con un plan muy bien trazado,
Napoleón embarcó en Portoferraio con un pequeño grupo de 600 soldados que se le
habían adherido. Tres días después desembarco en Antibes, en la Costa Azul
francesa.
Vista aérea de Elba obtenida de
Google
Repuesta en el trono la dinastía de los Borbones, con Luís XVIII, Francia afrontaba un nuevo período tras los agitados acontecimientos en los que había vivido los últimos veinte años y al conocerse la noticia, cundió la alarma. El rey
envió inmediatamente a sus tropas para frenar el avance del corso, pero las
cosas no estaban muy bien en Francia y los militares y soldados se acordaban
con nostalgia de los años de gloria vividos al lado de su emperador y conforme
se enfrentaban a las escasas fuerzas que avanzaban sobre París, se le iban
adhiriendo, desertando del bando real para pasarse al del depuesto emperador.
Así ocurrió en varias ocasiones y dicen que en París
aparecieron unas pintadas, preludio de los actuales grafitis que llenan todos
los muros de nuestras ciudades que decían: “Ya tengo suficientes hombres, Luís,
no me mandes más. Firmado: Napoleón.”
La prensa seguía el avance de las tropas insurrectas
con diarias noticias y el pueblo de París se dividía en opiniones y deseos al
respecto. El rey no era una figura popular ni querida y Napoleón evocaba épocas
de gloria.
Después de años de revolución y república, los logros
ciudadanos formaban ya parte del acervo del pueblo francés y el Borbón, nada
más hacerse con el trono, luchó lo indecible por recortar todos los derechos
que a costa de sangre habían conseguido los franceses.
Por eso cuando se supo que el emperador había
escapado de su exilio forzado, la voluntad de los franceses se dividió y muchos
pensaron que era tiempo de despejar del trono a un monarca que iba en contra de
las libertades de su pueblo.
Sabiendo el rey que no era querido y cuando comprendió
que el avance de Napoleón era imparable, porque una gran parte del pueblo y del
ejército lo amparaba, optó por huir de París y refugiarse en Gante, Bélgica,
donde sus partidarios y las potencias aliadas contra Francia le prometieron
protección.
Con este episodio se inició un período que se conoce
como Imperio de los Cien Días, o simplemente los Cien Días, hasta que el
repuesto emperador fue derrotado definitivamente en la batalla de Waterloo y
cuyas circunstancias han sido analizadas hasta la saciedad por los estudiosos
de las artes bélicas.
Las interpretaciones de las causas por las que Napoleón, el mejor estratega
de todos los tiempos fue estrepitosamente derrotado en aquella famosa batalla,
son para todos los gustos, desde la falta de preparación de su ejército, la
climatología adversa, la incompetencia de su lugarteniente o el repentino
ataque de almorranas que el emperador sufrió la mañana del 18 de junio de 1815,
día decisivo y que le obligó a tomar baños de asiento que le calmaran, mientras
los soldados estaban combatiendo. Eso es al menos lo que dicen algunos, como el
mismo Víctor Hugo.
Tras la derrota, Napoleón fue derrocado y por segunda
vez se reinstauró la monarquía que ya había aprendido algo, pero no demasiado ya que quince años más tarde fue definitivamente derrocada y sustituida por la
República que dura hasta el día de hoy.
Napoleón fue preso y con una abundante corte
destinada a su servicio, fue trasladado a la isla de Santa Elena, en mitad del
Océano Atlántico, de donde ya no saldría y en seis años moriría.
Su muerte también acarreó numerosas controversias,
pues desde una hemorragia, producto de un cáncer de estómago que padecía, hasta
un progresivo y lento envenenamiento con arsénico, se han barajado como causas
de su muerte.
Con él se acabó un mito que produjo grandes
adhesiones, tremendas repulsas y miedo, mucho miedo en algunos que no tenían
muy claro de qué lado estaban.
Pero su personalidad era tan carismática que a nadie
dejaba indiferente y cuando fue recluido en Elba, algunos respiraron tranquilos
y otros lo sintieron profundamente. Buena prueba del respeto y el miedo que se
tenía al emperador es la anécdota que voy a narrar y es la que da pie al título
de este artículo.
La Gazette Nationale, ou Le Moniteur Universel, era
en 1815 lo que en España era la Gaceta de Madrid, precursora del Boletín
Oficial del Estado. Nació como un periódico en 1789, con la Revolución y
durante muchos años fue el diario oficial del gobierno francés, su órgano de
expresión, como se diría en la actualidad. Durante el imperio de Napoleón fue,
además, su órgano de propaganda y tenía una amplísima difusión tanto en
Francia, como en Europa e incluso en los Estados Unidos.
En los primeros años de la Revolución era el Boletín
de la Asamblea y desde principios del siglo XIX fue declarado periódico
oficial.
Digo todo esto para que no se piense que se trataba
de una hoja parroquial o un libelo sin pie de imprenta. Con la trayectoria
descrita queda bien claro de qué clase de medio estamos hablando.
Pues bien, en una publicación tan seria como Le
Moniteur, nombre con el que era popularmente conocido, la fuga de Napoleón de
la isla de Elba no podía pasar desapercibida y así, cuando se tuvieron noticias
en París de lo que había acontecido, Le Moniteur se hizo eco y
publicó el siguiente titular:
9 de marzo de 1815: El monstruo escapó de su destierro.
Luego fue siguiendo el avance, imprevisible al
principio y más claro después, por lo que cambiando oportunamente de dirección
editorial en los días siguientes publicó:
10 de marzo: El ogro ha desembarcado en Antibes (Cabo Jean).
11 de marzo: El tigre ha llegado a Gab.
12 de marzo: El tirano está en Lyon. Cunde el pánico en las calles.
18 de marzo: El usurpador a seis jornadas de París.
19 de marzo: Bonaparte avanza a gran velocidad, pero nunca entrará en
París.
20 de marzo: Napoleón llegará a las murallas de París mañana.
21 de marzo: El Emperador está en Fontainebleau.
22 de marzo: En la tarde de ayer su majestad,
el Emperador, hizo su entrada
pública en París y llegó a las Tullerías. ¡Viva el Imperio!
Hoy diríamos que es periodismo amarillo, pero yo creo
que era mucho más respeto o miedo a la situación que se venía encima y como un
solo hombre, a la consigna de quietos todos, que el que se mueva no sale en la
foto, que es como se dice hoy, respondieron dulcificando la información,
conforme veían más seguro que el emperador volvería a sentarse en el trono de
Francia.
Así ha sido la prensa desde siempre, acomodaticia y
cobarde, pero capaz de forjar conciencias populares. ¡Una verdadera pena!
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