viernes, 28 de marzo de 2014

EL PIRATA DE LA CANCIÓN





Aunque la piratería es una de las mas detestables formas de latrocinio, algo tiene de mística esa figura milenaria que ha hecho, tanto subir a los pedestales, como hundirse en los infiernos, a muchos de aquellos que la ejercieron.
Piratas famosos se hicieron inmensamente ricos y alcanzaron las más altas dignidades de la nobleza de algunos países, otros encontraron pronto la muerte y todos sembraron el pánico en los mares y en las poblaciones costeras.
Desde la más remota antigüedad en la que el hombre se aventuró a internarse en los mares desconocidos y trasladar las riquezas encontradas en lejanos países, hasta sus ciudades, hubo siempre algún desalmado que encontraba más fácil arrebatar las riquezas transportadas que el penoso trabajo de conseguirlas con el esfuerzo personal.
Quizás el primer pirata del que se tiene constancia escrita fue Jasón, aquel que guió a los argonautas a la busca del vellocino de oro.
Y desde entonces nunca faltaron. Ya fueron piratas los vikingos que sembraron el terror en toda las costas de Europa, llegando con sus famosos drakkars, hasta el Mediterráneo y piratas fueron de todos los países ribereños y también fueron piratas los españoles como el que se apodaba “Campanario”, cuyos demás datos de identidad no han trascendido, Pedro de Larraondo y su compinche Juan Perez de Casa, capturados a principios de 1400 y ajusticiados en Egipto, por no querer convertirse al Islam, y otros muchos como Antón de Garay, Fortunato de Zarauz, Pedro Pallá, Francisco de Illareta y otros más.
Como se aprecia por sus apellidos, o lugar de nacimiento, estos personajes eran en su mayoría procedentes del país vasco y sus correrías se centraban en el Golfo de Vizcaya, las costas atlánticas de la península y el Mediterráneo, pues aún no se había descubierto en Nuevo Continente y la navegación que se practicaba era casi siempre de cabotaje.
Otomanos y berberiscos infestaron el Mediterráneo obligando a los estados a luchar duramente contra ellos, porque apoderarse fácilmente de lo que otros obtenían con su esfuerzo es una tentación grande y si además de las riquezas que otros transporten, pueden hacer prisioneros que luego se venden como esclavos, el negocio es redondo.
No hay delito más detestable, pero resulta que a muchos de esos piratas, a veces el pueblo y a veces el propio gobierno de una nación, han encumbrado y otorgado las mas altas dignidades.
Colonizado el Océano Índico por los portugueses, descubierta América por los españoles, doblado el Cabo de Hornos y empezada la expansión española por el Pacífico, la piratería tomó un giro especial. Los piratas infestaron el Caribe, por donde navegaban los galeones españoles cargados de riquezas; infestaron la costa occidental de América, desde Chile hasta Méjico, atreviéndose con el temible Cabo de Hornos; infestaron el Atlántico, desde las Azores, en donde se apostaban esperando los convoyes españoles y portugueses, hasta el Canal de la Mancha, dificultando el paso de los envíos de fondos y material de guerra desde España a los Países Bajos y por último, infestaban el Mediterráneo.
También existían piratas, y muchos, en el Océano Índico, que en los mares de China y Japón dificultaban enormemente la navegación de los navíos españoles y portugueses, que en la época de esplendor de este negocio del robo, eran los que mayores riquezas transportaban.

Escena de piratas

Ingleses como Sir Frances Drake, Hawkins, Cavendish, Raleigh, Morgan, etc.; franceses como Jean Fleury, ajusticiado en España, El Olonés, Lafitte, Leclerc, llamado Pata de Palo; holandeses como el famoso y cruel Laurens de Graff, llamado Lorencillo, por su baja estatura y muchos otros, recorrieron todos los mares en busca de presas fáciles que se presentaban con mucha frecuencia, fruto de las grandes campañas conquistadoras que los reinos de la Península Ibérica llevaban a cabo en las tierras recién descubiertas.
Quizás por ser los españoles y portugueses los que obtenían grandes beneficios con los descubrimientos y conquistas, no hubo piratas españoles en la época de apogeo de la piratería, pero sí que se fomentó la llamada patente de corso, sobre todo a partir de Felipe III que entendía que a los piratas había que combatirlos con sus mismos medios.
Cuando la Marina no era aún un cuerpo de ejército, los barcos ya estaban considerados como unas buenas armas de ataque, por eso, debidamente artillados, cruzaban los mares buscando a los piratas para enfrentarse a ellos y arrebatarles lo que ellos mismos habían arrebatado a otros.
Pero que no hubiera muchos piratas españoles no nos va a restar el dudoso título de haber sido un compatriota nuestro, el primer pirata del Caribe, al menos el primero en estar documentado.
Se trataba de Bernardino de Talavera, posiblemente toledano que se enroló en el segundo viaje de Colón buscando salir del hambre y la miseria que durante toda su vida lo había atenazado.
Bernardino, como muchos otros colonizadores, obtuvo tierras en la isla La Española, en la actual República Dominicana, donde en 1494, fundó Colón la primera ciudad del Nuevo Mundo: La Isabela.
Pero el de Talavera era más aficionado a la conquista, la gresca y al ron, que al cultivo de la tierras y aunque trató de dedicar su ingenio al cultivó de la caña de azúcar, no consiguió nada más que deudas y acreedores iracundos contra la desidia cultivadora del toledano.
Acuciado por sus aprietos económicos, lo mismo que la mayoría de los colonos de aquella época que no servían para cultivar la tierra sino para mancharla de sangre, se reunió con otros desalmados como él y apoderándose por la fuerza de un barco que llegó al puerto de La Isabela, zarpó con setenta colonos reconvertidos en piratas y desde entonces se dedicó al lucrativo negocio del latrocinio y la muerte.
Sus andanzas no están muy documentadas, pero se sabe que atacaba naves de países o ciudades aliadas con España, nunca a las de pabellón español, llegando, durante sus peripecias a auxiliar a algunos conquistadores como Alonso de Ojeda o el mismo Pizarro. En 1511 fue apresado en Jamaica y aunque Ojeda y Pizarro trataron de defenderlo, fue ahorcado en La Española, junto con toda su tripulación.
Y si el hecho de haber tenido como nuestro al primer pirata del Caribe no fuera de suficiente mérito, aún podemos aportar a nuestro palmarés el haber sido patria del último pirata del Atlántico.
 Han pasado trescientos años entre uno y otro personaje, pero en aquella época el tiempo estaba como detenido y salvo con algunas mejoras, considerables en la navegación, esta venía siendo lo mismo: barcos de madera, velas, remos y cañones de avancarga.
En 1805, nació en Pontevedra Benito Soto de Aboal. Era el mediano de catorce hermanos, cuyos mayores trabajaban como marineros con su padre.
Benito se enroló en los barcos de pesca con su padre y hermanos, pero pronto comprendió que aquella no iba a ser su vida, así que dejó a su familia para enrolarse en un buque negrero que con bandera brasileña trasportaba su carga humana desde África hasta América. El barco se llamaba “Defensor de San Pedro”.


Una ilustración de Benito Soto

Muy pronto, dadas sus dotes de liderazgo, su temible aspecto y sus conocimientos de navegación, Benito que medía casi dos metros y tenía la cara llena de cicatrices dejadas por la viruela y los puños de algunos que se atrevieron a cruzarse con él, se granjeó en el barco el respeto de muchos de los tripulantes, incluso de la oficialidad que lo nombraron contramaestre.
Algo debió ocurrir a borde de aquel barco, porque al llegar al Caribe para descargar, Benito entró en contacto con algunos marinos que habían ejercido la piratería y el corso y que hablaban de las ingentes cantidades de dinero que se atesoraban con esa actividad. Esa información debió ser trascendental para él y tomó una determinación.
 De vuelta a África para cargar esclavos nuevamente, encabezó un motín y tras acabar con toda la oficialidad del buque, se autonombró capitán, cambiando el nombre del barco por el de “Burla Negra", iniciando una carrera de piratería, atacando a cualquier embarcación con la que se cruzara, salvo que tuviera pabellón español, en cuyo caso era respetada.
En casi cinco años, saqueó y hundió más de doce barcos, sobre todo portugueses, británicos y norteamericanos, demostrando en todas sus acciones una crueldad y una sangre fría impropias de un joven y, sobre todo, innecesarias a pesar de lo salvaje de su oficio.
Cuando consideró que sus bodegas estaban bien repletas de tesoros y que con aquellas riquezas podría vivir cómodamente el resto de su vida, así como su tripulación, puso rumbo a La Coruña con la intención de vender parte del botín a unos traficantes de joyas que le entregaron un pagaré a cobrar en Cádiz.
Aunque Benito nunca atacó naves españolas, sabiendo las autoridades españolas que el pirata se dirigía a Cádiz, dictaron orden de apresamiento, influidos por el gobierno británico.
Ya en el Puerto de Cádiz, el barco fue asaltado por fuerzas del ejército y toda su tripulación hecha prisioneros, dictándose a los pocos días orden de ajusticiarlos a todos, menos a Benito que fue trasladado a Gibraltar.
El 25 de enero de 1830, el pirata fue ahorcado en la Colonia Británica, revistiendo el acto de su ejecución una crueldad similar a la que benito había demostrado siempre.
No contó el verdugo con la estatura aventajada del pirata y tras descolgarle en el patíbulo, sus pies, de puntillas, tocaban el suelo, por lo que el ajusticiado no acababa de morir, teniendo el verdugo que retirar tierra con una pala de debajo de sus pies, para conseguir que colgara totalmente.
Su vida fue corta, su actividad efímera, pero aun en tan corto espacio de tiempo, consiguió colocar su nombre entre los de leyenda y tanto más cuando, se dice, que unos años después de su muerte, concretamente en 1840, el genial poeta, máximo exponente del romanticismo español José de Espronceda, se inspiró en el pirata Soto para componer su entrañable “Canción del Pirata” que todos aprendimos cuando niños.



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