En varias ocasiones anteriores he
tratado sobre guerras o batallas que por ser sus nombres divertidos, como la de
los pasteles, la sandía, o de la oreja de Jenkins, o por haber sido la más
larga o la más corta, o simplemente por el hecho de habernos pasado
desapercibida a pesar de su importancia, creía oportuno sacar del olvido y
desempolvarlas, advirtiendo siempre que, no siendo historiador, lo único que
guía mi afán es dar a conocer lo que ha estado olvidado y sin que por mi parte
incluya nada.
Normalmente esas guerras o batallas
han ocurrido lejos de nuestro país y aunque hayan tenido repercusiones para
España, su influencia no ha sido advertida por el pueblo llano. Pero no siempre
ha sido así, porque buceando en la historia de España, que nos debería ser
conocida, al menos por lo próxima, también encontramos algunas de estas
curiosidades como la que voy a relatar.
Estábamos en pleno siglo XIV, cuando
Alfonso XI de Castilla se casó con María de Portugal, hija del rey Alfonso IV,
con la que tuvo al infante Pedro, que gobernó a la muerte de su padre con el
nombre de Pedro I, conocido como El Justiciero, por sus seguidores y El Cruel,
por sus enemigos. Pedro I murió en la batalla de los campos de Montiel, a manos
de su hermanastro Enrique que le arrebató el trono y fundó la casa de
Trastámara.
A Enrique II de Trastámara le sucedió
su hijo Juan I y a Alfonso de Portugal, su hijo que gobernó como Pedro I y a
éste, a su vez, su hijo, Fernando I.
Desde muchos años atrás, los monarcas
castellanos y portugueses se habían casado entre ellos, creando unos débiles
vínculos de sangre, pero unas fuertes apetencias por apoderarse del reino del
otro, ya por tratados, ya por la fuerza.
Así estaban las cosas en el inicio de
la década de 1380, cuando se estaba cociendo lo que se daría en llamar la
tercera guerra castellano-portuguesa.
En Castilla reinaba Juan I y en
Portugal Fernando I, cuando en la corte castellana se empieza a tener noticias
de que los portugueses están formando un poderoso ejército que será auxiliado
por tropas inglesas, país con el que acaban de firmar un pacto por el que los
de la “Pérfida Albión” ofrecen un
ejercito de mil hombres de armas y otros mil de sus temidos “flecheros”, ejército que estaría mandado por el propio hijo del
rey inglés, Edmundo de Langley, duque de York.
Cuando el ejército conjunto
anglo-portugués empieza a desplazarse hacia las fronteras con España. Al rey
castellano le surge una nueva dificultad y es que su hermano bastardo, don
Alfonso, duque de Noreña, se rebela en la villa palentina de Paredes de Nava.
Con muy buen criterio, Juan I decide solucionar antes el problema interno y
acudir más tarde al otro que si bien más grave, podrá esperar a que su
situación interna mejore, aun cuando el ejército combinado llegue a rebasar la
frontera e invadir los territorios de Castilla.
Cuando el bastardo Alfonso conoce que
el rey va contra él con todas sus fuerzas, huye a Asturias, hacia donde le
persigue el monarca. Viéndose perdido envía mensajeros pidiendo perdón y el
rey, quizás acuciado por la necesidad de bajar con sus huestes a hacer frente a
los invasores, lo perdona y a marchas forzadas se dirige al sur, a la vez que
envía órdenes a sus capitanes de mar, de que preparen una escuadra que se
pondrá a las órdenes del almirante mayor de Castilla, Fernando Sánchez Tovar.
En su descenso por Castilla, hace
retroceder al ejército combinado que había tomado ciudades limítrofes, a las
que el rey castellano pone en asedio.
Mientras, en la costa se está
desarrollando una febril tarea: alistar los buques necesarios para enfrentarse
al enemigo y enrolar a las tripulaciones que se van a hacer cargo de los
mismos.
Situación similar se vive en la vecina
Portugal, donde el rey ha entregado el mando de la flota al almirante Joao
Afonso Telo, conde de Barcellos, buen militar pero con escasos conocimientos
como marino y mucho menos para dirigir la flota, inconvenientes a los que se
unen su vanidad y prepotencia y cuya única virtud, al parecer, consiste en ser
hermano de la reina de Portugal.
Telo zarpó de Lisboa con una escuadra
compuesta por veintiuna galeras, navío que mezclaba las velas y los remos, una
galeota, más pequeña que la anterior y con hasta veinte remos por banda y
cuatro naos, navíos de tres mástiles y vela cuadrada, de diseño español y que
pronto fueron sustituidos por los galeones y en la que trasladaba parte de las
fuerzas inglesas de apoyo.
Mientras, en Sevilla, la flota estaba
ya aprestada, pero de las veintitrés galeras, solamente diecisiete estaban en
condiciones óptimas para la navegación. Casi en la misma fecha, zarparon para
descender el Guadalquivir y enfilar hacia Portugal.
El día 17 de julio de 1381, las
escuadras se avistaron frente a las costas del Algarve, con viento favorable a
la escuadra española que en vez de presentar batalla en mar abierto, optó por
una maniobra mucho más astuta.
La escuadra portuguesa iba poco
organizada pues las galeras, más rápidas, se habían adelantado a la galeota y a
las cuatro naos que con viento casi de frente y sus velas cuadradas, apenas
avanzaban dando bordadas.
Hábil, el almirante español, pensó que
la superioridad portuguesa no le permitía arriesgar nada y ordenó dar la
vuelta, pensando en librar la batalla en aguas poco profundas en donde las naos
embarrancasen y que además para poderlos alcanzar, la flota portuguesa hubiera
de forzar mucho la marcha, cansando a los remeros para el momento de entrar en
combate.
Los portugueses, al observar la
maniobra evasiva de los castellanos entendieron que estos huían, lanzándose a
una frenética persecución con aires de victoria pero en realidad con vientos
desfavorables y un esfuerzo enorme de remos.
En el camino de su alocada
persecución, la escuadra portuguesa encontró varias barcazas de pescadores
onubenses que faenaban a varias millas de la costa.
Ensoberbecidos y con una tremenda
ansia de victoria, decidieron no dejar vivo a ningún castellano, por lo que
algunas galeras se desprendieron de la mínima formación que llevaban y se
entretuvieron en hundir las barcazas y destrozar las artes de pesca que tenían
caladas, dejando que los pescadores se ahogaran, sin ninguna clemencia por su
parte.
En la ría de Huelva y cerca de la isla
de Saltés, esperó el almirante castellano a la escuadra portuguesa que dada la
marcha tan fuerte que su almirante había impuesto, creyendo que los castellanos
huían porque se consideraban vencidos, había desperdigado aún más a la flota
que venía sin ningún orden de ataque, con remeros muy agotados y con una
marinería poco entrenada, mientras enfrente, la escuadra castellana,
perfectamente formada en orden de ataque, descansada y con avezados marinos,
aguardaba el momento propicio para entrar en combate.
En vanguardia venían doce galeras y la
galeota, más atrás otras nueve galeras que se habían entretenido en hundir las
barcazas y destruir las redes y aún más retrasados, apenas se divisaban las
cuatro naos.
Conforme las primeras doce galeras y
la galeota portuguesas se adentraron en la ría, muy separadas las unas de las
otras, comprendieron tardíamente su error, porque hallaron a los barcos
castellanos muy unidos en formación cerrada, los cuales se lanzaron contra las
naves portuguesas según iban llegando, abordándolas y capturándolas sin
remisión.
Hasta que las otras nueve galeras
hicieron su aparición, tuvo la escuadra castellana tiempo de arrojar al mar a
los muertos, atender a los heridos y poner en salvaguarda a las naves
capturadas, con lo que quedaba de sus tripulaciones.
Ocho de las nueve galeras fueron
también abordadas, mientras que la que iba en última posición, viendo el cariz
de los acontecimientos, viró en redondo para protegerse con las naos y todos
juntos emprendieron el viaje de retorno, pero una imprevista calma, dejó a las
naos sin posibilidad de escape y mientras la galera portuguesa huía a fuerza de
remos, las castellanas abordaban a las naos y las capturaban.
Escapó solamente la galera que llegó a
Lisboa para dar la triste noticia, que se completaba con la pérdida de todos
los barcos y con más de tres mil doscientos muertos por el lado luso, mientras
que la escuadra castellana apenas tuvo trescientas cincuenta bajas.
De todas las ciudades del litoral se
desplazaron los habitantes para contemplar la parada naval en la que las
galeras castellanas remolcaban a los buques lusitanos, con sus pendones
sumergidos en señal de derrota.
Pero este artículo estaría incompleto
si no diera explicación a la frase que lleva por título y es que muchos de los
marineros embarcados en la escuadra castellana eran de la zona de Huelva,
Moguer, Ayamonte y otras localidades de las inmediaciones, a los cuales la
afrenta portuguesa de hundir las barcazas de humildes pescadores que con eso no
hacían sino ganarse la vida, sentó muy mal, por lo que decidieron tomar
venganza y así, ajusticiaron a cuatrocientos marineros lusitanos por el
procedimiento de “moja de pies” que consistía en atarlos de pies y manos y arrojarlos al agua, en donde
se ahogaron sin remisión.
Fue éste el incidente que en parte
enturbió la gran victoria castellana.
El almirante Tovar, con su flota y las
naves capturadas, se dirigió a Sevilla donde entró triunfante, claro que no fue
éste el único triunfo del almirante cuyas hazañas merecen ser rescatadas en
artículos posteriores.
en tu linea!!
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