viernes, 30 de mayo de 2014

EL OBISPO Y LOS VIKINGOS





La Iglesia, fundada por los seguidores de Jesucristo, cuya enseñanza estaba basada en aquel “amaos los unos a los otros…”, se olvidó pronto de lo que en realidad aquellas palabras querían decir y no predicó con el ejemplo las sagradas doctrinas de su fundador, pues desde muy temprana edad su historia está plagada de hechos que nada tienen que ver con el amor a los semejantes, antes al contrario, con el odio, la venganza, el poder, la riqueza y otras causas a cual más innoble.
Papas, obispos, prelados, abades y demás componentes de la santa curia, plagaron la historia de los primeros siglos significándose  como crueles, lujuriosos, guerreros, asesinos, envenenadores, avariciosos y un largo etcétera de maldades, hasta que por fin, en un ejercicio de voluntad, los prelados católicos volvieron al redil del amor humano, a veces demasiado “amor por sus semejantes” pero, al fin y a la postre, abandonaron aquella saga de sangre y hierro que por siglos fue casi su manera de subsistir.
Pero no todo fue malo en aquella manera de entender cual era el camino que su fundador les había marcado y que imponían a sangre y fuego, porque en esa forma de entendimiento, siervos del Señor hubo que desde Papas hasta el último de los clérigos, pasando por obispo, cardenales, abades y legos, no dudaron en tomar las armas para defender los derechos del pueblo, aunque eso sí, casi siempre con un encubierto interés propio y revistiendo el asunto de cruzada religiosa cada vez que podían.
En la oscura época de la Reconquista, en la que la Iglesia jugó un papel importante, fueron muchos los religiosos que lucharon contra los musulmanes que nos habían invadido y creado, al sur del Duero, el reino más destacado de todo el mundo: Al-Andalus.
La cruz y la espada podríamos decir que fueron los símbolos más expresivos de aquella iglesia piadosa y beligerante a la vez.
Fueron muchos los prelados que cambiaron las púrpuras por la cota de malla y la silla episcopal por la de montar, para ponerse al lado de reyes y nobles empuñando una espada, aunque en su pecho luciera un crucifijo.
Los vimos en la famosa batalla de Simancas y en la no menos famosa de las Navas de Tolosa, dos momentos decisivos en la Reconquista que los hombres de Dios aprovecharon para estar junto a sus reyes.
Pero dejemos por un momento a los sarracenos, para atender a otra amenaza que también sufría la Península Ibérica, sobre todo en la costas atlántica y cantábrica ya la que también los hombres de Dios hicieron frente.
Estaba el siglo X en su segunda mitad cuando a los problemas que los reinos cristianos de la Península, que eran muchos y graves, vino a sumarse otro de notable envergadura.
Esta vez no eran árabes, ni oscuros hombres del desierto, eran rubios de ojos claros que venían de las tierras más frías de Europa y que eran magníficos navegantes y mejores guerreros: los vikingos.
Se dice que incluso llegaron a tierras americanas y no es de extrañar, porque aventurados y valientes eran por demás y lo que sí es cierto es que a la Península vinieron en varias ocasiones, y no solamente a la zona cristiana, pues se atrevieron a remontar el Guadalquivir y asolar la ciudad de Sevilla, causando enormes estragos y sin que el ejército de Al-Andalus fuera capaz de hacerles frente.
También se atrevieron a remontar el río Ebro, con lo que se da clara idea de hasta donde eran capaces de llegar.

En verde las zonas de invasión vikingas

Aunque quizás la vez que supusieron un mayor peligro fue esta que voy a relatar.
Corría el año 968, cuando reinaba Ramiro III en León, reino que entonces comprendía Asturias, Galicia, León y Castilla y era el reino cristiano más poderoso de la Península, pero Ramiro tenía apenas siete años y el gobierno lo regentaban su madre, Teresa Ansúrez, internada en un convento desde su viudedad y más involucrada su tía, la monja infanta, Elvira Ramírez.
Ramiro era hijo de Sancho I, aquel de doscientos kilos, naturalmente apodado el Gordo que fue objeto de mi artículo en el que veíamos como su abuela, la sempiterna reina Toda, trataba de su curación y de restituirle la  corona que los kilos le habían arrebatado. (http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/04/el-gordo-y-el-malo.html)
Uno de los principales problemas que tenía la corona de León era el poder que iban adquiriendo la nobleza y la Iglesia, lo que suponía directamente debilitamiento del suyo propio y por eso los reyes leoneses eran muy restrictivos con las concesiones que se hacían a estos dos estamentos. No obstante Sancho, el Gordo, había dado una autorización insólita que iba contra los propios intereses del reino y que por tanto era mal comprendida, pero que a la larga ofreció beneficios considerables.
Se sentaba en la silla episcopal de Santiago de Compostela un obispo que ha pasado a la historia, aunque oculto tras todo el ramaje de aquella convulsa época, por su decisión y heroísmo.
Este obispo se llamaba Sisnando Menéndez y había pedido a la corte de León que se le autorizase a fortificar la sede episcopal de Santiago a la que dotó de murallas, torreones y un foso. Asimismo reforzó las defensas de la catedral, circunstancia que el rey Sancho consideró inadecuada, pues no entendía hubiese necesidad alguna de protegerse, pues el único enemigo que pudiera tener la diócesis de Santiago era él mismo.
Por esa circunstancia relevó al prelado de su curia, lo metió en prisión y nombró obispo de Iria Flavia, como entonces se denominaba, a un obispo que más tarde fue santificado, san Rosendo.
Pero Sisnando, que ha pasado a la historia como Sisnando II de Iria, pertenecía a una familia noble y poderosa en Galicia que ya había fortificado la costa gallega para detener las invasiones de los pueblos del norte y no se iba a dejar allanar por el monarca leonés.
Poco después Sancho I murió, posiblemente envenenado por otro gallego, el conde Gonzalo Sánchez, que se había sublevado contra el rey y que una vez vencido fue perdonado por el Gordo y en “agradecimiento”, el conde lo envenenó.
Era la noche de Navidad del año 966, cuando el obispo Sisnando aprovecha la coyuntura y escapa de su prisión, deponiendo a san Rosendo, el cual le hace un vaticinio que se cumplirá: “el que a espada hiere, a espada muere”.
Este es el panorama político y social que se encuentra una poderosa escuadra vikinga, dicen que de más de cien barcos y ocho mil guerreros, que se divisa desde las costas gallegas. No es la primera vez que los vikingos intentaban el saqueo de las costas gallegas, si bien hasta aquel momento siempre se habían saldado las escaramuzas con un fuerte varapalo a los invasores que no por ello dejaban de causar grandes estragos, pero al final habían de huir con grandes pérdidas de hombres.
Pero esta ocasión parece distinta. Nunca se había visto un poderío naval de aquella magnitud ni una fuerza tan numerosa.
Como siempre, el objetivo era Santiago de Compostela, capital de las peregrinaciones de toda Europa y de la que no tenían constancia que se hubiera fortificado.
Los drakars arribaron a un lugar llamado Junqueira, donde desembarcaron sus tropas que arrasaron Iria Flavia y se plantaron ante Santiago.

Drakkars vikingos frente al Faro de Hércules (La Coruña)

Para su sorpresa, se encontraron frente a un fuerte contingente militar a cuya cabeza figuraba un personaje singular: el obispo Sisnando.
Cuentan que al recibirse la noticia del avance vikingo, Sisnando estaba celebrando los oficios cuaresmales y sin pensárselo ni un instante, suspendió la celebración religiosa, llamó a formar la tropa y mientras, cambió las vestiduras eclesiásticas por la cota de malla.
El veintinueve de marzo de 968, en un lugar llamado Fornelos, a unos veinticinco kilómetros de Santiago, se enfrentaron los dos ejércitos en un combate que debió ser terrible y que en principio se decantó de la parte gallega que consiguieron acorralar a los normandos, pero éstos eran unos bravos guerreros y en el cuerpo a cuerpo casi invencibles, pues carecían de todo escrúpulo y tras conseguir una cierta organización de sus filas, consiguieron dar un giro a la batalla.
Pero una flecha perdida mató al obispo Sisnando y los gallegos, desorganizados, dejaron la iniciativa a sus enemigos que de no ser por la aparición de los refuerzos que el conde envenenador, Gonzalo Sánchez, aportó a las huestes gallegas, los vikingos de Gundar, que así se llamaba su jefe, se hubieran merendado a los cristianos.
Viendo las cosas muy mal para sus intereses, los vikingos optaron por volver a sus barcos, no sin perder a muchos hombres por el camino de vuelta, azuzados por los gallegos que consiguieron apoderarse de muchos de sus barcos, cargados con espléndidos botines.

Los vikingos que quedaron huyeron al final y quizás haciéndose promesa de no volver a  aquellas tierras, en donde la decisión de un “hombre de Dios”, de trocar la espada por la cruz, había salvado al pueblo, no solo de muchas muertes, saqueos y miserias, sino también de la esclavitud.

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