La Iglesia, fundada por los seguidores
de Jesucristo, cuya enseñanza estaba basada en aquel “amaos los unos a los
otros…”, se olvidó pronto de lo que
en realidad aquellas palabras querían decir y no predicó con el ejemplo las sagradas
doctrinas de su fundador, pues desde muy temprana edad su historia está plagada
de hechos que nada tienen que ver con el amor a los semejantes, antes al
contrario, con el odio, la venganza, el poder, la riqueza y otras causas a cual
más innoble.
Papas, obispos, prelados, abades y
demás componentes de la santa curia, plagaron la historia de los primeros
siglos significándose como
crueles, lujuriosos, guerreros, asesinos, envenenadores, avariciosos y un largo
etcétera de maldades, hasta que por fin, en un ejercicio de voluntad, los
prelados católicos volvieron al redil del amor humano, a veces demasiado “amor
por sus semejantes” pero, al fin y a la postre, abandonaron aquella saga de
sangre y hierro que por siglos fue casi su manera de subsistir.
Pero no todo fue malo en aquella
manera de entender cual era el camino que su fundador les había marcado y que
imponían a sangre y fuego, porque en esa forma de entendimiento, siervos del
Señor hubo que desde Papas hasta el último de los clérigos, pasando por obispo,
cardenales, abades y legos, no dudaron en tomar las armas para defender los
derechos del pueblo, aunque eso sí, casi siempre con un encubierto interés
propio y revistiendo el asunto de cruzada religiosa cada vez que podían.
En la oscura época de la Reconquista,
en la que la Iglesia jugó un papel importante, fueron muchos los religiosos que
lucharon contra los musulmanes que nos habían invadido y creado, al sur del
Duero, el reino más destacado de todo el mundo: Al-Andalus.
La cruz y la espada podríamos decir
que fueron los símbolos más expresivos de aquella iglesia piadosa y beligerante
a la vez.
Fueron muchos los prelados que
cambiaron las púrpuras por la cota de malla y la silla episcopal por la de
montar, para ponerse al lado de reyes y nobles empuñando una espada, aunque en
su pecho luciera un crucifijo.
Los vimos en la famosa batalla de
Simancas y en la no menos famosa de las Navas de Tolosa, dos momentos decisivos
en la Reconquista que los hombres de Dios aprovecharon para estar junto a sus
reyes.
Pero dejemos por un momento a los
sarracenos, para atender a otra amenaza que también sufría la Península
Ibérica, sobre todo en la costas atlántica y cantábrica ya la que también los
hombres de Dios hicieron frente.
Estaba el siglo X en su segunda mitad
cuando a los problemas que los reinos cristianos de la Península, que eran
muchos y graves, vino a sumarse otro de notable envergadura.
Esta vez no eran árabes, ni oscuros
hombres del desierto, eran rubios de ojos claros que venían de las tierras más
frías de Europa y que eran magníficos navegantes y mejores guerreros: los
vikingos.
Se dice que incluso llegaron a tierras
americanas y no es de extrañar, porque aventurados y valientes eran por demás y
lo que sí es cierto es que a la Península vinieron en varias ocasiones, y no
solamente a la zona cristiana, pues se atrevieron a remontar el Guadalquivir y
asolar la ciudad de Sevilla, causando enormes estragos y sin que el ejército de
Al-Andalus fuera capaz de hacerles frente.
También se atrevieron a remontar el
río Ebro, con lo que se da clara idea de hasta donde eran capaces de llegar.
En verde las zonas de invasión
vikingas
Aunque quizás la vez que supusieron un
mayor peligro fue esta que voy a relatar.
Corría el año 968, cuando reinaba
Ramiro III en León, reino que entonces comprendía Asturias, Galicia, León y
Castilla y era el reino cristiano más poderoso de la Península, pero Ramiro
tenía apenas siete años y el gobierno lo regentaban su madre, Teresa Ansúrez,
internada en un convento desde su viudedad y más involucrada su tía, la monja
infanta, Elvira Ramírez.
Ramiro era hijo de Sancho I, aquel de
doscientos kilos, naturalmente apodado el Gordo que fue objeto de mi artículo
en el que veíamos como su abuela, la sempiterna reina Toda, trataba de su curación
y de restituirle la corona que los
kilos le habían arrebatado. (http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/04/el-gordo-y-el-malo.html)
Uno de los principales problemas que
tenía la corona de León era el poder que iban adquiriendo la nobleza y la
Iglesia, lo que suponía directamente debilitamiento del suyo propio y por eso
los reyes leoneses eran muy restrictivos con las concesiones que se hacían a estos
dos estamentos. No obstante Sancho, el Gordo, había dado una autorización
insólita que iba contra los propios intereses del reino y que por tanto era mal
comprendida, pero que a la larga ofreció beneficios considerables.
Se sentaba en la silla episcopal de
Santiago de Compostela un obispo que ha pasado a la historia, aunque oculto
tras todo el ramaje de aquella convulsa época, por su decisión y heroísmo.
Este obispo se llamaba Sisnando
Menéndez y había pedido a la corte de León que se le autorizase a fortificar la
sede episcopal de Santiago a la que dotó de murallas, torreones y un foso.
Asimismo reforzó las defensas de la catedral, circunstancia que el rey Sancho
consideró inadecuada, pues no entendía hubiese necesidad alguna de protegerse,
pues el único enemigo que pudiera tener la diócesis de Santiago era él mismo.
Por esa circunstancia relevó al
prelado de su curia, lo metió en prisión y nombró obispo de Iria Flavia, como
entonces se denominaba, a un obispo que más tarde fue santificado, san Rosendo.
Pero Sisnando, que ha pasado a la
historia como Sisnando II de Iria, pertenecía a una familia noble y poderosa en
Galicia que ya había fortificado la costa gallega para detener las invasiones
de los pueblos del norte y no se iba a dejar allanar por el monarca leonés.
Poco después Sancho I murió,
posiblemente envenenado por otro gallego, el conde Gonzalo Sánchez, que se
había sublevado contra el rey y que una vez vencido fue perdonado por el Gordo
y en “agradecimiento”, el conde lo envenenó.
Era la noche de Navidad del año 966,
cuando el obispo Sisnando aprovecha la coyuntura y escapa de su prisión,
deponiendo a san Rosendo, el cual le hace un vaticinio que se cumplirá: “el que
a espada hiere, a espada muere”.
Este es el panorama político y social
que se encuentra una poderosa escuadra vikinga, dicen que de más de cien barcos
y ocho mil guerreros, que se divisa desde las costas gallegas. No es la primera
vez que los vikingos intentaban el saqueo de las costas gallegas, si bien hasta
aquel momento siempre se habían saldado las escaramuzas con un fuerte varapalo
a los invasores que no por ello dejaban de causar grandes estragos, pero al
final habían de huir con grandes pérdidas de hombres.
Pero esta ocasión parece distinta.
Nunca se había visto un poderío naval de aquella magnitud ni una fuerza tan
numerosa.
Como siempre, el objetivo era Santiago
de Compostela, capital de las peregrinaciones de toda Europa y de la que no
tenían constancia que se hubiera fortificado.
Los drakars arribaron a un lugar
llamado Junqueira, donde desembarcaron sus tropas que arrasaron Iria Flavia y
se plantaron ante Santiago.
Drakkars vikingos frente al
Faro de Hércules (La Coruña)
Para su sorpresa, se encontraron
frente a un fuerte contingente militar a cuya cabeza figuraba un personaje
singular: el obispo Sisnando.
Cuentan que al recibirse la noticia
del avance vikingo, Sisnando estaba celebrando los oficios cuaresmales y sin
pensárselo ni un instante, suspendió la celebración religiosa, llamó a formar
la tropa y mientras, cambió las vestiduras eclesiásticas por la cota de malla.
El veintinueve de marzo de 968, en un
lugar llamado Fornelos, a unos veinticinco kilómetros de Santiago, se
enfrentaron los dos ejércitos en un combate que debió ser terrible y que en
principio se decantó de la parte gallega que consiguieron acorralar a los
normandos, pero éstos eran unos bravos guerreros y en el cuerpo a cuerpo casi
invencibles, pues carecían de todo escrúpulo y tras conseguir una cierta
organización de sus filas, consiguieron dar un giro a la batalla.
Pero una flecha perdida mató al obispo
Sisnando y los gallegos, desorganizados, dejaron la iniciativa a sus enemigos
que de no ser por la aparición de los refuerzos que el conde envenenador,
Gonzalo Sánchez, aportó a las huestes gallegas, los vikingos de Gundar, que así
se llamaba su jefe, se hubieran merendado a los cristianos.
Viendo las cosas muy mal para sus
intereses, los vikingos optaron por volver a sus barcos, no sin perder a muchos
hombres por el camino de vuelta, azuzados por los gallegos que consiguieron
apoderarse de muchos de sus barcos, cargados con espléndidos botines.
Los vikingos que quedaron huyeron al
final y quizás haciéndose promesa de no volver a aquellas tierras, en donde la decisión de un “hombre de
Dios”, de trocar la espada por la cruz, había salvado al pueblo, no solo de
muchas muertes, saqueos y miserias, sino también de la esclavitud.
muy interesante!!
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