Hace unos días, comentaba con mi
cuñado Manolo, un erudito sobre temas de El Puerto de Santa María, su historia,
sus costumbres y sus gentes, acerca de un plato muy típico de esta ciudad, una
sopa de pescado, cebolla y zumo de naranjas amargas y que recibe el nombre de Caldillo
de Perros.
Hay varias teorías acerca de la
procedencia de ese nombre y no falta la que dice que al confeccionarse a veces
con cabezas y espinas de pescado que luego se echaban a los perros, recibe de
ahí su nombre, otra habla de que era un caldo que preparaban los moriscos
cuando esperaban en El Puerto las naves en las que iban a salir de España.
Pero sostiene mi cuñado que no eran
los moriscos, sino los moros que habitaban esta zona cuando fue conquistada por
Alfonso X, El Sabio en 1260 los que cocinaban el famoso caldillo, claro que
cinco siglos antes. No quiero entrar en debate, porque ignoro quienes eran en
realidad los hábiles cocineros que con unas pescadillas de esas que en nuestra
Bahía llamamos “del fondón”, un par de cebollas, perejil y el zumo agrio de las
naranjas amargas que tanto abundan en las calles de esta ciudad, eran capaces
de crear un plato tan exquisito como éste.
Los cristianos viejos llamaban “marranos” a los judíos; a los musulmanes, en su época de dominación, los
llamaban moros y a los moriscos, que eran los moros que vivían entre los
cristianos después de la Reconquista, los llamaban “perros”; de esa manera, el
famoso caldillo sería el de los moriscos.
La cuestión es que a judíos y a
moriscos los expulsamos de España sin ninguna misericordia, pero mientras que
a los primeros era el mismo pueblo llano el que no los soportaba, los moriscos
contaban con la simpatía de los terratenientes y artesanos, pues eran una mano
de obra sumisa y barata que, aparte de sus creencias religiosas, no participaban
para nada en la vida social ni económica de España, si bien eran una enorme
cantera de jornaleros.
Expulsar judíos trajo enormes riquezas
a las arcas públicas y sobre todo trajo al ánimo de aquellos cristianos
viejos, vientos de venganza por la muerte del Salvador, pues no en balde la
Santa Iglesia había cargado sobre ellos toda la culpa de su tormento y
crucifixión.
Pero lo que en un principio hizo
frotar las manos de los recaudadores, de los nobles, los reyes, la Iglesia y
del Santo Oficio, resultó a la
larga una inigualable ruina para España.
Las arcas de los reinos peninsulares
estuvieron siempre vacías, porque los reyes no hacían otra cosa que levantar
ejércitos y guerrear; práctica que resulta carísima y en las más de las veces,
absolutamente improductiva, porque la verdad resulta ser que más batallaban los
reyes cristianos entre ellos, que contra el árabe invasor.
Por eso tardamos ochocientos años en
echarlos de nuestra tierra y por eso vivíamos siempre en permanente ruina;
tanta y tan extrema, que los Reyes Católicos, como ya antes hicieron otros, no
pudiendo recurrir a la convocatoria de las Cortes para financiarse, hubieron de
pedir prestado a banqueros judíos y para poner un poco de orden en las arcas
reales, se trajeron de Portugal a un famoso financiero de la época llamado
Isaac Abravanel que con mucho esfuerzo consiguió poner, en manos de los
monarcas, capital suficiente para acabar con el último reducto musulmán. (Ver
mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/expulsa-que-algo-queda.html
)
Pero aun así, llegado el momento, los
judíos fueron puestos de patitas en la calle y con ellos, aunque no se fueron
gran parte de sus riquezas, se marchó la sabiduría financiera y el sentido
común, imprescindible a la hora de trabajar con los capitales.
España se quedó sin “financieros”, sin
los banqueros de aquella época, que aunque usureros, eran los únicos capaces de
ordenar los capitales, de hacerlos productivos, de crear liquidez y de
administrar las riquezas y así, todo el inmenso capital que nos llegó de las
Américas, se desvanecía por la incapacidad demostrada para administrarlo.
En fin, este es un tema muy estudiado
y sobre el que existe muchísima literatura que presenta la paradoja de que
aunque nos llevó a la más absoluta ruina, produjo un alto grado de satisfacción
en el pueblo y en las instituciones.
Todo el mundo quedó muy satisfecho de
que se expulsaran a los judíos.
Solamente quedaban en España como
infieles, los que llamaban “moriscos”; estos habían conseguido entremezclarse
con el pueblo llano y aunque eran musulmanes, vestían como tales y se sabía que
nunca habían renunciado de su fe, aunque se hubiesen bautizado, eran bastante
bien tolerados entre los cristianos, sobre todo porque no tenían el poderío
económico que tuvieron los judíos. Estos moriscos eran fundamentalmente
musulmanes que cultivaban pequeños trozos de tierra en épocas del Califato o
los reinos de Taifas, que según iban siendo conquistadas les era permitido
quedarse en ellas para evitar la despoblación que amenazaba toda la zona
conquistada, con la sola promesa de convertirse al cristianismo.
Alejados en alquerías o pequeños
poblados, iban subsistiendo de la agricultura y la ganadería fundamentalmente,
pero sobre todo, ofreciéndose como mano de obra.
Pasó un siglo y aquella minoría acabó
siendo inasumible por los cristianos que denunciaban constantemente que su
conversión era falsa, no eran leales a las instituciones españolas y en cuanto
podían, establecían contacto con los corsarios berberiscos que plagaban las
costas mediterráneas, a los que daban información sobre qué puntos eran más
vulnerables y cuales más ricos, para sus correrías.
A tal estado llegaron las cosas que en
1605 se reunieron en un municipio de Castellón llamado Toga, hasta sesenta y
seis representantes moriscos de las aljamas de Valencia, con observadores
franceses e ingleses y en donde trataron de una sublevación general del
colectivo, contando con el apoyo de los corsarios y los que pudieran prestar
nuestras dos eternas enemigas.
Hasta entonces, los nobles y
terratenientes españoles habían protegido a este colectivo, pues ya se ha mencionado
que eran una magnífica fuente de mano de obra barata y bien cualificada, pero
ante aquella amenaza, salieron atemorizados de lo que se pudiera estar
gestando.
En una España desgastada por tantas
guerras, con un problema constante por preservar y defender los nuevos
territorios de ultramar, un “quiste” como el de los moriscos tenía escasa
consideración y desde luego no merecía la pena consumir recursos para tratarlo,
así que, como otras veces, se decidió extirparlo a través de la cirugía que
practicaba la Santa Inquisición.
Pero los años pasaban y nada se
conseguía con aquel colectivo, cada vez más numeroso, dada su prolijidad, que
se mantenía en sus costumbres con una tenacidad, que hizo que los inquisidores
se dieran por vencidos.
No cabía ya otra opción que
expulsarlos, lo mismo que se había hecho con los judíos y el rey, a la sazón,
Felipe III, se armó de valor, se asesoró debidamente y decretó su expulsión en
1601.
La medida se mantuvo en inexplicable
secreto hasta 1609, pero en tantos años hubo filtraciones que motivaron incluso
aquella reunión en Toga de la que se ha hablado más arriba.
El número de moriscos que fueron
expulsado no se puede calcular, aunque algunas fuentes los cifran en medio
millón de personas, pero hubo muchos, incluso muchísimos, que lograron
ocultarse bajo la protección de familiares cristianos o de amigos; a otros,
buenos trabajadores, los ocultaron los señores feudales; algunos emigraron
dentro de España a zonas donde no fueran conocidos, haciéndose pasar por
cristianos y otros, incluso, consiguieron volver clandestinamente después de su
expulsión, usando siempre de una discreción más acentuada y olvidando sus
hábitos de costumbres, religión o vestido.
Fue tanta la discreción que adoptaron
que terminaron diluidos entre el resto de la población, sin que nunca más se
produjeran incidentes.
El verdadero incidente es el que
sobrevino a la expulsión. En un país devastado por tantos siglos de guerras,
con unos campos casi abandonados por esas mismas guerras y por el reclamo de
una mejor vida en las Indias, con una economía sin controlar por causa de la
expulsión de los judíos y por una escasísima mano de obra cualificada, hemos de
sumar una despoblación gravísima en una tierra ya de por sí despoblada.
Las peores consecuencias las padeció
el antiguo reino de Valencia, donde se afincaba la mayoría de moriscos, los
cuales, en tres días, fueron concentrados en los puertos con los escasos bienes
que hubieran podido coger. Desde allí fueron conducidos a los puertos del norte
de África, no sin antes despojarlos de lo que llevaban y sufriendo innumerables
calamidades. Luego se expulsaron los de Extremadura, Castilla y La Mancha, que
fueron más ordenadas, pues se hicieron muchas hacia Portugal.
Los últimos en salir fueron los de
Andalucía, Aragón, Cataluña y Murcia que lo hizo en 1614, es decir, cinco años
desde que se iniciaron las expulsiones.
Los moriscos andaluces salieron en
1610, lo que supone más de un año esperando su expulsión, razón por la que
muchos se concentraron en los puertos, malviviendo como podían y esperando un
barco que los acercara al litoral africano, a cualquier sitio, mientras que en
mi pueblo, El Puerto de Santa María, se alimentaban con aquella sopa de
pescado, a la que supieron sacar un exquisito sabor partiendo de unos ingredientes
tan humildes.
Dice algún autor que el resultado de
aquella expulsión en el Reino de Valencia es que en aquella tierra se hable hoy
el valenciano, derivado del catalán, pues fue tal la despoblación que se hizo
necesario repoblar con gente del Pirineo y de Cataluña, que llegaron hablando
su idioma.
Otros dicen que la competencias que el
norte de África hace a la agricultura española, sobre todo a los cítricos
valencianos, se debe a los conocimientos que del medio tenían aquellos moriscos
expulsados y que aplicaron en sus lugares de destino.
Caldillo de perros cocinado por
el autor del artículo
(La receta está disponible para
quien la pida)
Muy interesante!! Yo quiero la receta.
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