viernes, 1 de mayo de 2015

LA FIESTA DE LA MATANZA




Se tiene por asumido que la Inquisición Española fue abolida por la Cortes de Cádiz, en la Constitución de 1812, pero lo cierto es que ya Napoleón la había abolido y durante el reinado de su hermano José I, dicha institución no funcionó. Las Cortes de Cádiz no hicieron más que recoger la situación ya existente y sobre todo, por el rechazo que había producido en el pueblo cuando el Santo Tribunal se había declarado en contra del levantamiento del Dos de Mayo.
Cuando Fernando VII regresa a España y asume el poder absoluto, derogando la Constitución, nuevamente el Santo Oficio se pone en funcionamiento, permaneciendo activo hasta 1834, fecha de su definitiva anulación.
¿Qué hubiera pasado si la Inquisición hubiera continuado activa? ¿Qué habría sido de los librepensadores y de todos los literatos que formaron el movimiento romántico, con “queridas tendidas en los lechos…” “montes de las ánimas” u “organistas fantasmales como Maese Pérez”, hubieran terminado quemados por herejes y pecadores. De la generación del ’98 más valdría no hablar y de la de ’27, todavía menos. 
Estoy completamente seguro que, de haber vivido yo mismo en la Edad Moderna, no hubiera llegado a viejo, y no porque las expectativas de vida de la época no lo permitieran, no, en mi caso hubiera sido por culpa de la Inquisición.
La Inquisición era una institución permanente en las grandes ciudades, pero en algunas otras más pequeñas, o en los pueblos, su presencia era itinerante, aunque acompañada de toda clase de lujo y boato.
Cuando el Santo Oficio anunciaba su llegada a determinada localidad, las autoridades de la misma  salía a recibirlo a varios kilómetros del pueblo, comenzando allí el agasajo.
Al anunciar su presencia ya advertían los inquisidores a los ciudadanos que debía hacer actos de contrición, y si habían pecado de herejía, eran judaizante o conocía a algún vecino que hubiese cometido esos mismos pecados contra la fe, practicara la magia, la brujería o sospechara que tuviera tratos con el maligno, estaba en la obligación de denunciarlo.
Para captar arrepentidos, la Inquisición proclamaba lo que se llamaba Edicto de gracia; con él prometía a quien se autoinculpara de tan horrendos pecados que no sería quemado, ni sometido a tortura, pero si no se confesaba y era descubierto, su castigo sería el que todos ya sabían.
Como luego resultaba, casi nunca un arrepentido que se confesara ante el tribunal de hereje o judaizante salía indemne del acto de fe y era tratado casi con el mismo rigor que si hubiese sido denunciado por un vecino.
Pero más tarde, el Edicto de gracia fue sustituido por el Edicto de fe que contemplaba el mismo hecho desde una perspectiva bien distinta y al objeto de no dejar a nadie sin castigo. Según esta nueva normativa inquisitorial, la herejía, la brujería, la magia o la judaización eran, además de un pecado, un delito de los más deleznables, que aunque el arrepentido confesase y su pecado le fuese perdonado, no suponía en ningún caso dejar sin castigo el delito cometido.
Al contrario de lo que en un principio perseguía el Santo Tribunal, que no era otra cosa que preservar la fe y apartar de la Iglesia a aquellos que con sus heréticas prácticas ocultas ofendían las prédicas del fundador, muy pronto se dieron cuenta de que además de eso, se obtenía un pingüe beneficio confiscando los bienes de los enjuiciados, cosa que venía muy bien a las arcas públicas y al mismo Oficio, porque desde sus comienzos, en la Sevilla de 1478, se había extendido a Córdoba y a muchas otras capitales de Castilla.
Es necesario resaltar, en honor a la verdad que el rey Fernando el Católico había advertido ya que con las delaciones anónimas, que tantas almas para purificar proporcionaban al Tribunal y tantos activos a las arcas, se había desatado una oleada de venganzas con falsas acusaciones que tenían su fundamento en la envidia, la lujuria u otras causas de más baja índole, hasta el extremo de que instó al Papa para que no autorizase la Inquisición en el reino de Aragón, de la que él era rey absoluto.
Eso hizo pensar al Papa Sixto IV que, además de promulgar una bula por la que prohibía que la Inquisición se extendiese a Aragón, llegó a decir que: muchos verdaderos y fieles cristianos, por culpa del testimonio de enemigos, rivales, esclavos y otras personas bajas y aun menos apropiadas, sin pruebas de ninguna clase, han sido encerradas en prisiones seculares, torturadas y condenadas como herejes relapsos, privadas de sus bienes y propiedades, y entregadas al brazo secular para ser ejecutadas, con peligro de sus almas, dando un ejemplo pernicioso y causando escándalo a muchos.
Pero lo que parecía una crítica papal a las actividades de tan funesto tribunal, duraron poco y tras la expulsión de los judíos, los conversos que quedaron en España, so pretexto de haberse convertido a la fe católica, siguieron siendo objeto de la persecución más atroz hasta que el nazismo del siglo XX, dejó en pañales aquella anécdota en que se convirtió la Inquisición.
Las denuncias de los que, dentro de la institución consagrada a preservar la fe, se denominaban “familiares”, eran de lo más peregrina.
Uno acusaba a un cristiano nuevo de que el sábado, día sagrado del judaísmo, no salía humo por la chimenea de su cocina, prueba evidente de que ese día, en el que a los judíos les está prohibido todo tipo de trabajo corporal, en aquella casa no se cocinaba, cumpliendo así con su mandamiento.
O que otro nuevo cristiano el viernes se lavaba y el sábado llevaba vestiduras limpias, cumpliendo la tradición del “sabbath”, de glorificar el séptimo día.
Nada hay que decir si la denuncia se refería a que no comen liebre ni conejo, ni marisco o pescado que no tienen aletas y escamas; o si no beben otros vinos que los fabricados por ellos mismos, o la que era la reina de las denuncias “no comen cerdo”.
Si era así, la condena por judaizante estaba asegurada y familias enteras se enfrentaban a la hoguera sin ninguna posibilidad de defenderse, por mucho que quisieran demostrar su pureza de sangre.
El estigma de la judaización alcanzaba hasta a varias generaciones tras la conversión e incluso no se libraron de las llamas algunos clérigos que tuvieron pasado hebraico.
 De nada valía que cada domingo viesen a un converso en la iglesia y acercarse a la comunión, porque ante una denuncia el tema estaba bien claro: lo hacía para ocultar que en el interior de sus casas, seguían practicando sus ancestrales ritos.
Solamente había una forma de convencer a los vengativos, los envidiosos o los que por cualquier causa quisieran el mal para el converso y eso era participando en un rito en el que ningún judío que profesara de verdad su fe, lo haría.
Y ese rito, que empezó como una demostración pública de que se estaba bajo la fe católica y no otra, sigue existiendo en nuestros tiempos y es lo que nosotros conocemos como “La Matanza”.
Muy en desuso, o prácticamente ignorada en las ciudades, en los ambientes rurales sigue siendo una fiesta a cuyo alrededor se reúne toda la familia y que se celebra por todo lo alto.
Lo decía la coplilla y qué razón tenía: Tres días hay en el año que te llenan bien la panza, Nochebuena, Nochevieja y el día de la matanza.

La matanza en una pintura del siglo XV

Para demostrar que no importaban los preceptos islámicos ni judíos, conversos procedentes de Yahvé o Alá, celebraban con toda clase de lujo la matanza del cerdo que tiene lugar una vez al año, en los meses de frío y en el que además del sacrificio del cerdo, se celebra la abundancia de todos los embutidos que se elaboran y que curado con el frío, darán de comer a la familia durante todo el año.
Desde días antes se preparaba la fiesta, invitando a amigos y familiares a participar en ella, contratando a los matarifes, chacineros, saladores y a los “gandingueros” que preparan los despojos para su consumo, porque del cerdo se aprovecha absolutamente todo.
Luego y para que se viera claramente que no se hacía ascos al cerdo y sus derivados, se invitaba a parte del pueblo, según la economía de la casa, o se enviaban los “presentes” a las familias más allegadas y toda la ceremonia se regada con buenos vinos y aguardientes.
No se quiere decir, ni mucho menos, que los conversos crearan la fiesta de la matanza, porque hay constancia de que ésta ya se celebraba desde épocas anteriores a la dominación romana y nunca decayó en el transcurso de la historia, pero sí que parece cierto que al rito ancestral se le agregó el folclore que aportaban cantos, guitarras, laúdes, zanfonías y flautas para dar el pretendido toque escandaloso que hiciera ver a todos que aquella familia estaba compuesta por cristianos de verdad, de los que no hacen ascos al cerdo.
Y no había otra prueba de fe mejor que una buena matanza y sin duda alguna aquellos conversos convirtieron una costumbre ancestral en rito folclórico: una matanza para evitar otra mucho peor.

2 comentarios:

  1. Amigo José María
    Yo tengo que ser buen cristiano ,pues me gusta una matanza con locura
    Saludos

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  2. A mi del cochino me gusta hasta los andares!! Un abrazo Jose Mari

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