Se tiene por asumido que la
Inquisición Española fue abolida por la Cortes de Cádiz, en la Constitución de
1812, pero lo cierto es que ya Napoleón la había abolido y durante el reinado
de su hermano José I, dicha institución no funcionó. Las Cortes de Cádiz no
hicieron más que recoger la situación ya existente y sobre todo, por el rechazo
que había producido en el pueblo cuando el Santo Tribunal se había declarado en
contra del levantamiento del Dos de Mayo.
Cuando Fernando VII regresa a España
y asume el poder absoluto, derogando la Constitución, nuevamente el Santo
Oficio se pone en funcionamiento, permaneciendo activo hasta 1834, fecha de su
definitiva anulación.
¿Qué hubiera pasado si la Inquisición
hubiera continuado activa? ¿Qué habría sido de los librepensadores y de todos
los literatos que formaron el movimiento romántico, con “queridas tendidas en
los lechos…” “montes de las ánimas” u “organistas fantasmales como Maese Pérez”, hubieran terminado quemados por herejes y pecadores. De la generación del ’98
más valdría no hablar y de la de ’27, todavía menos.
Estoy completamente seguro que, de
haber vivido yo mismo en la Edad Moderna, no hubiera llegado a viejo, y no
porque las expectativas de vida de la época no lo permitieran, no, en mi caso
hubiera sido por culpa de la Inquisición.
La Inquisición era una institución
permanente en las grandes ciudades, pero en algunas otras más pequeñas, o en
los pueblos, su presencia era itinerante, aunque acompañada de toda clase de
lujo y boato.
Cuando el Santo Oficio anunciaba su
llegada a determinada localidad, las autoridades de la misma salía a recibirlo a varios kilómetros
del pueblo, comenzando allí el agasajo.
Al anunciar su presencia ya advertían
los inquisidores a los ciudadanos que debía hacer actos de contrición, y si
habían pecado de herejía, eran judaizante o conocía a algún vecino que hubiese
cometido esos mismos pecados contra la fe, practicara la magia, la brujería o
sospechara que tuviera tratos con el maligno, estaba en la obligación de
denunciarlo.
Para captar arrepentidos, la
Inquisición proclamaba lo que se llamaba Edicto de gracia; con él prometía a
quien se autoinculpara de tan horrendos pecados que no sería quemado, ni
sometido a tortura, pero si no se confesaba y era descubierto, su castigo sería
el que todos ya sabían.
Como luego resultaba, casi nunca un
arrepentido que se confesara ante el tribunal de hereje o judaizante salía
indemne del acto de fe y era tratado casi con el mismo rigor que si hubiese
sido denunciado por un vecino.
Pero más tarde, el Edicto de gracia
fue sustituido por el Edicto de fe que contemplaba el mismo hecho desde una
perspectiva bien distinta y al objeto de no dejar a nadie sin castigo. Según
esta nueva normativa inquisitorial, la herejía, la brujería, la magia o la
judaización eran, además de un pecado, un delito de los más deleznables, que
aunque el arrepentido confesase y su pecado le fuese perdonado, no suponía en
ningún caso dejar sin castigo el delito cometido.
Al contrario de lo que en un principio
perseguía el Santo Tribunal, que no era otra cosa que preservar la fe y apartar
de la Iglesia a aquellos que con sus heréticas prácticas ocultas ofendían las
prédicas del fundador, muy pronto se dieron cuenta de que además de eso, se
obtenía un pingüe beneficio confiscando los bienes de los enjuiciados, cosa que
venía muy bien a las arcas públicas y al mismo Oficio, porque desde sus
comienzos, en la Sevilla de 1478, se había extendido a Córdoba y a muchas otras
capitales de Castilla.
Es necesario resaltar, en honor a la
verdad que el rey Fernando el Católico había advertido ya que con las
delaciones anónimas, que tantas almas para purificar proporcionaban al Tribunal
y tantos activos a las arcas, se había desatado una oleada de venganzas con
falsas acusaciones que tenían su fundamento en la envidia, la lujuria u otras
causas de más baja índole, hasta el extremo de que instó al Papa para que no
autorizase la Inquisición en el reino de Aragón, de la que él era rey absoluto.
Eso hizo pensar al Papa Sixto IV que,
además de promulgar una bula por la que prohibía que la Inquisición se
extendiese a Aragón, llegó a decir que: muchos verdaderos y fieles cristianos,
por culpa del testimonio de enemigos, rivales, esclavos y otras personas bajas
y aun menos apropiadas, sin pruebas de ninguna clase, han sido encerradas en
prisiones seculares, torturadas y condenadas como herejes relapsos, privadas de
sus bienes y propiedades, y entregadas al brazo secular para ser ejecutadas,
con peligro de sus almas, dando un ejemplo pernicioso y causando escándalo a
muchos.
Pero
lo que parecía una crítica papal a las actividades de tan funesto tribunal,
duraron poco y tras la expulsión de los judíos, los conversos que quedaron en
España, so pretexto de haberse convertido a la fe católica, siguieron siendo
objeto de la persecución más atroz hasta que el nazismo del siglo XX, dejó en
pañales aquella anécdota en que se convirtió la Inquisición.
Las
denuncias de los que, dentro de la institución consagrada a preservar la fe, se
denominaban “familiares”, eran de lo más peregrina.
Uno
acusaba a un cristiano nuevo de que el sábado, día sagrado del judaísmo, no
salía humo por la chimenea de su cocina, prueba evidente de que ese día, en el
que a los judíos les está prohibido todo tipo de trabajo corporal, en aquella
casa no se cocinaba, cumpliendo así con su mandamiento.
O
que otro nuevo cristiano el viernes se lavaba y el sábado llevaba vestiduras
limpias, cumpliendo la tradición del “sabbath”, de glorificar el séptimo día.
Nada
hay que decir si la denuncia se refería a que no comen liebre ni conejo, ni
marisco o pescado que no tienen aletas y escamas; o si no beben otros vinos que
los fabricados por ellos mismos, o la que era la reina de las denuncias “no
comen cerdo”.
Si
era así, la condena por judaizante estaba asegurada y familias enteras se
enfrentaban a la hoguera sin ninguna posibilidad de defenderse, por mucho que
quisieran demostrar su pureza de sangre.
El
estigma de la judaización alcanzaba hasta a varias generaciones tras la
conversión e incluso no se libraron de las llamas algunos clérigos que tuvieron
pasado hebraico.
De nada valía que cada domingo viesen a
un converso en la iglesia y acercarse a la comunión, porque ante una denuncia
el tema estaba bien claro: lo hacía para ocultar que en el interior de sus
casas, seguían practicando sus ancestrales ritos.
Solamente
había una forma de convencer a los vengativos, los envidiosos o los que por
cualquier causa quisieran el mal para el converso y eso era participando en un
rito en el que ningún judío que profesara de verdad su fe, lo haría.
Y
ese rito, que empezó como una demostración pública de que se estaba bajo la fe
católica y no otra, sigue existiendo en nuestros tiempos y es lo que nosotros
conocemos como “La Matanza”.
Muy
en desuso, o prácticamente ignorada en las ciudades, en los ambientes rurales
sigue siendo una fiesta a cuyo alrededor se reúne toda la familia y que se
celebra por todo lo alto.
Lo
decía la coplilla y qué razón tenía: Tres días hay en el año que te llenan
bien la panza, Nochebuena, Nochevieja y el día de la matanza.
La matanza en
una pintura del siglo XV
Para
demostrar que no importaban los preceptos islámicos ni judíos, conversos
procedentes de Yahvé o Alá, celebraban con toda clase de lujo la matanza del
cerdo que tiene lugar una vez al año, en los meses de frío y en el que además
del sacrificio del cerdo, se celebra la abundancia de todos los embutidos que
se elaboran y que curado con el frío, darán de comer a la familia durante todo
el año.
Desde
días antes se preparaba la fiesta, invitando a amigos y familiares a participar
en ella, contratando a los matarifes, chacineros, saladores y a los
“gandingueros” que preparan los despojos para su consumo, porque del cerdo se
aprovecha absolutamente todo.
Luego
y para que se viera claramente que no se hacía ascos al cerdo y sus derivados,
se invitaba a parte del pueblo, según la economía de la casa, o se
enviaban los “presentes” a las familias más allegadas y toda la ceremonia se
regada con buenos vinos y aguardientes.
No
se quiere decir, ni mucho menos, que los conversos crearan la fiesta de la
matanza, porque hay constancia de que ésta ya se celebraba desde épocas
anteriores a la dominación romana y nunca decayó en el transcurso de la
historia, pero sí que parece cierto que al rito ancestral se le agregó el
folclore que aportaban cantos, guitarras, laúdes, zanfonías y flautas para dar
el pretendido toque escandaloso que hiciera ver a todos que aquella familia
estaba compuesta por cristianos de verdad, de los que no hacen ascos al cerdo.
Y
no había otra prueba de fe mejor que una buena matanza y sin duda alguna
aquellos conversos convirtieron una costumbre ancestral en rito folclórico: una
matanza para evitar otra mucho peor.
Amigo José María
ResponderEliminarYo tengo que ser buen cristiano ,pues me gusta una matanza con locura
Saludos
A mi del cochino me gusta hasta los andares!! Un abrazo Jose Mari
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