El siglo X fue tremendo para
la cabeza visible de la Iglesia, es decir, para el papado. Cuesta creer que
Cristo permitiera que, uno tras otro, los papas fueran denigrando el
pontificado, de la manera que lo hicieron sin hacer nada al respecto. Casi un
siglo al que los propios padres de la Iglesia, hastiados y avergonzados de
tanta infamia, calificaron como la “pornocracia”, el gobierno de las
prostitutas, por que eso es lo que sucedía (recomiendo la lectura de mis tres
artículos titulados “Las vacaciones del Espíritu Santo” http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/08/las-vacaciones-del-espiritu-santo-i.html
y siguientes).
Pero no todo iba a ser malo en
aquella época y cuando el mundo católico andaba preocupado por el inminente fin
de los días que llegaría tras el cambio de milenio, que ya se estaba acercando,
la Iglesia eligió nuevo papa el día nueve de abril de 999, a un joven
brillantísimo que tomó el nombre de Silvestre II.
Su nombre era Gerberto de
Aurillac y había nacido en 945, sin que se pueda precisar más la fecha y en
algún lugar de Francia del que tampoco se tiene constancia aunque, por el
apellido que adoptó, se le supone nacido en aquella localidad del centro del
país, o en sus inmediaciones.
Desde muy joven destacó por su
enorme capacidad intelectual lo que le llevó a ser “captado” por los
benedictinos, los auténticos caza-talentos de la época, que comenzaron su
formación en el monasterio que la orden tenía en Aurillac, por lo que no se
sabe con certeza si es esa la razón de tomar su apellido, o por ser nacido en
aquella localidad.
Como se sabe, la orden
benedictina estaba regida por los poderosos abades de Cluny, que no rendían
cuanta nada más que ante el papa y cuyo poder, dentro de la Iglesia, era
inusitado.
Estatua
de Silvestre II en Aurillac
Allí estudió lo que entonces
se denominaba “trivium” y aprendió latín, retórica y lógica, las tres materias
que componían esta disciplina.
Transcurrieron varios años de
vida dedicada al estudio y sin que se tengan otras noticias de él.
Se sabe que en 970 estudiaba
matemáticas en el monasterio de Ripoll, donde se conservaba una importantísima
biblioteca y era casi único reducto español en donde se enseñaba esta materia,
pues el resto del territorio estaba en poder de los árabes, aunque es de
reconocer que en el mundo de la intelectualidad las fronteras fueron bastante
permeables, lo que posibilitó que Gerberto se trasladase a Sevilla y a Córdoba,
en aquellos momentos la ciudad más importante de España y quizás la más grande
del mundo, en donde estudió astronomía, álgebra y aritmética, lo que lo
convertiría en uno de los pocos cristianos formado en escuelas de doctrinas
musulmanas. Allí alcanzó un alto grado de aprendizaje en astronomía, pero lo
más importante es que conoció la enorme importancia que tendría el número cero
para la posteridad y que los árabes había traído de la India.
Más tarde viajó a Roma, en
donde deslumbró con su sabiduría a pesar de su escasa edad, y en donde lo “ficharon” para que
continuara sus estudios en Reims.
No se había ordenado
sacerdote, por lo que su carrera tenía ese límite, pero convencido por sus
tutores de que tomara hábitos, pudo apreciar que una vez ordenado, inició una
meteórica ascensión, siendo nombrado abad del monasterio de Bobbio, el más rico
de Italia.
Fue luego preceptor del que
sería emperador Otón III, que al acceder al trono, lo incorporó a su corte en
Aquisgran.
A la muerte del papa, Otón se
hizo con el control de la Iglesia y poco le costó maniobrar para que Gerberto,
que ya disfrutaba de la púrpura del capelo cardenalicio, fuera nombrado papa el
nueve de abril de 999.
Era el primer papa francés de
la historia y por su formación y su trayectoria, no iba a consentir los abusos
que se daban entonces en el papado y en la comunidad religiosa en general.
Atacó duramente la simonía,
aquel negocio de vender investiduras eclesiásticas, así como el concubinato,
práctica normal dentro de la Iglesia y trató de que solamente hombres rectos
accedieran a las altas dignidades eclesiásticas.
Por algún tiempo lo consiguió,
aunque luego la Iglesia volvió a sus viejas costumbres para rodearse de los
placeres de la carne, hacerse con el poder económico y con el poder terrenal.
Con la amenaza que sobrevolaba
en relación al cambio de milenio, Gerberto, hombre muy culto y seguramente poco
creyente en el cataclismo anunciado, hizo un juego fatal con el que subyugó a
todas las autoridades de la Iglesia, amenazando que de la única manera en que
los cristianos y todos los demás habitantes del planeta se libraran de la
tragedia, sería regenerando la vida y las costumbres mundanas de los servidores
de Cristo.
Indudablemente en aquella
época de miedos y supersticiones, si el papa aseguraba algo tan favorable a los
creyentes, era seguro que todos se pondrían manos a la obra para cambiar el
rumbo caótico y degenerado al que habían llegado.
Pero sobre todo, Gerberto de
Aurillac, destacó en el campo de las ciencias y más notablemente en el de las
matemáticas.
Llevó a Roma el número cero
que evitaría los engorrosos cálculos matemáticos, pero además de eso, se le
atribuyen una importante serie de inventos como unos precisos relojes de agua,
astrolabios y un ábaco muy especial que se usó durante siglos, aunque cayó en
desuso por la introducción de los orientales, más rápidos de usar. Pero su
mayor logro fue la creación de una cabeza parlante que incluso respondía a lo
que se le preguntaba y predecía el futuro.
Claro está que lo de este
invento me trae a la memoria la aventura de don Quijote cuando en su marcha a
Barcelona se hospeda en la casa de un noble que tenía una cabeza similar, pero
en el interior de ésta, que estaba sobre una gran mesa con un pie central, se
introducía, no recuerdo si era un enano o una persona de escasa estatura.
En fin todo un truco porque ni
la mayor alianza con Satanas, puede hacer que una cabeza de bronce hable por sí
sola.
Como es natural en la
condición humana, la sabiduría de Gerberto despertaba las consiguientes
envidias y pronto empezó a circular en torno a él una leyenda que ha llegado
hasta nuestros días.
Se decía que este hombre sabio
era, en realidad, un brujo que había obtenido todo su poder de un pacto con el
diablo que, no fiándose de él, le puso para su custodia a una guardiana.
Una diablesa o demonio
femenino inferior, que recibe el nombre de “súcubo”, la cual se habría
enamorado perdidamente de Gerberto y su inmensa sabiduría y renunciando a su
inmortalidad se hizo mujer, acompañándole toda su vida.
Es lo cierto que primero
Gerberto y luego Silvestres II estuvo siembre a favor del matrimonio de los
religiosos, pensando que así se evitarían las rameras de los palacios obispales
y de la curia romana, los actos de sodomía y pedofilia y, sobre todo, los
concubinatos y los hijos ilegítimos.
Pero como es natural y en
aquella época mucho más, encontró la férrea oposición de todo el mundo y lo
único que pudo es predicar con el ejemplo, pues aquella mujer, a la que se
conoce con el nombre de Meridiana, le acompañó toda su vida y está junto a él
en su muerte.
Un halo de misterio rodeó toda
la vida de este deslumbrante personaje histórico del que según cuenta el
historiador galés Walter Map, que vivió un siglo después, estuvo perdidamente
enamorado de la hija del preboste de la catedral de Reims, cuando allí cursaba
sus estudios. La joven lo rechazó, parece ser que por su fealdad y desde luego
porque ella aspiraría a algo más que a un simple estudiante.
Decepcionado, cayo en un estado
de abatimiento, momento en el que conoció a Meridiana, la cual se le ofreció
sin condiciones y él aceptó a pesar de los votos de castidad que hubiese
jurado. No se tiene constancia de que se hubieran casado, pero la pareja estuvo
unida toda la vida y ella le perdonó diferentes infidelidades, sobre todo
cuando al llegar al papado, ya fue atractivo para aquella que le había
rechazado en Reims y con la que sostuvo un tórrido romance, estando de por
medio la tiara papal.
Corría el año 1003 y con
motivo de un viaje que el papa tenía proyectado hacer a Tierra Santa, Meridiana
hizo un terrible vaticinio: el papa moriría después de decir la primera misa en
Jerusalén.
Aún así y con esa tremenda
pesadumbre que da el saber que los días estaban contados, el papa se embarcó
para Tierra Santa y efectivamente, después de decir la primera misa en
Jerusalén, cayo como fulminado. Fue traído a Roma en donde se le ofreció un
cortejo fúnebre digno de la máxima autoridad de la Iglesia y fue enterrado en
la cripta de la iglesia de San Juan de Letrán.
Poco tardó en seguirle
Meridiana, que falleció inesperadamente, lo mismo que había sucedido con el
pontífice. A su muerte un grupo de obispos y otros príncipes de la Iglesia,
celebraron un concilio en el que decidieron que ella debía reposar junto al que
había sido su compañero toda la vida y así, colocaron su cadáver en la
sepultura de Silvestre II y allí reposan los dos.
Quienes tenían acceso a la
cripta en la que están enterrados decían que a veces se observa salir del
féretro un vaho espeso que es premonitorio de la muerte de los papas.
Otros dicen que por las noches
se escuchan ruidos, gemidos e incluso sacudidas provenientes del sarcófago.
Nada de eso es creíble, como
no lo es lo de que Meridiana fuese diablesa, pero Silvestre II pasó a la
historia con los sobrenombre de El Mago y El Brujo.
Interesante! He aprovechado para volver a leer el enlace! Un abrazo!
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