viernes, 2 de octubre de 2015

CON "LA GUITARRA" A CUESTAS




En el año 1984 falleció el escritor Tomás Salvador, autor de una novela que fue llevada al cine con mucho éxito. Se titulaba “Cuerda de presos”, publicada en 1954 y en la que se describía el traslado desde León, ciudad en la que fue detenido, hasta Vitoria, en donde fue juzgado, de uno de los más famosos criminales en serie españoles de finales del siglo XIX. Se trataba de Juan Díaz de Garayo, al que se le ha conocido con el sobrenombre de “Sacamantecas”.
Pero, lamentablemente, la espléndida novela de Tomás Salvador contiene algunos errores de bulto que han confundido al lector.
En primer lugar, Díaz Garayo, que ha pasado a la historia, o al menos a la chismografía popular como el “Sacamantecas”, siguiendo la ancestral tradición de amedrentar a los niños con el popular y funesto “hombre del saco”, no fue detenido en León, sino en la misma Vitoria, en cuyos alrededores vivía. Es más que posible que el autor, que era inspector de policía, supiera cómo dar mayor dramatismo a una historia y escogió el personaje del “Sacamantecas”, muy conocido, para describir aquel largo traslado de once días por cañadas y caminos, valles y montañas, que una pareja de la Guardia Civil recorre con el detenido.

Fotografía de Díaz Garayo, engrilletado por los tobillos

El segundo de los errores, quizás también inducido, es el de adjudicarle el ajusticiamiento del criminal “Sacamantecas” al más ilustre de los verdugos que ha tenido España: Gregorio Mayoral Sendino.
En este caso la equivocación puede deberse a un error que ya cometiera la fuente de la que se surtió Salvador, que no es otra que la del notable y prolífico Pío Baroja, que en una novela llamada “La familia de Errotabo”, menciona al asesino y atribuye su ejecución al verdugo Mayoral.
Pero dicha aseveración no es posible porque el “Sacamantecas” fue ajusticiado en el Polvorín viejo de Vitoria, a las ocho de la mañana del día once de mayo de 1881, cuando Mayoral era aún menor de edad y ni siquiera se habría planteado abrazar aquella infausta profesión.
Había nacido en un mísero pueblecito al suroeste de Burgos llamado Cavia, en el año 1863, en una familia muy humilde que pronto se trasladó a Burgos para poder sobrevivir.
El pequeño Gregorio no hacía ascos a ningún trabajo que le permitiera aportar algo para el sustento de la familia y fue pastor, albañil, zapatero y soldado profesional, donde comprobó su escaso espíritu militar, incluso demostró gran habilidad para componer huesos rotos o luxados, tanto en personas como en animales.
Licenciado de la milicia, volvió con su familia, de la que no quedaba más que su madre y algún hermano y en donde alguien allegado a la casa familiar le propuso aceptar un trabajo que había quedado vacante y que saldría a concurso en breve tiempo. No le dijeron, en principio, en qué consistía aquel trabajo, solamente que era dependiente de la Audiencia Provincial de Burgos y que estaba gratificado con mil setecientas cincuenta pesetas mensuales. La cifra era astronómica y la necesidad de la familia aún mayor, por lo que Gregorio presentó su solicitud para el puesto.
Por haber servido en la milicia, la plaza de verdugo oficial de la Audiencia le fue concedida por delante de otros varios candidatos y Gregorio tomó posesión de su nuevo y escalofriante cargo que tenía dos únicas ventajas: el sueldo y el escaso trabajo, afortunadamente.
En efecto, en una España más que convulsa e insegura, el primer “trabajo” de Gregorio llegó a los dos años de haber tomado posesión, durante los cuales, el verdugo, se había ido familiarizando con su herramienta de trabajo.
La había observado y desarmado; la había aplicado sobre troncos de madera y había comprendido su mecanismo casi al milímetro. Sabía perfectamente en la parte del cuerpo que se aplicaba y conocía su nombre; “Garrote Vil” .

Garrote vil sobre una silla a la que se ataba al reo

Este instrumento de ejecución había sustituido a la tradicional y simple horca, usada durante siglos en España junto con la decapitación, que se reservaba a los nobles, y  que fue adoptado por Fernando VII en vez de la proposición francesa de la guillotina, sin duda por los malos recuerdos que la cuchilla traía a los Borbones.
Mayoral asumió su oficio con absoluta normalidad, pensando que la responsabilidad de su acción recaía en quienes dictaban sentencia, no en quien había adquirido la obligación de hacerla cumplirla.
En su primer trabajo, en 1892, en Miranda de Ebro, ajustició al cabo Domingo Bezares había asesinado de un sablazo a un recluta de su regimiento que luego arrojó al río.
Al aplicar el “Garrote” por primera vez, observó que nada era igual a las prácticas que había hecho y que el aparato adolecía de fallos que era necesario corregir, pues la muerte de aquel infortunado militar fue costosísima y de enormes sufrimientos.
Su lema se convirtió en “precisión y rapidez”, evitando errores e innecesarias pérdidas de tiempo, con el consiguiente alargamiento de la agonía del reo.
 Para eso fue reparando su herramienta hasta conseguir que funcionara con fluidez, y según sus palabras se sentía orgulloso de haber conseguido “humanizar” el “Garrote”, aunque tardó un poco de tiempo en volver a utilizarla y comprobar de hecho las mejoras que le había introducido.
En esta segunda ocasión se trataba de un anarquista que había asesinado nada menos que al artífice de la restauración borbónica y presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo, cuando se encontraba descansando en un balneario guipuzcoano.
El anarquista se llamaba Michele Angiolillo y se hacía pasar por corresponsal de un periódico italiano, bajo cuya protección se hospedaba en el mismo balneario, en donde descerrajó un tiro en la cabeza a Cánovas que le produjo la muerte inmediata y dos tiros más que impactaron en el pecho y en la espalda, cuando ya estaba en el suelo.
También inmediata fue su detención y posterior traslado a Vergara, donde fue juzgado por un tribunal militar, confesándose culpable del hecho. La sentencia no se hizo esperar y para ejecutarla se llamó al verdugo de Burgos, cuya herramienta, según habían comentado algunos compañeros, estaba muy perfeccionada.
Mayoral llegó a Vergara con una maleta negra en la que guardaba el sombrío instrumento al que Gregorio llamaba familiarmente “La guitarra”.
En la estación le esperaban dos guardias a los que costó poco identificar a la persona que aguardaban. Su aspecto tétrico y la pesada maleta negra que casi arrastraba, lo delataron enseguida.
A las diez y media de la mañana del diez de agosto de 1897, Mayoral colocó el collarín alrededor del cuello del anarquista y aplicó fuerza sobre los brazos del torniquete que, cerrando el collarín, acabó con la vida de Angiolillo en pocos segundos.
En una entrevista que el verdugo concedió a un periodista de la época, le describe con satisfacción las mejoras que había introducido en su “guitarra”, de la que decía que no producía ni un rasguño, ni pellizcos, la muerte era casi instantánea y con tres cuartos de vuelta, ejecutaba en dos segundos.
En la misma entrevista se lamentaba del deplorable estado en el que se había encontrado a muchos de los instrumentos que usaban los verdugos de España que no podían compararse con el suyo en rapidez y eficacia.
Estas supuestas cualidades que en su “guitarra” había incorporado Mayoral, se hicieron conocidas en todas las Audiencias de España, por lo que empezaron a llamarlo para que ejecutara a reos en diferentes ciudades que no correspondían a su demarcación.
Así, fue el encargado de ejecutar, junto a otro verdugo llamado Casimiro Municio, verdugo de la Audiencia de Madrid, a los tres implicados en el crimen del Correo de Andalucía, suceso que tuvo una tremenda repercusión social. Municio era un alcohólico como consecuencia de la presión que su trabajo ejercía en él y fue necesario que Mayoral le ayudase en la primera ejecución, pues parecía incapaz de realizarla. Los otros dos reos fueron ajusticiados por  Mayoral con limpieza y prontitud.
A lo largo de su vida actuó en más de setenta ejecuciones y murió a la edad de sesenta y cinco años, estando todavía en activo.
Sus últimos años debieron ser muy duros, viviendo miserablemente, quizás por propio deseo, junto con su nieta Paquita, hija de su hija que los había abandonado para marcharse con un soldado.
Sin cargarse de penas por su tétrico pasado, Mayoral vivió los últimos años cuidando a su nieta y demostrando un amor y entrega por ella difícilmente comparable con la dureza de corazón necesaria para ejercer una profesión como la suya.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado era un tema que desconocía por completo

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  2. Me ha gustado el artículo. Precisamente ayer lo comentaste por encima. "La Guitarra" "tocaba" música funebre! He recibido las dos novelas y de cada una de ellas hablaremos cuando las haya leído. Un abrazo José Mari. PD: Qué buena estaba al berza.

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