Qué pena de
país el nuestro!; no se tiene respeto por nadie, ni científico, ni literato, ni
erudito, ni artista, ni políticos, aunque sean serios y honrados.
Aquí tenemos
que ser “okupas”, gays, lesbianas, transexuales y demás "exquisiteces", para que
merezcamos todo el respeto; pero si somos persona normal, incluso si destacamos
por nuestra inteligencia, o por nuestra preparación en cualquier rama del
saber, entonces no seremos digno de ningún respeto. El olvido y el
desconocimiento serán los únicos atributos que condecoren a estas personas
Así estamos,
que tenemos que hacer un terrible esfuerzo para reconocer la valía de nuestros
compatriotas que están destacando en numerosas ramas del saber, pero que se han
tenido que marchar de España para triunfar.
Es posible
que el Siglo XIX tenga mucha culpa de lo que ahora nos está ocurriendo; eso de
“que inventen ellos” nos hizo un daño irreparable: no nos subimos al carro de
la revolución industrial, sino que continuamos deslomándonos de sol a sol y,
más aún, matándonos entre nosotros como perros rabiosos por un ponme aquí a
este rey, cuando ya todo el mundo
civilizado se había dado cuenta que las cosas iban por otros derroteros. Nos
alejamos definitivamente del tren que pasaba por nuestras puertas y al que se
iban subiendo todos los países de nuestro entorno. Pero quizás lo que más daño
hace a nuestro respeto, es la envidia y la escasa capacidad que tenemos a la
hora de reconocer los verdaderos méritos de nuestros compatriotas.
Cuando Julio
Verne escribió Veinte mil leguas de viaje submarino, y empezó a publicarlo por
fascículos, como entonces era costumbre, hacía once años que Monturiol, el
insigne inventor gerundense, había construido su “Ictíneo”, un buque sumergible de madera, para recoger corales del
fondo del mar, con el que realizó sesenta y nueve inmersiones sin ningún
incidente. Este sumergible fue el primer buque no bélico capaz de navegar bajo
la superficie, hasta una profundidad de treinta metros.
Pero todos
parecen haberlo olvidado y Verne se presenta como un adelantado a su tiempo con
la invención de una máquina capaz de navegar sumergida, claro que la adorna con
una serie de detalles que hacen la delicia del lector.
El “Ictíneo” permaneció arrumbado en el
puerto de Barcelona hasta que el tiempo dio cuenta de él.
Igual suerte
corrió el sumergible de Isaac Peral, que después de haber superado todas las
pruebas de mar, se pudría en el Arsenal de La Carraca, en San Fernando, con amenaza de desguace, hasta
que en 1929 fue remolcado a Cartagena, donde está colocado en tierra, frente a
la entrada de la Base de Submarinos que la Armada tiene en aquella ciudad.
Si Enrique
Gaspar y Rimbau hubiera nacido en Londres, en París o en Nueva York, en vez de
en Madrid, hoy sería mundialmente reconocido, no solamente por su creación
literaria, sino por lo aventajado que fue a su época. Y lo triste es que
resulta una persona casi desconocida, por no decir que completamente ignorada
por el gran público.
Nació Gaspar
y Rimbau el dos de marzo de 1842, en Madrid. Hijo de padres actores, destacó
desde muy joven en la creación literaria y fue escritor de novelas, obras de
teatro, zarzuelas y entre medias, diplomático de carrera.
Con trece
años escribió su primera zarzuela y dos años después, su propia madre protagonizaba
la primera comedia salida de su pluma: Corregir
al que yerra.
Recién
alcanzada la mayoría de edad se trasladó a Madrid, donde empezó a publicar
numerosos artículos, narraciones y poesías en los principales periódicos y
revistas de la capital, como Blanco y Negro, La Época o La Ilustración
Española; al mismo tiempo que lo intercalaba con su producción literaria de más
entidad, sobre todo de comedias en prosa y verso que estrenaba con éxito.
Con
veintisiete años, ya casado con una aristócrata cuya familia jamás lo aceptó y
con un hijo, ingresó en la carrera diplomática y viajó constantemente por
Europa y Asia, sin dejar en ningún momento de escribir.
Su
producción literaria es inmensa y está plagada de ironía, sátira y crítica
social, aunque nunca perdió el estilo elegante y el buen gusto que lo
caracterizaba. No tenía aspiraciones literarias y no cultivó la escritura como
un arte, sino como un vehículo para contar historias.
Daguerrotipo
de Enrique Gaspar y Rimbau
Si toda su
obra debería ser más conocida y apreciada, sobre una parte muy concreta de su
producción pesa un lastre que no tiene explicación.
En 1887
publicó, en Barcelona, la que sería su obra cumbre “El Anacronópete” que
había escrito en 1881 y cuyo título es una especie de acrónimo, invención del
autor, que conjuga palabras griegas que querrían decir: volar hacia atrás en el
tiempo.
Su
protagonista es don Sindulfo García,
un científico adinerado, que dedica toda su fortuna a la ciencia y al que una
simple sirvienta le abre los ojos sobre los viajes en el tiempo.
Desde ese
momento dedica toda su atención y su dinero a construir, en el pueblo de Pinto,
cerca de Madrid, su máquina para viajar en el tiempo, el “Anacronópete”, que una vez terminado, desmonta por piezas y
traslada a París, en donde se va a celebrar una Exposición Universal.
Allí
presenta su invento ante una ciudad que ante la extraordinaria noticia de que
se puede viajar en el tiempo, ha colapsado el Auditorio donde el gran Sindulfo explicará en qué consiste el
viaje en el tiempo; el Campo de Marte, en donde se exhibe su invento preparado
para viajar y todas las alturas de la capital francesa, que en aquel momento se
había convertido en la capital del mundo, desde las que se pudiera divisar el
acontecimiento.
Dice don SIndulfo en la novela, que me he leído a
marchas forzadas para escribir este artículo, que su máquina para viajar el
tiempo es como un arca de Noé que utiliza energía eléctrica para desplazarse en
la atmósfera girando a velocidad vertiginosa en el sentido contrario a la
rotación de la Tierra, con lo cual “retrograda” el tiempo y camina hacia el
pasado a una velocidad de un año cada tres minutos.
Para evitar
que la marcha atrás pueda afectar a la edad de las personas que la máquina
transporta, Sindulfo ha inventado un
gas que deja inalterable los cuerpos: el gas García, apellido del inventor.
Bueno, la
novela viene a ser una sarta de divertidas situaciones, casi todas disparatadas
pero que conducen a un fin común: viajar en el tiempo, pero no intervenir en
ningún acontecimiento que pueda variar el curso de la historia. Sindulfo tiene bien claro que solamente
pueden ser testigos presenciales, en contra de la opinión de Benjamín, su
ayudante que quiere intervenir hasta en la batalla del Guadalete e impedir que
los moros se adueñen de España.
Dibujo del
“Anacronópete”, parecido al Arca de Noé
Para
cualquier amante de la literatura de ficción, el inventor de los viajes en el
tiempo es el británico H.G. Wells, biólogo, escritor, historiador y filósofo
que en 1895 publicó su obra, de inmediato éxito, “La Máquina del tiempo”.
Pero al
contrario que Sindulfo, que explica minuciosamente
cada detalle de su extraordinaria máquina, Wells hace una descripción muy
superficial que producen incertidumbre en quien lo lee y que solamente saca en
claro que existe una cuarta dimensión, por la que se desplaza el artilugio.
Pues bien,
con esta obra, mundialmente reconocida como la iniciadora de los viajes en el
tiempo, inaugura Wells una etapa que ya había sido inaugurada catorce años antes
por nuestro compatriota, sin que nadie se haya molestado en reivindicar el
honor de haber sido el primero en pisar el escurridizo terreno de los viajes en
el tiempo.
Además, su
forma de resolver el viaje hacia atrás en el calendario, ha sido copiado si no
recuerdo mal, en la primera película de “Superman”, cuando el héroe, para
salvar a su chica de la muerte por la destrucción de una presa, vuela
vertiginosamente en sentido contrario a la rotación de la Tierra, para atrasar
el tiempo, lo mismo que la nave de Sindulfo.
No cabe duda de que Gaspar y Rimbau intuyó el
viaje en el tiempo antes de que Wells lo hubiera hecho, y no un día ni dos,
sino la friolera de catorce años, por lo que de corresponderle a alguien la
paternidad de la idea, sería para nuestro don Enrique.
Seguro que
si hubiera sido inglés o francés, se le reconocería como el inventor de un
género literario que tantos gratos momentos ha dado y sigue dando a sus
amantes, además de que, por añadidura, se conocerían las otras producciones
literarias del insigne escritor, hasta ahora a resguardo de la inmortalidad en
el baúl del olvido.
Comisario
ResponderEliminarmagnifico relato, desde luego que no hay por donde cogernos ¡¡¡
somos los mas tontos del Universo ¡¡¡
Los peores detractores que ha tenido España siempre han sido españoles. Lo nuestro ignorado y lo de fuera ensalzado.
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