Los padres
suelen dar buenos consejos a sus hijos, aunque éstos, por múltiples razones que
no vienen al caso, raramente los siguen, al menos cuando son jóvenes, pues
posiblemente al madurar caigan en la cuenta de cuanta razón tenía su progenitor.
Cuando el
hijo es más poderoso que el padre está más inclinado a no obedecer sus
consejos, aunque todo lo que tenga le sea debido a él.
Este es el
caso de Felipe II, al que se ha llamado “El rey Prudente”, cuando en realidad
hubiera merecido otros calificativos menos aduladores.
Su padre,
el emperador Carlos, no estaba muy convencido de la valía de su hijo pero aun
así, abdicó y se retiró a descansar a Yuste en el año 1556.
Su hijo
Felipe, príncipe de Asturias, se había casado por primera vez en 1543 con su
doble prima hermana María Manuela de Portugal, un gran matrimonio que años
después avocaría la unificación peninsular, aunque por unos escasos sesenta
años.
El
emperador, preocupado por la juventud y la responsabilidad que adquiría la nueva
pareja, le dio algunos consejos a su hijo referidos a su vida personal, a fin
de que no cayera en los mismos errores en los que él había sucumbido en su
trayectoria: multitud de amantes esporádicas, hijos inoportunos, sobresaltos
con maridos enfadados y todas las vicisitudes que acarrea la vida desordenada.
No
obstante, comprendía que su hijo caería en los mismos escollos, si bien le
recomendaba, para después del matrimonio, fidelidad absoluta a la esposa, pues consideraba
carga muy molesta el adulterio.
Claro que
en caso de viudez estaba asumida la vuelta a los viejos usos, pero sin tener
que soportar culpa alguna.
Así, le
decía a su hijo por carta que le rogaba que no se metiera en otras bellaquerías
después de casado, por ser eso pecado contra Dios y contra el mundo, aparte los
desasosiegos que entre el marido y su esposa produciría esta actitud que
terminaría por apartarla de ella.
Pensaba el
padre que su hijo, con toda la potencia hormonal de su juventud, no estaría
dando descanso a su libido, pero según las habladurías de la corte, los
comentarios entre la aristocracia y los embajadores próximos a la corona, el
joven príncipe sentía escaso interés por el sexo femenino, a pesar de la
innumerable cantidad de insinuaciones que recibía de un entorno bien
predispuesto a pasar por la cama del príncipe más poderoso del mundo.
La férrea
educación que se daba a los herederos de las monarquías era tan estricta que
los príncipes tenían clarísimo que la única finalidad del matrimonio era la de
proporcionar un heredero varón que siguiera la línea dinástica y en ningún
momento podía sustituirse esa obligación por el amor o el placer sexual; esas
sensaciones se encontraban en lugar distinto.
Y el
muchacho lo tenía tan claro que en su primer matrimonio, hasta sus suegros,
tíos carnales del príncipe, tuvieron que advertirle de que el sacramento había
que consumarlo, tal era el desinterés que la muchacha le producía y para justificar
aquel distanciamiento carnal aducía que tenía sarna que no quería contagiar,
cosa que era cierta.
Pero al
final o se curó la sarna o empezó a picarle otra parte de su cuerpo, lo cierto
es que dos años después de la boda nacería el príncipe Carlos y cuatro días
después moría María Manuela de fiebres puerperales.
No parece
que Felipe sufriera mucho la pérdida de su esposa que a la larga le habría
servido de cuña para conseguir el imperio portugués, pues en palacio, donde
todo se conocía, la presencia de una bella dama en la vida del príncipe incluso
antes de su viudedad, era palpable.
Se trataba
de Isabel de Osorio, hermosa dama de su madre, la emperatriz Isabel de
Portugal, de la que su padre había estado profundamente enamorado y que al
morir su señora, quedó en la corte cuidando de la educación de las infantas
María y Juana, hermanas de Felipe.
No son más
que habladurías cortesanas que no se han acreditado y contra las que pesan
razones poderosas como la diferencia de edad y el hecho de haber sido para él como
su madre, pero la nefasta crónica negra que sobre España cayó, propiciada en
parte por el holandés Guillermo de Orange, acusaba al heredero español de haber
mantenido esos amores casi incestuosos, de los que se llegó a decir que habían
tenido sus frutos en la existencia de dos hijos, cuyos nombres serían Pedro y
Bernardino y que incluso los amantes habían protagonizado una especie de
matrimonio secreto que los uniera ante los ojos de Dios, al cual el príncipe no
quería ofender bajo ningún concepto.
Lo cierto
es que tras el matrimonio, la supuesta amante se disipó paulatinamente,
llegando prácticamente a desaparecer para dejar el camino libre y algo de
realidad debió de haber porque Felipe la compensó con largueza económica, en
vez de buscarle un marido consentidor, que era la norma y eso muy probablemente
por lo ostentosa que habría sido aquella relación y así, retirada a Burgos, un
tiempo después fundaba un mayorazgo que pasados los años heredarían sus
sobrinos, por lo que lo de los hijos debió ser mala fe de la maldita leyenda
negra. Falleció en 1589 dejando una sustanciosa herencia entre la que figuraban,
además de considerable cantidad de dinero, cuadros valiosos y ricas joyas que
la familia aseguraba eran regalos del joven amante real.
De ser
esto verdad, como así parece por el contrastado hecho de que una dama de la
corte no llegaría nunca a adquirir tanta riqueza, si no le viniese sobrevenida
por casos como este, parece que aquel comentario de embajadores y cortesanos en
los que se achacaba a don Felipe de escaso interés por las cuestiones del sexo,
carecían totalmente de veracidad y estaba mucho más acertado su anciano padre
cuando le reclamaba continencia, al menos dentro del matrimonio.
Porque no
fue Isabel la única amante del príncipe, el cual, a la muerte de María Manuela,
empezó a consolarse con Catalina Laínez, bella hija de uno de sus secretarios
que se quedó embarazada, porque ya se sabe, en aquellos tiempos no había
condones, ni píldoras, ni “Diu” y mucho menos la posibilidad de que un rey
practicara el coito interruptus; en cada ocasión había que entrar a matar y que
fuera la voluntad de Dios.
Pero todo
tenía fácil solución y bastaba con buscar un marido consentidor dispuesto a
cargar con la prole a cambio de un buen destino.
A este
asunto siguió otro con una dama cántabra, Elena de Zapata, que se trasladó a
Madrid antes de que fuera la capital del reino y que residía en el palacio
conocido como de las Siete Chimeneas, actualmente sede del Ministerio de
Cultura, al que había accedido por matrimonio con uno de los vastagosa de la
poderosa familia Zapata. Parece que esos amoríos fueron escandalosos y la dama
fue asesinada en su lecho, apuntando las habladurías a que fue su propio padre,
que la emparedó para ocultar el cadáver y que días después de ahorcó colgándose
de una viga. No se sabe nada con certeza, pero sí que en unas obras que se
llevaron a cabo en el mencionado palacio durante el siglo XIX, tras un tabique
aparecieron, los restos de una mujer a cuyo lado había un saquito con monedas
acuñadas en el siglo XVI.
La casa de las Siete Chimeneas
Aquella
apasionada relación se interrumpió cuando el príncipe marchó a Inglaterra a
matrimoniar con su tía María Estuardo y durante ese período, Felipe fue rey de
Inglaterra, si bien pasaba más tiempo en los Países Bajos que al lado de su enjuta
y rancia tía. Parece que durante su estancia en el continente tuvo una hija,
fruto de las relaciones con una dama belga.
En el
matrimonio con la inglesa queda bien claro hasta qué punto había que observar
la tradición del matrimonio con fines de estado, del que antes se hablaba, cosa
que Felipe cumplió a la perfección, si mermar sus desahogos fisiológicos, de
los que corrían rumores que lo relacionaron con una panadera del castillo de
Windsor, donde vivía la pareja real, o una doncella de su esposa.
Felipe
volvió a España sin dejar descendencia en Inglaterra y cuando dos años después
murió su esposa, sin haber tenido más que dos embarazos histéricos, quiso
continuar la historia con la su cuñada, hermanastra de María Tudor, Isabel que
permaneció soltera hasta su muerte.
María Tudor; la dama estaba para un
gusto
Felipe se
casó otras dos veces, la primera con Isabel de Valois, cuyo matrimonio estaba
pactado desde tiempo atrás con el infante Carlos, hijo de la portuguesa María
Manuel que murió del parto, pero la apremiante necesidad de un heredero, impulsaron
a Felipe a quitarle la novia a su hijo, el cual era un individuo que merece un
artículo aparte, y simplemente por el hecho de que aquella Isabel procedía de
una familia muy fecunda, pues su madre, Catalina de Medicis, había tenido diez
hijos.
Como es
natural, el compromiso cayó muy bien en las cortes francesa y española, a pesar
de que ella tenía catorce años y él treinta y dos, porque la fama de inestable
e incluso deficiente mental del príncipe Carlos, ya había trascendido fronteras
y se deseaba un repuesto par la corona.
Pero
mientras llegaba la novia, Felipe se entretenía con Eufrasia de Guzmán que
nunca pudo demostrar su “limpieza de sangre”, pero que debía ser muy hermosa,
pues al rey no le importó cohabitar con una “marrana” con la que tuvo un hijo
del que se deshizo por el consabido procedimiento del matrimonio convenido,
esta vez con Antonio de Leyva, nombrado Príncipe de Áscoli.
En fin
toda una saga amatoria que terminó con otro matrimonio, Ana de Austria, hija
del emperador Maximiliano, con la que por fin tuvo un descendiente varón:
Felipe III.
Es
evidente que la prudencia que ensalza su título popular no era una virtud del
rey Felipe y la asignación, también popular de castidad y religiosidad, se le
quedan muy desfiguradas.
Tenía razón su padre cuando le aconsejaba
mesura sexual, al menos durante los matrimonios.
Sin entrar a comentar tu articulo, cuya calidad histórica y literaria están, como siempre fuera de toda duda, quiero resaltar que me han impresionado lo dos primeros párrafos del mismo. En ellos describes con magistral brevedad una realidad que, a mi parecer, hemos vivido los que habiendo sido, lógicamente, hijos ahora somos padres.
ResponderEliminarLeyenda rosa. Las mataba en los medios y sin puntilla...
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