En la
riquísima historia de España es muy normal que numerosos personajes hayan
pasado desapercibidos, a pesar de su elevada cualificación, engullidos en la
enorme vorágine de hombres célebres que la han colmado, pero no es
tan normal que hayamos tenido un rey Luís que no se estudiaba en mis tiempos ni
que personajes como el que hoy ocupa este artículo, haya sido silenciado,
ignorado para casi todos los libros de historia que no entrasen en alguna
profundidad.
Me estoy
refiriendo al primer vástago de Felipe II, fruto habido con su primera esposa
María Manuela de Portugal: el infante Carlos, nacido en 1545 y que desde muy
pronto se reveló como una naturaleza débil y enfermiza, a más de un
insoportable carácter.
Sus padres
era primos hermanos por doble partida, lo que proporciona un elevado grado de
consanguineidad que hace difícil la procreación y que en caso de producirse y
llegar a término, provoca en el concebido taras y defectos insuperables. De
entrada, su nacimiento produjo la muerte de su madre cuatro días después.
Con el
ascenso de su padre a la corona de España, en 1560, Carlos fue nombrado
príncipe de Asturias, pero su padre sabía que tenía con su hijo un gravísimo
problema.
Tan poco
le gustó desde el principio, que su educación fue encomendada a sus tías María y
Juana, con las que también se había criado el padre, que como príncipe
heredero, se pasaba la vida viajando por los dominios europeos.
Así, el
niño Carlos creció mimado en extremo y
sin que nadie le contrariara ni lo más mínimo, incluso cuando demostraba su extrema
crueldad con animales a los que martirizaba por el placer de verlos sufrir.
Retrato del príncipe don Carlos por
Alonso Sánchez Coello
Al casarse
sus tías, otros familiares continuaron su educación hasta que fue enviado a la
universidad de Alcalá de Henares, junto al hermanastro de su padre, Juan de
Austria y el íntimo amigo de éste Alejandro Farnesio, inseparables hasta la
muerte.
Si el
carácter inestable y sádico del joven ya era una desgracia que hacía casi
imposible la convivencia en el seno de una familia medio normal, una fiebres
tercianas, secuelas de una malaria padecida en la infancia, provocaban periodos
críticos en el joven, a los que vino a sumarse un accidente ocurrido en 1662,
cuando ya era príncipe de Asturias, que llegó a perjudicar mucho más su vida y
sus relaciones con los demás. Se cayó de una escalera de mano cuando pretendía
entrar en la habitación de la hija de un portero del palacio arzobispal.
Resultado
del golpe fueron múltiples fracturas, alguna de las cuales en huesos del
cráneo, concretamente el occipital izquierdo. Después de unas curas de urgencia
fue trasladado a sus aposentos en un estado de inconsciencia que no presagiaba
nada bueno.
A partir
de ese momento, el desesperado padre prometía todo tipo de obsequios a quien
curase a su hijo, al que las prácticas médicas de la época no se lo cargaron
porque posiblemente su salud era más fuerte de lo que se nos ha hecho pensar; porque en cama, con fractura de cráneo y otros huesos, era sometido a purgas y
sangrías constantes que lo único que hacían era debilitarle aun más.
Un
curandero morisco del Reino de Valencia, al que se conocía como “Pinterete”, preparaba un ungüento milagroso que decidieron aplicarlo
al príncipe e hicieron venir al morisco, sin ningún resultado positivo, pues la
salud iba empeorando.
Incluso se
llegó a meter en su cama la momia de Diego de Alcalá, un franciscano muerto
cien años atrás al que se tenía por santo milagrero, pensando que solo los
poderes sobrenaturales podían hacer algo por el joven.
Por último
fue sometido a una trepanación por el doctor Daza Chacón, para colocar en su
lugar los huesos fracturados y, milagrosamente, empezó una lenta recuperación.
Dos meses después ya conseguía mantenerse de pie, aunque le quedó una
deformidad y una apreciable dificultad al andar.
Y sobre
todo un notable empeoramiento de su carácter.
Como es
natural, Europa entera seguía con el máximo interés la evolución de la salud
del príncipe, pues en muchos países iba a gobernar, como en los Países Bajos y
en otros podría ser el heredero, como el caso de Portugal.
Parece que
al final el joven se repuso, pero su convivencia se hacía insoportable. Corría
por la corte el rumor de que era impotente, ante lo que él trataba de demostrar
su virilidad acosando a cuanta mujer se ponía a su alcance.
Su tío,
don Juan de Austria, parecía tener bastante más ascendencia sobre él que su
propio padre y el príncipe disfrutaba de la compañía de su tío y la de su
íntimo Farnesio, pero no tenía ni edad ni preparación para estar a la altura de
dos personajes del calibre de sus amigos.
Aun con
esos inconvenientes, se había pactado su boda con Isabel de Valois, hija del
rey francés Enrique II y Catalina de Medicis, pero al quedar viudo su padre de
la reina inglesa María Tudor, se decidió casar a Isabel con Felipe II, boda que
buena parte de Europa celebró.
Pero el
príncipe Carlos no contó para nada en la decisión y le sentó muy mal aquel
plante tan ladino, circunstancia que vino a agravar su ya desquiciado
comportamiento, pues hacía parecer que estaba completamente enamorado de la que
ya era su madrastra, pero sobre todo produjo un paulatino e irremediable
alejamiento de su padre, al que esquivaba y con el que perdió todo contacto,
abandonando incluso el palacio.
Un aborto
doble de la reina, dicen que sumió en la tristeza al príncipe que esperaba la
llegada de un hermano. Posteriormente su madrastra tuvo dos hijas que
sobrevivieron y una tercera que murió a las pocas horas de nacer.
La
ausencia de varón en la descendencia de Isabel y la poca o ninguna esperanza que
Felipe tenía en su hijo, al que quiso introducir en tareas de gobierno con muy escaso éxito, creaban una
incertidumbre en el rey y en muchas cortes europeas, perfectamente informadas
de la situación de la corona española a través de sus embajadores.
Rumores
cortesanos acerca de la actitud francamente belicosa del príncipe contra su
padre, habladurías sobre la posibilidad de que el hijo intentase un golpe de
mano contra el rey, conversaciones, al parecer con representantes de otras
monarquías, dejando entrever su descontento por la política que su padre
empleaba en los Países Bajos, a donde quería huir para proclamarse rey y en
fin, un estado de ánimo alterado por culpa de una situación que se había hecho
insostenible, impulsaron a Felipe a proceder a la detención de su hijo el día dieciocho
de enero de 1568, encerrándolo en sus aposentos e impidiendo que saliera de
ellos. Tampoco podía recibir correspondencia y las visitas estaban muy
limitadas.
Previendo
que la naturaleza inestable del heredero pudiera acarrear algún problema
añadido, se le prohibió tener no solamente cualquier arma, sino cuchillos de
mesa, tenedores y otros objetos punzantes.
Las
huelgas de hambre que suelen hacer los presos no es un invento de estos
tiempos, pues el príncipe Carlos ya inició una que tuvo que abandonar muy
pronto, pues su estado de salud se veía comprometido.
Posteriormente
se le trasladó a la torre del Alcázar de Madrid, el mismo lugar en el que su
abuelo había tenido preso al rey Francisco I de Francia.
Durante
seis meses padeció el encierro y deteriorándose paulatinamente, falleció el
veinticuatro de julio de aquel mismo año, aparentemente de muerte natural.
Real Alcázar de Madrid que ardió en
1734
Pero
siglos después, en el XIX, apareció un manuscrito que se ha atribuido a un
fraile llamado Joan Avilés y que había sido ignorado por historiadores y
estudiosos de aquella época, en el que se revela un tremendo escándalo y no es
otro que el príncipe, tras su detención, fue sometido a un juicio secreto, cuyo
resultado fue su condena a muerte, que se efectuó por degollación y a los pocos
días de haberse producido el traslado a Madrid.
En ese
momento, un doctor que se nombra como Vega, habría embalsamado el cadáver y
conservado con hielo que se decía que el príncipe se lo hacía traer para
quebrantar su salud.
Se tiene
constancia documental que el tal doctor Vega percibió una muy considerable suma
de dinero y prácticamente desapareció.
Lo que
haya de verdad en esta historia es algo que costará demostrar, sobre todo por
la escasa atención que se le ha prestado a ese documento que, sin embargo, se
ha podido demostrar que es auténtico y que muy bien se pudiera corresponder con
una realidad que España trató de ocultar.
Que el
infante Carlos era un anormal, está fuera de toda duda. Que se enfrentaba a su
padre, criticando su forma de proceder, pero sin aportar nada por su parte,
está también demostrado. Que quiso ser rey de los Países Bajos y de algún reino
de Italia y que en ello involucró hasta a su tío Juan de Austria, es indubitado,
lo mismo que el hecho de que su padre lo mandara detener y encerrar; lo de su
ajusticiamiento tras un juicio está menos claro, porque en ese momento Felipe
no tenía heredero para su imperio y éste hubiese caído en manos muy dispares
que se lo disputaban, así que suprimir al único que podía dar continuidad a la
dinastía es una cuestión difícil de creer, sobre todo con la férrea voluntad de
aquella época por conservar la corona para la familia.
Pero ahí están los historiadores, para estudiar el asunto.
Pero ahí están los historiadores, para estudiar el asunto.
Efectivamente, es desconocido este personaje y el articulo trae una ráfaga de luz...
ResponderEliminarGracias por enriquecer a algunos como a mi.
ResponderEliminarmagnífico, José María. He gozado con su lectura.
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