viernes, 9 de agosto de 2019

SUCEDIÓ EN CÁDIZ





Por la política española han circulado muchos personajes, aunque lamentablemente, tasados en una amplia mayoría por su ineptitud.
Muchos han ejercido gran influencia en el gobierno del inmenso imperio español, eran aquellos en los que los desidiosos monarcas españoles entregaban todos sus poderes para ellos dedicarse sin excusa alguna a la caza, visitar alcobas o simplemente vagar. Estos influyentes eran los llamados “Validos”, entre los cuales prácticamente ninguno demostró algo que fuera más allá de su testarudez, ineptitud e incultura.
Pero hubo dentro de este colectivo un hombre, muy próximo a los reyes Fernando VI, Carlos III y Carlos IV que destacó sobre todos los que le habían precedido y los que vinieron después. Este fue el Conde de Aranda: Pedro Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea.
Nacido en el castillo familiar del humilde pueblecito de Siétamo, en la provincia de Huesca, el día 1 de agosto de 1719, fue un noble militar español, estadista, ilustrado y Secretario de Estado del rey Carlos IV, aparte de haber desempeñado muchos e importantes cargos en otros reinados.
Este brillantísimo político tuvo la visión de adelantarse en cien años a lo que ocurriría en las Colonias de Norteamérica con los ingleses allí afincados y cómo aquellos territorios alcanzarían pronto su independencia.
En consecuencia, tras madurar muchísimo su pensamiento, se atrevió a exponérselo al entonces rey Carlos III, al que advirtió de lo que iba a ocurrir y argumentó aún más: lo mismo iba a ocurrir seguidamente con las colonias españolas.
Como es natural se le tomó por visionario  y sobre todo, por resentido, ya que políticamente había perdido gran parte de su potencial en aquel momento.
Pero fue muy claro con el rey, al que le comunicó su sabia premonición y le hizo saber que la única forma de conservar las colonias formando de alguna manera un todo con España, era dividirlas en tres reinos al frente de los cuales colocara a uno de los infantes: uno como rey de Méjico, otro de Perú y el tercero, del resto de la llamada Tierra Firme.
El rey se reservaría Cuba y Puerto Rico y se convertiría en Emperador, al conservar su superioridad sobre los nuevos reinos. Algo así hizo Portugal con Brasil, aunque tampoco salió bien parada la aventura.
¡Qué diferencia con lo ocurrido posteriormente si se le hubiese hecho caso!
España era ya incapaz de mantener aquellos territorios en plena ebullición y al final se perdieron todos.
Pero para que eso se produjera, y de la manera que se produjo, es necesario pasar por las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812.
Esa tan liberal que ahora todo el mundo aplaude y que hasta ha dado nombres a uno de los puentes más bonitos de España que, afortunadamente, tengo frente a la ventana de mi escritorio.
En mi pueblo, La Isla de León, hoy llamada San Fernando, el 24 de septiembre de 1810 tiene dedicada una calle muy céntrica, pero nunca, ni de jóvenes ni no tan jóvenes, nos preocupamos por saber qué significaba aquella fecha. En mi pueblo, aparte de un teatro que todavía se llama De las Cortes, nada olía a constitucionalismo ni liberalidad.
Allí se reunieron las Cortes que venían huyendo de los franceses que llegaron hasta el famoso Puente Suazo y de allí no fueron capaces de pasar.
Primero una misa y luego un desfile de diputados hasta el cercano teatro.
Según el Diario de Sesiones, 102 diputados asistieron a aquella sesión inaugural, pero el Notario del Reino, Ministro de Gracia y Justicia, anotó 104. A lo mejor había dos que se colaron de rondón. De ese número, solamente 27 representaban a los territorios americanos y 2 a Filipinas; pero es más, de los 29 representantes de ultramar, solamente había uno que había sido realmente elegido por sus conciudadanos y este era un tal Ramón Power y Giralt. Hijo de padre irlandés y madre francesa, había nacido en Puerto Rico, donde su padre era “un ejemplar tratante de esclavos”.
Los demás fueron elegidos de una manera muy singular. Había censados en Cádiz y La Isla un total de 177 hombres nacidos en los virreinatos y entre estos se eligieron a los 28 diputados suplentes, en espera de que alguno de los titulares convocados pudiera ir llegando a Cádiz para incorporarse a las sesiones de las Cortes en cada una de las clases en las que se subdividían sus señorías que eran: los profesionales liberales, los representantes de la administración, los de la Iglesia y la clase más numerosa, la de los militares.
Si tenemos en cuenta que entre los militares había suboficiales, entre los representantes de la administración, simples funcionarios, en la iglesia curas y sacristanes, carentes todos de formación política alguna, solo cabe pensar que era el grupo de profesionales liberales los que realmente lideraban los debates, pues entre ellos había catedráticos de universidades, leguleyos y hombres de gran formación política.
Eso es tan así que en el propio discurso preliminar leído al presentar el Proyecto de Constitución, que tuvo lugar el 24 de diciembre de 1811 y que iba fundamentalmente dirigido al rey, aunque también, como parece natural, al pueblo español, la propia Comisión reconoce que por diversas causas: urgencia, impaciencia y falta de auxilios literarios, no había sido posible dar al texto una “última mano” que necesitaba para captar “la benevolencia del Congreso y la buena voluntad de la Nación”.
Es decir, los mismos congresistas ya habían reconocido desde el inicio sus escasos recursos, si bien hay una cosa clara y es que entre los congresistas de la llamada Metrópoli existían expertos redactores de leyes, mientras que entre los representantes de los virreinatos y provincias de ultramar se daba la circunstancia de que para ellos era la primera vez que contribuían con su aportación a la redacción de tan importante texto. Pero, lamentablemente, fue también la última vez que lo hicieron, porque muy pocos eran los que fiaban su futuro unido a la Madre Patria, pues la mayoría sabían, o mejor, intuían, que las vísperas de su independencia las estaban viviendo.
Porque aquella Constitución calificada de liberal contenía aberraciones de talla gigantesca y aunque en el artículo 1º dice que la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, no todos los nacidos en esos hemisferios que formaban la Nación podían ser españoles. En primer lugar había que ser hombre libre, cuando hasta el padre de un congresista que ya citamos, se dedicaba a la  compraventa de esclavos.
Si eran extranjeros debían obtener carta de naturaleza, que no era concedida a todo el mundo; o llevar diez años de continuada vecindad. Además, estaba obligado a contribuir proporcionalmente a los gastos del Estado y en caso contrario, sería ciudadano, pero como llamaron los latinos: “capitis deminutio”.
No respetó la libertad de culto, salvo para la religión católica, a la que califica de “única verdadera” y se “prohíbe el ejercicio de cualquier otra”.
Ya sé que eran tiempos de fervor religioso, pero las creencias ¿si no son tolerantes con las demás ideologías, pueden llamarse liberales?
No es mi intención censurar la vetusta “Pepa”, de la que guardo una preciosa edición facsímil, sino resaltar un poco cómo se condimentaba aquel enorme puchero en el que todos metían baza y en el que los dos bloques principales: europeos y ultramarinos, guardaban enfrentamientos insalvables.
Unos querían prohibir la esclavitud, los otros, principalmente los caribeños, venezolanos y peruanos veían peligrar sus ingenios si no tenían mano de obra gratis; los mismos querían abolir la Inquisición, los otros veían un freno contra las innumerables creencias paganas que se extendían por todo el continente.

Ejemplar facsímil de la Constitución de 1812

 El diputado por Lima, capital de Perú, no quería que se concedieran derechos de ningún tipo a los descendientes de africanos y en tan vergonzosa discusión se optó por negociar en sesiones secretas, en las que se decidió reconocer la igualdad de derechos a los naturales del continente, pero no a los africanos de origen, es decir, a los negros. Un nuevo detalle de liberalidad.
A medida que pasaban los meses y se iban incorporando a los debates los diputados titulares de sus respectivos departamentos ultramarinos, empezaron a contar con importantes refuerzos para imponer sus políticas entre las que eran comunes el reconocimiento de la superioridad del hombre blanco sobre el indio.
Solo la prohibición expresa del presidente de las Cortes y la cercanía en la que se estaba desarrollando la guerra que impedía la salida de Cádiz salvo por mar pero con los pasajes de los buques controlados, obstaculizó que muchos de los diputados americanos abandonaran las sesiones, que tenía otro escollo insalvable como era la igualdad de todos los habitantes del Nuevo Continente a acceder a puestos militares, religiosos o simplemente civiles, lo que no se le permitía ni a ciertos criollos, si no eran hijos de españoles.
Por fin y tras agrias discusiones las Cortes concedieron los mismos derechos a los españoles nacidos en América, a los mestizos y a los indios, para acceder a cargos públicos.
Hoy, nuestros ejércitos se alimentan en buena medida de los descendientes de aquellos indios, ante la falta de españoles para engrosar sus filas.
En relación con la esclavitud se optó por una fórmula totalmente ecléctica y progresiva. Primero prohibir el tráfico de esclavos y paulatinamente ir concediendo la libertad de manera muy controlada, pues hasta el tío de Simón Bolívar, el diputado Esteban Palacios, llegó a pronunciar una frase lapidaria: “En cuanto a que se destierre la esclavitud lo apruebo como amante de la humanidad; pero como amante del orden político, lo repruebo”.
Sí, pero no. Y aunque se suspendieron numerosos impuestos, trabas políticas y tributos que al final, decantaron la balanza de los logros a favor de los ultramarinos, no se consiguió otra cosa que despertar el afán independentista en toda la América española y empezando por Méjico, con el famoso “Grito de Dolores”, siguió el Cono Sur, Venezuela y terminó con Cuba y Filipinas.
Hubo un denominador común: los que consiguieron la independencia eran españoles o descendientes de españoles. No fue un movimiento indígena queriendo recuperar su identidad histórica. 
¿Se habría evitado si el Conde de Aranda hubiera sido debidamente escuchado?
No lo sabremos nunca, pero es más que probable que así hubiera sido.

2 comentarios:

  1. muy interesante y como han cambiado las mentes en tan pocos años después

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  2. Bonito e ilustrador artículo. El Conde de Aranda era visionario...

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