No es
usual que alguien, una persona con amplia formación humanística, criado en el
seno de una familia perteneciente a la alta burguesía, asidua visitante de
cortes y palacios y en íntima conexión con los monarcas, en cuyo entorno llegaron
a alcanzar puestos de gran relevancia, pueda efectuar un cambio tan radical que
lo lleve a trocar su vida monástica, a la vez que prestigiosa, por otra tan
azarosa como la de corsario.
Esto le
sucedió a don Pedro Fernández de Bobadilla, más conocido como “Pedro de Bobadilla, el Corsario”.
Fue el
sexto hijo del matrimonio formado por Andrés de Cabrera, hombre la total
confianza de los reyes castellanos Juan II y de su hijo Enrique IV, llamado el
Impotente, del que fue camarero real y regidor de todos los oficios palaciegos,
y de su esposa, Beatriz de Bobadilla, amiga personal y camarera real de la
reina Isabel, futura Reina Católica. Con el matrimonio de los reyes cabrera
pasó a ocupar un puesto de la mayor confianza de Fernando el Católico.
La fecha de
nacimiento del “cura-corsario” no está perfectamente datada, pues mientras éste
se fijó en Jaén en 1486, cronistas contemporáneos aseguran que murió en 1522, a
la edad de treinta y tres años, lo que supondría haber nacido tres años más
tarde. Pero este detalle tiene escasa importancia al objeto de esta historia,
porque lo cierto es que perteneciendo a una tan distinguida familia, el joven
Pedro, lo mismo que todos sus hermanos, estuvieron sometidos a una promoción
social y política poco usual.
Con cinco años
fue nombrado caballero de la Orden de Santiago y el mismo cronista que nos
habla de su muerte, hace el relato de esta ceremonia, de la que dice haber
ocurrido en 1495.
El que un
niño de cinco años profesase como monje-guerrero en una orden militar de la categoría
de la de Santiago, era absolutamente fuera de lo normal, por lo que necesitaba
una dispensa real, que el entonces rey Fernando el Católico, fácilmente le
concedería. Casi a renglón seguido el joven caballero ingresó en el convento de
los dominicos, en donde se ordenó sacerdote de la prestigiosa Orden de
Predicadores, cuando apenas tenía catorce años.
En plena
ebullición de su pubertad, el joven dominico empezó a mostrar su verdadero
carácter que resultaba ser no sólo incompatible, sino antagónico con los votos
profesados, revolucionando el convento. No había moza que se le resistiera ni
tapia que no saltara para visitar a su enamorada, haciendo caso omiso a las
advertencias de los frailes que, incapaces de reconducir la desconcertante
línea que había tomado el joven, decidieron poner el hecho en conocimiento de
sus padres.
Como es
natural y más en la época, los padres recibieron un jarro de agua fría y
optaron por una medida tan drástica como traer al joven a la casa paterna y
encerarle en una jaula de madera bajo la custodia del alcaide del castillo en
el que vivían. Allí lo mantuvieron con una alimentación tan menguada que a
duras penas resistió el castigo de casi dos años al que estuvo sometido.
Pensaban sus padres que una alimentación exigua eliminaría los furiosos apetitos
sexuales del joven, el cual manifestaba que no quería seguir en el convento,
que era tanto lo que le gustaban las mujeres que seguiría haciendo toda la vida
lo mismo que había hecho que lo encerraran en aquella jaula.
A gritos
pedía ingresar en la milicia, pero eso era imposible. Había sido consagrado
sacerdote y esa es una condición que acompaña al hombre a la tumba, que imprime
carácter.
No carente
de inteligencia, el joven Pedro optó por una táctica más refinada; empezó a fingir
que ya no tenía aquellos desaforados deseos sexuales, e incluso, de manera
voluntaria empezó a ayunar, haciendo continuos actos de contrición por sus
horrendos pecados y culpas.
Fue el
propio alcaide quien recomendó el cese de aquella tortura, en vista del
deterioro físico que presentaba y de su cambio de actitud, los frailes de su
congregación accedieron a aceptarlo nuevamente en el convento.
Pero todo
había sido una farsa para salir de aquella jaula y adquirir nuevamente la
libertad y después de un año de pacífico comportamiento, coincidiendo con que
la corte de los Reyes Católicos estuvo de forma itinerante en Madrid, él, como
muchos otros frailes de diversos conventos, se vio desplazado a la villa junto
a otros compañeros, para atender espiritualmente a toda la multitud que acompañaba
a los monarcas.
Entre los
que podríamos llamar “funcionarios”, que atendían a toda la logística alrededor
del movimiento de miles de personas, los cronistas que relataban los sucedidos,
militares, nobles, diplomáticos y muchas otras personas, viajaban también
mercaderes de todo tipo. Había joyeros, comerciantes de caras sedas, armeros,
talabarteros y artesanos de todo tipo.
En todo evento
multitudinario de este tipo, los conventos realizaban una importante labor,
acogiendo física y espiritualmente a menesterosos, así como a gente importante
que por los monasterios desfilaban; y uno de estos personajes al que Pedro
Bobadilla atendió y con el que trabó rápida amistad fue Pero Hernández, rico
platero, servidor de la más acaudalada nobleza, entre los que se encontraban
los padres del propio fraile.
Rápidamente
el fraile desenterró su verdadera faz y convenció al platero de que un señor
muy principal de Aragón, muy amigo suyo, llamado Luis de la Cerda, se había
casado con una riquísima viuda llamada Juana de Rocabert y que el marido,
profundamente enamorado quería hacerle un regalo de joyas por valor de
trescientos o cuatrocientos “ducados labrados” y que su amigo le había pedido
que él mismo escogiese las prendas.
Esa
cantidad de oro equivalía a casi un kilo y medio, lo que puso al platero
Hernández nervioso como un flan ante las enormes ganancias que podría obtener.
Así, quedaron en que al día siguiente, el platero iría con toda su mercancía al
convento, a donde acudiría el supuesto cliente, que naturalmente no apareció en
todo el día, pues no tenía ni idea de lo que en su nombre se estaba tramando.
Llegada la noche y ante el fracaso de la reunión, el platero Hernández temió
volver a su casa con una carga tan valiosa y fiándose plenamente del fraile, le
dejó las joyas en depósito.
Ahí se
acabó definitivamente la vocación del fraile Bobadilla que aquella misma noche
partió hacia Alicante.
Seguramente
que el fraile tendría trazado sus planes con precisión, pues la estafa practicada
a su amigo, fue cosa de mucha preparación, así que una vez llegado a Alicante,
se instaló adecuadamente y comenzó a trabar relaciones con gentes de dudosa
reputación, a los que agasajaba presentándose vestido a lo militar y siempre
elegante, rumboso y con apariencia de rico, dejando caer en sus conversaciones
que buscaba un navío con el que ir a combatir a los piratas moros, incluso
hacer alguna incursión en sus países.
Después de
algunas intentonas, encontró una carabela muy bien dispuesta, entablando negociación
con su propietario para efectuar la compra, no sin antes probarla, cosa que
hizo con una tripulación ya preparada por él y que al hacerse a la mar en
pruebas, en realidad lo que hizo fue apoderarse de ella y poner rumbo a
Sicilia, pero quiso la fortuna que a pocos días topase con una rica embarcación
perteneciente al tesorero del reino de Valencia, el cual desconociendo la
procedencia de aquella carabela, aceptó la gentil invitación que el fraile le
hizo para que subiera a bordo y celebrar el encuentro.
Fatal
decisión pues Pedro Bobadilla ya tenía decidido dedicarse por entero al corso y
su tripulación albergaba las mismas intenciones que él; así que aquella fue su
primera presa que por estar muy bien abastecida llevó a Sicilia, donde vendió
la carga, sacando pingües beneficios.
No relatan
los cronistas qué sucedió con el tesorero valenciano y su tripulación, pero es
de esperar que fuese abandonada en la isla a su destino.
Una de las muchas banderas que usaron
los piratas
Con dos
naves, la piratería simplificaba mucho las cosas, pues permitía atacar por los
dos flancos y pronto fueron tres las naves de su flota y sus correrías
empezaron a alcanzar fama en todo el Mediterráneo y su flota fue creciendo a
razón de continuar con sus acciones de piratería. Llegó a tener cuatro naos muy
bien armadas, cada una de dos palos y otras cuatro carabelas. Una flota de ocho
buques era capaz de cualquier enfrentamiento en el mar.
Entre las
ocho embarcaciones reunió un contingente de más de quinientos hombres, todos
perfectamente adiestrados, cada uno en su cometido, pero cometió un pequeño
error.
En un
puerto griego embarcó a una bella joven con la que compartía su vida, cosa que
hubiese sido normal si entre la tripulación no se supiera que Pedro era un
sacerdote renegado, que había abjurado de la fe de su patria y eso en aquella
época era muy mal perdonado.
Aunque
cueste creerlo en estos tiempos, eso le acarró algún que otro disgusto que el
renegado solventaba con una mayor distribución del los botines que iban adquiriendo.
A su favor
contaba un detalle de vital trascendencia y no era otro que salvo sus primeras
acciones, Pedro Bobadilla y su gente iban siempre contra la piratería bereber y
eso era algo muy importante para todos los reinos del marco Mediterráneo, incluso
para el papado porque le permitía una más libre circulación de mercaderías por
todo el Mare Nostrun. Tanto fue así que el cazador de piratas ya era conocido
como “Fray Pedro” y todos sus pecados parecían perdonárseles.
Cuando ya
llevaba años de granjeada fama, Fray Pedro y su considerable flota arribó a la
isla de Rodas, en aquel momento sede de la Orden de San Juan de Jerusalén, en
donde, para su sorpresa recibió la invitación formal del Gran Maestre Guy de
Rochefort, ya anciano y en mal estado de salud.
La
propuesta que Rochefort le hizo lo dejó perplejo, pues el anciano guerrero le
ofrecía nada menos que el nombramiento de Gran Maestre de la Orden, porque
consideraba en él todas las virtudes que una persona necesitaba para hacer
frente a su servicio a la comunidad cristiana: era joven, valeroso,
experimentado en la guerra marítima, acaudalado y con un ejército de hombres
fieles y curtidos y para colmo era de origen noble.
El cinismo
llegó al extremo que la poderosa Orden lo consideró no como a un pirata que es
lo que verdaderamente era, sino como a un caballero con licencia para ejercer
el corso y que su flota, aumentando la de la Orden, estaba en disposición del
enfrentarse al mayor pirata otomano de aquellos momentos: Kapudán Pachá.
En un acto
de buena voluntad, devolvió todos los tesoros robados a barcos no piratas, pero
la fortuna no se alió con él y tras mejorar considerablemente la salud de
Rochefort, lo que le alejaba de la promesa del cargo, en un enfrentamiento
naval contra Pachá, una tempestad mermó su flota a la vez que los otomanos le
infligieron gran castigo.
Pero un
nuevo golpe de suerte le vino otra vez de cielo, pues el papa Julio II estaba
formando la llamada Liga Santa, contra Francia, que formaron en principio
Génova y Milán y luego se fueron adhiriendo los Estados Pontificios, España,
Venecia, Inglaterra, el Sacro Imperio, Suiza… y hasta cualquier navegante
decidido y mediante una Bula Pontificia de diciembre de 1511, el papa decidió
que cuantos se unieran a la noble causa contra los franceses quedarían
reivindicados y su pecados, a los que llamó “travesuras” quedarían de inmediato
perdonados.
Incluso perdonaba
la apostasía que Pedro había hecho al abandonar el seno de la Iglesia para
dedicarse a tan innoble oficio como era la piratería y además le autorizaba a
usar su condición de caballero de la Orden de Santiago.
No se
puede explicar con qué autoridad pudo el papa acceder a tamaños desafueros,
pero el poder era el poder y el dinero el dinero y Julio II necesitaba al
fraile renegado a su lado y como vicario de Cristo en la Tierra, hizo lo que
mejor convenía a su poder y a su hacienda.
Restablecida
su honra, el propio Carlos V lo llamó a su servicio, nombrándole almirante de
la flota del norte, pero la suerte no pudo ayudarle más y murió ahogado en
1522, cuando navegaba por el norte de Francia, luchando contra las flotas
francesas.
Interesante historia.....
ResponderEliminarmuy interesante y Que tiempos tan distintos de los de ahora, pues un niño de 5 años no tiene nada que ver con los de entonces..
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