Que a la
nobleza masculina le enloquecen las coristas, cantantes y en general las buenas
hembras del mundo de la farándula, no es nada nuevo. Desde la antigüedad hasta
el presente más reciente hemos comprobado casos escandalosos de estos amoríos.
Actualmente
la Iglesia apenas se entromete en estos asuntos, que bastante tiene con los
suyos y se limita a aconsejar continencia, a sabiendas de que es un consejo
vacuo, pero en otros tiempos no era así, pues el poder eclesiástico no era solo
espiritual, era, sobre todo, terrenal.
En el
siglo XVII el papa Inocencio XI se propuso reformar la sociedad romana, por
otra parte totalmente corrompida en todos sus estamentos, pero para una reforma
en profundidad no era suficiente forzar a sus prelados a abandonar el lujo y la
lujuria de que estaban rodeados, ni cambiar las prédicas, prohibir el canto de
las monjas o condenar el excesivo escote de las señoras.
Eran
necesarias medidas más drásticas y así prohibió, además, que las mujeres
ejercieran de actrices en las comedias, obligando a que fueran sustituidas por
hombres y lo que es más extravagante, llegó a prohibir que cualquier mujer que
cursara estudios de música o canto de cualquier clase y en cualquier lugar,
aprendiesen con hombres, fueran religiosos o laicos, aunque hubiese entre ellos
parentesco.
Pretendía
tutelar la moral del peligro existente entre el maestro y sus pupilas.
Pero el
arte salía notablemente perjudicado.
Triunfaba
entonces en Roma una cantante llamada Angiola Voglia, a la que se conocía como “La Giorgina”, la cual había recibido
una notable educación musical que agregar a su belleza personal, y ambas
cualidades juntas hicieron de la joven todo un éxito artístico.
Su madre,
dispuesta a sacar el mayor partido de las cualidades de la joven, la puso al
servicio de un acaudalado “Príncipe de la Iglesia”, el cual no llegó a casarse
con ella por prohibición expresa del papa, pero el prelado, loco de amor o de
lujuria, estaba dispuesto a tirar la púrpura por la borda, con tal de conseguir
a la cantante.
No había
fiesta de la aristocracia en la que no participara la bella cantante, la cual
recibía espléndidos regalos, como los que figuran en una relación del duque de
Mantua: “…una bandeja de plata grabada de unas quince libras de peso y una cajita
con una bandejita y algunas joyas.”
Fernando
Carlos III fue, por cierto, el último duque de Mantua, un dechado de
inteligencia que cuando el papa Inocencio XI le preguntó qué le había gustado
más de Roma, le respondió que una joven que cantaba como nunca había oído; fue
la gota que colmó el vaso de la fingida calma del Pontífice que lanzó un bando
en el que además de las prohibiciones que se han señalado anteriormente, ordenó
que todas las cantarinas se encerrasen en un convento o que abandonasen Roma.
En
aquellos momentos Roma quería decir los Estados Pontificios, casi la mitad del
centro de Italia.
La policía
pontificia creyó oportuno empezar a detener a las que no habían cumplido el
mandato papal por la más famosa de todas: “La
Giorgina”, que consiguió escapar y refugiarse en el palacio de la reina
Cristina de Suecia, la cual vivió muchos años en Roma y que acogió a la
cantante con verdadero placer.
Allí gozó
del correspondiente derecho de asilo, máxime cuando la reina Cristina estaba en
Roma para abjurar del protestantismo y abrazar la religión católica, acto al
que la Iglesia concedía la máxima prioridad.
Así
transcurrió más de un año, cuando en enero de 1688, para celebrar la boda de
dos altas personalidades de la aristocracia italiana, se celebró un certamen de
canto, al que la reina permitió que asistiese “La Giorgina” y allí la conoció el embajador de España ante la
Santa Sede, don Luis de la Cerda y Aragón, IX duque de Medinaceli, nacido
precisamente en mi pueblo, El Puerto de Santa María, concretamente en el
Castillo de San Marcos, joya arquitectónica de la ciudad perfectamente
conservada, el cual quedó prendado de la cantante hasta el extremo de querer
acogerla bajo su protección, pero se encontró con el escollo insalvable de la
reina Cristina de Suecia, celosa hasta el extremo de los artista que estaba bajo su protección.
Rara en
extremo, se dice que en realidad Cristina sentía amor por la bella cantante,
con la que mantuvo un apasionado romance.
La reina
enfermó en febrero de 1689 y aunque parecía haberse recuperado, a raíz de un
grotesco incidente protagonizado por monseñor Vaini que se coló con fines
lúbricos en el cuarto de Giorgina, la reina se agravó y falleció pocos días
después.
Muerta la
reina, la cantante pasó a la disposición del pontificado, donde decidieron
ingresarla en un convento, pero no era querida por las congregaciones religiosas
y buscarle un acomodo estaba resultando muy dificultoso. En estas, murió
también el Papa Inocencio, al que sucedió Alejandro VIII, un papa que en dieciséis
meses dilapidó la fortuna del Vaticano en dádivas a familiares y rebajas de
impuestos y nombró a sus parientes para los cargos más importantes de los
Estados Pontificios.
Menos mal
que la muerte se lo llevó presto que de no ser así se hubiera cargado una
institución que duraba ya diecisiete siglos.
El nuevo
papa no dudó en entregar la custodia de Giorgina al duque de Medinaceli, a
quien se acogió en la embajada española, con gran cólera del otro pretendiente,
el duque de Mantua que había entrado en tratos con la familia de la joven para
llevársela a su corte.
Por su
parte el de Medinaceli exhibía su reciente conquista con verdadero descaro y
orgullo, llegando a ser amonestado por la corona española, que en ese momento
estaba sobre las sienes del infausto Carlos II.
Sorprendentemente
todo esto se realizaba ante los ojos de la esposa del Medinaceli, María Teresa de
las Nieves, hija del conde de Osuna, la cual estaba tan encariñada con la
cantante que no alcanzaba a ver la realidad que se escondía tras aquella pretendida
admiración exclusiva de su arte.
La
admiración que despertaba Giorgina llevaba a los hombres a desenvainar la
espada y hacer sangre por tal de preservar la primacía que la cantante
detentaba, como ocurrió con el gentilhombre de la embajada española José de
Villanueva que mató a dos lacayos del marqués de Rispoli, por querer que su
carruaje entrase en una fiesta por delante del de Giorgina.
Lo cierto
es que en Roma se llegaron a acuñar monedas dedicadas a la cantante, como esta
de la fotografía.
En esas,
el duque es nombrado virrey de Nápoles, uno de los cargos más importantes de la
corte española, en donde hizo una entrada triunfal en los primeros días de
abril de 1695 y en una de las carrozas de gala de la virreina pudo verse el
bello rostro de la cantante, a la que acompañaba su hermana Bárbara, joven
también de gran belleza.
Aparte de
las dos hermanas, el ahora virrey no dudaba en dar cobijo en su palacio a cuanta
cantante agraciada pasara por su virreinato, hasta alcanzar fama de libidinoso,
extremo que el pueblo tradujo en un dicho, cuando fue cesado de su cargo y es
que se decía que en Nápoles ya solo quedaban cinco pecados capitales pues la
soberbia y la lujuria, se los había llevado el duque, que también se llevó a
España a su amante Giorgina.
Pero
además de lujurioso, soberbio y perezoso, cualidades que tenía con colmo, el
duque no debía ser ni medianamente inteligente, pues siendo nombrado ministro
por Felipe V en el año 1709, empezó a conspirar contra el monarca en defensa
del archiduque Carlos, pretendiente al trono español.
Fue
descubierto en esa burda conspiración y dio con sus huesos en el real Alcázar
de Segovia y de allí trasladado a Pamplona, donde murió el 26 de enero de 1711,
se dice que envenenado.
Con la
muerte del duque comenzaron las desgracias de Giorgina que también fue presa en
el Alcázar de Segovia. Nada más volvió a saberse de la amante ducal de la que
también se llegó a afirmar que había muerto estrangulada en la prisión, cosa
que no es cierta, pues en septiembre de 1714 un diario romano publicaba que Angiola
Voglia, la famosa cantarina romana llamada “La
Giorgina”, que había estado presa por ocultación de joyas, había sido
puesta en libertad y obligada a salir del reino de España.
Después de
esta noticia, nada más se volvió a saber de la guapa cantante y lo más probable
es que regresase a Italia donde sería bien acogida en la casa de algún otro
noble.
Los
asuntos que atañen de cintura para abajo nunca han tenido arreglo, ni lo
tendrán.
"Los asuntos de la jodienda, no tienen enmienda".
ResponderEliminarya me come, ya me come, por do más pecado había...
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