jueves, 26 de noviembre de 2020

JUICIOS DE PECULADO

 

El Imperio Romano, desde su esplendor, cayó en una degradación paulatina que lo llevó a su total desaparición y a la más grande fragmentación conocida. Pero Roma, como germen y cabeza del Imperio había tenido años de extraordinaria gloria. De Roma hemos heredado usos costumbres y sobre todo el concepto del “Ius”, el  Derecho, que inspiró muchas legislaciones actuales, como la española.

En ese Derecho Romano, 123 años antes de nuestra era, se incluyó una ley llamada “Lex Acilia Repetundarum” la cual creó unos tribunales especiales para sancionar los delitos de “concusión, o peculado”, cometidos por los funcionarios públicos, analizados y juzgados al terminar su mandato.

Estos tribunales se dedicaban a investigar si un magistrado, o funcionario en general, durante el tiempo en que había servido al estado, había cometido algún delito de cohecho, prevaricación, fraude, exacción ilegal o cualquier otro relacionado con el ejercicio de su mandato.

Si al concluirse la investigación se encontraban pruebas suficientes, el asunto se llevaba a juicio y allí se lucían los abogados. Si el cesante era considerado culpable, se le sometía a la pena de mayor trascendencia social que era la “Damnatio memoriae”, que venía a ser como condenar a una persona a la pena de no haber existido nunca. Su nombre era borrado de todos los registros, incluso si figuraba en alguna grabación sobre piedra, ya fuera una lápida, una columna o un arco triunfal, sus estatuas destruidas y las monedas con su efigie retiradas de la circulación.

Del juicio de concusión no se libraba nadie y el emperador Domiciano, incluso tras su asesinato, fue condenado a dicha pena, como también lo fueron Calígula, Nerón, Cómodo, Heliogábalo y algunos otros.

La Ley Acilia se fue usando cada vez menos y la corrupción inundó todas las esferas del imperio hasta producirse la debacle total.

Pero algunas culturas europeas heredaron aquella ancestral y sana costumbre de juzgar el paso de las personas por puestos de la administración y así, en Castilla se dieron los llamados “Juicios de Residencia”. Estos juicios eran una auténtica auditoría, como se los llamaría ahora, del paso de las personas por los cargos diversos de la administración y esa norma fue observada con todo rigor no solo en España, sino sobre todo, en los territorios americanos y otros de ultramar.

Concretamente en las Américas, desde el virrey, la máxima autoridad, hasta corregidores, oidores de audiencia, alguaciles, altos cargos del ejército y en fin, toda persona que hubiese detentado un cargo de cierto relieve, era sometida, al final de su mandato a este juicio. Y era precisamente su sucesor en el cargo el que enjuiciaba su actuación.

Durante este proceso, el funcionario cesado debía permanecer en la localidad en la que había ejercido su gestión, sin poder ausentarse, razón por la que el juicio recibía el nombre de “residencia”, pues estaba obligado a residir allí.

En un diccionario jurídico de 1700, al respecto de estos juicios se dice que es aquella investigación que el nuevo, corregidor, comisionado o empleado de la administración, hace del modo de proceder de su antecesor.

Con estos juicios se llegaba al conocimiento de qué personas ofrecían la suficiente confianza como para adjudicarle un nuevo cargo o en caso contrario, poder dar reparación a los daños que su negligente gestión hubiese producido.

Como quiera que el nuevo en el cargo debía hacer frentes a sus obligaciones profesionales, además de la tarea de ir enterándose y aprendiendo las particularidades de su responsabilidad, y por ende, ir argumentando el juicio de residencia, se producía una acumulación de trabajo que ralentizaba toda la administración, por lo que con la Pragmática de los Reyes Católicos, de junio de 1500, se establece que al terminar el mandato de cada corregidor, se designará un juez especial que será conocido como “juez de residencia”, elegido entre letrados y personas con conocimientos técnicos, pero sobre todo han de ser “varones temerosos de Dios, amadores de la verdad, enemigos de la avaricia, sabios, de buen linaje, de gran puesto y autoridad, expertos en materia de tribunales y de entera satisfacción en vida y costumbres”.

Del juicio de residencia no escapaba nadie, en teoría, y la averiguación de la conducta del residenciado alcanzaba a todas las personas que en el ejercicio de lo público estuviesen bajo su mandato; pero también alcanzaba a esposa, hijos y familiares.

En los procesos de residencia se daban los dos supuestos básicos del derecho y que son la responsabilidad civil y la criminal, con muy diferentes consecuencias para los enjuiciados.

Las sanciones que se podían aplicar en caso de determinarse responsabilidades graves, podían ir desde la pena de muerte o pérdida de algún miembro, hasta multas; en el primer caso la decisión había de tomarla exclusivamente el rey, pero en el resto de los casos la responsabilidad del enjuiciado le era exigida por su sucesor en el cargo.

Es fácil comprender que de aplicarse el enjuiciamiento por residencia a todos los funcionarios de la administración, cualquiera que fuese su cargo o categoría, el proceso sería interminable, por lo que se establecía un plazo de treinta días para finalizar la residencia.

Hay que considerar el tiempo y la costumbre de la época, en la que muchos funcionarios cesaban cuando lo eran los cargos de los que dependían y otros muchos ocupaban plaza por periodos de un año.

Durante ese mes, el residenciado no podía ausentarse del lugar en el que hubiera desarrollado su oficio y de hacerlo, era considerado inmediatamente culpable sin necesidad de recabar otras pruebas.

La principal preocupación del juez de residencia, o del cargo que relevaba, era la de averiguar las malas decisiones tomadas y, sobre todo, las comisiones que hubiera recibido por su venal actuación.

El enorme protocolo que un juicio de residencia llevaba, desde el nombramiento del juez y sus asistentes, el traslado de éste a la ciudad en donde habría de celebrarse la causa, la ausencia de ayuda tecnológica que agilizara el proceso y muchas otras circunstancias concomitantes, hacían muy difícil que en el tiempo concedido para las llamadas Diligencias Preliminares, se pudiese construir un armazón acusador rígido, en el caso de que hubiese constancia de la comisión de delitos.

Durante este proceso se realizaban las llamadas Pesquisas Secretas, peligrosas prácticas en las que el juez recababa información del entorno, donde podían salir a relucir amores y odios al residenciado. Hay que considerar que desde que el juez se instalaba para iniciar el proceso, se hacía un pregón, incitando a cualquier persona que conociera detalles de la conducta del residenciado a presentarse ante él y exponer su opinión.

Se iniciaban entonces los interrogatorios con la salvedad de que el juez tenía que cerciorarse de que los testigos no fueran amigos ni enemigos, pero ¿cómo se hacía aquello?

Para dar un poco de viso de imparcialidad, los residenciados acostumbraban a aportar, al inicio de la causa, una relación de las personas a las que consideraban sus enemigos, para que el juez no los citara como testigos.

 

Imagen de un juicio de residencia

La siguiente diligencia era la Rendición de Cuentas, es decir, una auditoría completa de ingresos y gastos, tanto de los bienes administrados como de los suyos propios.

Esta me parece la más eficaz de todas las medidas que culminaban con el acto llamado Residencia Pública, en cuya fase, los particulares podían hacer acusaciones contra el residenciado, aunque es muy curioso ver la lista de personas que no podían presentar acusaciones y entre las que se encontraban, aparte de tener antecedentes por delitos, la falta de imparcialidad, el haber estado amancebado, el haber seducido a una religiosa o estar casado con un familiar de hasta cuarto grado, la pertenencia a las esferas más bajas de la sociedad, ser tahúr o alcahuete, o borracho, ramera, adivino, o ser judío o moro, o excomulgado y por último, tener menos de veinte años o estar considerado como loco.

Cualquier persona que no probase su acusación era condenada en costas, quedando libre el residenciado.

Terminado el proceso, el juez pronunciaba su sentencia sobre todos los cargos que se le hubieran imputado.

Normalmente las penas eran las de multa o la prohibición de desempeñar otro cargo.

Ante una perspectiva como esta, la aceptación de un cargo público debía ser muy comprometida y por esa razón muchos de los destinos de la administración tardaban tiempo en ocuparse y desde luego, el designado debía andarse con mucha prudencia y no cometer ninguna exacción ilegal y de no soliviantar al personal, que podía tomarse la revancha en el momento de su cese.

Poco a poco, estos juicios fueron perdiendo prestigio que el siglo XVIII estaba por los suelos, debido a que los altos dignatarios, incluidos virreyes, estaban empeñados en hacer desaparecer esta institución que igualaba a todos por la base, poniendo al oidor a la altura de sus vasallos. Se esgrimía también el alto coste y el freno que el temor al juicio posterior producía en las iniciativas de los altos cargos

Los juicios de residencia estuvieron vigentes y recogidos en la Constitución de  1812 hasta el final de la época colonial y luego fue incorporado a las legislaciones de los diferentes países surgidos de la independencia.

Yo creo que ahora que sabemos en qué consistían, tendríamos que echarlos de menos.


2 comentarios:

  1. Si existiesen ahora los juicios de residencia, las cárceles estarían repletas de políticos...

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  2. Buena herramienta para juzgar el desempeño del cargo y conducta a gobernantes, instituciones y personajes varios, sus abusos, sus corruptelas.... Sí lo echamos hoy día de menos.

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