La
conquista del Nuevo Continente contó con
tres factores esenciales que la hicieron sensiblemente más fácil que cualquier
otra conquista de territorios que tenga registrada la historia. El primero fue
la armadura de los soldados, que los hacía casi
invulnerables frente a las rudimentarias armas de los nativos y a la que
se unía el terror que causaban los ruidosos disparos de mosquetes y arcabuces.
Protegidos
de cabeza a pies y disparando a distancia sin que el indígena se explicase qué
lo había herido, causaban pavor hasta el punto de que los asustados indios se
postraban a los pies de los conquistadores, implorando clemencia a unos seres extraños,
con la cara cubierta de pelos que aquellas imberbes y sorprendidas criaturas,
veían por primera vez.
El tercer
factor y quizás el más importante fue el caballo. Nunca habían visto los
habitantes de aquellas tierras un animal igual ni semejante y mucho menos que
aquellos barbudos montaran en ellos y los manejaran con la destreza obtenida
por la larga experiencia como jinetes.
Los
primeros caballos que llegaron a América fueron transportados en el segundo
viaje de Colón por una orden expresa del rey Fernando.
Con el
afán de llevar buenos ejemplares con los que poblar las nuevas tierras, Colón
aprobó la compra de unos espléndidos ejemplares hispano árabe traídos de
Granada, donde los musulmanes habían cuidado en extremo la selección de la
raza.
Esos
caballos fueron trasladados a Sevilla para ser embarcados, pero ocurrió que en
el último momento, Colón cayó enfermo y los mismos comerciantes que habían
seleccionado los animales, los sustituyeron por otros de muy inferior calidad,
conocidos vulgarmente como “matalones”,
que se definen como flacos, endebles y llenos de mataduras.
Lo que
pudo haber sido un verdadero desastre, se convirtió al final en un éxito
providencial por las circunstancias que seguidamente se exponen.
Aquellos
caballos, veinte machos y cinco yeguas, fueron traídos de las marismas del
Guadalquivir, una zona que sufre inundaciones constantes, abierta, con escaso
arbolado, en fin, un ecosistema muy inhóspito que exige mucho en la vida diaria
y que producía ejemplares de ganado caballar muy feos de aspecto, pero muy
resistentes y competitivos.
Eran los
caballos en su mayoría de una raza conocida como “marismeños”, aunque también se incluyeron otros que eran conocidos
como de “retuerta”, jamelgos de una
raza autóctona que se crían en las fértiles bandas de tierra entre las marismas
y la tierra seca y que está considerada como la raza autóctona más antigua de
Europa. Las “retuertas” son unas
lagunas de agua dulce que aparecen en verano y que son producto de las lluvias
que se almacenan en las montañas de arena (dunas) y que por efecto del calor la
van soltando y descienden sobre una capa arcillosa impermeable, llegando a
formar esas lagunas, donde sacian su sed las diferentes especies de animales
que pueblan la zona, entre ellas esos caballos que reciben de ahí su nombre.
Ambos
ejemplares son caballos resistentes, de escasa alzada, muy propensos a mostrar
la osamenta, sobre todo en cuartos traseros y los únicos capaces de sobrevivir
en las duras condiciones que las marismas exigen. En muchas ocasiones se ha
tratado de aclimatar otros ejemplares de mejor aspecto y el experimento ha sido
siempre negativo.
Llegados
los caballos a las islas que se iban conquistando, encontraron un terreno muy
similar al de su procedencia: manglares, tierras inundables, terrenos fangosos
y otras dificultades que los caballos hispano árabes no hubieran soportado.
Y así,
aquellos matalones se fueron
adaptando perfectamente al terreno y aumentando la cabaña poco a poco.
Ejemplares de caballos de las
Retuertas
Pero eso
fue en el descubrimiento y la conquista de las islas caribeñas, porque la
primera vez que los caballos pisaron el continente americano fue en la
expedición de Hernán Cortes. En las tierras de lo que luego se llamó Nueva
España, los caballos se encontraron a sus anchas y prosperó la cabaña hasta
hacerse con un contingente importante.
Lo mismo
pasó con los caballos que desembarcaron en tierras de Venezuela, tan pantanosas
e inundadas de agua que un veneciano que viajaba en la expedición fue el que
puso nombre a aquellas inmensas tierras, cuando dijo que se le asemejaban a su
Venecia natal y la bautizó como “Pequeña Venencia”: Venezuela.
Más al
sur, en tierras de La Pampa, Río de la Plata, Uruguay, volvió a suceder lo
mismo, la aclimatación de aquellos caballos era excepcional y se reproducían de
manera muy satisfactoria.
Desde
Méjico, Juan de Oñate, un conquistador poco nombrado, realizó una expedición
hacia los territorios del norte y se extendieron por las inmensas llanuras que
forman el sur de los actuales Estados Unidos.
Muchos de
aquellos caballos terminaron asilvestrados, al irse alejando de los ranchos en
los que vivían, lo que dio lugar a cruces incontrolados y la aparición de los
cimarrones, caballos domesticados que tras varias generaciones volvían a la
vida salvaje creando manadas de una nueva raza que se llamaron “Mustang”, muchos de los cuales fueron
formando inmensas manadas porque faltos de depredadores y disfrutando de
abundantes pastos y extensas praderas, nada impedía su reproducción.
Algunos
tribus indias, que habían tenido contacto con los españoles y vieron cómo estos
manejaban los caballos. Se dedicaban a robo en los presidios que formaban la
frontera, pero otras optaron por cazar los ejemplares salvajes y domesticarlos.
La
diferencia de las capas y fisonomía de estos animales en relación con los “matalones” que llegaron a América se
debe a que estos animales, en plena libertad recuperaron una de las principales
características de la selección de las razas y es que suelen reproducirse los
mejores.
Esta
selección natural mejoró sensiblemente la raza, a la vez que fueron proliferando
mejores ejemplares que a su vez contribuían a la superación.
El más
famoso de los caballos que viven en
libertad en las praderas estadounidenses es el conocido como “Picasso”, un ejemplar único de rarísima
capa.
Picasso, un nombre bien merecido
Aunque
nada tiene que ver con la introducción del caballo en el continente americano,
me ha venido al recuerdo un estudio sobre el toro de lidia que hace tiempo me
comentó un amigo muy aficionado y docto en materia de tauromaquia.
Es bien
patente la degradación que el ganado bravo está sufriendo como consecuencia de
la presión que ejercen las figuras de la tauromaquia. Todos quieren toros
pequeños, abrochados de cuernos, con poca o escasa fuerza, que no tengan
peligro, que no corneen en el suelo al torero caído y muchas otras características
que han hecho degradar la raza, hasta un punto que en algunos casos, la bravura
que ha caracterizado a estos animales es difícilmente recuperable.
A este
respecto y como única solución, un prestigioso veterinario de renombre mundial,
muy interesado en el toro bravo, propuso, hace ya muchos años lo que él
consideraba la forma de salvaguardar la casta bravía.
Esto era
aislar un cierta cantidad de vacas bravas y un número mucho menor de los toros
que en el campo se considerasen portadores de los valores tradicionales de la
raza.
En un gran
acotado, que creo recordar lo situaba en el Coto Doñana, se soltarían a todos
los animales con espacios enormes entre ellos, de manera que fuesen dejando
actuar a la naturaleza y los más fuertes y bravos cubriesen las vacas.
Calculaba
que en cincuenta años se podría producir un número suficiente de machos y
hembras que hubiesen recuperado sus ancestrales cualidades que lo han
convertido en la única raza de toros bravos del mundo.
Seguro que
aficionados y personas más entendidas pondrán miles de peros a esta teoría. Yo
me limito a contar lo que me dijo mi amigo y considero que puede no ser una
cosa tan descabellada.
Pero
volviendo al caballo en América, recientes estudios arqueológicos han venido a
demostrar que hace unos doce mil años existían caballos en América del Norte y
que por alguna razón ignorada de momento, se extinguieron.
Es más,
parece que el caballo es originario de aquel continente y que en época de
glaciaciones, cuando el estrecho de Bering era transitable, pasaron a Asia, de
la misma forma que tribus humanas hicieron el recorrido contrario.
En Asia el
caballo fue una pieza fundamental en la vida doméstica y desde allí se extendió
a Europa.
Grandes
civilizaciones de la antigüedad usaron los caballos domesticados, tanto para la
guerra como para labores del campo o el transporte. Sin embargo, en el resto del
África Subsahariana este animal apenas ha sido conocido, salvo los
llevados por los ejércitos colonizadores.
Actualmente
solamente hay caballos asilvestrados, los llamados mustang, en las praderas de Estados Unidos y cimarrones en tierras de La Pampa, pero ambos proceden de los
caballos españoles. En realidad el único equino salvaje que existe en la
actualidad es el “Przewalski”, casi
un fósil viviente.
“Przewalski” luchando en libertad
Un artículo muy "enriquecedor"...
ResponderEliminarInteresante relato.
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