Una
inveterada costumbre se ha mantenido a través de los siglos y no es otra que
poner calificativos a los reyes; y no es solo una costumbre española, en todas
las monarquías se ha dado. Pero vamos a ceñirnos a la española donde los
calificativos van desde el “Santo” al “Felón”, desde el “Cruel” al “Campechano”,
desde el “Sabio” al “Hechizado”. Desde el “Piadoso” que se asignó a Felipe
III, a su padre conocido como el
“Prudente”.
Este es el
sobrenombre que se adjudicó a Felipe II, el monarca más poderoso que ha
conocido la historia del mundo y al que ya dediqué varios artículos sobre sus
peculiaridades, pero no está tan claro que fuera un rey prudente, sino más
bien, como muchos historiadores lo han definido, un rey abúlico.
Pero
determinadas actuaciones a lo largo de su vida, hacen pensar que antes de ser
una persona prudente, es decir, que meditaba y calibraba sus actuaciones,
estudiaba sus consecuencias y obraba de la forma más conveniente a los
intereses de su estado, era alguien que andaba por el mundo apoyado en una
superioridad mundialmente reconocida y con una conciencia un tanto
complaciente.
Aparte de
la escabrosidad del tema de su hijo, el príncipe Carlos que murió confinado en
palacio y en extrañas circunstancias, otros dos hechos corroboran esta
impresión mía, aunque ya se que no soy nadie para sacar conclusiones y mucho
menos de personaje tan importante y trascendente.
Puede
consultar mi artículo sobre el príncipe Carlos en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com/2015/02/felipe-el-imprudente.html
.
No se
puede considerar prudente a quien protagonizó, entre otros, dos de los peores
errores de su reinado y de nuestra historia y que trajo consecuencias de lo más
nefastas.
Los hechos
no son muy conocido y por eso me atrevo a sacarlos a relucir.
Aunque el
protagonista, es decir, el que tenía el poder de cambiar los acontecimientos,
fue el rey Felipe II, el verdadero personaje central de esta historia fue
Lamoral Egmont, IV Conde de Egmont.
Nacido en
Flandes en 1522, fue el segundo hijo de una de las familias más ricas y
poderosas de los Países Bajos; sobrino del Emperador Carlos V y por tanto primo
del príncipe Felipe, recibió una importante educación militar en España dentro
de la propia casa real. Con veinte años, por muerte prematura de su hermano
mayor, heredó lo que entonces era una provincia española y que hoy es el reino
de Holanda.
Fue una
persona tan importante en la corte española que Felipe II le eligió para
representarle en la ceremonia del casamiento con María Tudor de Inglaterra. En
el campo militar participó en la batalla de San Quintín, la gran victoria sobre
el ejército francés y en la de Gravelinas que marcó, con la victoria española.
el fin de la guerra entre los dos países, el de Egmon jugó el papel estratégico
más importante.
Tal
confianza tenía en él el rey Felipe que le nombro lugarteniente de los Países
Bajos, es decir, era su virrey.
Pero
surgió la cuestión religiosa en la que Felipe era absolutamente intransigente y
es que Egmont, junto con otros importantes personajes flamencos como Guillermo
de Orange o Felipe de Montmorency, conde de Horn, eran contrarios al
establecimiento de la Inquisición en los Países Bajos para perseguir las
desviaciones católicas, pero sobre todo, para atajar la herejía luterana.
Creyendo
que su parentesco con el rey, su condición de católico y aparte los
innumerables servicios prestados a la corona obrarían en su favor y conseguiría
convencer al monarca español de que aquellos países no eran como España y que
la libertad religiosa estaba muy arraigada en el pueblo flamenco, nada
consiguió en la corte española y su adhesión y amistad con su primo se fueron
enfriando.
Estalló en
Amberes una oleada de destrucción de iglesias católicas que se extendió por
todo Flandes y Felipe II, con su escasa prudencia, envió a reprimir
militarmente aquellos desordenes a un poderoso ejército al mando del funesto
Duque de Alba, cuya persona aún se recuerda tristemente en Flandes.
Lo primero
que hizo el Duque a su llegada a Bruselas fue citar a Egmont y al conde de Horn
con la excusa de transmitirle las instrucciones reales y cuando los tuvo ante
su presencia ordenó su arresto y sin juicio alguno los condenó a muerte, so
pretexto de haber sido ellos, junto con Guillermo de Orange, que no pudo ser
detenido, quienes alentaron los tumultos, que Egmont, como lugarteniente del
rey, estaba obligado a evitar.
El cinco de junio de 1568 fueron decapitados en la Gran Plaza de Bruselas, en donde una placa conmemora la injusta ejecución.
Cierto que
la posición real era muy complicada, pues se hacía necesario demostrar quien
detentaba el poder, pero otras formulas menos dramáticas hubieran sido posible
y sobre todo no habría traído las nefastas consecuencias que aquella ejecución
produjo.
Egmont
tenía un hijo pequeño, llamado precisamente Felipe, que al llegar a la edad
adulta heredó todos los títulos de su padre y que con mucha visión estratégica
fue acogido por Guillermo de Orange para presentarlo como paladín de su lucha
contra la dominación española.
Pero el
joven Egmont en cuanto pudo se sacudió el yugo que trataba de imponerle el de
Orange y fue a buscar el cobijo en su pariente el rey Felipe II, al que sirvió
militarmente, tanto que fue encargado por el rey de presentar batalla a
Guillermo de Orange en 1579 y tras vencerlo no lo pudo capturar porque huyó en
el último momento.
El
ajusticiamiento de Lamoral Egmon no fue una prudente medida y desató el
comienzo de la secesión de los Países Bajos.
Tampoco lo
fue la de otro importante personaje de la política española: Juan de Lanuza,
Justicia Mayor de Aragón, el antecedente de nuestro actual Defensor del Pueblo.
Juan de
Lanuza, llamado el Joven, para diferenciarlo de su padre que llevaba el mismo
nombre y ostentó el mismo cargo, fue el quinto Justicia Mayor de Aragón con el
mismo nombre, por lo que “El Viejo” y “El Joven” se sucedieron en varias
ocasiones.
El
protagonista de esta historia nació en lugar desconocido, en el años 1564 y aun
en vida de su padre ya fue confirmado por Felipe II como digno sucesor de su
padre.
Pero en estas
se produjeron en España unos acontecimientos que convulsionaron a la monarquía.
El todopoderoso secretario real Antonio Pérez se vio involucrado de manera muy
grave en el asesinato de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria.
Detenido y encarcelado consiguió escapar de la prisión de Madrid en el año 1590
y busco inmediato asilo en Aragón, aludiendo su condición de aragonés, -aunque
había nacido en Guadalajara- y por conocer perfectamente que sus fueron y su
Justicia Mayor, lo protegerían.
En ese
entreacto fallece Lanuza Padre y su hijo le sucede en el cargo, encontrándose
con una patata caliente difícil de resolver. Era el 22 de septiembre de 1591.
Por un
lado se encuentra la rectitud de su carácter, su formación jurídica y el apoyo
que recibe de personajes tan importantes como el Conde de Aranda o del poderoso
Juan de Luna, incluso del propio pueblo aragonés, celoso de sus tradiciones que
no veía con buenos ojos que ni siquiera el rey interfiriera en los conflictos de
justicia de la antigua Corona: “Antes
Fueros Leyes que reyes”
Del otro lado
se encuentra al rey que personalmente guarda un odio feroz a quien había sido
su mano derecha. Solicita del Justicia Mayor que le entregue al condenado y
Juan Lanuza El Viejo, se niega, pero el rey empecinado en su artera venganza no
duda en saltarse todos lo vallados y usando el Tribunal de la Inquisición, lo
mismo que en Flandes, consigue encarcelar a Antonio Pérez, acusándolo de
herejía.
Una serie
de violentos altercados acaban con el asalto a la sede inquisitorial y liberan
al preso que huye rápidamente a esconderse donde mejor pueda.
Y aquí
comienza la otra imprudencia del rey, al enviar a Aragón al igual que antes a
Flandes, a un ejército poderoso para sofocar el levantamiento lo que se llevó a
cabo con una saña y brutalidad tales que no solo acabaron con la vida de muchas
personas, entre ellos muchos inocentes, sino que se sembró de sal las tierras
de las ciudades que más hostilmente se opusieron a la injusticia real.
Fue ese el
momento en el que el Joven Lanuza sucede a su padre y no dudó ni un solo
momento en ponerse al frente de la sublevación en defensa de los Fueros.
Antonio
Pérez consigue huir a Francia, pero Felipe manda apresar al Justicia Mayor, un
joven de apenas veintiséis años, al que juzga, condena y manda decapitar.
La acción
tenía un doble sentido. En primer lugar castigar la sublevación de Lanuza, su
oposición al poder real y la segunda y no menos importante tenía el significado
implícito de dejar descabezada una institución tan importante como era la de
Justicia Mayor.
Pero el pueblo de Aragón jamás olvidó el ultraje a sus fueros, como tampoco olvido el dolor por las víctimas caídas en el enfrentamiento y la ruina económica que le llegó luego.
Ejecución de Juan de Lanuza “El
Joven”
esa historia es historia, y la ley era dura, pero era la ley.
ResponderEliminarLa historia, no miente, y Reyes buenos y justos, no ha habido ninguno...
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