domingo, 9 de junio de 2013

ALFONSO X Y LA EMPERATRIZ DE ORIENTE





Hay infinidad de sucesos en la historia de España que nos han pasado totalmente desapercibidos y en los que yo me esfuerzo por sacar del olvido. Cierto que no soy ningún entendido en historia, pero sí aficionado a leer lo que los historiadores nos han ido contando a lo largo de los siglos e ir sacando mis propias conclusiones.
La parte de nuestra historia que más me ha apasionado siempre, ha sido la del larguísimo período de la Reconquista, en donde se dieron personajes de una talla difícilmente imaginable.
Reyes, nobles y guerreros pueblan las páginas de los libros que relatan gestas, tan maravillosas que a veces parecen salidas de cuentos de hada.
Desde 711 en que los árabes profanaron nuestro suelo patrio, invadiéndonos de forma totalmente ilegal, además de cruel y sanguinaria, numerosos personajes se han labrado un lugar en la historia solamente por el hecho de luchar contra el invasor.
El territorio peninsular se fragmenta y aparecen reinos por doquier, los cuales se van aglutinando para formar una nueva unidad de España.
De entre los muchos reyes que combatieron a los invasores, los castellano-leoneses tuvieron quizás el mayor protagonismo, y de entre los castellanos hay tres que destacan sobre el resto. Son: Fernando III, apodado El Santo, Alfonso X, apodado El Sabio y Sancho IV, llamado El Bravo.
Eran padre, hijo y nieto. Tres personajes ponderados hasta extremos insospechados y de los que no se han escrito nada más que loas, agasajos y acciones maravillosas.
Pero puede que nada de eso, o buena parte de eso no sea verdad, o que, al menos, esté exagerado.
De las aspiraciones de Alfonso X a convertirse en Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se nos ha hablado muy poco, casi nada, pero lo cierto es que el monarca castellano se postulaba y de manera muy fuerte para que el Papa lo nombrase Emperador.
Y eso que para nosotros, los gaditanos, este rey es de los más importantes, no en vano reconquistó Jerez y Cádiz a los moros y consolidó la frontera en lo que hoy es nuestra provincia. Pero en el sentir general de los historiadores que estudiaron su reinado, ha gozado de una doble calificación; por la parte bélica se le considera blando y desidioso en el impulso de la Reconquista, pero por el lado cultural es unánimemente reconocido como el verdadero impulsor de las letras y el arte, la cultura en general, también muy importantes en aquel nuevo país-estado-territorio que se estaba consolidando.
A veces no tenemos muy clara la idea de lo que suponía ser el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y que venía a ser la del defensor como rey y militar de la máxima expresión del poder terrenal que el Papado tenía.
Carlomagno fue el rey de los Francos a quien recurrió el Papa León III, después de que los romanos lo atacaran, lo hicieran prisionero y estuviera punto de que le arrancasen los ojos y la lengua. Tras ponerlo en libertad, Carlomagno recibió al Papa en su corte y le brindó protección, a cambio, el día de Navidad del año 800, el Pontífice lo coronó como primer Emperador del Sacro Imperio. En definitiva no era otra cosa que encargarle que, como rey y guerrero, protegiese la figura del papado, a la Iglesia y a las posesiones que el papado tenía distribuidas por toda Europa.
Era un título más bien representativo, pero en una época de predominio absoluto de lo religioso, lo cierto es que, desde aquel momento, los más poderosos reyes de Europa se bebían los vientos porque se les nombrase Emperador de aquella entelequia.
Pues bien, Alfonso X, llamado el Sabio, hijo de Fernando III y de Beatriz de Suavia, era, por tanto, nieto Felipe de Suavia, Rex Romanorum, que quiere decir hijo del Emperador del Sacro Imperio, razón por la que nuestro rey se encontraba con derechos sucesorios a ostentar el honrosísimo título de Emperador.
Pero los años pasaban y el nombramiento no llegaba. Falto de currículo militar que ofrecerle al Pontífice, el rey Alfonso quería ofrecer buenas acciones que lo postularan como Emperador y para eso aprovechó una visita de lo más inesperada y jugosa.
En la corte Castellana se presentó María de Brienne, a la sazón pariente lejana del rey castellano, la cual estaba casada con Balduino II de Constantinopla, el último rey latino del Imperio Romano de Oriente.
Su marido, el rey Balduino, había sido hecho prisionero del emperador de Nicea, Miguel VIII Paleólogo, creador de la dinastía que gobernó Bizancio hasta el fin de la Edad Media.
Pues bien, María se presenta en Burgos, donde está la corte, con la pretensión de que su lejano primo Alfonso, le de plata suficiente para pagar el rescate de su marido, el cual además de un pésimo militar, debía ser un manirroto, pues estaba endeudado con todas las casas reales europeas, hasta extremos tan insospechados como que había llegado a vender una de las más sagradas reliquias de la Cristiandad: la Corona de Espinas con la que martirizaron a Jesucristo, que estaba depositada en Constantinopla.

Maria de Briennes ante Alfonso X

Bueno, eso es lo que cuenta la leyenda, cuando la realidad dice que si se hubieran contado todas las coronas de espinas que aparecieron como reliquias tras las Cruzadas, hubiera resultado que los romanos cambiaron el casquete de espinas como unas tres mil veces, antes de encontrar el que realmente iba a servir para el martirio.
Es lo mismo que ocurre con el “lignum cruxis”, los trozos de madera pertenecientes a la cruz en que fue clavado. De proceder todos ellos de los maderos de la cruz en la que fue clavado, ésta debería pesar varias toneladas.
 El tal Paleólogo pedía un rescate de nada menos que cincuenta quintales de plata, cantidad impensable de reunir en aquella época de pobreza por la que atravesaba Castilla.
El rey Alfonso, prudentemente y para no pecar ni de tacañería ni de largueza, le preguntó que con cuanto contaba ya, pues su pariente, la de Brienne, venía de recorrer otras cortes europeas. Ella le respondió que entre el Papa y el rey de Francia le habían dado un tercio del rescate que era todo cuanto tenía, pues sus súbditos no habían aportado nada, lo que a juicio de la prima era considerado como normal y no se les podía pedir más, pues bastante hacían sus pobres ciudadanos con haberse acomodado a su suerte y no tratar de buscar un sucesor para tan horrendo gobernante.
En contra de lo que se hacía suponer en la corte, Alfonso le prometió que en veinte días le daría el resto que quedaba para completar el rescate. Y así lo hizo y el rey de Constantinopla salió del cautiverio y fue proclamando por todo el mundo las bondades de su pariente el rey Alfonso de Castilla, el cual había pensado que aquella acción lo iba a proyectar en el panorama político como posible candidato a Emperador del Sacro Imperio.
Y el cronista, arropado tras la sensatez que suelen tener todos los analistas de la historia que hubieron en otros tiempos, escribió: “Y como quiera que esto fue grande y buena fama del rey Alfonso en las otras tierras, pero esta y otras cosas que el rey hizo trajeron grande empobrecimiento en los reinos de Castilla y de León”.
Por supuesto que después del dispendio económico que supuso regalar aquellos quintales de plata tan necesarios en la lucha contra el invasor, seguro que el rey Alfonso recibió parabienes, golpecitos en la espalda y felicitaciones de todas las cortes europeas y del papado, el cual hasta es posible que le viniera a decir que ya se lo tendría en cuenta y que aprovecharía su fama para encumbrarlo, pero lo cierto es que nunca lo nombró Emperador y eso que la corte castellana era, sin lugar a dudas de ninguna clase, la más culta de Europa, la mejor preparada para la guerra y el rey, a juzgar por el apelativo con el que ha pasado a la historia, el más listo de todos los monarcas.
Pero se quedó sin la plata y sin la corona imperial, haciendo el ridículo más espantoso dentro de su corte y entre sus súbditos que en realidad eran los únicos que les debían importar al monarca.
No sé por qué esta historia, tan antigua, me suena de una actualidad rabiosa.
Nunca consiguió ser Emperador y nunca le interesó ser un buen guerrero. Se conformaba con títulos y lustre para su currículo; no obstante, este rey está considerado como el gran impulsor de la lengua castellana, que hoy hablamos muchos millones de personas en todo el mundo.



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