Hubo un tiempo y aún hoy día muchas
personas de abigarrada fe así lo creen, que a casi todos los acontecimientos de
la vida cotidiana se les adjudicaba una intercesión divina. Era tan grande el
convencimiento de esta mediación que ante catástrofes como el terremoto de
Lisboa, ocurrido el día de Todos los Santos de 1755, la cristiandad entera se
preguntaba cómo era posible que Dios hubiese permitido semejante tragedia en un
día tan señalado como aquél.
Pero, en fin, eran cosas de aquellos
tiempos en los que la ciencia no había explicado la mecánica de muchos de los
acontecimientos naturales que a diario se producen, por eso, al fenómeno
incomprendido se le atribuía la divina intervención.
El hecho que voy a relatar, no tiene
siquiera la constancia histórica de ser verdad, pero aparece en dos de las
grandes crónicas catalanas, la de Bernat Desclot y la de Ramón Muntaner.
Y sobre todo en este último que refiere
el asunto con toda suerte de detalles.
Muntaner fue un escritor, soldado y caballero
nacido en 1265 en la localidad gerundense de Perelada. Después de algunas
vicisitudes en las que hubo de cambiar de domicilio en varias ocasiones,
aparece alistado como soldado de infantería en la llamada Gran Compañía
Catalana, popularmente conocida como los Almogávares que tuvieron un gran
protagonismo bélico en los siglos XIII y XIV y cuyo capitán más sobresaliente
fue el caballero templario Roger de Flor.
En la Compañía, Muntaner viajó mucho
por el Mediterráneo, participando en numerosas batallas, que luego relataría
como testigo en sus crónicas y que le dan más valor de veracidad, pero gran
parte de sus escritos se basan en lo recogido por tradición oral, como sucede
con el episodio que da título a este artículo.
Reinaba en Aragón Pedro II, llamado El
Católico, un rey poco guerrero que se dedicó más a la política y a las finanzas
que a pelear contra los moros y que de no ser por su participación en la
batalla de Las Navas de Tolosa, decisivo triunfo cristiano frente a los
musulmanes, casi nada habría avanzado la Reconquista durante su reinado. De
profundos sentimientos religiosos, fue coronado por el Papa Inocencio III a
cambio de un compromiso anual fijado en una suma de dinero importante.
Coronación de Pedro II en
Roma
A partir de Pedro Il, todos los reyes
aragoneses fueron coronados en la Catedral del Salvador de Zaragoza,
popularmente llamada La Seo y ese sería el detalle más significativo en su vida
por el que se le apodara El Católico pues, en el resto de sus actitudes, no
parece demostrar ningún sentimiento de inclinación religiosa, o al menos en
determinadas facetas del comportamiento católico.
En 1204 se casó con María de
Montpellier, heredera del señorío de su nombre situado en la actual Francia y
que se agregaría a los títulos que ya poseía como rey de Aragón. María, pese a
su juventud, ya había contraído matrimonio en dos ocasiones, enviudando la
primera y siendo repudiada en la segunda, aunque ya había tenido dos hijas de
este matrimonio.
Pedro era un mujeriego empedernido y
antes y después de casarse, su colección de amantes no tenía fin, mientras que
a la reina no hacía caso alguno, incluso en alguna ocasión en que visitó
Montpellier, ni siquiera vio a su esposa.
Como es natural, la nobleza y el clero
de Aragón y sobre todo los de Montpellier, veían con suma preocupación esa
falta de atención a la reina, lo que se traducía en la ausencia de un heredero
que consolidara la corona, en aquellos tiempos siempre bamboleante, pero ni los
más certeros consejos conseguían que el rey dejase de ir detrás de todas las
faldas de la corte y de cuanta mujer bella hubiese en el reino.
Para colmo de frustración, en una de
las visitas a la ciudad, el rey se enamoró perdidamente de una dama llamada
María de Montferrato, descendiente de los reyes de Jerusalén que los templarios
habían nombrado.
Tanta era la pasión que el rey sentía
por esta dama, que no se privaba en absoluto de proclamarlo y actuaba en justas
y torneos o convocaba a trovadores y poetas para proclamar el amor por su dama.
En vista de la actitud del monarca, los
nobles, caballeros, clérigos y prohombres de Montpellier, sabiendo que era
ocioso dirigirse al rey, optaron por una maniobra envolvente que fue la de
captar a un caballero de la corte, muy próximo al monarca, al que explicaron el
grave dilema al que se enfrentaban; por un lado que el rey estaba dispuesto a
repudiar a su esposa y por otro la falta de heredero, así que le encargaron de
convencer al rey que la dama de sus amores, la Montferrato, estaba dispuesta a
satisfacer los deseos del rey y que se encontraría con él en un aposento que
ella indicaría y celebrarían la unión completamente a oscuras, fin de que nadie
pudiese verla.
Una vez que el rey estuviera en la
alcoba, esperando a su enamorada, que en realidad sería la propia reina, el
privado debería avisar al concejo de Montpellier que lo esperarían junto con la
reina, acompañada de doce damas de las más distinguidas de la ciudad y doce
doncellas las cuales irían, junto con los nobles, al encuentro del rey.
A toda esta comitiva acompañarían dos
notarios, el obispo, dos canónigos y cuatro religiosos de reconocida bondad,
llevando cada uno de los componentes un cirio en la mano. Todos conducirían a
la reina hasta la alcoba en donde el rey esperaba y permanecerían en la puerta
esperando hasta que rayase el alba, en perfecto silencio y recogimiento,
momento en que el privado del rey abriría la puerta de la cámara y entrarían
todos con los cirios encendidos, mostrando al rey que quien había yacido con él
era su esposa, la reina María y que por la fe depositada en Dios y en la
Virgen, aquella noche habían engendrado un heredero.
El caballero estuvo conforme en
participar del plan y quedaron que en una semana se ejecutaría, no sin que
antes todas las iglesias ofreciesen misas para la feliz conclusión y que todos
los habitantes de Montpellier ayunasen el día antes a pan y agua con el fin de
resultar propicios a Dios.
La verdad es que todo resulta
rocambolesco pero así, y con muchísimo más lujo de detalles, está narrado por
Muntaner que continúa preguntándose cómo era posible que con tantas misas,
rogativas y pública exposición de lo que nobleza y clero se traían entre manos,
el rey no hubiese llegado a tener oído de lo que se estaba tramando y solamente
la explicación de la fe ciega que aquellos siglos imponían a los ciudadanos,
era capaz de dar una explicación.
Transcurrida la semana, en la noche del
domingo, la comitiva compuesta por casi cincuenta personas, llegó hasta la
puerta de la cámara donde esperaba el rey, dejando entrar a la reina y
permaneciendo todos orando. Al mismo tiempo, todas las iglesias de la ciudad
permanecieron abiertas y a ellas acudieron numerosos fieles rogando a Dios por
el feliz desenlace de la historia.
Rayando el alba, tal como habían
planeado, entraron en la cámara cirio en mano, inundándola de luz, por lo que
el rey saltó de la cama blandiendo su espada, pero al contemplar a las altas
dignidades que invadían su habitación y que quien había yacido con él era su
esposa, prestó oídos a las explicaciones que se le dieron, se conformó de buen
grado y manifestó que si así había sucedido, ojalá quisiese Dios que la idea
que habían llevado a cabo se cumpliese.
Pero el rey no debió quedar muy
satisfecho de aquella encerrona, que de otra manera no se la puede calificar y
aquel mismo día montó a caballo y se marchó de Montpellier.
El Concejo de la ciudad dispuso que las
damas y doncellas que habían acompañado a la comitiva, no se separase de la
reina hasta que no se produjera el alumbramiento y los notarios levantaron acta
de cuanto había acontecido. Todos estaban convencidos de que aquel encuentro
había sido fecundo.
La alegría al comprobar que la reina
estaba embarazada fue grande y a los nueve meses fue aún mayor cuando dio a luz
un infante al que pusieron por nombre Jaime que fue creciendo hasta
transformarse, a la muerte de su padre en 1213 y con apenas cinco años, en rey
de Aragón con el nombre de Jaime I, conocido como el Conquistador.
Nadie dudó que aquel nacimiento había
sido obra divina y mucho menos cuando el nuevo rey se convirtió en el mejor
monarca de la Casa de Aragón que anexionó territorios tan importantes como las
Islas Baleares, el reino de Valencia y el de Murcia.
Pero, pasado el tiempo, todo toma un
“tufillo” algo distinto. La creencia en el milagro no se sostiene hoy día y el
conocimiento de los días fértiles de una mujer, no alcanzaba en aquella época,
por tanto caben muchas dudas y la que con más frecuencia se presentará es la
que más visos de realidad tiene y es que lo más probable es que la reina estuviese
ya embarazada, fruto de algún amorío, que lo mismo que el rey por su cuenta,
ella mantendría por la suya y así, urdieron todo para que pareciera lo que en realidad no era.
Lo que le paso al Rey Pedro, sucede en muchos matrimonios, ya que algunos maridos dejan en su casa un buen lenguado para comerse una sardina arenque en cualquier ventorrillo.
ResponderEliminarInteresante el articulo. Huele a cuerno quemao
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