sábado, 29 de junio de 2013

NACIDO POR UN MILAGRO





Hubo un tiempo y aún hoy día muchas personas de abigarrada fe así lo creen, que a casi todos los acontecimientos de la vida cotidiana se les adjudicaba una intercesión divina. Era tan grande el convencimiento de esta mediación que ante catástrofes como el terremoto de Lisboa, ocurrido el día de Todos los Santos de 1755, la cristiandad entera se preguntaba cómo era posible que Dios hubiese permitido semejante tragedia en un día tan señalado como aquél.
Pero, en fin, eran cosas de aquellos tiempos en los que la ciencia no había explicado la mecánica de muchos de los acontecimientos naturales que a diario se producen, por eso, al fenómeno incomprendido se le atribuía la divina intervención.
El hecho que voy a relatar, no tiene siquiera la constancia histórica de ser verdad, pero aparece en dos de las grandes crónicas catalanas, la de Bernat Desclot y la de Ramón Muntaner.
Y sobre todo en este último que refiere el asunto con toda suerte de detalles.
Muntaner fue un escritor, soldado y caballero nacido en 1265 en la localidad gerundense de Perelada. Después de algunas vicisitudes en las que hubo de cambiar de domicilio en varias ocasiones, aparece alistado como soldado de infantería en la llamada Gran Compañía Catalana, popularmente conocida como los Almogávares que tuvieron un gran protagonismo bélico en los siglos XIII y XIV y cuyo capitán más sobresaliente fue el caballero templario Roger de Flor.
En la Compañía, Muntaner viajó mucho por el Mediterráneo, participando en numerosas batallas, que luego relataría como testigo en sus crónicas y que le dan más valor de veracidad, pero gran parte de sus escritos se basan en lo recogido por tradición oral, como sucede con el episodio que da título a este artículo.
Reinaba en Aragón Pedro II, llamado El Católico, un rey poco guerrero que se dedicó más a la política y a las finanzas que a pelear contra los moros y que de no ser por su participación en la batalla de Las Navas de Tolosa, decisivo triunfo cristiano frente a los musulmanes, casi nada habría avanzado la Reconquista durante su reinado. De profundos sentimientos religiosos, fue coronado por el Papa Inocencio III a cambio de un compromiso anual fijado en una suma de dinero importante.


Coronación de Pedro II en Roma



A partir de Pedro Il, todos los reyes aragoneses fueron coronados en la Catedral del Salvador de Zaragoza, popularmente llamada La Seo y ese sería el detalle más significativo en su vida por el que se le apodara El Católico pues, en el resto de sus actitudes, no parece demostrar ningún sentimiento de inclinación religiosa, o al menos en determinadas facetas del comportamiento católico.
En 1204 se casó con María de Montpellier, heredera del señorío de su nombre situado en la actual Francia y que se agregaría a los títulos que ya poseía como rey de Aragón. María, pese a su juventud, ya había contraído matrimonio en dos ocasiones, enviudando la primera y siendo repudiada en la segunda, aunque ya había tenido dos hijas de este matrimonio.
Pedro era un mujeriego empedernido y antes y después de casarse, su colección de amantes no tenía fin, mientras que a la reina no hacía caso alguno, incluso en alguna ocasión en que visitó Montpellier, ni siquiera vio a su esposa.
Como es natural, la nobleza y el clero de Aragón y sobre todo los de Montpellier, veían con suma preocupación esa falta de atención a la reina, lo que se traducía en la ausencia de un heredero que consolidara la corona, en aquellos tiempos siempre bamboleante, pero ni los más certeros consejos conseguían que el rey dejase de ir detrás de todas las faldas de la corte y de cuanta mujer bella hubiese en el reino.
Para colmo de frustración, en una de las visitas a la ciudad, el rey se enamoró perdidamente de una dama llamada María de Montferrato, descendiente de los reyes de Jerusalén que los templarios habían nombrado.
Tanta era la pasión que el rey sentía por esta dama, que no se privaba en absoluto de proclamarlo y actuaba en justas y torneos o convocaba a trovadores y poetas para proclamar el amor por su dama.
En vista de la actitud del monarca, los nobles, caballeros, clérigos y prohombres de Montpellier, sabiendo que era ocioso dirigirse al rey, optaron por una maniobra envolvente que fue la de captar a un caballero de la corte, muy próximo al monarca, al que explicaron el grave dilema al que se enfrentaban; por un lado que el rey estaba dispuesto a repudiar a su esposa y por otro la falta de heredero, así que le encargaron de convencer al rey que la dama de sus amores, la Montferrato, estaba dispuesta a satisfacer los deseos del rey y que se encontraría con él en un aposento que ella indicaría y celebrarían la unión completamente a oscuras, fin de que nadie pudiese verla.
Una vez que el rey estuviera en la alcoba, esperando a su enamorada, que en realidad sería la propia reina, el privado debería avisar al concejo de Montpellier que lo esperarían junto con la reina, acompañada de doce damas de las más distinguidas de la ciudad y doce doncellas las cuales irían, junto con los nobles, al encuentro del rey.
A toda esta comitiva acompañarían dos notarios, el obispo, dos canónigos y cuatro religiosos de reconocida bondad, llevando cada uno de los componentes un cirio en la mano. Todos conducirían a la reina hasta la alcoba en donde el rey esperaba y permanecerían en la puerta esperando hasta que rayase el alba, en perfecto silencio y recogimiento, momento en que el privado del rey abriría la puerta de la cámara y entrarían todos con los cirios encendidos, mostrando al rey que quien había yacido con él era su esposa, la reina María y que por la fe depositada en Dios y en la Virgen, aquella noche habían engendrado un heredero.
El caballero estuvo conforme en participar del plan y quedaron que en una semana se ejecutaría, no sin que antes todas las iglesias ofreciesen misas para la feliz conclusión y que todos los habitantes de Montpellier ayunasen el día antes a pan y agua con el fin de resultar propicios a Dios.
La verdad es que todo resulta rocambolesco pero así, y con muchísimo más lujo de detalles, está narrado por Muntaner que continúa preguntándose cómo era posible que con tantas misas, rogativas y pública exposición de lo que nobleza y clero se traían entre manos, el rey no hubiese llegado a tener oído de lo que se estaba tramando y solamente la explicación de la fe ciega que aquellos siglos imponían a los ciudadanos, era capaz de dar una explicación.
Transcurrida la semana, en la noche del domingo, la comitiva compuesta por casi cincuenta personas, llegó hasta la puerta de la cámara donde esperaba el rey, dejando entrar a la reina y permaneciendo todos orando. Al mismo tiempo, todas las iglesias de la ciudad permanecieron abiertas y a ellas acudieron numerosos fieles rogando a Dios por el feliz desenlace de la historia.
Rayando el alba, tal como habían planeado, entraron en la cámara cirio en mano, inundándola de luz, por lo que el rey saltó de la cama blandiendo su espada, pero al contemplar a las altas dignidades que invadían su habitación y que quien había yacido con él era su esposa, prestó oídos a las explicaciones que se le dieron, se conformó de buen grado y manifestó que si así había sucedido, ojalá quisiese Dios que la idea que habían llevado a cabo se cumpliese.
Pero el rey no debió quedar muy satisfecho de aquella encerrona, que de otra manera no se la puede calificar y aquel mismo día montó a caballo y se marchó de Montpellier.
El Concejo de la ciudad dispuso que las damas y doncellas que habían acompañado a la comitiva, no se separase de la reina hasta que no se produjera el alumbramiento y los notarios levantaron acta de cuanto había acontecido. Todos estaban convencidos de que aquel encuentro había sido fecundo.
La alegría al comprobar que la reina estaba embarazada fue grande y a los nueve meses fue aún mayor cuando dio a luz un infante al que pusieron por nombre Jaime que fue creciendo hasta transformarse, a la muerte de su padre en 1213 y con apenas cinco años, en rey de Aragón con el nombre de Jaime I, conocido como el Conquistador.
Nadie dudó que aquel nacimiento había sido obra divina y mucho menos cuando el nuevo rey se convirtió en el mejor monarca de la Casa de Aragón que anexionó territorios tan importantes como las Islas Baleares, el reino de Valencia y el de Murcia.

Pero, pasado el tiempo, todo toma un “tufillo” algo distinto. La creencia en el milagro no se sostiene hoy día y el conocimiento de los días fértiles de una mujer, no alcanzaba en aquella época, por tanto caben muchas dudas y la que con más frecuencia se presentará es la que más visos de realidad tiene y es que lo más probable es que la reina estuviese ya embarazada, fruto de algún amorío, que lo mismo que el rey por su cuenta, ella mantendría por la suya y así, urdieron todo para que pareciera  lo que en realidad no era.

2 comentarios:

  1. Lo que le paso al Rey Pedro, sucede en muchos matrimonios, ya que algunos maridos dejan en su casa un buen lenguado para comerse una sardina arenque en cualquier ventorrillo.

    ResponderEliminar
  2. Interesante el articulo. Huele a cuerno quemao

    ResponderEliminar