Están viviendo en el centro de la
Península, una verdadera invasión de polillas migratorias que cada año pasan
por nuestras tierras procedentes de África y camino del norte de Europa.
Cuando he leído la noticia y he
escuchado algunas tertulias en las que se ha tratado el tema, me he acordado de
una historia ocurrida hace un tiempo y que guarda mucha relación con el suceso
actual.
Hace años, me invitaron a la boda de
la hija de un compañero de Segovia con el que guardo muy buena relación.
La boda se celebró en la preciosa catedral segoviana
y el convite, al más puro estilo castellano de comer hasta reventar, en una
antigua abadía convertida en lugar de celebraciones multitudinarias.
Desde la catedral nos trasladaron en autobús hasta la
abadía que estaba a unos veinte kilómetros, pues no era cuestión de volver
conduciendo, aunque en aquellas fechas las cosas no estaban lo duras que lo
están hoy.
Se trataba de la
abadía de Santa María la Real de Párraces, un convento medieval de la orden de
los Jerónimos que alcanzó durante los siglos XV y XVI una tremenda importancia
al convertirse en un señorío de los llamados de abadengo, por ser un abad quien
lo gestionaba y llegando uno de sus abades, el cardenal de la Cueva, a ostentar
el cargo más importante de la jerarquía eclesiástica. Este cardenal estuvo a
punto de ser nombrado Papa, en el año 1559, cuando fue elegido Pío IV.
La abadía era un lugar maravilloso, en donde la paz y
la calma se respiraba por doquier, lógicamente hasta que empezó el convite, en
el curso del cual, un comensal que con su esposa compartíamos mesa, me contó
una historia singular sobre aquella abadía.
Vista general de la
abadía de Párraces
La historia, que viene al pelo de lo que está
ocurriendo con las polillas es esta.
Corría el año 1650 cuando todo el territorio que
pertenecía a la abadía, llevaba ya dos o tres años soportando una tremenda
plaga de langosta que estaba empobreciendo notablemente la comarca.
En un principio, los habitantes de todos los pueblos
de los alrededores, se dedicaban, junto con toda su familia, a matar y quemar
langostas, valiéndose de ramas de árboles, pero la cantidad de insectos era tal
que en poco se la diezmaba con aquellas matanzas.
Terminado su ciclo vital, las langostas
desaparecieron, no sin antes sembrar de huevos toda la zona. Como es natural,
los insectos se reprodujeron y donde había uno, ahora eran cientos los que regresaron
a los campos con mayor entusiasmo, si cabe, a devorar el trigo, la vid y toda
clase de sembrados, volviendo a sumir a la población en una tremenda
desesperación.
Como era muy natural en aquella época, se recurrió al
poder divino de la iglesia y en la abadía se realizaron toda clase de
diligencias, desde los conjuros y exorcismos, hasta el aspergio de los campos con
agua bendita, procesiones, novenas, rogativas y toda clase de plegarias; además, se exhortó al pueblo para que cada uno suplicara y se encomendara a
Dios, reformara sus costumbres y se arrepintiera de sus pecados. Como también
es natural, la langosta no se enteró de todas las fuerzas espirituales que se
lanzaban contra ella y siguió devorando los campos y esquilmando las cosechas.
En vista de la situación, se adoptó, por las
autoridades eclesiásticas, una medida aún más drástica: había que excomulgar a
las langostas.
Para ello se creó un tribunal en toda regla, con su
juez y su fiscal, así como un abogado defensor de los insectos y bajo la
advocación de los santos correspondientes, como no podía ser de otra manera, se
iniciaron los trámites para proceder a la excomunión de los bichejos.
Después de aquella conversación con mi compañero de
mesa, que resultó muy diluida en los vapores etílicos lógicos en la
celebración, me quedó un leve recuerdo de todo, pero la noticia y la curiosidad
por el hecho me hizo bucear en los archivos. Y así, encontré que en la
biblioteca de El Escorial se conserva un texto del beato agustino Julián Zarco
Cuevas en donde se recoge todo el proceso desde el nombramiento de los jueces y
fiscales, hasta el procurador de la langosta.
Como el bachiller Manuel Delgado, cura del lugar,
fiscal de la audiencia eclesiástica de la Abadía de Párraces y también juez
eclesiástico, recoge minuciosamente en el pleito, a los daños que las langostas
causaban en los sembrados habría de sumarse el gasto ocasionado para matarlas y
el mucho tiempo que a esta tarea se dedicaba, abandonando otras más necesarias,
dejando de observar los días dedicados al Señor, el empobrecimiento de las
clases ya de por sí pobres desde el año anterior (1649), además del mucho daño
a las Ánimas del Purgatorio, “porque menguados los frutos de la tierra no se
hacen sufragios por ellas”; también “el mucho daño a las religiones
mendicantes, hospitales, imágenes de devoción, ermitas y otras obras pías,
porque no pueden los fieles acudir con sus limosnas” y por último que “no se
sirven, como es razón y se debe las iglesias y ministros de ellas, por falta de
ofrendas y obligaciones ordinarias”.
Pero como es natural, en aquella época donde todo era
interpretar la Biblia y los
Cánones y especular sobre todo lo ignorado, la polémica se inicia tras la
apertura del pleito, porque, ¿a qué obedecía aquella infame plaga? ¿Era un
castigo divino por los pecados de los hombres o la movía el demonio? Ahí estaba
el dilema cuya solución requería distintos tratamientos.
Luego se planteaba otra controversia, pues la
excomunión era acción dirigida contra los hombres y las cosas o animales que a
él le estaban afectados, pero las langostas no estaban en esa categoría, ya que
nada tenía el hombre de relación con ellas, por lo que la excomunión no habría
de causarle efecto. Así, tras innumerables interpretaciones, razonamientos
(¿razonamientos?), estudios de los textos sagrados y Dios sabe cuantas cosas
más, se concluye en esta primera fase del proceso que la intención de la
excomunión es la dirigir una súplica ferviente e invocatoria a Dios contra las
langostas, condenando y maldiciendo a cualquier espíritu maléfico que las
mueva.
Por su parte, el procurador designado para la defensa
de los saltamontes, un vecino de un pueblo cercano llamado Bernabé Pascual,
propone que se los juzgue piadosamente porque en el fondo son criaturas de
Dios, carente de entendimiento que si se comen las cosechas es porque en ellas
es lo natural, lo que, tímidamente, es un alegato a la razón, la cual le falta
al nombrado procurador de las Ánimas del Purgatorio, otro vecino de la comarca
llamado Esteban González, el cual demanda una condena contra las langostas por
los perjuicios que causas a las benditas ánimas con el descenso de las
aportaciones que los fieles con su diezmos y limosnas arriman a la Iglesia, así
como la disminución de las misas que los devotos solían encargar.
A esta petición se adhirieron todos los pueblos de la
comarca a través de procuradores designados en cada uno de ellos, lo que
resultó una larga lista de peticiones de excomunión, pero el procurador de la
langosta, su defensor, había lanzado una acusación velada que tras la petición
de piedad, era necesario contestar y a eso se empleó el bachiller antes
mencionado, el cual vino a decir que, efectivamente, las langostas eran
criaturas de Dios y como tal tenían que alimentarse, pero que lo hicieran de
las hierbas de los caminos y de los campos no cultivados, o de otros baldíos
que no sirven ni a los hombres ni a los animales y en caso de que la cuestión
fuera quién tiene preferencia para comer, si ellas o los hombres, era de
justicia y razón que fueran ellas las que se quedaran sin hacerlo, pues aun
siendo los dos criaturas de Dios, es el hombre el que está hecho a su
imagen y semejanza.
Por su parte el procurador de la langosta no se
arredra, ni se calla y especula con la posibilidad del castigo divino, como ya
ha sido en otras ocasiones anteriores y añade que si bien es cierto que los
frutos de la tierra son del hombre, demandándolo nuestros pecados, quiere Dios
que se los coma la langosta para castigar en el cuerpo en beneficio del alma y
que ésta regrese a Dios.
Tras declarar innumerables testigos, trasladar autos
de una a otra parte y todo el demás trámite judicial, por fin se produjo el
fallo en el que se dice que: “debemos condenar y condenamos a la langosta, así
la presente como la venidera, a que sea desterrada de todos los términos y
lugares de esta abadía y que no vuelva jamás a dichos términos y le damos plazo
de tres días naturales en los cuales no hará ningún daño, lo que mandamos en
virtud de santa obediencia y so pena de excomunión mayor.”
Como es natural la langosta o no se enteró, o hizo
caso omiso a la orden de marcharse y siguió comiendo las mieses y los frutos.
Es lástima que no haya encontrado cómo se resolvió
aquel problema, posiblemente con una helada a destiempo u otra causa natural
que acabase con los huevos o las larvas de tan incómodos insectos, con lo cual
la abadía se atribuiría el éxito de la operación que a juicio de lo que se lee,
se monta fundamentalmente porque las arcas de tan religiosa institución se
están resintiendo con la situación y no preocupan tanto los campos yermos como los
dineros que están dejando de recibir.
Muy interesante y no tenía idea de semejante suceso. Llego a la conclusión de que "los dineros son los dineros y poco importa a quien perjudique" Con todo el tiempo que ha pasado se sigue pensando con "el bolsillo". Los intereses por encima de todo
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