sábado, 22 de junio de 2013

EL PLEITO DE LA LANGOSTA





Están viviendo en el centro de la Península, una verdadera invasión de polillas migratorias que cada año pasan por nuestras tierras procedentes de África y camino del norte de Europa.
Cuando he leído la noticia y he escuchado algunas tertulias en las que se ha tratado el tema, me he acordado de una historia ocurrida hace un tiempo y que guarda mucha relación con el suceso actual.
Hace años, me invitaron a la boda de la hija de un compañero de Segovia con el que guardo muy buena relación.
 La boda se celebró en la preciosa catedral segoviana y el convite, al más puro estilo castellano de comer hasta reventar, en una antigua abadía convertida en lugar de celebraciones multitudinarias.
Desde la catedral nos trasladaron en autobús hasta la abadía que estaba a unos veinte kilómetros, pues no era cuestión de volver conduciendo, aunque en aquellas fechas las cosas no estaban lo duras que lo están hoy.
Se trataba de la abadía de Santa María la Real de Párraces, un convento medieval de la orden de los Jerónimos que alcanzó durante los siglos XV y XVI una tremenda importancia al convertirse en un señorío de los llamados de abadengo, por ser un abad quien lo gestionaba y llegando uno de sus abades, el cardenal de la Cueva, a ostentar el cargo más importante de la jerarquía eclesiástica. Este cardenal estuvo a punto de ser nombrado Papa, en el año 1559, cuando fue elegido Pío IV.
La abadía era un lugar maravilloso, en donde la paz y la calma se respiraba por doquier, lógicamente hasta que empezó el convite, en el curso del cual, un comensal que con su esposa compartíamos mesa, me contó una historia singular sobre aquella abadía.

Vista general de la abadía de Párraces



La historia, que viene al pelo de lo que está ocurriendo con las polillas es esta.
Corría el año 1650 cuando todo el territorio que pertenecía a la abadía, llevaba ya dos o tres años soportando una tremenda plaga de langosta que estaba empobreciendo notablemente la comarca.
En un principio, los habitantes de todos los pueblos de los alrededores, se dedicaban, junto con toda su familia, a matar y quemar langostas, valiéndose de ramas de árboles, pero la cantidad de insectos era tal que en poco se la diezmaba con aquellas matanzas.
Terminado su ciclo vital, las langostas desaparecieron, no sin antes sembrar de huevos toda la zona. Como es natural, los insectos se reprodujeron y donde había uno, ahora eran cientos los que regresaron a los campos con mayor entusiasmo, si cabe, a devorar el trigo, la vid y toda clase de sembrados, volviendo a sumir a la población en una tremenda desesperación.
Como era muy natural en aquella época, se recurrió al poder divino de la iglesia y en la abadía se realizaron toda clase de diligencias, desde los conjuros y exorcismos, hasta el aspergio de los campos con agua bendita, procesiones, novenas, rogativas y toda clase de plegarias; además, se exhortó al pueblo para que cada uno suplicara y se encomendara a Dios, reformara sus costumbres y se arrepintiera de sus pecados. Como también es natural, la langosta no se enteró de todas las fuerzas espirituales que se lanzaban contra ella y siguió devorando los campos y esquilmando las cosechas.
En vista de la situación, se adoptó, por las autoridades eclesiásticas, una medida aún más drástica: había que excomulgar a las langostas.
Para ello se creó un tribunal en toda regla, con su juez y su fiscal, así como un abogado defensor de los insectos y bajo la advocación de los santos correspondientes, como no podía ser de otra manera, se iniciaron los trámites para proceder a la excomunión de los bichejos.
Después de aquella conversación con mi compañero de mesa, que resultó muy diluida en los vapores etílicos lógicos en la celebración, me quedó un leve recuerdo de todo, pero la noticia y la curiosidad por el hecho me hizo bucear en los archivos. Y así, encontré que en la biblioteca de El Escorial se conserva un texto del beato agustino Julián Zarco Cuevas en donde se recoge todo el proceso desde el nombramiento de los jueces y fiscales, hasta el procurador de la langosta.
Como el bachiller Manuel Delgado, cura del lugar, fiscal de la audiencia eclesiástica de la Abadía de Párraces y también juez eclesiástico, recoge minuciosamente en el pleito, a los daños que las langostas causaban en los sembrados habría de sumarse el gasto ocasionado para matarlas y el mucho tiempo que a esta tarea se dedicaba, abandonando otras más necesarias, dejando de observar los días dedicados al Señor, el empobrecimiento de las clases ya de por sí pobres desde el año anterior (1649), además del mucho daño a las Ánimas del Purgatorio, “porque menguados los frutos de la tierra no se hacen sufragios por ellas”; también “el mucho daño a las religiones mendicantes, hospitales, imágenes de devoción, ermitas y otras obras pías, porque no pueden los fieles acudir con sus limosnas” y por último que “no se sirven, como es razón y se debe las iglesias y ministros de ellas, por falta de ofrendas y obligaciones ordinarias”.
Pero como es natural, en aquella época donde todo era interpretar la Biblia y los Cánones y especular sobre todo lo ignorado, la polémica se inicia tras la apertura del pleito, porque, ¿a qué obedecía aquella infame plaga? ¿Era un castigo divino por los pecados de los hombres o la movía el demonio? Ahí estaba el dilema cuya solución requería distintos tratamientos.
Luego se planteaba otra controversia, pues la excomunión era acción dirigida contra los hombres y las cosas o animales que a él le estaban afectados, pero las langostas no estaban en esa categoría, ya que nada tenía el hombre de relación con ellas, por lo que la excomunión no habría de causarle efecto. Así, tras innumerables interpretaciones, razonamientos (¿razonamientos?), estudios de los textos sagrados y Dios sabe cuantas cosas más, se concluye en esta primera fase del proceso que la intención de la excomunión es la dirigir una súplica ferviente e invocatoria a Dios contra las langostas, condenando y maldiciendo a cualquier espíritu maléfico que las mueva.
Por su parte, el procurador designado para la defensa de los saltamontes, un vecino de un pueblo cercano llamado Bernabé Pascual, propone que se los juzgue piadosamente porque en el fondo son criaturas de Dios, carente de entendimiento que si se comen las cosechas es porque en ellas es lo natural, lo que, tímidamente, es un alegato a la razón, la cual le falta al nombrado procurador de las Ánimas del Purgatorio, otro vecino de la comarca llamado Esteban González, el cual demanda una condena contra las langostas por los perjuicios que causas a las benditas ánimas con el descenso de las aportaciones que los fieles con su diezmos y limosnas arriman a la Iglesia, así como la disminución de las misas que los devotos solían encargar.
A esta petición se adhirieron todos los pueblos de la comarca a través de procuradores designados en cada uno de ellos, lo que resultó una larga lista de peticiones de excomunión, pero el procurador de la langosta, su defensor, había lanzado una acusación velada que tras la petición de piedad, era necesario contestar y a eso se empleó el bachiller antes mencionado, el cual vino a decir que, efectivamente, las langostas eran criaturas de Dios y como tal tenían que alimentarse, pero que lo hicieran de las hierbas de los caminos y de los campos no cultivados, o de otros baldíos que no sirven ni a los hombres ni a los animales y en caso de que la cuestión fuera quién tiene preferencia para comer, si ellas o los hombres, era de justicia y razón que fueran ellas las que se quedaran sin hacerlo, pues aun siendo los dos criaturas de Dios, es el hombre el que está hecho a su imagen y semejanza.
Por su parte el procurador de la langosta no se arredra, ni se calla y especula con la posibilidad del castigo divino, como ya ha sido en otras ocasiones anteriores y añade que si bien es cierto que los frutos de la tierra son del hombre, demandándolo nuestros pecados, quiere Dios que se los coma la langosta para castigar en el cuerpo en beneficio del alma y que ésta regrese a Dios.
Tras declarar innumerables testigos, trasladar autos de una a otra parte y todo el demás trámite judicial, por fin se produjo el fallo en el que se dice que: “debemos condenar y condenamos a la langosta, así la presente como la venidera, a que sea desterrada de todos los términos y lugares de esta abadía y que no vuelva jamás a dichos términos y le damos plazo de tres días naturales en los cuales no hará ningún daño, lo que mandamos en virtud de santa obediencia y so pena de excomunión mayor.”
Como es natural la langosta o no se enteró, o hizo caso omiso a la orden de marcharse y siguió comiendo las mieses y los frutos.

Es lástima que no haya encontrado cómo se resolvió aquel problema, posiblemente con una helada a destiempo u otra causa natural que acabase con los huevos o las larvas de tan incómodos insectos, con lo cual la abadía se atribuiría el éxito de la operación que a juicio de lo que se lee, se monta fundamentalmente porque las arcas de tan religiosa institución se están resintiendo con la situación y no preocupan tanto los campos yermos como los dineros que están dejando de recibir.

1 comentario:

  1. Muy interesante y no tenía idea de semejante suceso. Llego a la conclusión de que "los dineros son los dineros y poco importa a quien perjudique" Con todo el tiempo que ha pasado se sigue pensando con "el bolsillo". Los intereses por encima de todo

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