He de reconocer que a pesar de haberlo
oído, no había tomado muy en serio que a nuestro más poderoso rey se le hubiese
pasado por la cabeza semejante disparate: conquistar militarmente China; clara
muestra del profundo desconocimiento de aquel país, sobre todo, cuando pude
comprobar que pretendía hacer un desembarco de unos quince mil soldados, para
enfrentarlo a los millones de chinos que se les podían poner enfrente.
Pero lo cierto es que al iniciar una
búsqueda de documentación al respecto, empecé a ver que, efectivamente, el
Austria llegó a pensar seriamente en un desembarco en China y una conquista de
su territorio y gracias a que tuvo la cordura de enviar espías que le
informaran de la verdad que aquel país encerraba, no nos metió en una aventura
que forzosamente hubiera acabado muy mal.
Hay que entender las cosas en la
mentalidad de la época y la época era esta: desde 1580 a 1640, es decir,
durante sesenta años, España y Portugal fueron un solo país, con un mismo rey,
que empezó con Felipe II y continuó con su hijo y su nieto, todos ellos
“Felipes”.
En esos sesenta años, el imperio
español abarcaba prácticamente todo el mundo, pues a las posesiones españolas
se les unían ahora las portuguesas y mientras que España tenía más presencia en
las Américas, Portugal compensaba
con una gran presencia en Asia, en donde tenía colonias como Goa, Daman y Diu,
o controlaba extensos territorios de China, India y Japón, pasando por
Indonesia, Malasia y Timor. Es decir, una muy fuerte presencia en todo el
litoral del continente asiático, donde fluía el comercio con pingües beneficios
para la corona.
Sin embargo España era débil en aquel
continente, pues su presencia se limitaba a regiones insulares y aparte de las
Filipinas, las Marianas, las Carolinas o la isla de Guam, en el continente
propiamente dicho, se circunscribía a actuaciones puntuales de comercio con
ciudades importantes del litoral, sin haber colonizado ninguna zona.
Pero desde la conquista de Filipinas,
se entendía que aquel archipiélago debería ser una cabeza de puente para
desembarcar en el inmenso continente que tenía detrás y del que muchas cosas
atraían. De todas ellas, China es la que despierta la codicia de españoles y
portugueses, pues es el país que posee manufacturas tan únicas como la seda, o
el ámbar, materiales de primera calidad y muy solicitados en todo occidente.
Aparte se comercia con maderas preciosas, labradas y en basto, porcelanas,
lacas, alfombras y un sin fin de productos más que, a través del llamado Galeón
de Manila, llegan a España.
Muchas de estas transacciones
comerciales se realizaban en la misma ciudad de Manila, hasta donde se
desplazaban los juncos chinos con sus cargamentos, procedentes de Macao, Hong
Kong o Taiwán. Esta situación produjo el asentamiento en Filipinas de los
propios comerciantes chinos, lo que produjo encarecimiento de las mercaderías,
al intervenir los intermediarios.
Era muy importante establecerse en el
continente y comerciar directamente y ese era el pensamiento de Felipe II,
cuando se da una circunstancia excepcional, la brillante victoria de Lepanto,
que envanece al emperador español y le hace creer que es un “tocado” por el
destino y digno merecedor de mejores gestas.
Así, empieza, una vez más, a pensar en
invadir y conquistar China, un país tan inmenso en tamaño, como inmenso era el
desconocimiento que desde occidente se tenía de él, por lo que Felipe II decide
enviar algunos espías que informen de la realidad que se esconde ante la
aparente, pero infranqueable muralla que suponía el idioma, las costumbres y la
escasa permeabilidad de la sociedad china, aferrada a sus tradiciones como
ningún otro pueblo.
El principal baluarte desde el que
iniciar la conquista, sería la plaza portuguesa de Macao, que está solamente a
tres días de navegación desde Manila y el segundo es la presencia de sacerdotes
portugueses y algunos jesuitas españoles ya infiltrados en el país.
En esta información juega un papel
esencial la Compañía de Jesús que, dentro de la Iglesia ha alcanzado ya un
enorme poder y que ha criticado agriamente las campañas de “evangelización” en
las que se ha derramado más sangre y se han perdido más vidas de las que se
pretendían salvar.
Tras Lepanto, el virrey de Nueva
España, Enríquez de Almansa, del que depende Filipinas, recibe órdenes de
Felipe II de aprovisionar tres buenos barcos, para “que llevaran un poco más
lejos el descubrimiento de China”.
Y así, en febrero de 1572, estos
barcos se pusieron a las órdenes de uno de los mejores capitanes que había
tenido Legazpi en la conquista del archipiélago, Juan de la Isla. Entre las
órdenes que el capitán recibió iba no solamente la del descubrimiento de las
nuevas tierras de “Chatay”, como había denominado Marco Polo a China, sino
también su conquista.
Mapa de Chatay, dibujado por
Vespuccio
La desmedida ambición de conquista que
España experimentaba en aquellos momento de pleno apogeo, son difícilmente
imaginables, pero puede constatarse en muchos escritos de la época, como el que
un funcionario del gobierno de Manila escribe al Virrey, dándole a entender que
China podría conquistarse con menos de sesenta buenos soldados españoles.
Poco a poco, el deseo de la conquista
se fue asentando en las mentes de los diferentes gobernantes que pasaban por el
virreinato y por el archipiélago; tanto y tan sin medida era la idea, y tan
grande el desconocimiento del supuesto enemigo que en 1576, después de que la
expedición de Juan de la Isla volviera sin resultados positivos, el nuevo
gobernador de Filipinas, Francisco de Sande, escribía al rey sobre un plan que
había ideado para subyugar China con sólo seis mil arcabuceros y piqueros.
Vista una perspectiva de la sociedad china que la presentaba como corrompida,
dedicada a la piratería y al crimen, su idea era conquistar una pequeña
provincia y presentarse como libertadores, predicando la “verdadera fe de
Cristo” a aquellos idólatras y sodomitas y predicando con el ejemplo conseguir
que las demás provincias se fueran adhiriendo a la causa abierta por España, sin
descartar algunos sobornos a mandarines importantes.
El plan estaba basado en las
experiencias de Cortés en la conquista de Méjico, pero naturalmente, China nada
tenía que ver con el país de los aztecas.
Otras voces y plumas de diferentes
partes del continente se unieron a las disparatadas ideas filipinas y el rey
seguía recibiendo cartas apoyando la conquista.
Pero el Consejo de Indias, el máximo
órgano administrativo y ejecutivo del momento, no tenía las cosas demasiado
claras y barajaba otras informaciones que los religiosos habían hecho llegar y
en las que se decía que el emperador de China tenía un inmenso poder sobre su
pueblo, además de un ejército de más de cinco millones de soldados. Estas dudas
fueron trasladadas al rey que, apodado el Prudente, no tardaron en hacer mella
en él y se inclinó por iniciar una amistad con el emperador chino y en vez de
enviarle barcos para una invasión, comenzó a mandarle regalos, entre ellos,
algunos retratos pintados por Sánchez Coello, el pintor de la corte de aquellos
momentos.
La prudencia del rey no guardaba justa
relación con la imprudencia que demostraban los distintos gobernantes de Nueva
España y de la propia Filipinas y más que nada, de una persona que jugó un
papel fundamental.
Esta persona era un jesuita, quizás
algo disidente con el pensar de sus propios compañeros, llamado Alonso Sánchez,
que en 1582 partió a China a predicar el evangelio y un año más tarde, al
regresar a Manila, informó a las autoridades que era prácticamente imposible
predicar a los chinos sin un respaldo militar, a la vez que hablaba y enumeraba
la cantidad de beneficios que lo que él denominaba “empresa China”, podría
reportar a España y que con un ejército de diez mil hombres se podría hacer; y
llegaba a más, cuando decía, gratuitamente, que la ciudad de Cantón podría ser
tomada con doscientos hombres.
El jesuita se dio cuenta que el pueblo
filipino, sus gobernantes e incluso el obispo, estaban a favor de su idea y
llegaban a rebajabar un poco los efectivos necesarios, volviendo a poner a
Cortés y Pizarro como ejemplos de conquistas.
A estas alturas hay que decir que a
los portugueses les rechinaba aquella idea, pues pensaban, con mucha razón, que
perjudicaría sus intereses comerciales y los jesuitas de lusitanos, empezaron a
distanciarse de los españoles.
La idea fue tomando cuerpo hasta el
punto de que soldados voluntarios empezaron a llegar a Filipinas procedentes de
todos los territorios americanos y desde Japón, enemigo ancestral de China, se
ofrecieron seis mil soldados para unirse a los conquistadores españoles.
Jesuita predicando a un
mandarín chino
El padre Alonso Sánchez se convirtió
en el predicador de aquella especie de cruzada, pues no hay que olvidar que lo
que verdaderamente motivaba era la expansión de la fe cristiana, aunque luego
ésta trajera consigo innumerables prebendas, encomiendas, títulos y otras
sinecuras, todas tan apetitosas. Tanta fama había alcanzado el jesuita que se
hizo necesario que viniera a Madrid para explicar al rey todo el proyecto y así
lo hizo, siendo recibido en palacio por tres veces, tras las cuales el rey
nombró un comité de expertos para estudiar el tema en profundidad.
Pasaron años desde que el jesuita
marchó a predicar a China hasta que fuera recibido por el rey, concretamente
seis años. Estaban por tanto en 1588, fecha clave para apagar la euforia
española, pues se produce el tremendo desastre de la Armada Invencible, que
hace recapacitar sobre las posibilidades reales de España en ese momento.
Aunque parezca absurdo, la idea de la
conquista militar de China, no se abandonó por completo. Siguió rondando en las
mentes de muchas personas poderosas, pero no se materializó en nada, pienso que
afortunadamente, aunque los religiosos y sobre todos, los jesuitas, pensaban
que se perdía la oportunidad de cristianizar a millones de personas, con lo que
hoy, China, habría sido tan católica como toda América.
Que atrevida es la ignorancia! Un abrazo amigo Jose Mari!
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