Acaba de ingresar en prisión,
no sé muy bien por qué motivos, el líder de la casa Ruiz-Mateos, el octogenario
empresario protagonistas de escenas esperpénticas en las que aparecía vestido
de presidiario o de Superman, o queriendo dar una “leche” a un compungido
Boyer, causante de sus males.
El recurso al esperpento en
algunas personas que habiéndolo tenido todo, se ven de pronto en la más
profunda ruina, suele ser más común de lo que parece, aunque afortunadamente
hay muchas otras personas que en situaciones parecidas, conservan la calma y el
sentido común, aunque su situación sería para rebelarse de cualquier manera.
Una situación de verdadero
esperpento es la que vivió, a finales del siglo XIX, un ciudadano de los
Estados Unidos, llamado Joshua Abraham Norton, que pasó a los anales de la
historia como “Norton I”, cuando se autoproclamó “Emperador de los Estados Unidos y Protector de
Méjico”.
Claro está que una
autoproclamación no supone nada más que la realización de un sueño que no tiene
más reconocimiento que el que se haga a la vesania del protagonista, pero en
este caso particular la cosa llegó más lejos, pues por diversas razones, los
conciudadanos de Nortón I,
empezaron a tomarle cariño, a preocuparse por él, e incluso a sentirlo en el
momento de su muerte.
La historia no aclara mucho
que procedencia tenía este ciudadano de familia judía y que muy probablemente
tenía sus raíces en Inglaterra.
Su fecha de nacimiento
permanece ignorada y solo se conoce la de su defunción, el ocho de enero de
1880, en la que se certificó la muerte de un varón de entre sesenta y cinco y
setenta años, lo que nos lleva pensar que nació entre 1810 y 1815, sin embargo,
documentos posteriores revelan que a la edad de dos años, emigró con sus padres
a Sudáfrica en 1820.
Allí, en lo más alejado del
continente negro, la familia Norton consiguió hacerse un hueco en el próspero
mercado de materias primas que se explotaban en Sudáfrica y apoyados por otras
familias judías, con las que estaban emparentados, consiguieron acumular una
importante fortuna.
A la muerte de sus padres y lo suficientemente rico, Norton
emigró a los Estados Unidos, asentándose en San Francisco allá por el año 1849,
en plena euforia de la fiebre del oro.
Norton se inició en el mundo
de los negocios americanos, empezando a invertir en productos de alimentación,
de los que la costa del Pacífico andaba escaso, pues todos los campos se habían
abandonado para ir a buscar oro.
Ganó mucho dinero, pero su
espíritu ambicioso le jugó una mala pasada cuando quiso, con su potencial
económico, influir en el precio del arroz, que se consideraba un producto
alimenticio clave.
La operación le salió mal
cuando, después de invertir todo su capital en la compra de arroz chino, las
autoridades de aquel país hubieron de detener las exportaciones de este cereal
a causa de una hambruna de desconocidas proporciones que se desató en China.
Esto hizo que los precios subieran de manera estelar, lo que habría supuesto
unas enormes ganancias para Norton, pero se negaba a vender su arroz, esperando
mayores ganancias, cuando empezaron a llegar cargamentos desde Perú, que Norton
trataba de comprar, para mantener revalorizada su mercancía. Pero llegó un
momento en el que las existencias del cereal eran tan altas que el precio cayó
en picado, arrastrando al judío a la ruina.
Entonces se metió en pleitos
con distintas empresas importadoras e incluso con las instituciones
gubernamentales que fue perdiendo uno a uno, hasta que los bancos hipotecaron
sus propiedades para pagar las deudas y en 1858 no tuvo más remedio que
declararse en bancarrota.
Se exilió voluntariamente de
San Francisco y durante un año desapareció, regresando luego con unas ideas
nuevas, en las que culpaba al sistema norteamericano de su ruina y de la de
muchos otros comerciantes como él y que para remediar aquella injusta
situación, se proclamaba “Emperador de los Estados Unidos”, en una declaración
que envió a todos los medios de comunicación más importantes del país y en la
que venía a decir que por decisión suya y a petición de una gran mayoría de los
ciudadanos, se declaraba y proclamaba emperador, conminando a los
representantes de los Estados de la Unión a reunirse con él en asamblea, para
lo que ofrecía la sala de conciertos de la ciudad de San Francisco.
No se tiene constancia de que
asistieran los convocados representantes y la prensa daba a la noticia el toque
jocoso que merecía, pero Norton, lejos de arredrarse empezó a publicar decretos
en los que denunciaba el fraude, la corrupción de la casta política y de los
jueces, la violación de las leyes por parte de los partidos, la influencia
soterrada de las sectas políticas y muchas cosas más que dejaban indefenso al
ciudadano frente a los poderes.
Llegó incluso a decretar la
abolición del Congreso de los Estados Unidos, ordenando al comandante en jefe
del ejército que desalojara todas las salas del edificio.
La estrafalaria figura
del “Emperador”
Como es natural, estas locuras
eran sistemáticamente ignoradas por los poderes, pero calaban muy hondo en el sentimiento
popular y muchas personas empezaron a apoyarle en su loca tarea.
Llegó a alquilar un edificio
de apartamentos en donde instaló “su corte” de chiflados visionarios como él
que le acompañaban cada tarde en el recorrido de inspección que hacía por la
ciudad, controlando el funcionamiento de los servicios, el estado de las
alcantarillas, la fluidez del tráfico, la presencia de embarcaciones en los
puertos y cuantas otras cosas se le pudieran ocurrir.
Pero no todo eran locuras en
este estrafalario personaje, pues en una de las órdenes que lanzó, mandaba
construir un puente que comunicase las dos riberas de la bahía de San Francisco
sin interrumpir la navegación y señalaba los dos puntos en que debía tocar la
tierra que son exactamente los mismos que hoy ocupa el famoso Golden Gate.
Aunque casi nadie lo tomaba en
serio, a nadie molestaba su amistad, o su simple trato y de esa forma era
invitado cada día a los mejores restaurantes de la ciudad o tenía reservado
asiento en los teatros, en los que hacía unas entradas histriónicas, acompañado
siempre por dos magníficos perros y recibiendo el respeto del público que se
ponía de pie a esperar que el “emperador” se sentase.
De natural soltero, decidió
casarse en un momento de su solitaria vida y no pensó nada más que hacerlo con
la reina Victoria, con la que llegó a cartearse.
Hasta el genial Mark Twain se
hizo eco de este personaje e incluso le escribió un epitafio cuando murió uno
de sus famosos perros.
En el censo de la ciudad,
verificado en 1870 el agente que rellenó los datos de Norton, consignó su
nombre completo, su domicilio y en su ocupación puso “emperador”.
Llegó a imprimir billetes que,
sorprendentemente, los ciudadanos aceptaban y cambiaban en paridad con los del
mismo valor facial y que pasado el tiempo se han convertido en piezas de
colección alcanzando altos precios en las subastas.
Al estallar la Guerra de
Secesión americana, en 1861, Norton mandó llamar a los presidentes Lincoln y
Jefferson, con el fin de mediar en el conflicto y acabar con las hostilidades.
Como es natural, ninguno de los dos acudió al llamamiento del Norton, el cual
decretó el alto el fuego que no fue seguido por nadie, pero sí muy bien acogido
en aquella lejana parte del país que vivía la guerra como cosa extraña.
Con el paso de los años, su
aspecto se fue degradando hasta el extremo de que en 1867 fue arrestado por
vagabundo, lo que produjo tal indignación en la población de la ciudad que el
propio ayuntamiento tomó cartas en el asunto, ordenando la liberación de Norton
así como la adjudicación de un presupuesto para reponer su vestuario. Una
comisión de concejales le visitó en su casa y le pidió disculpas, a lo que el
emperador, haciendo gala de su magnanimidad, prometió olvidar el desagradable
incidente.
Durante veintiún años estuvo
afincado en esta farsa, viviendo permanentemente en San Francisco, hasta el
extremo de que su figura llegó a convertirse en una atracción turística de la
ciudad, hasta que en enero de 1880, víctima de un ataque de apoplejía, murió
mientras daba un discurso en la Academia de Ciencias Naturales.
Fue enterrado, tras un funeral
al que asistieron más de diez mil personas que congregó una cola de tres
kilómetros, en el cementerio masónico de la ciudad y, ¡oh casualidad!, al día
siguiente hubo un eclipse de Sol, que quizás inspirase a Mark Twain en el
pasaje nudo de su novela Un Yankee en la corte del rey Arturo, ya que el famoso
autor estuvo muy pendiente de la vida de Norton I.
Tumba de Norton I
Muy interesante!!! Un abrazo!
ResponderEliminarSimpático personaje
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