sábado, 11 de julio de 2015

AL FONDO DEL GUADALQUIVIR



Dedicado a mi buen amigo José María de Vicente,
que me dio la idea de este artículo.

Casi acabamos de entrar en el tercer centenario de la promulgación de la Constitución Española conocida como “La Pepa”. Es un hecho extraordinariamente publicitado que todo el mundo conoce y es que las Cortes Españolas, huyendo de los franceses, se refugiaron en Cádiz y San Fernando y allí iniciaron un período constituyente que todos sabemos cómo acabó.
Pero lo que no ha llegado de igual modo al conocimiento popular es que once años después, las Cortes Españolas tuvieron que volver a refugiarse en Cádiz, considerada ya como bastión de la independencia y cuna del liberalismo y además por razones no muy distantes.
El Rey, primero “Deseado” y más tarde “Felón”, acató la Constitución que establecía que la nación española no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona, que su soberanía reside en el pueblo, que la religión católica, la única verdadera, es la oficial del Estado, que queda abolida la Inquisición, establece la libertad de prensa y todo lo demás que ya conocemos.
Había sido un triunfo de los llamados liberales, con algunos matices conservadores, para contentar a todos, pero sobre todo suponía el fin de las monarquías absolutistas y el inicio del parlamentarismo.
Como resultaba casi natural en la época, así que el rey, gracias a su pueblo, se vio libre de los franceses, con Napoleón derrotado y desterrado en Santa Elena, volvió a coger la sartén por el mango y donde juré aquello, ahora hago lo otro; abolió la Constitución de un plumazo y volvimos a las andadas.
Así estuvieron las cosas hasta que el uno de enero de 1820, en el sevillano pueblo de Las Cabezas de San Juan, se alzó el coronel Rafael del Riego, que proclama la Constitución. Detrás estaban personajes civiles de gran talla, como Alcalá Galiano o Mendizábal y sobre todo, la masonería.
A este siguieron otros levantamientos que culminan con los de Zaragoza y La Coruña y terminan con el de Ocaña, tras el cual se fuerza al rey a que acate el régimen liberal.
En julio de aquel mismo año Fernando VII, jura nuevamente la Constitución con un discurso en el que asegura que su decisión es libre y espontánea, ante unas Cortes que lidera Agustín Argüelles, apodado El Divino y que el rey califica de gobierno de los presidiarios, pues a todos los que lo forman, liberales consagrados, los había metido él en la cárcel.
Pero el proyecto liberal se va a pique por diferentes causas; una porque parte de la población seguía manteniéndose fiel al rey absolutista con enfrentamientos constantes entre conservadores y liberales que iban más allá de las discusiones en el seno de las Cortes y que produjo mucho derramamiento de sangre. Y dos, y sobre todo, porque las monarquías europeas no veían con buenos ojos aquella experiencia liberal con un rey que reina y no gobierna y en un derroche de ingerencia, confiaron la misión de restaurar el orden al rey francés. que envió el famoso ejército de los Cien mil hijos de san Luís, al mando del duque de Angulema, a los que se unieron muchos españoles y que tras cruzar Roncesvalles, marchó directo hacia la capital de España.
Las Cortes y el gobierno de la nación intuyeron rápidamente el peligro que se les venía encima y decidieron trasladar las instituciones del reino a Sevilla, ciudad que resultaba mucho más fácil de defender, pero Fernando VII no quería salir de Madrid. Estaba deseoso de que el ejército francés le restituyera sus poderes y acabar con aquella locura constitucionalista, pero una multitud asalta el palacio real, el rey se asusta y por fin viajan todos hacia el sur.
Tras numerosas vicisitudes, todas para el estudio historiográfico, el gobierno se ha asentado en Sevilla, ha formado un nuevo gabinete y los franceses, que han entrado en Madrid sin casi disparar un tiro, continúan su avance hacia el sur y cruzan Despeñaperros, límite de la zona de seguridad, por lo que el gobierno, que ya lleva dos meses en la ciudad, decide trasladarse a Cádiz, embaucado por los buenos recuerdos que le traía la resistencia de 1810.
En esos dos meses las Cortes se han reunido en la iglesia del colegio jesuita de San Hermenegildo que había sido elegida por el parecido con el oratorio de san Felipe Neri, que tan gratos recuerdo traía a los constitucionalistas.
Por tanto, durante estos dos meses, Sevilla, que ya lo había sido en épocas anteriores, se convirtió en la capital de España y sede de todas las altas instituciones de la nación.
Nuevamente se niega el rey a seguir al gobierno y Alcalá Galiano hace un discurso en el que suponiendo que la negativa del rey de ponerse a salvo él y su familia, no puede obedecer a otra cosa que a un delirio momentáneo, pidió a las Cortes se considere al monarca con impedimento moral y que se nombre un regencia, solamente para decretar el traslado a Cádiz. Ante esta mueva coacción el monarca y su familia emprenden el viaje. Cuatro días más tarde le devuelven la corona.
En el Guadalquivir hay varios barcos preparados para zarpar y en los que se han embarcado los equipajes de los diputados, de los miembros del gobierno, de los representantes de las instituciones y de la familia real, que el día doce de junio, a las seis de la tarde, embarca rumbo a Cádiz.
En el amanecer del día trece de junio de aquel año de 1823, festividad de San Antonio, todo parece estar preparado para la marcha, cuando empiezan a tañer las campanas de la ciudad. Es un toque extraño que no se sabe bien qué significa.
Al principio se piensa que es por la festividad del día, pero no es así, es un toque de rebato, de aviso a los absolutistas que en la sombra, han estado preparando un levantamiento contra el gobierno y que salen como una horda, a destrozar todo lo que huela a constitución y así, saquean, queman, destruyen y matan a cualquiera que sea considerado como sospechoso.
La ciudad queda sumida en un inmenso caos sin que exista una fuerza pública que oponer a los saqueadores que, exaltados, comienzan a arrojar al río los baúles en los que se guardan las actas de las Cortes y de las sesiones del gobierno, los equipajes de todos los que iban a embarcar y los muebles y demás enseres de aquellos sevillanos que no teniendo nada que ver con la marcha del gobierno, eran sospechosos de haber colaborado con los liberales o, simplemente, haber simpatizado con la idea.
De los barcos que se iban a utilizar en el desplazamiento, desaparecieron innumerables documentos, los sellos de las Cortes y hasta el bombo que se utilizaba en los sorteos de la lotería, que viajaba con el gobierno, pues era una inmensa fuente de ingresos para las arcas del Estado.
Los liberales sevillanos solían reunirse en un local denominado Sociedad Patriótica, hasta el que llegó la furia devastadora de aquella masa enfebrecida que entró a saco en las instalaciones haciendo una enorme pira con libros, muebles, cuadros, objetos de arte y decoración y todo cuanto tuvieron a mano.
Luego se dirigieron al famoso Café del Turco, en la calle Sierpes, que también destrozaron y no se salvó ni siquiera el Teatro Cómico, cuyos decorados y atrezzos robaron.

Patio del Café del Turco

Ya en Cádiz a primeros del mes de diciembre de aquel año, el escribano público de la ciudad y de la comisión para la intervención e inventario de todos los documentos pertenecientes a la Secretaría de las Cortes, da fe de una minuta de exposición del Oficial Mayor de dicha Secretaría, en la que explica que los sellos oficiales de las mismas han desparecido porque han sido arrojados al río de Sevilla el día trece de junio, con motivo de la revuelta ocurrida en aquella ciudad.
Aparte del salvajismo demostrado por los absolutistas en Sevilla, sorprende el hecho constatado del alborozo que prendía en las poblaciones españolas según iban siendo ocupadas por el ejército francés y la total ausencia de cualquier clase de resistencia, siquiera hubiese sido meramente testimonial, o más eficaz, como la que demostró la población española que quince años antes se levantó contra el invasor y ahora lo recibía con los brazos abiertos.
A este alborozo de los que comenzaban a llamarse “realistas” y al grito del “Viva el rey absoluto”, se desató en España, entre españoles, un huracán de desatadas pasiones, asesinatos, ajustes de cuentas y tropelías de todo tipo que bajo el palio de la lealtad real, la restauración de las antiguas leyes y de la religión, inundaron de sangre el país, con unos hechos que causan verdadero pavor.

Todavía hay quien cada año, el día de San Antonio, recuerda en Sevilla cómo se alzaron los absolutistas contra los liberales que abandonaban la ciudad y como sembraron el fondo del Guadalquivir con tantos baúles, muebles y hasta los sellos oficiales de la Cortes Españolas.

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