Dedicado a mi buen amigo José María de
Vicente,
que me dio la idea de este artículo.
Casi acabamos de entrar en el
tercer centenario de la promulgación de la Constitución Española conocida como
“La Pepa”. Es un hecho extraordinariamente publicitado que todo el mundo conoce
y es que las Cortes Españolas, huyendo de los franceses, se refugiaron en Cádiz
y San Fernando y allí iniciaron un período constituyente que todos sabemos cómo
acabó.
Pero lo que no ha llegado de
igual modo al conocimiento popular es que once años después, las Cortes
Españolas tuvieron que volver a refugiarse en Cádiz, considerada ya como
bastión de la independencia y cuna del liberalismo y además por razones no muy
distantes.
El Rey, primero “Deseado” y
más tarde “Felón”, acató la Constitución que establecía que la nación española
no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona, que su soberanía reside
en el pueblo, que la religión católica, la única verdadera, es la oficial del
Estado, que queda abolida la Inquisición, establece la libertad de prensa y
todo lo demás que ya conocemos.
Había sido un triunfo de los
llamados liberales, con algunos matices conservadores, para contentar a todos,
pero sobre todo suponía el fin de las monarquías absolutistas y el inicio del
parlamentarismo.
Como resultaba casi natural en
la época, así que el rey, gracias a su pueblo, se vio libre de los franceses,
con Napoleón derrotado y desterrado en Santa Elena, volvió a coger la sartén
por el mango y donde juré aquello, ahora hago lo otro; abolió la Constitución
de un plumazo y volvimos a las andadas.
Así estuvieron las cosas hasta
que el uno de enero de 1820, en el sevillano pueblo de Las Cabezas de San Juan,
se alzó el coronel Rafael del Riego, que proclama la Constitución. Detrás
estaban personajes civiles de gran talla, como Alcalá Galiano o Mendizábal y
sobre todo, la masonería.
A este siguieron otros
levantamientos que culminan con los de Zaragoza y La Coruña y terminan con el
de Ocaña, tras el cual se fuerza al rey a que acate el régimen liberal.
En julio de aquel mismo año
Fernando VII, jura nuevamente la Constitución con un discurso en el que asegura
que su decisión es libre y espontánea, ante unas Cortes que lidera Agustín
Argüelles, apodado El Divino y que el rey califica de gobierno de los
presidiarios, pues a todos los que lo forman, liberales consagrados, los había
metido él en la cárcel.
Pero el proyecto liberal se va
a pique por diferentes causas; una porque parte de la población seguía
manteniéndose fiel al rey absolutista con enfrentamientos constantes entre
conservadores y liberales que iban más allá de las discusiones en el seno de
las Cortes y que produjo mucho derramamiento de sangre. Y dos, y sobre todo,
porque las monarquías europeas no veían con buenos ojos aquella experiencia
liberal con un rey que reina y no gobierna y en un derroche de ingerencia,
confiaron la misión de restaurar el orden al rey francés. que envió el famoso
ejército de los Cien mil hijos de san Luís, al mando del duque de Angulema, a los
que se unieron muchos españoles y que tras cruzar Roncesvalles, marchó directo
hacia la capital de España.
Las Cortes y el gobierno de la
nación intuyeron rápidamente el peligro que se les venía encima y decidieron
trasladar las instituciones del reino a Sevilla, ciudad que resultaba mucho más
fácil de defender, pero Fernando VII no quería salir de Madrid. Estaba deseoso
de que el ejército francés le restituyera sus poderes y acabar con aquella
locura constitucionalista, pero una multitud asalta el palacio real, el rey se
asusta y por fin viajan todos hacia el sur.
Tras numerosas vicisitudes,
todas para el estudio historiográfico, el gobierno se ha asentado en Sevilla,
ha formado un nuevo gabinete y los franceses, que han entrado en Madrid sin
casi disparar un tiro, continúan su avance hacia el sur y cruzan Despeñaperros,
límite de la zona de seguridad, por lo que el gobierno, que ya lleva dos meses
en la ciudad, decide trasladarse a Cádiz, embaucado por los buenos recuerdos
que le traía la resistencia de 1810.
En esos dos meses las Cortes
se han reunido en la iglesia del colegio jesuita de San Hermenegildo que había
sido elegida por el parecido con el oratorio de san Felipe Neri, que tan gratos
recuerdo traía a los constitucionalistas.
Por tanto, durante estos dos
meses, Sevilla, que ya lo había sido en épocas anteriores, se convirtió en la
capital de España y sede de todas las altas instituciones de la nación.
Nuevamente se niega el rey a
seguir al gobierno y Alcalá Galiano hace un discurso en el que suponiendo que
la negativa del rey de ponerse a salvo él y su familia, no puede obedecer a
otra cosa que a un delirio momentáneo, pidió a las Cortes se considere al
monarca con impedimento moral y que se nombre un regencia, solamente para
decretar el traslado a Cádiz. Ante esta mueva coacción el monarca y su familia
emprenden el viaje. Cuatro días más tarde le devuelven la corona.
En el Guadalquivir hay varios
barcos preparados para zarpar y en los que se han embarcado los equipajes de
los diputados, de los miembros del gobierno, de los representantes de las
instituciones y de la familia real, que el día doce de junio, a las seis de la
tarde, embarca rumbo a Cádiz.
En el amanecer del día trece
de junio de aquel año de 1823, festividad de San Antonio, todo parece estar
preparado para la marcha, cuando empiezan a tañer las campanas de la ciudad. Es
un toque extraño que no se sabe bien qué significa.
Al principio se piensa que es
por la festividad del día, pero no es así, es un toque de rebato, de aviso a
los absolutistas que en la sombra, han estado preparando un levantamiento
contra el gobierno y que salen como una horda, a destrozar todo lo que huela a
constitución y así, saquean, queman, destruyen y matan a cualquiera que sea
considerado como sospechoso.
La ciudad queda sumida en un
inmenso caos sin que exista una fuerza pública que oponer a los saqueadores
que, exaltados, comienzan a arrojar al río los baúles en los que se guardan las
actas de las Cortes y de las sesiones del gobierno, los equipajes de todos los
que iban a embarcar y los muebles y demás enseres de aquellos sevillanos que no
teniendo nada que ver con la marcha del gobierno, eran sospechosos de haber
colaborado con los liberales o, simplemente, haber simpatizado con la idea.
De los barcos que se iban a
utilizar en el desplazamiento, desaparecieron innumerables documentos, los
sellos de las Cortes y hasta el bombo que se utilizaba en los sorteos de la
lotería, que viajaba con el gobierno, pues era una inmensa fuente de ingresos
para las arcas del Estado.
Los liberales sevillanos
solían reunirse en un local denominado Sociedad Patriótica, hasta el que llegó
la furia devastadora de aquella masa enfebrecida que entró a saco en las
instalaciones haciendo una enorme pira con libros, muebles, cuadros, objetos de
arte y decoración y todo cuanto tuvieron a mano.
Luego se dirigieron al famoso
Café del Turco, en la calle Sierpes, que también destrozaron y no se salvó ni
siquiera el Teatro Cómico, cuyos decorados y atrezzos robaron.
Patio del Café del
Turco
Ya en Cádiz a primeros del mes
de diciembre de aquel año, el escribano público de la ciudad y de la comisión
para la intervención e inventario de todos los documentos pertenecientes a la
Secretaría de las Cortes, da fe de una minuta de exposición del Oficial Mayor
de dicha Secretaría, en la que explica que los sellos oficiales de las mismas
han desparecido porque han sido arrojados al río de Sevilla el día trece de
junio, con motivo de la revuelta ocurrida en aquella ciudad.
Aparte del salvajismo
demostrado por los absolutistas en Sevilla, sorprende el hecho constatado del
alborozo que prendía en las poblaciones españolas según iban siendo ocupadas
por el ejército francés y la total ausencia de cualquier clase de resistencia,
siquiera hubiese sido meramente testimonial, o más eficaz, como la que demostró
la población española que quince años antes se levantó contra el invasor y
ahora lo recibía con los brazos abiertos.
A este alborozo de los que
comenzaban a llamarse “realistas” y al grito del “Viva el rey absoluto”, se
desató en España, entre españoles, un huracán de desatadas pasiones,
asesinatos, ajustes de cuentas y tropelías de todo tipo que bajo el palio de la
lealtad real, la restauración de las antiguas leyes y de la religión, inundaron
de sangre el país, con unos hechos que causan verdadero pavor.
Todavía hay quien cada año, el
día de San Antonio, recuerda en Sevilla cómo se alzaron los absolutistas contra
los liberales que abandonaban la ciudad y como sembraron el fondo del
Guadalquivir con tantos baúles, muebles y hasta los sellos oficiales de la
Cortes Españolas.
Aprendamos de la historia, esta siempre se repite!!
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