Los
recuerdos de la infancia se graban de forma casi indeleble y aunque no es
posible recordarlo todo, gran cantidad de esos recuerdo permanecen inalterables
al paso de los tiempos.
Hace sesenta
y dos años, en el mes de diciembre de 1958, nos despertamos una madrugada con
un ruido constante y atronador de cristales rotos y objetos cayendo y
rompiéndose.
No sé cuánto
duró aquello, pero tan de pronto como había surgido, desapareció aquel
estruendo. Había sido un ciclón, o un huracán, dijeron.
Asustados,
nos levantamos y nos asomamos al patio. Mi casa tenía un patio central con una
montera de cristales. No había ninguno en su lugar. Fuimos a ver qué pasaba en
la calle y vimos cantidad de macetas que cayeron de los balcones, más cristales
y toda clase de objeto que el viento había desplazado: trozos de cornisas,
alguna almena de las azoteas y algún animal, perro, gato, gallina o conejo, al
parecer muertos. Era muy común que en las azoteas de las casas hubiera pequeños
gallineros o jaulas de conejos que el “huracán” destrozó.
Poco a
poco la vida se fue normalizando y los vecinos salieron a la calle a comentar
lo ocurrido.
Luego, nos
vestimos y junto con los amigos del barrio, nos fuimos a recorrer la ciudad.
Ya he
dicho muchas veces que mi pueblo es San Fernando, La Isla de León y entre
muchas otras cosas es conocido por la gran cantidad de araucarias que lucen
enhiestas como trofeos de los jardines de las casas de familias adineradas y en
algunos parques públicos, casi todas traídas de las Américas por los marinos
que allí estuvieron destinados y que ahora vivían en mi pueblo.
Portada del diario de Cádiz
La
araucaria es un árbol majestuoso, alto y muy derecho y había sufrido muy mal el
paso de aquella ventolera y muchos de aquellos testigos de cientos de años,
habían sucumbido y yacían en el suelo, habiendo arrasado casas y jardines en su
caída.
Con la
normalización de la vida, nos dijeron que había sido un ciclón que había
soplado desde el suroeste, con una fuerza extraordinaria y rachas de hasta
ciento cincuenta kilómetros a la hora.
El
desastre en que quedo sumida la ciudad duró muchos días y algunos de los amigos
y compañeros de aquella época, lo recuerdan.
Parece que
estas cosas solo pasan en el Caribe, donde cada año uno o dos huracanes azotan
las islas y la costa sur de Estados Unidos, pero no es cierto, pueden suceder
en cualquier lugar, siempre que se den una serie de condiciones climatológicas.
En la
provincia de Cádiz han ocurrido algunas otras catástrofes naturales, sobre las que
planea la más grave de todas: el maremoto de 1755, conocido como el de Lisboa,
aunque en la bahía gaditana tuvo grandes repercusiones.
Hace ya
unos años escribí un artículo en el que trataba este desastre natural que se
puede consultar en este enlace:
http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com/2013/03/mi-cunado-manolo-y-el-ilustrado-roche.html
El pasado
otoño la prensa publicó numerosas fotografías y documentales de una manga
marina, es decir, un tornado, que se paseó a su antojo frente a las costas de
Cádiz, afortunadamente sin tocar tierra, pero no siempre las cosas son así.
En la
Historia de Cádiz de Adolfo de Castro ya se hace mención a un “huracán” que asoló la ciudad y la bahía, causando
enormes pérdidas en vidas humanas y bienes materiales. Pero con mucha más
precisión se describe el catastrófico incidente en un libro llamado “Emporio
del orbe”, Cádiz Ilustrada”, del fraile carmelita Gerónimo de la Concepción,
Este
fenómeno ocurrió el 15 de marzo de 1671, domingo que en aquellos tiempos se
conocía como Domingo de Lázaro, que en el calendario hispano mozárabe se
refiere al quinto domingo de cuaresma.
En
aquellos momento Cádiz era una de las ciudades más pujantes de España. Reinaba
Carlos II y Sevilla y su importante puerto fluvial, estaban en declive frente a
las comodidades náuticas que ofrecían Cádiz y su resguardada bahía.
La riqueza
que fluía en la ciudad la había remozado considerablemente y las viejas
construcciones habían sido sustituidas por modernos edificios de piedra en sus
calles estrechas y bien alineadas
Es de
considerar que en la época no se tuvieran elementos necesarios para hacer una
distinción adecuada sobre los fenómenos atmosféricos, por eso desde el primer
momento a éste se llamó “huracán”, cuando lo más probable es que se tratara de
un tornado, dadas las circunstancias que se expondrán.
Para medir
la intensidad de un tornado se emplea actualmente la llamada Escala de Fujita que igual a otras que dimensionan
las catástrofes, lo hace por el poder de devastación. Sobre un límite de cinco,
aquella situación llegó al grado tres, lo que da idea de su gravedad.
El
fenómeno comenzó a las tres de la madrugada, con fuertes lluvias y vientos del
sur con gran profusión de truenos y relámpagos y poco a poco se fue acercando a
la costa un frente de fuertes vientos que terminó por entrar en la ciudad casi
por su centro arrasando edificios, tejados, vallas y arbolado.
Según
crónicas de la época y posteriores investigaciones, el “huracán”, cambió de
rumbo, cosa que hizo en dos o tres momentos posteriores, sembrando muerte y
destrucción a su paso, pero la dirección final fue de oeste a este, tocando el
primer punto de la ciudad por el baluarte de San Sebastián y la recogida playa
de La Caleta y saliendo a la Bahía más o menos a la altura del actual Muelle.
En total, la zona de máxima devastación no superó los trescientos metros de
anchura.
El hecho,
relatado en varios documentos, de que las fuertes rachas de viento respetasen
totalmente algunas partes de la ciudad y que a su vez hicieran cambios bruscos
en la dirección, hace pensar que se trataba más del recorrido errático de un
tornado que de un verdadero huracán, ya que si bien éstos suelen cambiar de
dirección, sus frentes son lo suficientemente amplios como para abarcar zonas
mucho más extensas que toda la ciudad de Cádiz.
Pasada la
estrecha franja del istmo en el que se asienta la ciudad, las rachas de viento
llegaron a la bahía, donde toda la flota anclada a resguardo se vio afectada y muchas
de cuyas embarcaciones quedaron completamente destrozadas. Hasta un total de
diecinueve embarcaciones de alto bordo, como navíos, naos, bergantines y otras,
sufrieron tremendos daños y precisamente entre la marinería se registró el
mayor número de víctimas, que se cifraron en más de seiscientas personas, de
muy diferentes nacionalidades, pues los buques surtos eran de distintas
banderas.
Muchos
días después de la tragedia continuaban saliendo a las playas cuerpos de
personas ahogadas.
Según
estas cifras que junto con toda la descripción del fenómeno fueron recogidas
por el escribano municipal Juan de la Sena, estaríamos ante uno de los tornado
más mortífero de cuantos hay constancia, pues solamente lo superaría otro
ocurrido en 1925 en los estados vecinos de Missouri, Indiana e Illinois, en los
Estados Unidos que causó seiscientos noventa y cinco muertes.
Una de las
principales consecuencias de aquella catástrofe fue el cambio radical que
sufrió la construcción en la ciudad, donde se acostumbraba a tener en las
azoteas unos miradores de influencia árabe, usados como lugar de esparcimiento,
construidos de forma muy somera de los que el tornado no dejó ni uno solo a su
paso.
Aquellos
miradores fueron sustituidos por las llamadas torres-miradores que cumplían la
doble finalidad de resultar un lugar de esparcimiento y un punto de observación
sobre la llegada de barcos de las Américas y que forman una emblemática imagen
de Cádiz.
Típico edificio gaditano con Torres-miradores
Esperemos no vivir un fuerte tornado, con el virus que estamos sufriendo, nos sobra...
ResponderEliminarAmigo JM. No sé porqué siempre he creído que eras del Puerto. Como siempre, buena información. ¡Que no se repitan! GIR
ResponderEliminarMi querido y admirado amigo, yo vivía en tu barrio, calle Jorge Juan y lo recuerdo vívidamente. Un abrazo
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