viernes, 26 de junio de 2015

APRENDIZ DE RELOJERO




Hoy voy a referir una anécdota personal; algo que me ocurrió allá por el año 67, cuando estaba realizando el servicio militar y de la que ahora me río, pero que en su momento me causó un dolor de cabeza y un arresto de dos días.
Como todo el que me sigue conoce, yo soy natural de San Fernando, ciudad eminentemente militar y en la que todos los nacidos varones éramos inscritos por nuestros padres en Marina, lo que nos garantizaba hacer el servicio militar en la propia localidad, con las ventajas que eso acarreaba.
Pues bien, al cumplir los dieciocho años había que pedir prórroga de estudios, pues de otra forma te llamaban a filas. Ese año pedí la prórroga, pero al siguiente, a un compañero y a mi se nos olvidó y con diecinueve años, recién cumplidos, hubimos de incorporarnos a la Marina.
Después de un periodo de instrucción, yo fui destinado al Arsenal de La Carraca, en donde me mandaron a una oficina en la que se gestionaba todas las vicisitudes del personal de marinería que allí cumplía con sus obligaciones militares.
La oficina esta situada justo sobre la puerta que desde el Arsenal da paso a los muelles, un edificio muy bonito construido en tiempos de Carlos III (me parece) y que presenta dos torres muy airosas, una de las cuales estaba justamente sobre la oficina.
En la torre había un reloj y el taller del relojero, pues ese era un oficio imprescindible en aquellos tiempos, porque en la mar y para poder situarse, es absolutamente necesario conocer la hora de un punto determinado de tierra, por lo que a bordo de todos los barcos había un reloj de precisión, pero de los de cuerda, que era necesario mantener en perfecto funcionamiento.

Edificio de la oficina y taller de relojero (izquierda)

Además de ese trabajo del relojero, éste tenía la misión de mantener en hora todos los relojes que había en el Arsenal, así como los aparatos de precisión, como sismógrafos y barómetros, de los que había varios en distintas dependencias.
Pero la pieza clave era el reloj del campanario de la iglesia. Un viejísimo reloj que funcionaba gracias a los desvelos del afanoso relojero.
Pues bien, este profesional no tenía un sustituto, por lo que no se podía ir de vacaciones y el hombre estaba bastante enojado pues el año anterior había tenido que acudir al trabajo cada dos o tres días para mantener toda la relojería en funcionamiento, situación que no pensaba admitir aquel año.
Yo lo veía entrar en la oficina y hablar con el comandante que llevaba aquel negociado y cada día salía ofuscado y sin una solución a su problema. Pero un día, muy airado, oímos al comandante decir al relojero poco más o menos que no le tocara más aquellas partes pudendas y que se buscara él quien pudiera sustituirle.
Algo más tranquilo, pero con una gran responsabilidad, el relojero se dirigió al jefecillo que teníamos en la oficina, un suboficial inepto, pero soberbio, al que le preguntó si alguno de los marineros que estaban bajo sus órdenes, podría echarle una mano durante el mes de vacaciones.
El suboficial no se comprometió en nada, pero me miró y le dijo al relojero que yo era el más indicado, porque “tenía estudios”, así que el hombre se vino a la mesa en la que yo luchaba contra unas enormes “sábanas” de color rosa en las que se controlaba “el estado de fuerzas” del personal de marinería del Arsenal y me explicó cuál era su problema.
Yo no tenía demasiado trabajo y la propuesta del sustituir al relojero me liberaba cada mañana durante varias horas de estar en aquella oficina que apestaba a humedad, así que le dije que me enseñara a hacer el trabajo y que si me consideraba capaz, aceptaría sustituirle por un mes.
Sustituirle es mucho decir. Yo lo único que tenía que hacer era dar cuerda a una docena de relojes, ponerlos en hora y cargar de tinta los aparatos medidores.
Me dijo que no había dificultad y durante un par de días lo acompañé en su recorrido, mientras me explicaba que lo único delicado era, como ya mencioné, el reloj de la iglesia y me advirtió que tuviera muy en cuenta que todo el personal de oficina esperaba que el reloj diera las dos de la tarde para abandonar su trabajo y dirigirse a coger los autobuses que los llevaran a la ciudad, por lo que la puntualidad de aquel reloj era importante.
Después de recorrer despachos oficiales de los altos jefes del Arsenal, incluso la casa del propio Almirante, le tocó el turno al reloj de la iglesia, que siempre se dejaba para el final.
Entramos por la sacristía y subimos hasta el coro, luego subimos a la techumbre y por encima de la nave central de la iglesia fuimos hasta el reloj, que estaba en el centro de un frontón, entre las dos torres campanario.
Cuando vi aquella maquinaria, se me cayó el alma a los pies. Era como un rebujo de ruedas dentadas y flejes que hacía el ruido de una apisonadora de las que había antes, de esas que funcionaban a vapor. Sobre un eje que terminaba en cuadradillo, el relojero insertó una manivela que estaba en el suelo, junto a la maquinaria y empezó a girarla. Poco a poco una soga de grueso calibre se fue enrollando en una polea, mientras hacía ascender ¡una piedra! de lo menos treinta kilos que a falta del contrapeso que se perdería años atrás, era la que daba tensión a la polea, para tener a todo el mecanismo en funcionamiento.
Ya estaba sorprendido por la existencia de aquel mineral granítico en la maquinaria, pero aún me sorprendió más lo que a continuación relato y que es el eje de esta anécdota.
El eje de la anécdota y el eje del reloj, porque de aquella maquinaria salía un eje concéntrico que movía las dos agujas que nosotros no veíamos, pues el eje se colaba por la pared y aparecía, por el lado de la calle, ya engarzado en las agujas del reloj y para saber la posición de la manilla que marca los minutos, el relojero había sujetado al eje  un alambre que giraba solidariamente y que marcaba la situación que debía tener la aguja, pero por fuera, en la calle.
No sé si ha quedado claro; nosotros veíamos el reloj como si en el que está en nuestra muñeca, lo estuviésemos mirando desde dentro de la caja. Esto quiere decir que el movimiento se percibe en el sentido contrario.
Este es un detalle de suma importancia, como más adelante se verá.
Bueno, yo aprendí el recorrido que había que hacer cada día y aprendí a dar cuerda y poner en hora los relojes, para lo que antes de empezar, lo primero que tenía que hacer era poner en hora el mío, cosa que hacía por un cronómetro de precisión que había en la relojería.
Al de la iglesia no era necesario darle cuerda todos los días, pero imprescindible dársela el sábado, para que aguantase hasta el lunes.
No me pareció que el trabajo fuese demasiado complicado y me permitía un escaqueo diario y completamente justificado, por lo que lo acepté muy decidido, con gran alegría del relojero.
El primero de mes, cuando él empezó sus vacaciones, yo me hice cargo de la relojería y a una hora determinada, cuando me parecía, me despedía de mi jefecillo e iniciaba el recorrido por todo el Arsenal.
Los primeros días fueron bien. Yo cumplía con mi cometido y me quedaba tiempo para holgazanear hasta que me volvía a incorporar a mi oficina.
Así transcurrió toda la semana, hasta que llegó el sábado, día en que no podía olvidarme de dar cuerda al reloj de la iglesia.
Con mi reloj en hora exacta, fui recorriendo todos los despachos y viviendas en los que había que mantener los relojes y dejé el campanario para el último.
Por desconocimiento, falta de experiencia y quiero pensar también que por juventud, no tuve la precaución de mirar la hora que el reloj de la iglesia marcaba cuando subí a darle cuerda y cual no sería mi sorpresa al ver que tras subir la piedra los más de quince metros de recorrido, miré la posición del alambre sobre un reloj imaginario que tenía que dibujar sobre la pared.

Fachada de la iglesia con el reloj en el frontón

Lo recuerdo perfectamente y la aguja del minutero marcaba la hora y diez minutos.
¿Cómo era posible, si era la hora menos diez? Me dije y sin encomendarme a nadie solté el freno del eje y dejé correr los cuarenta minutos que faltaban para la hora exacta.
Ni por un momento pensé en lo que estaba haciendo mal, en que estaba mirando el reloj por detrás y que lo que yo veía como hora y diez minutos en realidad era menos diez minutos.
Satisfecho por mi decisión, dejé todo preparado, incluso engrasé los ejes con la alcucilla que estaba junto a la maquinaria y bajé contento las escaleras.
Era sábado y pronto nos iríamos a casa hasta el lunes.
Tampoco miré el reloj cuando bajé del campanario y me fui a mi oficina sin más.
La noticia fue lo primero que me explotó el la cara el lunes por la mañana.
¿Qué había pasado con el reloj que no había dado las campanadas a las dos de la tarde y todos los empleados había perdido los autobuses?
¡Y yo qué sé, mi comandante! Yo me limito a darle cuerda a los relojes y ya está.
Afortunadamente aquello se saldó con solo dos días de arresto, pero para poner en hora el reloj nuevamente, tuve que hacer un tremendo esfuerzo mental para ver las agujas desde el otro lado y hacer que el reloj avanzara doce horas menos los cuarenta minutos que yo lo había adelantado.

Me costó esfuerzo mental y físico pues tuve que bajar a la calle varias veces, para comprobar la hora que marcaba, hasta que lo dejé marchado como eso: como un reloj.

1 comentario:

  1. Conocía la anécdota porque me la contaste el día que embarcamos en el Caño. De todas formas me ha gustado recordarla. Un abrazo amigo J. MARI.

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