Hoy voy a referir una anécdota
personal; algo que me ocurrió allá por el año 67, cuando estaba realizando el
servicio militar y de la que ahora me río, pero que en su momento me causó un
dolor de cabeza y un arresto de dos días.
Como todo el que me sigue conoce, yo
soy natural de San Fernando, ciudad eminentemente militar y en la que todos los
nacidos varones éramos inscritos por nuestros padres en Marina, lo que nos
garantizaba hacer el servicio militar en la propia localidad, con las ventajas
que eso acarreaba.
Pues bien, al cumplir los dieciocho
años había que pedir prórroga de estudios, pues de otra forma te llamaban a
filas. Ese año pedí la prórroga, pero al siguiente, a un compañero y a mi se
nos olvidó y con diecinueve años, recién cumplidos, hubimos de incorporarnos a
la Marina.
Después de un periodo de instrucción,
yo fui destinado al Arsenal de La Carraca, en donde me mandaron a una oficina
en la que se gestionaba todas las vicisitudes del personal de marinería que
allí cumplía con sus obligaciones militares.
La oficina esta situada justo sobre la
puerta que desde el Arsenal da paso a los muelles, un edificio muy bonito
construido en tiempos de Carlos III (me parece) y que presenta dos torres muy
airosas, una de las cuales estaba justamente sobre la oficina.
En la torre había un reloj y el taller
del relojero, pues ese era un oficio imprescindible en aquellos tiempos, porque
en la mar y para poder situarse, es absolutamente necesario conocer la hora de
un punto determinado de tierra, por lo que a bordo de todos los barcos había un
reloj de precisión, pero de los de cuerda, que era necesario mantener en
perfecto funcionamiento.
Edificio de la oficina y taller
de relojero (izquierda)
Además de ese trabajo del relojero,
éste tenía la misión de mantener en hora todos los relojes que había en el
Arsenal, así como los aparatos de precisión, como sismógrafos y barómetros, de
los que había varios en distintas dependencias.
Pero la pieza clave era el reloj del
campanario de la iglesia. Un viejísimo reloj que funcionaba gracias a los
desvelos del afanoso relojero.
Pues bien, este profesional no tenía
un sustituto, por lo que no se podía ir de vacaciones y el hombre estaba
bastante enojado pues el año anterior había tenido que acudir al trabajo cada
dos o tres días para mantener toda la relojería en funcionamiento, situación
que no pensaba admitir aquel año.
Yo lo veía entrar en la oficina y
hablar con el comandante que llevaba aquel negociado y cada día salía ofuscado
y sin una solución a su problema. Pero un día, muy airado, oímos al comandante
decir al relojero poco más o menos que no le tocara más aquellas partes
pudendas y que se buscara él quien pudiera sustituirle.
Algo más tranquilo, pero con una gran
responsabilidad, el relojero se dirigió al jefecillo que teníamos en la
oficina, un suboficial inepto, pero soberbio, al que le preguntó si alguno de
los marineros que estaban bajo sus órdenes, podría echarle una mano durante el
mes de vacaciones.
El suboficial no se comprometió en nada,
pero me miró y le dijo al relojero que yo era el más indicado, porque “tenía
estudios”, así que el hombre se vino a la mesa en la que yo luchaba contra unas
enormes “sábanas” de color rosa en las que se controlaba “el estado de fuerzas”
del personal de marinería del Arsenal y me explicó cuál era su problema.
Yo no tenía demasiado trabajo y la
propuesta del sustituir al relojero me liberaba cada mañana durante varias
horas de estar en aquella oficina que apestaba a humedad, así que le dije que
me enseñara a hacer el trabajo y que si me consideraba capaz, aceptaría
sustituirle por un mes.
Sustituirle es mucho decir. Yo lo
único que tenía que hacer era dar cuerda a una docena de relojes, ponerlos en
hora y cargar de tinta los aparatos medidores.
Me dijo que no había dificultad y
durante un par de días lo acompañé en su recorrido, mientras me explicaba que
lo único delicado era, como ya mencioné, el reloj de la iglesia y me advirtió
que tuviera muy en cuenta que todo el personal de oficina esperaba que el reloj
diera las dos de la tarde para abandonar su trabajo y dirigirse a coger los
autobuses que los llevaran a la ciudad, por lo que la puntualidad de aquel
reloj era importante.
Después de recorrer despachos
oficiales de los altos jefes del Arsenal, incluso la casa del propio Almirante,
le tocó el turno al reloj de la iglesia, que siempre se dejaba para el final.
Entramos por la sacristía y subimos
hasta el coro, luego subimos a la techumbre y por encima de la nave central de
la iglesia fuimos hasta el reloj, que estaba en el centro de un frontón, entre
las dos torres campanario.
Cuando vi aquella maquinaria, se me
cayó el alma a los pies. Era como un rebujo de ruedas dentadas y flejes que
hacía el ruido de una apisonadora de las que había antes, de esas que funcionaban
a vapor. Sobre un eje que terminaba en cuadradillo, el relojero insertó una
manivela que estaba en el suelo, junto a la maquinaria y empezó a girarla. Poco
a poco una soga de grueso calibre se fue enrollando en una polea, mientras
hacía ascender ¡una piedra! de lo menos treinta kilos que a falta del
contrapeso que se perdería años atrás, era la que daba tensión a la polea, para
tener a todo el mecanismo en funcionamiento.
Ya estaba sorprendido por la
existencia de aquel mineral granítico en la maquinaria, pero aún me sorprendió
más lo que a continuación relato y que es el eje de esta anécdota.
El eje de la anécdota y el eje del
reloj, porque de aquella maquinaria salía un eje concéntrico que movía las dos
agujas que nosotros no veíamos, pues el eje se colaba por la pared y aparecía,
por el lado de la calle, ya engarzado en las agujas del reloj y para saber la
posición de la manilla que marca los minutos, el relojero había sujetado al
eje un alambre que giraba
solidariamente y que marcaba la situación que debía tener la aguja, pero por
fuera, en la calle.
No sé si ha quedado claro; nosotros
veíamos el reloj como si en el que está en nuestra muñeca, lo estuviésemos
mirando desde dentro de la caja. Esto quiere decir que el movimiento se percibe
en el sentido contrario.
Este es un detalle de suma
importancia, como más adelante se verá.
Bueno, yo aprendí el recorrido que
había que hacer cada día y aprendí a dar cuerda y poner en hora los relojes,
para lo que antes de empezar, lo primero que tenía que hacer era poner en hora
el mío, cosa que hacía por un cronómetro de precisión que había en la
relojería.
Al de la iglesia no era necesario
darle cuerda todos los días, pero imprescindible dársela el sábado, para que
aguantase hasta el lunes.
No me pareció que el trabajo fuese
demasiado complicado y me permitía un escaqueo diario y completamente
justificado, por lo que lo acepté muy decidido, con gran alegría del relojero.
El primero de mes, cuando él empezó
sus vacaciones, yo me hice cargo de la relojería y a una hora determinada,
cuando me parecía, me despedía de mi jefecillo e iniciaba el recorrido por todo
el Arsenal.
Los primeros días fueron bien. Yo
cumplía con mi cometido y me quedaba tiempo para holgazanear hasta que me
volvía a incorporar a mi oficina.
Así transcurrió toda la semana, hasta
que llegó el sábado, día en que no podía olvidarme de dar cuerda al reloj de la
iglesia.
Con mi reloj en hora exacta, fui
recorriendo todos los despachos y viviendas en los que había que mantener los
relojes y dejé el campanario para el último.
Por desconocimiento, falta de
experiencia y quiero pensar también que por juventud, no tuve la precaución de
mirar la hora que el reloj de la iglesia marcaba cuando subí a darle cuerda y
cual no sería mi sorpresa al ver que tras subir la piedra los más de quince
metros de recorrido, miré la posición del alambre sobre un reloj imaginario que
tenía que dibujar sobre la pared.
Fachada de la iglesia con el
reloj en el frontón
Lo recuerdo perfectamente y la aguja
del minutero marcaba la hora y diez minutos.
¿Cómo era posible, si era la hora
menos diez? Me dije y sin encomendarme a nadie solté el freno del eje y dejé
correr los cuarenta minutos que faltaban para la hora exacta.
Ni por un momento pensé en lo que
estaba haciendo mal, en que estaba mirando el reloj por detrás y que lo que yo
veía como hora y diez minutos en realidad era menos diez minutos.
Satisfecho por mi decisión, dejé todo
preparado, incluso engrasé los ejes con la alcucilla que estaba junto a la
maquinaria y bajé contento las escaleras.
Era sábado y pronto nos iríamos a casa
hasta el lunes.
Tampoco miré el reloj cuando bajé del
campanario y me fui a mi oficina sin más.
La noticia fue lo primero que me
explotó el la cara el lunes por la mañana.
¿Qué había pasado con el reloj que no
había dado las campanadas a las dos de la tarde y todos los empleados había
perdido los autobuses?
¡Y yo qué sé, mi comandante! Yo me
limito a darle cuerda a los relojes y ya está.
Afortunadamente aquello se saldó con
solo dos días de arresto, pero para poner en hora el reloj nuevamente, tuve que
hacer un tremendo esfuerzo mental para ver las agujas desde el otro lado y
hacer que el reloj avanzara doce horas menos los cuarenta minutos que yo lo
había adelantado.
Me costó esfuerzo mental y físico pues
tuve que bajar a la calle varias veces, para comprobar la hora que marcaba,
hasta que lo dejé marchado como eso: como un reloj.
Conocía la anécdota porque me la contaste el día que embarcamos en el Caño. De todas formas me ha gustado recordarla. Un abrazo amigo J. MARI.
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