viernes, 5 de junio de 2015

UNA CARA DE LA ESCLAVITUD: LA APASIONANTE HISTORIA DE "CÁNDIDA LA NEGRA" -4-




Manuel Pacheco Albalate
Publicado en Pliegos
 Academia de Bellas Artes Santa Cecilia
Número 8, año 2006, pp. 39-62
ISSN: 1695-1824

Cándida “La Negra”

Mucho, demasiado, me he extendido en hacerle un preámbulo a Cándida, que era el objeto principal de estas notas. Pero consideré la necesidad de situarnos ante la que fue última vecina del puerto, de nacimiento esclava y de piel color negra. Esto, unido a mi afición por escudriñar entre los acontecimientos acaecidos en El Puerto, de hurgar por los archivos, ha motivado que lo que en principio pensé iban a ser sólo unas anotaciones, haya salido algo más extenso. Pero es que el tema, si a todos, como decía al principio, despierta un cierto interés, a mí me lo despertó desde mi infancia, y con el viví muchos años hasta que supe algo más de mi simpática negra “Cándida”.

Fotografía de Cándida la Negra en su vejez

Desde que tengo conciencia, desde los primeros años de mi vida, de aquellos que dicen que fueron duros pero que para mí no fueron ni mejores ni peores porque no conocí otros, recuerdo cómo al llegar la noche, mi madre, mi buena madre, cansada de realizar durante todo el día las faenas propias del hogar, me preparaba, me metía en la cuna, que más que cuna era una cama pequeña, y sentada a mi lado, con la cabeza en ocasiones entre sus manos, y en otras realizando alguna que otra caricia por mi frente, por mis sienes, esperaba pacientemente a que me durmiera, a que con mi sueño pudiera llegar el descanso de su ajetreado y largo día. Transcurrido un buen rato, con más sueño ella que yo, que solamente tenía ganas de jugar y viendo como el dios Morfeo no hacia acto de presencia para llevarme y tenerme en silencio durante ocho o diez horas, mi madre se ponía seria y en un tono imperativo me decía. “Duérmete, que viene Cándida la Negra”. ¡Hasta aquí había llegado la cosa! Yo no sabía quien era Cándida, si era persona o animal, buena o no tanto, ni qué representaba, pero el tono de la voz de mi madre me hacía comprender que algo gordo era, que debía tomarme la cosa muy en serio y, de inmediato, contraía todos mis músculos, apretaba mis pequeños ojos, y en un instante la situación se resolvía. No había venido Morfeo, pero si la buena de Cándida La Negra a poner paz, a relajar la situación, a que el descanso llegara a mí y a mi madre.

Pasaron los años, fui creciendo, fui teniendo conocimiento del mundo en que vivía, supe que El Puerto era algo más que el barrio alto donde estaba mi casa. Y un día, calle Larga arriba de la mano de mi madre, camino de la lejana por aquellos años estación del tren, pasando por delante del convento de las Madres Capuchinas, hoy convertido en hotel, nos cruzamos con una persona que llamó poderosamente mi atención. Su aspecto era atractivo, destacaba, llamaba la atención: alta hasta provocar mi curiosidad, pelo muy anillado, rizado y blanco, sus andares lentos y cadenciosos, sus anchos hombros cubiertos por una toquilla negra de forma triangular cuyos flecos bordeaban sus voluminosos pechos, su cara desprendía quietud, serenidad, sosiego, al brazo una cesta de mimbre, un delantal blanco rompía el color negro de tanta ropa, y su voz dulce y melodiosa correspondió al saludo de mi madre. Todo me había impactado en un instante, pero mucho más aún el color de su piel, era distinta a lo que yo siempre había visto: era negra. Me paré en seco, aturdido, y pregunté, ¡siempre la pregunta del niño!: ¿Quién es? Y mi madre, con naturalidad, me respondió: Tú no la conoces, pero yo te he hablado mucho de ella. Es Cándida la Negra, con la que tú te has dormido muchas noches.

A partir de aquel momento cada vez que me cruzaba con Cándida analizaba su figura palmo a palmo. Tenía para mí un encanto especial. Me quedaba ensimismado viéndola. Pensemos que El Puerto por aquellos años, finales de los cuarenta, podría tener unos veintitantos mil habitantes, y Cándida era la única mujer de este color de piel. Lamentablemente, mis ratos agradables con su visión se cortaron cuando me llegó la triste noticia de que mi querida Cándida, la negra que me había hecho conciliar el sueño muchas noches, había muerto de forma traumática, quemada, carbonizada en un brasero de los de picón, de aquellos que se colocaban debajo de las mesas camillas.

Este accidente afianzó aún más mi interés por Cándida, y a medida que crecía, que iban pasando los años, me surgían más y más preguntas sobre su persona. ¿Quién fue realmente esta Cándida La Negra? ¿Quiénes fueron sus padres? ¿De dónde vino? ¿Cómo se quedó entre nosotros? ¿Por qué iba siempre rodeada de niños? Preguntas y más preguntas que, en principio, nadie acertaba a contestarme, o que ante mi juventud, callaban.

Pasaban los años, y siempre que la ocasión era propicia, preguntaba a personas, que por su avanzada edad eran buenas conocedoras de El Puerto, que me hablaran de Cándida. Y poco a poco, lentamente, fueron desvelándome alguno de sus secretos, muy bien guardados, de los misterios que la envolvían. Pero aún tuvo que pasar otro largo periodo para casi configurar la biografía de esta mujer nacida esclava. Se despierta en mí un deseo de investigar nuestro pasado, de estudiar nuestra Historia, y por supuesto la más cercana, la de El Puerto. Consulto archivos y bibliotecas en los más diversos y apartados rincones, donde encuentro comprensión, apoyo y colaboración, con la sola excepción, actualmente, del archivo de la Iglesia Mayor Prioral de nuestra ciudad, imprescindible para poder estudiar la Historia de la misma, nuestra Historia, y cuya consulta me hubieran ayudado a completar más este trabajo.

Con todas estas colaboraciones, con la documentación de los archivos y los recuerdos de amigos no muy jóvenes (alguno pronto celebrará su centenario), aunque con lagunas, hemos podido reconstruir la biografía de una negra nacida esclava: Cándida Huelva Jiménez.

A través de los Padrones Municipales del Archivo Municipal de El Puerto de Santa María, Sección cuarta, Plaza de Abastos, Lechería nº 5, de los años 1940, 1945 y 1950, hemos podido saber que nació en Luanda, colonia portuguesa, el 2 de mayo de 1845, viviendo en esta casa desde su llegada a El Puerto hasta su muerte. Pero vienen ahora las preguntas. ¿Cómo había llegado? ¿Por qué de nombre Cándida? ¿Por qué de apellido Huelva? ¿Por qué natural de Luanda? ¿Por qué aparece viviendo, algunos años de su vida, como “huésped” en esta casa de la calle Lechería? Etc., etc, etc.

Empecemos por su arribada, palabra que es la que mejor define su llegada. Me contaron éstas personas mayores, algunas sin conocerse entre ellas, a quienes hemos hecho referencia por su avanzada edad, que Cándida en su juventud, en los primeros años de estancia entre nosotros, refería su llegada a El Puerto, aunque más tarde, por la situación familiar en que vivía, nunca quiso hablar de ello, pese a lo cual su historia era bien conocida por las personas de su entorno. Por lo tanto los acontecimientos, siguiendo esta tradición oral, que después hemos podido estudiar y ver su solidez, fueron como siguen.

Cándida, por los años cincuenta del siglo XIX, siendo una esclava muleque, como se le llamaba en Cuba a los comprendidos entre los seis y los catorce años, viajaba como “mercancía” en un navío próximo a nuestras costas. Al estilo que solían hacerlo cuando se les conducía a los enclaves de trata, iba con sus manos y pies aprisionados por grilletes. Sus tiernas carnes no habían sido marcadas a fuego, ni con la “R” en la espalda de la monarquía, signo de que era mercancía legal y no de contrabando, ni en el pecho con otra clase de carimba que dijera quién era su propietario, o quién el asentista que la transportaba; sin embargo si portaba las marcas que dejaron los grilletes en sus muñecas y tobillos desde muy joven, huellas que ella escondió siempre celosamente, y que denotaban sus orígenes. Los suyos y los de unos padres que sólo pudieron dejarle por herencia el color de su piel, y la esclavitud que ellos también padecieron.

En la travesía, en aguas cercanas a la Bahía, se desata una tremenda tempestad, El cielo se obscurece, una lluvia intensa impide verse unos a otros en la cubierta del propio barco; el aire arrecia por momentos, las olas van elevándose cada vez más y más, y su encuentro con la embarcación se hace cada vez más violento, lo zarandean, lo envuelven, destrozan cuanto elemento encuentran en su trayectoria; los avezados marineros que gobiernan el barco tienen serias dudas de que puedan salir triunfantes de tan desigual batalla. Lo ponen al pairo procurando no ofrecer ninguna resistencia ni al aire ni a la marea, esperando el momento de tomar una decisión. A pesar de todo, de pronto, un nuevo accidente viene a complicar aún más la situación: por la popa se produce una vía de agua que los marineros, a pesar de los intentos que hacen por achicarla, no pueden contener. La situación es angustiosa, y el capitán decide poner proa a la cercana costa con el fin de salvar a la mayor parte de los pasajeros y tripulantes. El barco empieza a hundirse; nadie piensa en nadie ni en nada, el único objetivo es alcanzar tierra, librarse de la mar enfurecida. Todos van saltando buscando algo a que aferrarse y conseguir la costa; y por supuesto ninguno de los que van a bordo presta la menor atención a esa “mercancía”, a ese producto destinado al comercio, a esa pequeña esclava que queda en el barco con sus cepos.


Continuará

1 comentario:

  1. José Maria, no des más coba," pare"ya la historia completa. Un abrazo!!

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