Durante los ochocientos años
que tardamos en reconquistar nuestro suelo patrio, injusta y violentamente
invadido y arrebatado, es claro que se produjeron períodos de guerras y
conquistas y otros en los que parecía que España vivía en paz con los
musulmanes. Incluso había más hostilidad entre los diferentes reinos
cristianos, que entre estos y los árabes.
Con el desmoronamiento del
califato de Córdoba, quizás el hecho que más favoreció la Reconquista, los
diversos reinos de taifas que surgieron se fueron posicionando en situación de
preeminencia y de entre ellos, uno de los más importantes, quizás el que más,
fue el reino de Toledo.
Su capital, Toledo, conservaba
la prestancia que le daba haber sido la capital del reino visigodo y para los
musulmanes, la ciudad adquiría una importancia trascendental y se consideraba,
detrás de Córdoba, la más importante ciudad de la Península.
Pues bien, el 25 de mayo 1085,
esta ciudad, capital de reino de Toledo y joya de la corona musulmana era
reconquistada por el rey castellano-leonés Alfonso VI y se convierte en lo que
se dio por llamar la ciudad de las tres culturas, pues en ella vivían,
pacíficamente, judíos, musulmanes y castellanos.
La pérdida de Toledo es quizás
el momento de la Reconquista que mayor impacto produce en los invasores árabes
y también entre los cristianos y sin embargo, algo que parece sencillo, como es
hablar de ganadores y perdedores, es uno de los hechos más oscuros de todos
aquellos siglos.
La ciudad islámica de
Toledo
Frente a la historiografía
ortodoxa que hasta el siglo XIX impera en España y que establece el hecho
como una inequívoca victoria cristiana, alguna documentación, procedente del
bando perdedor, es decir de los musulmanes invasores, no contempla los hechos desde
la misma observación.
Un importante arzobispo de
Toledo, Jiménez de Rada que ocupó la sede toledana en el siglo XIII y durante
cuarenta años y que se convirtió en historiador y traductor de árabe, idioma
que conocía a la perfección, guarda una visión de la conquista que se produce
tras cinco años de guerra y asedio emprendida en connivencia con los propios
moros toledanos, descontentos con su rey, Alcádir.
Ni siquiera testimonios de uno
y otro bando se ponen de acuerdo en cuanto tiempo duró el asedio de la ciudad;
para unos fue de cuatro años y para otros de siete y cuando los cristianos dan
la fecha antes señalada del 25 de mayo, los moros dicen que fue el 6 de ese
mismo mes.
El fortuito hallazgo en unos
capítulos sueltos de un libro escrito hacia principios del siglo XII por un tal
Ben Bassam y titulado Dahira, encontrados por uno de los mejores arabistas
franceses llamado Lévi-Provençal, de ascendencia judía, pero nacido en Argelia,
ofrece unos extremos que distan mucho de los ya conocidos y que hicieron
incluso corregir sus apreciaciones a todo un genio de la historiografía, como
el profesor Menéndez Pidal.
Según la documentación
estudiada por este historiador, en diez años, Toledo pasó de su mayor grandeza
a su total ruina. El rey al-Mamún, que gobernó la taifa toledana entre los años
1043 y 1075, consiguió que su reino fuera el de mayor grandeza de todas las
taifas de la península, y en el que tenían fantástica acogida sabios y artistas
de cualquier cultura o religión, los que dieron lustre a la ciudad, junto con
el embellecimiento de sus palacios, plazas, calles y jardines que el propio rey
se ocupaba de impulsar.
Fue en Toledo en donde se
refugió a Alfonso VI, hasta entonces rey de León, cuando fue destronado por su
hermano Sancho II. Allí, al-Mamún lo acogió durante once meses, en el año 1072,
hasta que su hermano fue asesinado en el cerco de Zamora por Vellido Dolfos,
según cuentan los cantares de gesta.
Quizás en ese involuntario
exilio, Alfonso fraguó la idea de reconquistar aquella bellísima ciudad, joya
de la morería y crisol de culturas.
Estatua de Alfonso VI a
las puertas de la Catedral de Toledo
El rey al-Mamún murió
envenenado en Córdoba en 1075 y su cuerpo trasladado a Toledo para darle sepultura junto
a la gran Mezquita. Con él se acabó el período de gloria de la ciudad.
Tras la muerte del rey, fue
coronado su nieto, un muchacho aún, de escasa inteligencia, tímido y dominado
por su madre y otras mujeres del harem, al que la historia conoce con el nombre
de Alcádir, aunque su verdadero nombre era Yahya.
No pudo Alcádir empezar peor
su reinado, pues desoyendo los sabios consejos que su abuelo le había ido
proporcionando durante años, prefirió confiar en los enemigos de su familia antes que en sus leales,
quizás con la insana intención de congraciarse con todo el mundo, los cuales, liberados de sus prisiones o destierros, se hicieron fuertes y consiguieron asesinar al primer
ministro al-Hadidi, verdadera mano derecha del reino.
A esta muerte siguieron
tumultos, sublevaciones, pillaje y muchas más muertes, dividiendo a los
toledanos en dos bandos y consiguiendo que algunas de sus importantes
provincias, como Valencia se declararan independientes.
Aprovechando el
desmoronamiento del reino, Alfonso VI, ya convertido en emperador, título que
le correspondía como rey de León, se presentó en las fronteras, causando el
terror de las poblaciones limítrofes, mientras las taifas de Sevilla y Zaragoza
se levantaban contra Toledo y le disputaban su hegemonía, incluso el rey
sevillano Motamid reconquistó Córdoba.
A la vista de los capítulos
encontrados por el arabista francés, Alfonso VI inicia su campaña contra el
reino de Toledo atendiendo a un llamamiento que le hace el propio Alcádir, con
el fin de atemorizar a los rebeldes contra él y contando con el apoyo de los
mudéjares toledanos que eran los cristianos que vivían en aquel reino.
Los enemigos de Alcádir piden
ayuda, como ya lo habían hecho anteriormente otras taifas, a los integristas
almorávides y siguiendo la costumbre, su rey se la pide al emperador Alfonso,
el cual le exige gran cantidad de dinero que Alcádir no tiene.
Asustado huye una noche de la
ciudad y se refugia en Cuenca, después de muchos intentos en castillos y plazas
fuertes que le cerraron sus puertas.
Desde allí escribió a Alfonso,
recordándole cómo su abuelo lo había acogido antaño. No fue insensible el
emperador leonés y regresó al cerco de Toledo llevando con él a su protegido,
el rey.
En la fuga del rey, se había
hecho cargo de la situación el rey de la taifa de Badajoz, Motawákkil que, muy
confiado, no dispuso las defensas de la ciudad, dedicándose solamente a
solazarse en fiestas y banquetes.
También huyó este rey cuando
le advirtieron que Alfonso regresaba con el grueso de su ejército y con el rey
Alcádir. Asustado, arrambló con lo que pudo y tomó el camino de su reino. Era
el año 1082.
La ciudad, dividida y sin
gobierno, abrió las puertas a Alfonso que repuso en el trono al desafortunado rey
moro, el cual entregó al rey castellano riquezas y el castillo de Canales, fortaleza casi
inexpugnable situada al norte de Toledo.
Después de abastecer la fortaleza, Alfonso se
volvió a Castilla, pero dejaba, en el corazón de Toledo, clavada una lanza que
haría mucho daño.
Mientras, Alcádir, que se creía
protegido por Alfonso, no era capaz de advertir las condiciones tan vergonzosas
que le habían sido impuestas y que favorecían a los cristianos de su reino,
mientras los musulmanes se revelaban o huían al vecino reino de Zaragoza, donde
se les recibía muy bien y desde el que se preparaba un ejército para atacar
Toledo.
Lo propio se hacía en la taifa
de Sevilla, limítrofe por el sur.
Cuando los dos reyes fronteros
atacan Toledo, Alcádir, incapaz de defenderlo se lo entrega pacíficamente a
Alfonso.
Desde el primer cerco a la
ciudad de Toledo, hasta su entrega por Alcádir en 1085, han pasado seis años.
Esa es, según el arabista francés, la razón por la que se ha volcado en la
historia la idea del fortísimo y largo asedio de la capital toledana, como así
se había venido contemplando por los escritores e historiadores de la época y
que incluso se relata en la Historia Roderici (referida a Rodrigo Díaz de Vivar,
El Cid) o en las Crónicas Silentes y Najerenses.
Es cierto que Alfonso no
abandonó nunca el cerco a Toledo, pero a veces parecía que el cercado era él,
pues los inviernos ponían en muy difícil situación el abastecimiento de sus
tropas y de no ser por algunas taifas enemigas de Toledo que le enviaban
víveres y lo que el saqueo de poblados y cigarrales aportaba, no le hubiera sido
posible mantener el asedio de la ciudad.
Instalado en el trono de la
ciudad, se proclamó Imperator Toletanus y de las primeras cosas que hizo fue
restablecer la archidiócesis que ya lo fue en época visigoda.
Los musulmanes más radicales
vieron en aquellos gestos una premonición de que todo el Islam sería expulsado
pronto de la Península y cantaban aquellos versos que se hicieron famosos:
“Poneos en camino, oh andaluces, pues quedarse aquí es una locura”.
Y lo sería, pero debían pasar
aún cuatrocientos años.
Me encantan tus artículos, este Imperator Toletanus, pone de manifiesto la poca importancia que se le ha dado a Toledo en su época musulmana
ResponderEliminarEspero al próximo
Me gusta! Pura historia @
ResponderEliminarComo siempre preciso y concreto, relatas una cara de la historia desconocida, al menos para mi. Me encanta la forma de narrarlo. Un saludo amigo.
ResponderEliminarMe ha gustado esta versión de la reconquista de Toledo
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