viernes, 9 de mayo de 2014

MOJA DE PIES





En varias ocasiones anteriores he tratado sobre guerras o batallas que por ser sus nombres divertidos, como la de los pasteles, la sandía, o de la oreja de Jenkins, o por haber sido la más larga o la más corta, o simplemente por el hecho de habernos pasado desapercibida a pesar de su importancia, creía oportuno sacar del olvido y desempolvarlas, advirtiendo siempre que, no siendo historiador, lo único que guía mi afán es dar a conocer lo que ha estado olvidado y sin que por mi parte incluya nada.
Normalmente esas guerras o batallas han ocurrido lejos de nuestro país y aunque hayan tenido repercusiones para España, su influencia no ha sido advertida por el pueblo llano. Pero no siempre ha sido así, porque buceando en la historia de España, que nos debería ser conocida, al menos por lo próxima, también encontramos algunas de estas curiosidades como la que voy a relatar.
Estábamos en pleno siglo XIV, cuando Alfonso XI de Castilla se casó con María de Portugal, hija del rey Alfonso IV, con la que tuvo al infante Pedro, que gobernó a la muerte de su padre con el nombre de Pedro I, conocido como El Justiciero, por sus seguidores y El Cruel, por sus enemigos. Pedro I murió en la batalla de los campos de Montiel, a manos de su hermanastro Enrique que le arrebató el trono y fundó la casa de Trastámara.
A Enrique II de Trastámara le sucedió su hijo Juan I y a Alfonso de Portugal, su hijo que gobernó como Pedro I y a éste, a su vez, su hijo, Fernando I.
Desde muchos años atrás, los monarcas castellanos y portugueses se habían casado entre ellos, creando unos débiles vínculos de sangre, pero unas fuertes apetencias por apoderarse del reino del otro, ya por tratados, ya por la fuerza.
Así estaban las cosas en el inicio de la década de 1380, cuando se estaba cociendo lo que se daría en llamar la tercera guerra castellano-portuguesa.
En Castilla reinaba Juan I y en Portugal Fernando I, cuando en la corte castellana se empieza a tener noticias de que los portugueses están formando un poderoso ejército que será auxiliado por tropas inglesas, país con el que acaban de firmar un pacto por el que los de la “Pérfida Albión” ofrecen un ejercito de mil hombres de armas y otros mil de sus temidos “flecheros”, ejército que estaría mandado por el propio hijo del rey inglés, Edmundo de Langley, duque de York.
Cuando el ejército conjunto anglo-portugués empieza a desplazarse hacia las fronteras con España. Al rey castellano le surge una nueva dificultad y es que su hermano bastardo, don Alfonso, duque de Noreña, se rebela en la villa palentina de Paredes de Nava. Con muy buen criterio, Juan I decide solucionar antes el problema interno y acudir más tarde al otro que si bien más grave, podrá esperar a que su situación interna mejore, aun cuando el ejército combinado llegue a rebasar la frontera e invadir los territorios de Castilla.
Cuando el bastardo Alfonso conoce que el rey va contra él con todas sus fuerzas, huye a Asturias, hacia donde le persigue el monarca. Viéndose perdido envía mensajeros pidiendo perdón y el rey, quizás acuciado por la necesidad de bajar con sus huestes a hacer frente a los invasores, lo perdona y a marchas forzadas se dirige al sur, a la vez que envía órdenes a sus capitanes de mar, de que preparen una escuadra que se pondrá a las órdenes del almirante mayor de Castilla, Fernando Sánchez Tovar.
En su descenso por Castilla, hace retroceder al ejército combinado que había tomado ciudades limítrofes, a las que el rey castellano pone en asedio.
Mientras, en la costa se está desarrollando una febril tarea: alistar los buques necesarios para enfrentarse al enemigo y enrolar a las tripulaciones que se van a hacer cargo de los mismos.
Situación similar se vive en la vecina Portugal, donde el rey ha entregado el mando de la flota al almirante Joao Afonso Telo, conde de Barcellos, buen militar pero con escasos conocimientos como marino y mucho menos para dirigir la flota, inconvenientes a los que se unen su vanidad y prepotencia y cuya única virtud, al parecer, consiste en ser hermano de la reina de Portugal.
Telo zarpó de Lisboa con una escuadra compuesta por veintiuna galeras, navío que mezclaba las velas y los remos, una galeota, más pequeña que la anterior y con hasta veinte remos por banda y cuatro naos, navíos de tres mástiles y vela cuadrada, de diseño español y que pronto fueron sustituidos por los galeones y en la que trasladaba parte de las fuerzas inglesas de apoyo.
Mientras, en Sevilla, la flota estaba ya aprestada, pero de las veintitrés galeras, solamente diecisiete estaban en condiciones óptimas para la navegación. Casi en la misma fecha, zarparon para descender el Guadalquivir y enfilar hacia Portugal.


   Galera castellana del siglo XIV

El día 17 de julio de 1381, las escuadras se avistaron frente a las costas del Algarve, con viento favorable a la escuadra española que en vez de presentar batalla en mar abierto, optó por una maniobra mucho más astuta.
La escuadra portuguesa iba poco organizada pues las galeras, más rápidas, se habían adelantado a la galeota y a las cuatro naos que con viento casi de frente y sus velas cuadradas, apenas avanzaban dando bordadas.
Hábil, el almirante español, pensó que la superioridad portuguesa no le permitía arriesgar nada y ordenó dar la vuelta, pensando en librar la batalla en aguas poco profundas en donde las naos embarrancasen y que además para poderlos alcanzar, la flota portuguesa hubiera de forzar mucho la marcha, cansando a los remeros para el momento de entrar en combate.
Los portugueses, al observar la maniobra evasiva de los castellanos entendieron que estos huían, lanzándose a una frenética persecución con aires de victoria pero en realidad con vientos desfavorables y un esfuerzo enorme de remos.
En el camino de su alocada persecución, la escuadra portuguesa encontró varias barcazas de pescadores onubenses que faenaban a varias millas de la costa.
Ensoberbecidos y con una tremenda ansia de victoria, decidieron no dejar vivo a ningún castellano, por lo que algunas galeras se desprendieron de la mínima formación que llevaban y se entretuvieron en hundir las barcazas y destrozar las artes de pesca que tenían caladas, dejando que los pescadores se ahogaran, sin ninguna clemencia por su parte.
En la ría de Huelva y cerca de la isla de Saltés, esperó el almirante castellano a la escuadra portuguesa que dada la marcha tan fuerte que su almirante había impuesto, creyendo que los castellanos huían porque se consideraban vencidos, había desperdigado aún más a la flota que venía sin ningún orden de ataque, con remeros muy agotados y con una marinería poco entrenada, mientras enfrente, la escuadra castellana, perfectamente formada en orden de ataque, descansada y con avezados marinos, aguardaba el momento propicio para entrar en combate.
En vanguardia venían doce galeras y la galeota, más atrás otras nueve galeras que se habían entretenido en hundir las barcazas y destruir las redes y aún más retrasados, apenas se divisaban las cuatro naos.
Conforme las primeras doce galeras y la galeota portuguesas se adentraron en la ría, muy separadas las unas de las otras, comprendieron tardíamente su error, porque hallaron a los barcos castellanos muy unidos en formación cerrada, los cuales se lanzaron contra las naves portuguesas según iban llegando, abordándolas y capturándolas sin remisión.
Hasta que las otras nueve galeras hicieron su aparición, tuvo la escuadra castellana tiempo de arrojar al mar a los muertos, atender a los heridos y poner en salvaguarda a las naves capturadas, con lo que quedaba de sus tripulaciones.
Ocho de las nueve galeras fueron también abordadas, mientras que la que iba en última posición, viendo el cariz de los acontecimientos, viró en redondo para protegerse con las naos y todos juntos emprendieron el viaje de retorno, pero una imprevista calma, dejó a las naos sin posibilidad de escape y mientras la galera portuguesa huía a fuerza de remos, las castellanas abordaban a las naos y las capturaban.
Escapó solamente la galera que llegó a Lisboa para dar la triste noticia, que se completaba con la pérdida de todos los barcos y con más de tres mil doscientos muertos por el lado luso, mientras que la escuadra castellana apenas tuvo trescientas cincuenta bajas.
De todas las ciudades del litoral se desplazaron los habitantes para contemplar la parada naval en la que las galeras castellanas remolcaban a los buques lusitanos, con sus pendones sumergidos en señal de derrota.
Pero este artículo estaría incompleto si no diera explicación a la frase que lleva por título y es que muchos de los marineros embarcados en la escuadra castellana eran de la zona de Huelva, Moguer, Ayamonte y otras localidades de las inmediaciones, a los cuales la afrenta portuguesa de hundir las barcazas de humildes pescadores que con eso no hacían sino ganarse la vida, sentó muy mal, por lo que decidieron tomar venganza y así, ajusticiaron a cuatrocientos marineros lusitanos por el procedimiento de “moja de pies” que consistía en atarlos de pies y manos y arrojarlos al agua, en donde se ahogaron sin remisión.
Fue éste el incidente que en parte enturbió la gran victoria castellana.
El almirante Tovar, con su flota y las naves capturadas, se dirigió a Sevilla donde entró triunfante, claro que no fue éste el único triunfo del almirante cuyas hazañas merecen ser rescatadas en artículos posteriores.


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