viernes, 30 de enero de 2015

LA CARAMBA




En la actualidad, la moda viene dictada por los diseñadores. Señores y señoras que se encierran en sus estudios y dibujan los vestidos que se van a llevar en la temporada siguiente. Cada uno tiene su estilo propio del que impregnan sus creaciones y del que luego copian otros diseñadores, de mucho menos postín, que son los que colocan esas tendencias en los grandes almacenes o en tiendas de moda de muchísimo menor precio.
Pero hace dos siglos la moda no era así. No había diseñadores ni grandes emporios destinados a diseñar moda y entonces ésta nacía del arte de las costureras que supieran interpretar cómo deseaban las señoras que fueran sus trajes. Luego, todo era cuestión de copiar.
En la historia hay varias mujeres que se distinguieron por su capacidad creativa para imponer las modas de vestidos, peinados, aderezos y cuanto se pudiera llevar para ensalzar la belleza femenina.
Uno de estos aderezos fue “la caramba”, una especie de complicado lazo, una moña, casi siempre de carísimas sedas, en el que se podían colocar infinidad de objetos de orfebrería para enlucirlo aún más y que favorecía muchos a las damas.
El genial Goya, pintó a varias damas de la corte, nobles e incluso a reinas, adornando sus cabelleras con exquisitas “carambas”.

 
Dos damas de la nobleza luciendo sendas “carambas”

Pero, ¿de donde viene ese extraño nombre de este abalorio? Pues viene de su inventora, una cantante y actriz muy famosa en la época a la que su público bautizó como “La Caramba” dado que repetía mucho esa palabra en una tonadilla que cantaba diariamente y que el público le solicitaba.
Se llamaba esta comediante, como se conocía en la época a las mujeres dedicadas a la farándula, María Antonia Vallejo Fernández y nació en 1751 en la granadina ciudad de Motril.
Ligera de cascos desde su más tierna juventud, bellísima y de cante gitano y desgarrado, acompañaba a sus padres que ya fueron faranduleros, en sus desplazamientos artísticos, representando papelitos en las comedias y sainetes que sus padres ponían en escena y en los que ya demostraba la voluptuosidad que con los años llegaría a alcanzar.
En aquellos tiempos había dos ciudades en España en donde se podía destacar en las artes de la escena. Una era, por supuesto, Madrid, la corte, y la otra era Cádiz.
Sí, no se extrañe nadie. Cádiz era la palestra en la que se esforzaban por destacar los actores y actrices de la época y tiene una explicación muy lógica sabiendo que el puerto gaditano era el principal de España, desde que la Casa de Contratación de Sevilla pasó Cádiz en 1717, en donde permaneció durante setenta y tres años, cuando fue suprimida como consecuencia del Decreto de Libre Comercio que suponía la libertad absoluta para comerciar con América.
En Cádiz y durante todo ese tiempo, se estuvieron formando las compañías de  actores que embarcaban para hacer la ruta de Indias y a Cádiz venían los principales “ojeadores” de las compañías de teatro madrileñas y de otras grandes ciudades españolas para hacer sus fichajes de temporada.
Y en los escenarios de nuestra querida ciudad, apareció, en 1775, cantando tonadillas, una joven llamada María Antonia Fernández. Ya había desechado su primer apellido, Vallejo, figurando solamente con el de su madre. No se sabe muy bien cual fue la razón, pero es probable que ella quisiera destacar la vena gitana que le correspondía por parte materna y que el apellido Fernández representaba a la perfección y  excluir el Vallejo que sonaba a castellano.
Estuvo actuando en Cádiz durante un año hasta que le propusieron ir a Madrid para actuar en la compañía del teatro de la Cruz, uno de los más prestigiosos de la capital, en donde actuaría como “sobresaliente de música”, trabajando al lado de las grandes figuras de la escena de la época.
Quizás extrañe el título de sobresaliente de música, pero es de saberse que en aquella época se cantaba a pleno pulmón, no solo para llegar hasta el último rincón del teatro, muchas veces al aire libre, sino para hacerse oír por encima de los rumores de un público muy poco respetuoso con los actores que no cesaba de conversar, imprecar o jalear al artista. Esa circunstancia hacía que las voces de las tonadilleras se quebrase con frecuencia y era obligado pasar unos días de reposo, dando paso al sobresaliente.
Las habilidades escénicas de María Antonia agradaron al público, pues las temporadas siguientes siguió en cartel y en 1779, aparece como “tercera de cantado”. Ha dejado de ser sobresaliente y según su contrato, gana veintidós reales y nueve de ración.
Tengo que reconocer que no sé que era esa manera de expresar los sueldos y no he encontrado dónde aclararlo, así que lo dejo tal como lo encontré, agregando que en aquella época, representó numerosos sainetes del entonces autor de moda, don Ramón de la Cruz.
En la temporada de 1781, La Caramba se enamoró perdidamente de un francés, medio escritor y medio rico llamado Auguste Saumenique, con el que acordó casarse en secreto, pues la familia de él se oponía totalmente a la boda, dada la fama que ya tenía la comediante, que sin parar en barras, cambió los nombres de sus padres, consiguió de ellos cédulas de defunción y, en fin, se hizo pasar por quien no era, aunque eso sí, aportó al matrimonio una dote de más de ciento sesenta mil reales, que ni siquiera sirvieron para que el francés aguantara mucho tiempo en el tálamo y comprendiendo que había hecho una soberana tontería casándose con la frívola Caramba, decidió separarse, por lo que la Fernández cogió sus pertenencias y se fue a vivir con su madre.
Es necesario resaltar que la enorme cantidad de dinero de la dote daba una idea de cual era el tren de vida que llevaba la cantante que con su sueldo no podría nunca haber conseguido aquella fortuna que era producto de regalos de todos los que la pretendían.


Retrato a plumilla de “La Caramba”, firmado por ella

Pero la vida frívola de la tonadillera dio un cambio radical y completamente inesperado.
Era su costumbre, como la del Madrid elegante de la época, pasear por las tardes por la llamada Fronda del Prado, el conocido paseo madrileño que discurre entre la Plaza de Cibeles y la de Atocha, por donde tanto a pie como en carruajes, paseaban desde los más castizos hasta los personajes más populares.
Allí era donde se lucían los vestidos, las nuevas tendencias y donde María Antonia había puesto de moda su lazo para el pelo.
Cierto día, a la caída de la tarde, el cielo empezó a ponerse gris; pasó luego pasó a negro y como suele ser corriente, comenzó a descargar una verdadera tromba de agua.
“La Caramba”, al ver cómo se iba poniendo la tarde, subió por la Carrera de San Jerónimo para dirigirse al teatro, pero el aguacero la sorprendió a medio camino y tuvo que refugiarse en la iglesia del convento de frailes Capuchinos.
En ese momento, ocupaba el púlpito un venerable religioso que se dirigía a sus feligreses con una elocuencia poco usual y arremetiendo duramente contra las pecadoras, a las que vaticinaba las peores consecuencias cuando hubieran de rendir sus cuentas en la otra vida.
María Antonia se sintió tan afectada por aquellas palabras que en aquel momento, de rodillas ante el altar, prometió trocar su vida de galanteo por otra de cristiana penitencia. Acudió a un confesionario y haciendo un acto de profunda contrición, se comprometió a borrar con obras piadosas todos sus desvaríos anteriores.
Y así lo cumplió. Vendió sus vestidos y sus alhajas y repartió entre los pobres el dinero; cambió sus sedas por sayas y sus ajorcas por cilicios y así se la empezó a ver, pobremente vestida, con un rosario permanentemente en la mano y la cabeza inclinada hacia el suelo.
Aquella mirada altiva de la que hacía escandaloso alarde, había desaparecido de su rostro y sus carnes lozanas y frescas pronto empezaron a secarse y arrugarse, castigadas por el martirio al que las sometía.
Al invierno siguiente enfermó y sin apetencia alguna a seguir viviendo, murió el día diez de junio de 1787, a la edad de 36 años, siendo enterrada en la iglesia parroquial de San Sebastián, en la calle Atocha y más concretamente en la Capilla de la Congregación de actores de Nuestra Señora de la Novena.
Hizo testamento unos días antes, dejando por única heredera de los escasos bienes que poseía a su madre y confesando que había falsificado la documentación para casarse.
Su entierro fue muy sonado y llorado en la capital, donde “La Caramba” se había ganado un lugar preeminente de la escena española y hasta los frailes capuchinos del convento en el que se operó su conversión y que le estaban profundamente agradecidos, pues a ellos llegó toda la fortuna de la cantante, encabezaron el duelo en procesión.
Así fue la vida de esta cantante y actriz singular que fue la admiración de toda España y en la que se la recuerda por su facilidad para dictar la moda de su época y haber sido la inventora de aquel lazo que desde hace dos siglos se viene usando, porque no se piense que tal abalorio pasó de moda con los años. Es posible que no se use tanto como en aquella época, pero todavía no se ha olvidado, al menos no lo había olvidado la recién fallecida duquesa de Alba, a la que puede verse en esta fotografía luciendo una “caramba”.





jueves, 22 de enero de 2015

EL OLIVAR DE SAN ISIDRO





Mucho se ha hablado y se ha escrito de los productos que los conquistadores españoles trajeron de las Américas: oro, plata, cacao, patatas, tomate, maíz, tabaco y un largo etcétera.
Sin duda ninguna que lo más apetitoso era el oro, mas bien escaso y la plata, esta sí, abundante, pero lo que Europa no ignora es que fue la patata la que más hizo por ella. Gracias a las patatas traídas del nuevo continente y plantadas en casi todos los países, salió el viejo continente de las hambrunas crónicas que venía padeciendo.
La piña, el mango, la papaya o el aguacate, son frutas procedentes de América y de las que disfrutamos ahora en abundancia, pero en tiempos pasados carecían de valor y a pesar de su importante aporte vitamínico, imprescindible contra el escorbuto que se presentaba en las largas travesías marítimas, la sociedad no las apreciaba.
Pero justo es decir que como contraprestación, los conquistadores también llevaron a las nuevas tierras, productos agrícolas de primer orden como el arroz, el café, el ajo y la cebolla, almendras, nueces, uvas, manzanas y naranjas, limones, pomelos, pero sobre todos ellos dos de los que hoy quería hablar: el trigo y el olivo.
Existe en la ciudad de Lima, capital del Perú, fundada en 1535 por Francisco Pizarro, una zona ajardinada que se llama Parque Olivar de San Isidro, debido a la presencia de numerosos olivos centenarios plantados entre los primeros que llegaron a aquellas tierras de manos de una mujer excepcional.
Esta mujer se llamaba Inés Muñoz y estaba casada con Francisco Martín de Alcántara, hermano de madre del conquistador Francisco Pizarro.

El olivar de san Isidro

La saga de los Pizarro es una curiosísima historia que merece la pena contar aunque sea muy por encima. Indudablemente su principal bastión es el conquistador, don Francisco González, apodado “El Ropero”, que posteriormente, al entrar en la Historia, fue conocido como Francisco Pizarro González.
Pizarro era hijo de Francisca González Mateos, nacido en 1478, fue su padre don Gonzalo Pizarro Rodríguez de Aguilar, apodado “El Largo”, jefe de la guardia personal de los Reyes Católicos, los llamados “continos”, un cuerpo de cien soldados que de continuo, velaban por la seguridad de sus majestades. Gonzalo, que tuvo muchos hijos fuera y dentro del matrimonio, a su muerte los reconoció a todos, menos a Francisco.
La madre de Pizarro era de la familia de “Los Roperos” y trabajaba como sirvienta en el convento de San Francisco el Real, de Coria, donde profesaba una tía de don Gonzalo que en las visitas que giraba a su familiar, se quedó prendado de la joven y la sedujo, hasta dejarla embarazada. Al saberse su estado, fue expulsada del convento y buscó refugio en casa de su madre, donde dio a luz a Francisco, “El Ropero”, conquistador del Perú.
Posteriormente se casó con Martín de Alcántara y tuvo un hijo al que también puso de nombre Francisco, que por tanto era hermanastro del anterior.
Pues con este último casó doña Inés Muñoz y con dos hijos muy pequeños, acompañó a su marido cuando su hermanastro se lo llevó en su segundo viaje a América, expedición que llevaba las capitulaciones para la conquista del reino del “Birú”.
Sus dos hijos murieron en la travesía hasta Panamá que fue de una gran penosidad, pero ella, junto con su marido, supieron sobreponerse a la tragedia y continuar con la expedición.
Gran parte de esa penosidad en la travesía se debió a que Pizarro, que conocía perfectamente las deficiencias americanas en materias de vegetales, había preparado una buena cantidad de plantones de olivo, así como una buena provisión de simientes de trigo, las dos especies que más echaba en falta, que junto con la vid, que llegaría algo más tarde, complementarían la dieta a la que los españoles estaban acostumbrado. La vid y el olivo no podían viajar en la misma embarcación, pues no había forma de almacenar agua suficiente para su riego y para el consumo humano, en las exiguas carabelas de la época.
Los plantones de olivo requirieron de un cuidado permanente y de un riego regular, cosa que se hacía con el agua que a bordo se almacenaba para el consumo humano, lo que hizo mermar muchísimo las reservas y provocó la aparición de deshidrataciones que los dos niños pequeños no pudieron soportar.
Una vez en Panamá cruzaron hasta el Pacífico, donde Pizarro formó su expedición con 181 hombres, de los que 80 eran infantes y 77 de caballería, 20 ballesteros, 3 arcabuceros y 37 caballos, partiendo a la conquista del imperio Inca.
En la expedición, recayó en doña Inés la tarea de organizar el avituallamiento y la alimentación del núcleo que formaban su cuñado y sus capitanes, casi todos de la familia Pizarro, así como el cuidado de las simientes y de los plantones.
No era fácil la intendencia en aquellos parajes, pues los alimentos locales no gustaban a los españoles y no había ninguna posibilidad de obtener los que constituían la dieta tradicional española. Echaban de menos los quesos, los embutidos, el pan de trigo o el aceite para cocinar y sobre todo, el vino.
Una vez en el Perú, Pizarro fundó la primera ciudad en el año 1534, la actual Jauja. Un año más tarde fundó Lima, a donde trasladó la capitalidad del imperio que estaba conquistando y en la que se plantaron diez mil plantones de olivo de los que muchos aún perviven, centenarios, en el parque de San Isidro que en aquel tiempo era un enorme huerto de la casa que el matrimonio Alcántara tenía en la nueva ciudad.
Y por aquellas tierras conoció Pizarro a una princesa inca llamada Quispe Sisa, de la que se enamoró perdidamente y con la que se casó, después de haberla bautizado y puesto por nombre Inés, como su cuñada.
Así pues, hubo dos Inés desde el principio de la conquista peruana, aunque no eran las únicas féminas, pues otras mujeres también acompañaban a la expedición. Entre ellas se encuentra Catalina de la Cueva, una segoviana que ejerce de cocinera y que se convierte en compañera permanente de Inés Muñoz.
Entre las dos y con la ayuda de la princesa Inés comienzan la búsqueda de alimentos que los españoles no rechacen porque observan que los indios lucen sanos y fuertes con su alimentación, lo que les indica que no debe ser tan detestable.
Doña Inés Muñoz llevó un diario que inició en 1533, en donde reflejó episodios muy curiosos de la conquista del Perú, pero siguiendo con lo que era el tema de su principal preocupación, refleja que es el maíz la alimentación principal de los indios y que lo consumen en numerosas variedades y que incluso hacen con él una bebida que puede fermentar y contener alcohol. Habla también de las “papas”, de la que dice que existen variedades muy diferentes que consumen diariamente y cocinada de muy diversas formas. La carne que consumen procede de las llamas y las alpacas que salan y secan al sol, así como de unos conejos pequeños que los indios llaman “cuy”.
Coinciden varios historiadores en asegurar que era doña Inés de un tesón y fuerza de voluntad tal que en numerosas ocasiones era quien animaba a los conquistadores a quienes con la buena alimentación, que a pesar de los escasos recursos ella les proporcionaba y con sus encendidas soflamas, evitaba que cayeran en el desaliento.
Estuvo presente cuando la conjura de Almagro el Mozo acabó con la vida del conquistador Francisco Pizarro, refriega en la que también murió su esposo, Martín de Alcántara.
Ella y los tres hijos del conquistador fueron apresados y embarcados en una nave en el puerto de El Callao, poniendo rumbo norte, con intención de abandonarlos en la primera isla desierta con la que se toparan.
Afortunadamente, el piloto desobedeció las órdenes y condujo a los apresados al puerto de Manta donde se pusieron bajo la protección del gobernador especial, enviado por España para poner orden en los turbios asuntos del Perú.
Pero por si su aportación a la agricultura no fuera suficiente, que lo fue hasta el extremo de que Ricardo Palma a quien me he referido ya en varias ocasiones, en su obra Tradiciones Peruanas, la llama “La Ceres peruana”, en alusión a la diosa griega de la agricultura, se debe a ella la instalación del primer telar para tejer la lana de las llamas, las vicuñas y las alpacas, tan abundantes tan abundantes y de tan buena calidad que le proporcionó grandes beneficios.
Ya viuda, volvió a casar, esta vez con el caballero de Santiago, don Antonio de Rivera, con el que tuvo dos hijos que murieron al salir de la adolescencia.
Viuda por segunda vez, decidió entregar su inmensa fortuna a la iglesia y fundó el monasterio de la Concepción de Lima.

Claustro de la Concepción en la actualidad

Falleció en la ciudad de Lima el 3 de julio de 1594 y a la inusual edad de ciento diez años.
Ha pasado a la historia como introductora del trigo y el olivo en América, pero en realidad fueron muchas las frutas y verduras que consiguió hacer crecer en las nuevas tierras, de ahí que se la equiparase con la diosa Ceres.



jueves, 15 de enero de 2015

FELIPE II Y LOS ALQUIMISTAS





De entre las muchas infamias que la leyenda negra dejó caer sobre España y en especial sobre su más poderoso rey, Felipe II, estuvo la de acuñar monedas falsas, o al menos con una ley muy por debajo de lo exigido, si eso fue verdad o simple invención de nuestros enemigos, no lo sabemos, porque ya hemos visto, en otros artículos, que estas acuñaciones se hacían por países extranjero, con la intención de perjudicar el crédito y la economía española. Pero he aquí que me he topado con papeles muy interesantes sobre una actividad desconocida de Felipe II que quiero poner de manifiesto.
En los momentos en que el imperio español alcanzaba su cenit, las arcas del gobierno estaban vacías, hasta el punto de que las telarañas decoraban sus rincones y no había manera de salir de aquella situación, porque a pesar de las inmensas riquezas que llegaban desde las colonias, no había suficiente para pagar los créditos que se tenían comprometidos.
Para valerse de fondos suficientes como para hacer frente a sus tremendos gastos, Felipe II, el más poderoso emperador de todos los tiempos, había de valerse de tres medios: los subsidios, el incremento de los impuestos y los préstamos de particulares.
Así lo escribía Miguel Soriano, un espía español al servicio de la República de Venecia, a la que en 1559 informaba de la situación que atravesaba la corona y que desgranaba cada uno de los tres procedimientos, a ninguno de los cuales encontraba el lado bueno, aunque entendía que el peor era el de los préstamos de particulares, a los que catalogaba como pan para hoy y hambre para mañana, porque “ingresos que requieren regreso, traen aparejado el aprieto a la hora del pago”.
Cuando llegaba la hora de devolver lo recibido, más los consecuentes intereses, se recurría a todo y con más frecuencia a la venta de hidalguías, encomiendas, oficios y cargos, con consecuencias escandalosas, como la venta de la ciudad de Estepa a un banquero genovés de nombre Centurión, situación que produjo un éxodo masivo de sus habitantes a otros municipios de los alrededores.
Otro ejemplo de penuria fue el protagonizado por el rey con la poderosa Casa del duque Alcalá que se cobró un préstamo con el “Alguacilazgo Mayor de Sevilla”, y como del Alguacil Mayor dependía la cárcel sevillana, el duque, verdadero dueño de la cárcel, además de vender los oficios del régimen interior, cobraba a los presos por su libertad.
De tal magnitud era la quiebra que cuando se avisaba que llegaban los galeones de las Américas, los prestamistas se desplazaban a Sevilla y se ponían en cola para cobrar.
Y mientras, el rey Prudente, como se le conocía, acometía obras majestuosas, como la de San Lorenzo de El Escorial, que durante veintisiete años, exprimió la hacienda pública; o se enzarzaba en innumerables guerras que se mantenían en todos los frentes, principalmente contra Francia, el enemigo perpetuo.
Hasta tal punto llegó la desesperación del monarca y de sus consejeros más directos que todos buscaban medios para obtener dinero, cosa nada fácil, por cierto y hasta llegaron a hipotecar las minas de mercurio de Almadén, que pasó a manos de una familia judía.
El mercurio era fundamental para obtener la plata en las colonias y según cantidad de este metal que comprara cada encomendero de una mina, se le cargaban los tributos correspondientes a  la cantidad de plata que iba a obtener (ver mi artículo  El monopolio del mercurio http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-monopolio-del-mercurio.html). Pues aun así se prescindía de tan preciada fuente de ingresos por obtener un préstamo.
Y en esa desesperación no es de extrañar que alguien, un secretario o consejero, soplase a los oídos del rey que sería bueno buscar en la alquimia la solución a los problemas, como ya se había intentado en otras cortes europeas, aunque a decir de algunos de la época, no se conocía a nadie que de esta forma se hubiese hecho rico.
Es cierto que ya la alquimia medieval había quedado superada y nadie pensaba en el elixir de la eterna juventud, o la piedra filosofal, sino en conseguir algunos beneficios duplicando las cantidades de oro y plata, o mejorando su pureza, por procedimientos químicos que consistían en añadir otros metales y las fórmulas secretas de los alquimistas, además del siempre presente azufre, el azogue y el “afronitro” o “alatrón”.
A quienes empleaban este procedimiento de duplicación se les llamaba “melioradores y transmutadores”.
Sin estar nada convencido de que la alquimia iba a sacar a España de su pobreza, en 1567, el Rey Prudente autoriza a su secretario para que a expensas de la corona se realicen pruebas transmutatorias.
Y gracias a que la labor de los bibliófilos ha sido constante en todos los tiempos, llegó a manos de un académico de la Historia de principios del siglo pasado, una serie de notas, concretamente ocho, cursadas entre Felipe II y su secretario Pedro de Hoyo, en las que el monarca escribía al margen sus respuestas, como era costumbre hacer en él.
Por este cruce de notas se sabe que el rey aceptó, aunque no convencido de que la empresa fuera a llegar a buen término, en que se experimentase con la alquimia y faltando los últimos mensajes que se cruzaron, se desconoce el resultado final de la empresa, aunque es de suponer que nunca fuera el apetecido.
El treinta de enero de 1567, el secretario Hoyos comunica al rey que ya están hechos los hornillos para los ensayos y que están en su casa secándose, que tiene ya todos los ingredientes que serán necesarios y que se ha hecho todo con gran secreto, invitando al rey a que lo vea todo con sus propios ojos. El rey le responde al margen que pronto lo verá, como desea ver que todo salga bien.
Dos días después, el uno de febrero, el secretario comunica al rey que ya están las cosas a punto para comenzar el ensayo al día siguiente muy de mañana y que se acabará a la una o las dos de la madrugada y da muchos ánimos al rey, diciéndole que “el maestro del negocio”, es decir, el alquimista cuyo nombre no se revela en ningún momento, le ha dado muchas esperanzas de que el procedimiento es cierto.
El rey, tan católico él, encomienda a Dios el fin de aquella historia porque sigue sin tenerlas todas consigo.
Pero su secretario parece mucho más convencido, sobre todo porque habla con los alquimistas, al parecer dos hermanos de los que no se sabe nada, pero de los que el secretario dice que son gente honrada y llana y que fueron ocultados en sus dependencias sin que nadie más supiese de su existencia ni de sus ingenios, los cuales le aseguran que no una, sino hasta cuatro veces han realizado aquella industria con éxito total. En el mismo billete en el que le da ánimos a su rey, le informa de que ya tienen la masa en el fuego en donde se fundirá y que por las señales que hay, saldrá de buen color, aunque luego habrá que perfeccionarlo.
Fotocopia de uno de los billetes manuscritos

Y el rey, prudente, como era su condición, le vuelve a repetir que es incrédulo de estas cosas, de lo que se alegra y así, si no saliese bien, no lo sentiría tanto.
Sigue informando el secretario de cómo van las cosas y le dice en una nota que el día anterior estuvieron hasta las dos de la madrugada y los “del secreto” tienen por seguro que es puro oro lo que se produjo, pero que para volverlo al color perfecto en menester hacer otras diligencias, pues en ese momento se ve todo negro.
Continúa diciendo que le había preguntado a los hermanos si se podrían hacer siete u ocho millones en el año y que le han asegurado que hasta veinte. También le dice que toda la información que le está pasando es para su uso exclusivo, pues no quieren que persona viviente vea los escritos, cosa que él encuentra muy natural.
Siguieron algunas otras comunicaciones, describiendo los procesos y los materiales que iban usando los hermanos y el dieciocho de febrero, escribe otra nota casi cantando victoria, pues se ha realizado una segunda fundición de cobre que ha convertido en oro toda la plata que se le había agregado más el cobre inicial; oro que si pasaba la prueba del agua fuerte quedaría apto para acuñar monedas.
Pero Felipe sigue siendo escéptico y contesta a la nota con evasivas, aunque se alegra del optimismo de su secretario.
Sin embargo, en la última de las notas, el secretario se derrumba y narra al rey los escasos o nulo resultados que la alquimia está proporcionando y que los hermanos solicitan más tiempo, y quizás más ducados, para continuar los experimentos, porque, al fin y al cabo, aquellos dos desconocidos, no hacían otra cosa que experimentar, a base del dinero del monarca que tan gentilmente se había prestado a sufragar los gastos.
No se sabe, al final, como acabó aquella historia, si los hermanos consiguieron oro, o solamente un metal de parecido color que resistía al agua fuerte, pero la historia dice que entre las muchas cosas que adornaron la carrera del rey prudente, fue la fama de falsificador de moneda.
Fue así, o realmente el rey fue objeto de una colosal estafa. La verdad es que muchos príncipes recurrieron a la milagrera alquimia para salir de sus ruinas, quedando gravemente perjudicados en sus créditos y haciendas, pues las más de las veces fueron víctimas de engaños monumentales.

No había excusa para los timados y como única defensa, el Gran Duque de Florencia, engañado por un falso alquimista, argumentó que: ¡cómo podía siquiera imaginar que nadie tuviera el atrevimiento de engañarle!

viernes, 9 de enero de 2015

EL ARTE NO TIENE MIEDO





Una frase afortunada, pero completamente vacía de contenido. La he oído y leído recientemente para disculpar a un torero, uno de los llamados artistas, que suele cosechar más fracasos que triunfos y que, en cualquiera de las dos situaciones, es verdaderamente genial.
Efectivamente el arte no tiene miedo, el que lo tiene es el artista, si es que a cualquiera se le puede llamar artista, porque cosechar más broncas que palmas, no es precisamente la mejor presentación para un virtuoso.
Ha habido toreros que daban lo que en el argot se conoce como “la espantá” y que no es otra cosa que negarse a torear o a acabar con la vida del toro en el momento culminante de la corrida, o lo que es casi más bochornoso, realizar todo un aliño de mantazos con la única intención de confundir al animal que empieza a defenderse como puede, mostrando sus peores cualidades; maniobra con la que se quiere hacer creer al público que no hay quien toree al bicho, al que se despacha de una estocada trapera y por lo bajo. Algunos ejemplos lo tenemos muy recientes, pero lo que voy a contar ocurrió hace ya casi un siglo.
Me vino a la memoria anoche, mientras mi nieta, que tiene siete años cenaba y yo me esforzaba por hacerle un juego de manos con las cartas que no me salía ni a tiros.
Entre cucharada y cucharada, mi nieta me miró y muy seria me dijo: “¡Qué mal has quedado, abuelo!”.
Era verdad y sin pensarlo me salió la frase ya poco usada, pero que fue muy ilustrativa en otros tiempos: “He quedado peor que “Cagancho” en Almagro.
Como es natural al mencionar el nombre de “Cagancho”, a la pequeña le hizo gracia, creyendo, como mucha gente piensa, que el nombre hace referencia a ese desahogo biológico que exonera las tripas y que quizás, porque el protagonista de esta historia lo hiciera con cierta profusión, le hubiera valido el apodo referido. Pero no es esa la razón del mote, que más tarde explicaré.
Joaquín Rodríguez Ortega, alias “Cagancho”, nació en 1903 en el sevillanísimo barrio de Triana. De ascendencia gitana, era nieto de un cantaor flamenco e hijo de un herrero.

Cagancho vestido de luces

La herrería estuvo durante muchos siglos en manos de los gitanos, o egipcianos, como entonces se los conocía, hábiles artesanos en trabajar el hierro sin grandes florituras, limitándose a lo muy básico como forjar herraduras y otros utensilios domésticos: clavos, trébedes, aperos de labranza, etc., pero el joven Joaquín, con sus espectaculares ojos verdes, no quería pasarse la vida golpeando el martillo contra el yunque ni avivando la fragua; por dentro sentía una vena artística que quería expresar con el toreo.
Curiosamente, “Cagancho” se vistió de luces por primera vez en mi pueblo, San Fernando y cuando ya tenía casi veinte años, por lo que no fue, desde luego, muy precoz. Un año después debutó en la Maestranza y tres años más tarde se había hecho famoso por incorporar un toreo con las manos bajas, que desde entonces se ha puesto de moda y se le exige a los matadores.
Pero su irregularidad y su momentáneo miedo, le hacían perder el cartel que con faenas geniales conseguía ganar y de todas las actuaciones, quizá la más aciaga fue la que tuvo lugar en Almagro, el día veintiséis de agosto de 1927 y que ha dado lugar a la frase que me vino a la memoria ante el fracaso de mis habilidades prestidigitadoras.
Pero también se habían acuñado frases cuya localización era diferente y Las Ventas o Priego, fueron cosos en los que el gitano de los ojos verdes cosechó monumentales fracasos.
Quizás lo de Almagro fue lo peor, porque el público, enfurecido, arrojó almohadillas, botas de vino y cuanto sólido tenía a mano, acabando por incendiar las balconadas de madera de la plaza de toros.
La corrida había acaparado una gran expectación y hasta Almagro habían llegado trenes abarrotados de aficionados con el deseo de ver al ídolo del momento.
Pero “Cagancho” no estaba aquel día por la labor. Un presagio o una mala idea, se le había cruzado y ya fue necesario que su cuadrilla le obligase a vestirse de luces y llegar a la plaza justo en el momento en que se iba a iniciar el paseillo.
Si al primer toro, que era el tercero de la tarde lo toreó con aquella muleta de su invención en la que la estaquilla era mucho más larga de lo habitual, por lo que se pasaba al toro a mucha distancia, al sexto, que recibió siete puyazos y mató a varios caballos que cubiertos con mantas salpicaban el suelo de la plaza, no lo quiso ni ver.
Mientras trataba de torearlo, o mejor dicho, de darle muletazos desde muy lejos, le pegaba estocadas en el vientre, los cuartos traseros y delanteros y huyó despavorido al burladero cuando el animal se le revolvió. Cubierto tras la seguridad de la tablas, siguió pinchando encarnizadamente al animal, actividad en la que llegó a contagiar a su cuadrilla que comenzaron a hacer lo mismo, hasta que sonó el tercer aviso, señal de que el toro iba al corral.
La bronca fue monumental y duró hasta altas horas de la noche, en que los trenes se llevaron a los frustrados aficionados, después de que la Guardia Civil, e incluso un destacamento de Caballería del Ejército, cargara contra la muchedumbre.


Bronca a “Cagancho”

La jornada, con su dramático desenlace, quedó para la historia y “Cagancho”, como tantas tardes, terminó durmiendo en el cuartelillo.
En 1928 debutó en Méjico, en donde de inmediato se convirtió en un ídolo y en donde no protagonizó tantas “espantás” como en España, quizás por el clima, el tequila o la menor presencia de los bichos de aquellas tierras.
Tras su retirada de los toros, se trasladó a Méjico en donde murió en 1984, víctima de un cáncer de pulmón.
Cuando ya había cumplido cincuenta años y en España pocos se acordaban de él, fuera de temporada, se anunció que “Cagancho” iba a torear en Las Ventas.
La plaza puso el cartel de no hay billetes, pues la expectación que despertó en los viejos aficionados fue tremenda y la tarde no defraudó a sus seguidores porque en su segundo toro, cuarto de la tarde, realizó una faena memorable que quedó tanto para el recuerdo que cambió radicalmente el sentido de aquella frase, en la que se trastocó el peyorativo “quedar como Cagancho…” por “armar la de Cagancho…”
Después de este breve recorrido por la historia de aquella “quedada”, naturalmente que mi nieta volvió a la carga para preguntarme por qué le llamaban “Cagancho”, si no era por aquello que ella pensaba.
Y otra ráfaga de memoria me vino de inmediato. Lo había referido en clase el mejor profesor de literatura que yo he tenido. Era un hombre ya muy mayor, poeta, escritor y amante de la literatura que nos enseño a amar los libros como nunca ningún profesor consiguió.
Se llamaba don Gabriel y un día de clase, estudiando a un escritor que no recuerdo, nuestro libro refería que había escrito algo sobre un torero al que denominaba “Carancho”, cosa que indignó a don Gabriel que no comprendía la ridiculez de trastocar el nombre del famoso torero para que la palabra “Cagan…” no apareciera escrita, en un cesura fuera de toda lógica y fue en ese momento en el que nos contó la razón de aquel apodo.
El torero “Cagancho” era hijo de un herrero sevillano, un gitano que trabajaba en la fragua y que los domingos se iba al mercadillo con sus forjas a venderlas a grito pelado.
En aquella época del siglo XIX, los enseres domésticos eran muy reducidos y uno de los que más éxito tenía eran los ganchos, de diferentes tamaños, con los que se colgaban los calderos sobre el fuego, las carnes en los puestos, las ristras de ajo, en las paredes de la cocina, las macizas llaves de hierro, las balanzas en una viga, o los sobretodos, detrás de las puertas.
El herrero, a voz en grito pregonaba su mercancía: ¡Ca gancho, un reá!
Repetía incesantemente y el público acudía a comprar los útiles ganchos y de camino se llevaba algunas escarpias, fallebas para las puertas y otros artilugios de forja.
El gitanillo seguía desgañitándose con su mensaje y tanto lo repetía que se le quedó el mote de “Ca gancho”, en clarísima alusión a sus férricos objetos y que nada tenía que ver con la actividad escatológica que algún mal pensado quiso ver en el mote y que la infantil inocencia de mi nieta intuía.

Como suele ser la costumbre, el apodo se convirtió en familiar y al torero se le empezó a conocer como al hijo de “Ca gancho”, pasando más tarde a ser el verdadero titular del apodo.

viernes, 2 de enero de 2015

¡LLÉVEME A MADRID!




Nada de extraño habría en que cualquier persona subiera a un taxi y pidiera al conductor que le llevase a Madrid. El viaje sería más o menos largo y costoso según se estuviese en Cuenca o en La Coruña, pero aparte esa circunstancia, todo parecería una situación normal.
Pero no nos sonaría tan corriente si esa misma frase la pronunciara una persona que estuviese visitando Samarcanda.
¿A quién se le puede ocurrir coger un taxi para ir a Madrid desde una ciudad que está a casi cinco mil kilómetros de distancia?
Yo pienso que a nadie en su sano juicio, a menos que no sea a este Madrid, la capital de España, a donde el viajero desee ir.
Expliquemos un poco este asunto.
Samarcanda, una de las ciudades más antiguas que existen en todo el mundo y que continúan habitadas desde que fueron creadas, tuvo una época de verdadero esplendor. Está situada en el corazón de Asia, al este del Mar Caspio y siendo una encrucijada de caminos, era la ciudad más importante de la famosa Ruta de la Seda. Actualmente pertenece a Uzbekistán, país del que fue su capital durante varios siglos.
Las caravanas que por allí pasaban la hicieron famosa y hasta allí llegó Alejandro Magno para conquistarla, y Marco Polo, para darle la fama mundial que ahora tiene.
La seda suponía enormes beneficios y la famosa Ruta regaba a su paso grandes cantidades de dinero que fueron haciendo que los primitivos “caravasares”, albergues a lo largo del camino, en donde se detenían las caravanas para reponer fuerzas, cambiar las monturas, simplemente refrescarse por un momento, fueran adquiriendo personalidad y convirtiéndose, poco a poco en ciudades.
Eso le pasó a Samarcanda hace más de dos mil setecientos años. Y su fama llegó a las páginas de Las mil y una noches, uniendo la belleza de unos relatos a lo enigmático de su nombre, hasta que la ciudad se convirtió en la capital de un inmenso territorio, rodeado de desiertos que hacen que su clima sea soportable, pese a estar en el centro del continente, lo que nos haría pensar en los fríos inviernos de Siberia, situada un poco más al norte.
En el siglo XIV, alcanzó Samarcanda su máximo esplendor cuando el guerrero Tamerlán, un turco-mongol, último de los caudillos nómadas de Asia Central, conquistó territorios que ocupaban más de ocho millones de kilómetros cuadrados, creando un imperio que gobernaba personalmente con mano dura y apoyado por un ejército de mercenarios nómadas de terribles costumbres bélicas .
Su figura y su nombre infundieron terror en Europa, pues a la manera de las hordas mongoles, arrasaba cuanto encontraba a su paso.
Pero Tamerlán tenía una especial disposición para apreciar el arte y así, en cada una de sus conquistas, era capaz de perdonar la vida a los artistas con la condición de que marcharan a Samarcanda, ciudad a la que había convertido en la capital de su vasto imperio, con la intención de embellecerla.
Así surgió una ciudad casi de ensueño, con bellísimos edificios, en donde, además, floreció la cultura.
Los enemigos de Tamerlán eran los turcos otomanos, por el oeste y los chinos, por el este y fue precisamente preparando una incursión contra China, cuando murió el caudillo mongol.
Pero llegó a ser tan poderoso que varios monarcas europeos, entre ellos Enrique III de Castilla y de León, quisieron tener alianzas con él, sobre todo temiendo el poderío que los turcos estaban adquiriendo en el Mediterráneo, desde donde asediaban al imperio romano de Bizancio, así como infestaban de piratería el Mare Nostrum.

Plaza de Registán, centro cultural de Samarcanda

Temeroso el rey castellano de que los turcos, envalentonados por sus victorias, vinieran en auxilio del reino nazarí de Granada, envió una embajada al sultán otomano, llamado Bayaceto I, embajada que formaban Payo de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos que llegó a su destino al mismo tiempo que los mongoles de Tamerlán se enfrentan a las tropas otomanas.
Los dos embajadores castellanos presenciaron, desde la primera fila del patio de butaca, cómo las huestes mongoles exterminaban a los turcos y cómo Bayaceto perecía en la batalla.
De inmediato cambiaron su embajada y se presentaron ante Tamerlán, al que hicieron entrega de los presentes que llevaban para el sultán turco.
El caudillo mongol queda muy reconocido de que su fama haya llegado hasta tan lejos y dispone que el viaje de vuelta a Castilla de los dos embajadores lo hagan acompañados de un embajador suyo llamado Mahomad Al Qazl, hombre muy culto que hablaba varios idiomas y acompaña a su embajada otros presentes para el rey castellano, así como varias esclavas liberadas del harem de Bayaceto.
Regresan todos a Castilla y ponen en conocimiento de Enrique III lo que ha ocurrido con los turcos, cuyo poder ha desaparecido, al menos momentáneamente y cómo los embajadores, en un alarde de astucia diplomática, habían trocado el destino de su embajada.
En vista de lo sucedido, el rey castellano decido estrechar sus lazos con Tamerlán y envía otra embajada, esta vez encabezada por el madrileño Ruy González de Clavijo, diplomático, poeta y Camarero Real, al que acompañan el fraile Alonso Páez de Santa María, teólogo y hombre de una gran cultura humanística que habla latín, griego, árabe y parsi; también le acompaña un funcionario real encargado de la guarda de los embajadores, llamado Gómez de Salazar, así como el embajador Al Qazl.
Esta embajada partió de El Puerto de Santa María, el lunes día veintidós de mayo de 1403, embarcando en una carraca en la que hicieron buena parte del viaje y llegando a Samarcanda un año más tarde. Fue un periplo lleno de incidentes y peripecias que Ruy González dejó plasmado por escrito en un libro de viajes llamado “Embajada a Tamorlán”, narración similar a la de Marco Polo y que no la desmerece nada.

Portada del libro de Ruy González

Casi todo el viaje se desarrolló por mar, navegando sin perder la costa, salvo de Baleares a Italia y de ésta a la península de Anatolia, la cual cabotearon.
Pasaron frente a Bizancio y atravesaron el Bósforo, entrando en el Mar Negro que recorrieron hasta desembarcar en la actual Georgia, para hacer a pie y a caballo el resto del camino hasta Samarcanda.
Llegaron a la ciudad pasado un año desde su salida de El Puerto de Santa María y cuando el caudillo mongol estaba preparando una incursión contra China, pero aún tuvieron tiempo de establecer con él buenos contactos, hasta el extremo de que el caudillo fundó una ciudad al norte de Samarcanda a la que puso de nombre Madrid, en honor a sus ilustres huéspedes.
Aún existe una calle en Samarcanda que lleva el nombre del embajador castellano y no es una calle de suburbio ni está perdida entre la maraña desconcertante de la ciudad. Por el contrario, es una céntrica avenida, con la que desde hace seiscientos años, conmemoran la llegada del embajador castellano.

Placa con el nombre de la calle
  
Pero aún hay más en aquel lejano país y es que, según los que han viajado hasta allí y probado su gastronomía, típicamente islámica, dicen haber comido un plato bastante característico que se hace en un caldero y en el que sus ingredientes son garbanzos y cordero, además de los aderezos propios, pero el resultado final es muy similar al del famoso “cocido madrileño”.
Nada tiene de extraño que el madrileño Ruy González les enseñase a preparar ese plato, en el que, como es lógico, había que sustituir el cerdo por el cordero que es la carne preferida de los mahometanos.

Así pues, en Samarcanda puedes coger un taxi y decirle que te lleve a Madrid, sin causar extrañeza en nadie. Lo único que ha cambiado con el tiempo es que la ciudad fue creciendo y engulló a la cercana Madrid que actualmente se ha convertido en un barrio periférico.