viernes, 30 de octubre de 2015

IMPERATOR TOLETANUS




Durante los ochocientos años que tardamos en reconquistar nuestro suelo patrio, injusta y violentamente invadido y arrebatado, es claro que se produjeron períodos de guerras y conquistas y otros en los que parecía que España vivía en paz con los musulmanes. Incluso había más hostilidad entre los diferentes reinos cristianos, que entre estos y los árabes.
Con el desmoronamiento del califato de Córdoba, quizás el hecho que más favoreció la Reconquista, los diversos reinos de taifas que surgieron se fueron posicionando en situación de preeminencia y de entre ellos, uno de los más importantes, quizás el que más, fue el reino de Toledo.
Su capital, Toledo, conservaba la prestancia que le daba haber sido la capital del reino visigodo y para los musulmanes, la ciudad adquiría una importancia trascendental y se consideraba, detrás de Córdoba, la más importante ciudad de la Península.
Pues bien, el 25 de mayo 1085, esta ciudad, capital de reino de Toledo y joya de la corona musulmana era reconquistada por el rey castellano-leonés Alfonso VI y se convierte en lo que se dio por llamar la ciudad de las tres culturas, pues en ella vivían, pacíficamente, judíos, musulmanes y castellanos.
La pérdida de Toledo es quizás el momento de la Reconquista que mayor impacto produce en los invasores árabes y también entre los cristianos y sin embargo, algo que parece sencillo, como es hablar de ganadores y perdedores, es uno de los hechos más oscuros de todos aquellos siglos.

La ciudad islámica de Toledo

Frente a la historiografía ortodoxa que hasta el siglo XIX impera en España y que establece el hecho como una inequívoca victoria cristiana, alguna documentación, procedente del bando perdedor, es decir de los musulmanes invasores, no contempla los hechos desde la misma observación.
Un importante arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada que ocupó la sede toledana en el siglo XIII y durante cuarenta años y que se convirtió en historiador y traductor de árabe, idioma que conocía a la perfección, guarda una visión de la conquista que se produce tras cinco años de guerra y asedio emprendida en connivencia con los propios moros toledanos, descontentos con su rey, Alcádir.
Ni siquiera testimonios de uno y otro bando se ponen de acuerdo en cuanto tiempo duró el asedio de la ciudad; para unos fue de cuatro años y para otros de siete y cuando los cristianos dan la fecha antes señalada del 25 de mayo, los moros dicen que fue el 6 de ese mismo mes.
El fortuito hallazgo en unos capítulos sueltos de un libro escrito hacia principios del siglo XII por un tal Ben Bassam y titulado Dahira, encontrados por uno de los mejores arabistas franceses llamado Lévi-Provençal, de ascendencia judía, pero nacido en Argelia, ofrece unos extremos que distan mucho de los ya conocidos y que hicieron incluso corregir sus apreciaciones a todo un genio de la historiografía, como el profesor Menéndez Pidal.
Según la documentación estudiada por este historiador, en diez años, Toledo pasó de su mayor grandeza a su total ruina. El rey al-Mamún, que gobernó la taifa toledana entre los años 1043 y 1075, consiguió que su reino fuera el de mayor grandeza de todas las taifas de la península, y en el que tenían fantástica acogida sabios y artistas de cualquier cultura o religión, los que dieron lustre a la ciudad, junto con el embellecimiento de sus palacios, plazas, calles y jardines que el propio rey se ocupaba de impulsar.
Fue en Toledo en donde se refugió a Alfonso VI, hasta entonces rey de León, cuando fue destronado por su hermano Sancho II. Allí, al-Mamún lo acogió durante once meses, en el año 1072, hasta que su hermano fue asesinado en el cerco de Zamora por Vellido Dolfos, según cuentan los cantares de gesta.
Quizás en ese involuntario exilio, Alfonso fraguó la idea de reconquistar aquella bellísima ciudad, joya de la morería y crisol de culturas.

Estatua de Alfonso VI a las puertas de la Catedral de Toledo

El rey al-Mamún murió envenenado en Córdoba en 1075 y su cuerpo trasladado a Toledo para darle sepultura junto a la gran Mezquita. Con él se acabó el período de gloria de la ciudad.
Tras la muerte del rey, fue coronado su nieto, un muchacho aún, de escasa inteligencia, tímido y dominado por su madre y otras mujeres del harem, al que la historia conoce con el nombre de Alcádir, aunque su verdadero nombre era Yahya.
No pudo Alcádir empezar peor su reinado, pues desoyendo los sabios consejos que su abuelo le había ido proporcionando durante años, prefirió confiar en los enemigos de su familia antes que en sus leales, quizás con la insana intención de congraciarse con todo el mundo, los cuales, liberados de sus prisiones o destierros, se hicieron fuertes y consiguieron asesinar al primer ministro al-Hadidi, verdadera mano derecha del reino.
A esta muerte siguieron tumultos, sublevaciones, pillaje y muchas más muertes, dividiendo a los toledanos en dos bandos y consiguiendo que algunas de sus importantes provincias, como Valencia se declararan independientes.
Aprovechando el desmoronamiento del reino, Alfonso VI, ya convertido en emperador, título que le correspondía como rey de León, se presentó en las fronteras, causando el terror de las poblaciones limítrofes, mientras las taifas de Sevilla y Zaragoza se levantaban contra Toledo y le disputaban su hegemonía, incluso el rey sevillano Motamid reconquistó Córdoba.
A la vista de los capítulos encontrados por el arabista francés, Alfonso VI inicia su campaña contra el reino de Toledo atendiendo a un llamamiento que le hace el propio Alcádir, con el fin de atemorizar a los rebeldes contra él y contando con el apoyo de los mudéjares toledanos que eran los cristianos que vivían en aquel reino.
Los enemigos de Alcádir piden ayuda, como ya lo habían hecho anteriormente otras taifas, a los integristas almorávides y siguiendo la costumbre, su rey se la pide al emperador Alfonso, el cual le exige gran cantidad de dinero que Alcádir no tiene.
Asustado huye una noche de la ciudad y se refugia en Cuenca, después de muchos intentos en castillos y plazas fuertes que le cerraron sus puertas.
Desde allí escribió a Alfonso, recordándole cómo su abuelo lo había acogido antaño. No fue insensible el emperador leonés y regresó al cerco de Toledo llevando con él a su protegido, el rey.
En la fuga del rey, se había hecho cargo de la situación el rey de la taifa de Badajoz, Motawákkil que, muy confiado, no dispuso las defensas de la ciudad, dedicándose solamente a solazarse en fiestas y banquetes.
También huyó este rey cuando le advirtieron que Alfonso regresaba con el grueso de su ejército y con el rey Alcádir. Asustado, arrambló con lo que pudo y tomó el camino de su reino. Era el año 1082.
La ciudad, dividida y sin gobierno, abrió las puertas a Alfonso que repuso en el trono al desafortunado rey moro, el cual entregó al rey castellano riquezas y el castillo de Canales, fortaleza casi inexpugnable situada al norte de Toledo. 
Después de abastecer la fortaleza, Alfonso se volvió a Castilla, pero dejaba, en el corazón de Toledo, clavada una lanza que haría mucho daño.
Mientras, Alcádir, que se creía protegido por Alfonso, no era capaz de advertir las condiciones tan vergonzosas que le habían sido impuestas y que favorecían a los cristianos de su reino, mientras los musulmanes se revelaban o huían al vecino reino de Zaragoza, donde se les recibía muy bien y desde el que se preparaba un ejército para atacar Toledo.
Lo propio se hacía en la taifa de Sevilla, limítrofe por el sur.
Cuando los dos reyes fronteros atacan Toledo, Alcádir, incapaz de defenderlo se lo entrega pacíficamente a Alfonso.
Desde el primer cerco a la ciudad de Toledo, hasta su entrega por Alcádir en 1085, han pasado seis años. Esa es, según el arabista francés, la razón por la que se ha volcado en la historia la idea del fortísimo y largo asedio de la capital toledana, como así se había venido contemplando por los escritores e historiadores de la época y que incluso se relata en la Historia Roderici (referida a Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid) o en las Crónicas Silentes y Najerenses.
Es cierto que Alfonso no abandonó nunca el cerco a Toledo, pero a veces parecía que el cercado era él, pues los inviernos ponían en muy difícil situación el abastecimiento de sus tropas y de no ser por algunas taifas enemigas de Toledo que le enviaban víveres y lo que el saqueo de poblados y cigarrales aportaba, no le hubiera sido posible mantener el asedio de la ciudad.
Instalado en el trono de la ciudad, se proclamó Imperator Toletanus y de las primeras cosas que hizo fue restablecer la archidiócesis que ya lo fue en época visigoda.
Los musulmanes más radicales vieron en aquellos gestos una premonición de que todo el Islam sería expulsado pronto de la Península y cantaban aquellos versos que se hicieron famosos: “Poneos en camino, oh andaluces, pues quedarse aquí es una locura”.

Y lo sería, pero debían pasar aún cuatrocientos años.

viernes, 23 de octubre de 2015

EL PAPA DEL PRIMER MILENIO




El siglo X fue tremendo para la cabeza visible de la Iglesia, es decir, para el papado. Cuesta creer que Cristo permitiera que, uno tras otro, los papas fueran denigrando el pontificado, de la manera que lo hicieron sin hacer nada al respecto. Casi un siglo al que los propios padres de la Iglesia, hastiados y avergonzados de tanta infamia, calificaron como la “pornocracia”, el gobierno de las prostitutas, por que eso es lo que sucedía (recomiendo la lectura de mis tres artículos titulados “Las vacaciones del Espíritu Santo” http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/08/las-vacaciones-del-espiritu-santo-i.html y siguientes).
Pero no todo iba a ser malo en aquella época y cuando el mundo católico andaba preocupado por el inminente fin de los días que llegaría tras el cambio de milenio, que ya se estaba acercando, la Iglesia eligió nuevo papa el día nueve de abril de 999, a un joven brillantísimo que tomó el nombre de Silvestre II.
Su nombre era Gerberto de Aurillac y había nacido en 945, sin que se pueda precisar más la fecha y en algún lugar de Francia del que tampoco se tiene constancia aunque, por el apellido que adoptó, se le supone nacido en aquella localidad del centro del país, o en sus inmediaciones.
Desde muy joven destacó por su enorme capacidad intelectual lo que le llevó a ser “captado” por los benedictinos, los auténticos caza-talentos de la época, que comenzaron su formación en el monasterio que la orden tenía en Aurillac, por lo que no se sabe con certeza si es esa la razón de tomar su apellido, o por ser nacido en aquella localidad.
Como se sabe, la orden benedictina estaba regida por los poderosos abades de Cluny, que no rendían cuanta nada más que ante el papa y cuyo poder, dentro de la Iglesia, era inusitado.

Estatua de Silvestre II en Aurillac

Allí estudió lo que entonces se denominaba “trivium” y aprendió latín, retórica y lógica, las tres materias que componían esta disciplina.
Transcurrieron varios años de vida dedicada al estudio y sin que se tengan otras noticias de él.
Se sabe que en 970 estudiaba matemáticas en el monasterio de Ripoll, donde se conservaba una importantísima biblioteca y era casi único reducto español en donde se enseñaba esta materia, pues el resto del territorio estaba en poder de los árabes, aunque es de reconocer que en el mundo de la intelectualidad las fronteras fueron bastante permeables, lo que posibilitó que Gerberto se trasladase a Sevilla y a Córdoba, en aquellos momentos la ciudad más importante de España y quizás la más grande del mundo, en donde estudió astronomía, álgebra y aritmética, lo que lo convertiría en uno de los pocos cristianos formado en escuelas de doctrinas musulmanas. Allí alcanzó un alto grado de aprendizaje en astronomía, pero lo más importante es que conoció la enorme importancia que tendría el número cero para la posteridad y que los árabes había traído de la India.
Más tarde viajó a Roma, en donde deslumbró con su sabiduría a pesar de su escasa edad,  y en donde lo “ficharon” para que continuara sus estudios en Reims.
No se había ordenado sacerdote, por lo que su carrera tenía ese límite, pero convencido por sus tutores de que tomara hábitos, pudo apreciar que una vez ordenado, inició una meteórica ascensión, siendo nombrado abad del monasterio de Bobbio, el más rico de Italia.
Fue luego preceptor del que sería emperador Otón III, que al acceder al trono, lo incorporó a su corte en Aquisgran.
A la muerte del papa, Otón se hizo con el control de la Iglesia y poco le costó maniobrar para que Gerberto, que ya disfrutaba de la púrpura del capelo cardenalicio, fuera nombrado papa el nueve de abril de 999.
Era el primer papa francés de la historia y por su formación y su trayectoria, no iba a consentir los abusos que se daban entonces en el papado y en la comunidad religiosa en general.
Atacó duramente la simonía, aquel negocio de vender investiduras eclesiásticas, así como el concubinato, práctica normal dentro de la Iglesia y trató de que solamente hombres rectos accedieran a las altas dignidades eclesiásticas.
Por algún tiempo lo consiguió, aunque luego la Iglesia volvió a sus viejas costumbres para rodearse de los placeres de la carne, hacerse con el poder económico y con el poder terrenal.
Con la amenaza que sobrevolaba en relación al cambio de milenio, Gerberto, hombre muy culto y seguramente poco creyente en el cataclismo anunciado, hizo un juego fatal con el que subyugó a todas las autoridades de la Iglesia, amenazando que de la única manera en que los cristianos y todos los demás habitantes del planeta se libraran de la tragedia, sería regenerando la vida y las costumbres mundanas de los servidores de Cristo.
Indudablemente en aquella época de miedos y supersticiones, si el papa aseguraba algo tan favorable a los creyentes, era seguro que todos se pondrían manos a la obra para cambiar el rumbo caótico y degenerado al que habían llegado.
Pero sobre todo, Gerberto de Aurillac, destacó en el campo de las ciencias y más notablemente en el de las matemáticas.
Llevó a Roma el número cero que evitaría los engorrosos cálculos matemáticos, pero además de eso, se le atribuyen una importante serie de inventos como unos precisos relojes de agua, astrolabios y un ábaco muy especial que se usó durante siglos, aunque cayó en desuso por la introducción de los orientales, más rápidos de usar. Pero su mayor logro fue la creación de una cabeza parlante que incluso respondía a lo que se le preguntaba y predecía el futuro.
Claro está que lo de este invento me trae a la memoria la aventura de don Quijote cuando en su marcha a Barcelona se hospeda en la casa de un noble que tenía una cabeza similar, pero en el interior de ésta, que estaba sobre una gran mesa con un pie central, se introducía, no recuerdo si era un enano o una persona de escasa estatura.
En fin todo un truco porque ni la mayor alianza con Satanas, puede hacer que una cabeza de bronce hable por sí sola.
Como es natural en la condición humana, la sabiduría de Gerberto despertaba las consiguientes envidias y pronto empezó a circular en torno a él una leyenda que ha llegado hasta nuestros días.
Se decía que este hombre sabio era, en realidad, un brujo que había obtenido todo su poder de un pacto con el diablo que, no fiándose de él, le puso para su custodia a una guardiana.
Una diablesa o demonio femenino inferior, que recibe el nombre de “súcubo”, la cual se habría enamorado perdidamente de Gerberto y su inmensa sabiduría y renunciando a su inmortalidad se hizo mujer, acompañándole toda su vida.
Es lo cierto que primero Gerberto y luego Silvestres II estuvo siembre a favor del matrimonio de los religiosos, pensando que así se evitarían las rameras de los palacios obispales y de la curia romana, los actos de sodomía y pedofilia y, sobre todo, los concubinatos y los hijos ilegítimos.
Pero como es natural y en aquella época mucho más, encontró la férrea oposición de todo el mundo y lo único que pudo es predicar con el ejemplo, pues aquella mujer, a la que se conoce con el nombre de Meridiana, le acompañó toda su vida y está junto a él en su muerte.
Un halo de misterio rodeó toda la vida de este deslumbrante personaje histórico del que según cuenta el historiador galés Walter Map, que vivió un siglo después, estuvo perdidamente enamorado de la hija del preboste de la catedral de Reims, cuando allí cursaba sus estudios. La joven lo rechazó, parece ser que por su fealdad y desde luego porque ella aspiraría a algo más que a un simple estudiante.
Decepcionado, cayo en un estado de abatimiento, momento en el que conoció a Meridiana, la cual se le ofreció sin condiciones y él aceptó a pesar de los votos de castidad que hubiese jurado. No se tiene constancia de que se hubieran casado, pero la pareja estuvo unida toda la vida y ella le perdonó diferentes infidelidades, sobre todo cuando al llegar al papado, ya fue atractivo para aquella que le había rechazado en Reims y con la que sostuvo un tórrido romance, estando de por medio la tiara papal.
Corría el año 1003 y con motivo de un viaje que el papa tenía proyectado hacer a Tierra Santa, Meridiana hizo un terrible vaticinio: el papa moriría después de decir la primera misa en Jerusalén.
Aún así y con esa tremenda pesadumbre que da el saber que los días estaban contados, el papa se embarcó para Tierra Santa y efectivamente, después de decir la primera misa en Jerusalén, cayo como fulminado. Fue traído a Roma en donde se le ofreció un cortejo fúnebre digno de la máxima autoridad de la Iglesia y fue enterrado en la cripta de la iglesia de San Juan de Letrán.
Poco tardó en seguirle Meridiana, que falleció inesperadamente, lo mismo que había sucedido con el pontífice. A su muerte un grupo de obispos y otros príncipes de la Iglesia, celebraron un concilio en el que decidieron que ella debía reposar junto al que había sido su compañero toda la vida y así, colocaron su cadáver en la sepultura de Silvestre II y allí reposan los dos.
Quienes tenían acceso a la cripta en la que están enterrados decían que a veces se observa salir del féretro un vaho espeso que es premonitorio de la muerte de los papas.
Otros dicen que por las noches se escuchan ruidos, gemidos e incluso sacudidas provenientes del sarcófago.

Nada de eso es creíble, como no lo es lo de que Meridiana fuese diablesa, pero Silvestre II pasó a la historia con los sobrenombre de El Mago y El Brujo.

sábado, 17 de octubre de 2015

EL CORONEL PANCHITO





En estos últimos días ha quedado patente el profundo desconocimiento de la Historia que parte de nuestros gobernantes padecen. En buena medida, la causa ha de buscarse en el sistema educacional que hemos venido padeciendo en las últimas décadas, pero en otras, ni siquiera ese desastre de sistema tiene la culpa.
Es simplemente que hay mucho desinterés por conocer los acontecimientos que han forjado el devenir de los pueblos, de países en los que hayamos tenido gran influencia, si estos no son próximos a nosotros.
Uno de esos acontecimientos, en el que se vieron envuelto varios países sudamericanos, fue una brutal guerra. Guerra que, como casi siempre, iba dirigida a proteger los intereses económicos de algunos países.
Se llama “Trifinio” al punto Geográfico en donde convergen las fronteras de tres países. Al contrario de lo que se pueda pensar, hay casi ciento sesenta trifinios en el mundo, la mayoría completamente desapercibidos, como los de Rusia o China que tienen veintiséis en total.
España tiene dos con Francia y Andorra, pero los más señalados se encuentran en América del Sur y de todos ellos el más famoso sea quizás el llamado “Triple Frontera” que forman la conjunción de Brasil, Argentina y Paraguay, países a los que separan los ríos Paraná y su afluente Iguazú.
Ambos ríos son navegables y siempre han jugado un papel de suma importancia en las comunicaciones, la economía y el comercio de los tres países. Pero era Paraguay el que tenía la soberanía sobre el río Paraná
Era mediados el siglo XVIII cuando la ambición de controlar los ríos, sobre todo de Brasil y Argentina, desencadenó una guerra contra Paraguay cuyas consecuencias fueron tan funestas que el país quedó casi sin hombres, pues casi todos habían perecido en los cinco años de contienda. Quedaron solo ancianos, mujeres y niños y algunos miles de guaraníes que habitaban territorios tan recónditos, que ni siquiera se enteraron de que había una guerra.
Fue la llamada Guerra de la Triple Alianza, que habían firmado el primero de mayo de 1865, Argentina, Brasil y Uruguay, aunque este último país tendría escaso protagonismo y aprovechamiento en la contienda.
En 1844 había sido elegido como primer presidente constitucional de la República de Paraguay, el político y miembro de una poderosa familia paraguaya, Carlos Antonio López, que gobernó el país hasta 1862, en que falleció.
Previendo que la saga familiar continuaría después de su muerte, el hábil político envió a su hijo primogénito, Francisco Solano López de gira por toda Europa con el fin de formarse política y militarmente, adquirir conocimientos generales sobre armas, comprar las más modernas, reclutar mercenarios que estuviesen dispuestos a luchar por su país y sobre todo, relacionarse con los líderes políticos de la época.
En ese viaje y cuando se encontraba invitado en la corte del emperador Napoleón III, conoció a una irlandesa llamada Elisa Alicia Lynch, casada con un oficial francés destinado en Argelia, al que había abandonado.
Se inició un tórrido romance entre ambos, que duró toda la vida del joven Francisco, pues a la hora de volver a su país, Elisa lo acompañó. Nunca se casaron, porque ella no obtuvo el divorcio, pero eso no fue inconveniente para que poco antes de llegar a Paraguay, la pareja viera aumentar la familia con la llegada de un hijo al que pusieron por nombre Juan Francisco, que sería conocido con el nombre de General Panchito.

La Triple Frontera

La llegada a su país fue todo un acontecimiento, pues había comprado un buque de guerra en Gran Bretaña, el Tacuarí, en el cual transportaba numeroso armamento de nueva generación y un buen número de soldados profesionales que había reclutado en diferentes países y con los que pensaba potenciar su ejército. En otro buque, viajaba él con su amante y su hijo.
Paraguay era, en aquellos momentos, uno de los países más ricos y estables de toda América del Sur. Abastecía de tabaco, algodón, maderas y otros productos vegetales a casi todo a los demás países de su entorno. Tenía una gran riqueza maderera que en Europa era muy preciada y poseía incluso altos hornos en donde se fundía el hierro de sus minas, pero era un país muy despoblado, con enormes zonas boscosas casi desconocidas y con infinitas riquezas por explotar, cosa que interesaba a los ingleses que llevaban décadas introducidos en el Mar del Plata y que querían sacar tajada de aquel rico y escondido país.
La familia aristocrática del presidente de la República era inmensamente rica y más rica lo iba siendo con las compras de las propiedades del estado, que el presidente ponía en venta y él mismo adquiría.
A la muerte del presidente López, su hijo, Francisco Solano, ya preparado de antemano y apoyado en la poderosa familia y sus inmensas riquezas, fue proclamado presidente de la república.
Como es natural, el nuevo presidente siguió las directrices ya marcadas por su antecesor, pero, a la vez, puso en marcha todas las inquietudes que su largo viaje por Europa le habían despertado.
Extendió las líneas de telegrafía, construyó unos segundos altos hornos y una nueva fundición, donde se fabricaban cañones y armas largas; construyó una línea férrea, la primera del continente americano y para aprovechar la producción de algodón, creo unas industrias hilanderas y textiles.
Así estaban las cosas en este pequeño país, que se veía prosperar, cuando la única vía de comunicación interna hacia el continente y la salida al mar de toda la parte sur de su vecino Brasil, pasaba por los ríos Paraná e Iguazú, que desde las famosas cataratas que llevan su nombre, era navegable y que eran totalmente controlados por Paraguay, lo que dificultaba el crecimiento económico de todo el interior brasileño.
Por otro lado Argentina mantenía con Paraguay un antiguo litigio en relación con los inmensos y casi despoblados territorios de lo que habían sido sus provincias de Corrientes y Misiones, parte de las cuales habían sido anexionadas por Paraguay.
Tenía entonces este país una población de millón y cuarto de habitantes y el ejército mejor armado y más preparado de toda Sudamérica, por eso, cuando en 1864 su presidente, Francisco Solano, vio venir los acontecimientos que se le echaban encima, no dudó en enfrentarse bélicamente contra la Triple Alianza.
Además del ejército, el pueblo paraguayo, que estaba muy contento con su presidente, con el que había alcanzado un notable nivel de vida, siguió a Francisco Solano en la guerra que se iniciaba y junto al presidente marchaba su amante, Elisa Lynch, a la que su pueblo llamaba “La princesa de la Selva”, su primogénito “Panchito”, al que a lo largo de la contienda nombró coronel y terminó siendo su Jefe de Estado Mayor y varios miembros del gobierno.
Cinco años fue capaz de aguantar el pequeño país de los guaraníes, frente a los poderosos Brasil y Argentina, apoyados por Uruguay, pero el final empezó a verse muy claro.
Fue una guerra durísima, en la que no había prisioneros por ninguno de los dos bandos y en la que los paraguayos demostraron un valor y un coraje digno de alabanza.
Ni siquiera la conquista de la capital del país, Asunción, hizo recapacitar a los paraguayos, que continuaron defendiéndose hasta morir masacrados.

Última fotografía del presidente López
pocos días antes de su muerte

En los diferentes frentes que Francisco Solano tuvo que soportar, perdieron la vida miles de soldados y muchos integrantes de tribus indígenas que se prestaban a ayudar en la contienda, hasta que ya casi desarmado, sin apenas munición, descalzos y sin alimentos, lo que quedaba del ejército paraguayo fue cercado por los brasileños en una zona conocida como Cerro Corá, en el corazón de la selva paraguaya y muy próximo a la región brasileña de Mato Grosso.
Los indígenas guaraníes quisieron esconder en la intrincada selva al presidente y su séquito, pero éste se negó en rotundo y prefirió esperar, junto a sus soldados, la llegada del ejército brasileño.
Más de dos mil quinientos soldados, bien pertrechados, componían la fuerza atacante, mientras los defensores eran apenas cuatrocientos, mal equipados y hambrientos, muchos de ellos acompañados por restos de sus familias.
No se puede decir que lo ocurrido en Cerro Corá fuera una batalla, más bien fue una masacre, en la que cayeron abatidos todos los soldados paraguayos y su presidente, que sable en mano, se defendía de los atacantes, hasta que fue abatido de un disparo.
También su hijo, el Coronel Panchito que tenía diecisiete años, murió combatiendo.
Solamente se salvó la amante, Elisa Lynch, la cual alegó su nacionalidad inglesa para que le fuera respetada la vida.
“Muero con mi patria”, dicen que fueron la últimas palabras de Francisco Solano, sabiendo que tras aquella derrota, Paraguay iba a padecer una muerte técnica de la que tardaría años en recuperarse.



viernes, 9 de octubre de 2015

LA CASA DE LOS MILAGROS




El quince de enero de 1835, a los sesenta y dos años de edad, fallecía en su casa de las afueras de Bruselas, la princesa de Chimay.
Completamente ignorada por la historia, la princesa de Chimay había sido también marquesa por su primer matrimonio. Años mas tarde sería la amante y luego la esposa  del más poderoso hombre de la Revolución Francesa, después de Robespierre y antes de casarse con el príncipe de Chimay, fue posiblemente la mujer más influyente de Francia, tanto en el período revolucionario, como posteriormente.
¡Y lo más sorprendente de todo es que era española!
Se llamaba Teresa Cabarrús y era hija de Francisco Cabarrús, notable financiero de origen francés afincado en España y fundador del Banco de San Carlos, que luego se convertiría en el Banco Nacional, el primero en expedir papel moneda.
Se educó entre monjas y nodrizas, hasta que a los doce años, su padre, personaje de máxima influencia en España, decidió enviarla a París con la doble intención de que completara su formación y que contrajera matrimonio con alguna persona influyente en Europa.
Acompañada de su madre, Antonia Galabert, se trasladaron a la capital francesa, donde la pequeña quedó alojada en casa de una influyente viuda que la acogió bajo su tutela, mientras su madre regresaba junto a su marido.
Precoz, la joven Teresa se enamoró perdidamente de un joven sin fortuna que, lógicamente, no contaba con el beneplácito de su padre, que no había hecho el esfuerzo de separarse de su hija para verla convertida en una simple ama de casa.
El desengaño de la joven precipitó su decisión y contrajo matrimonio, por elección de su padre, con el marqués de Fontenay, miembro del parlamento francés y mucho mayor que aquella niña de apenas quince años.
Un año después nació el único hijo de esa unión al que pusieron por nombre Devin Theodore.
Era el año 1789 y lo que se venía encima a los franceses, sobre todo a su aristocracia, era difícilmente predecible, pero mientras, la grandeza francesa vivía en un mundo de lujo y glamour, sin preocuparse de que el pueblo no tenía pan y mucho menos pasteles para saciar el hambre, como había propuesto María Antonieta. El catorce de julio el pueblo asalta la Bastilla y comienza el episodio más terrorífico y sangriento de la historia de Francia.
En pleno apogeo de la Revolución, los marqueses de Fontenay deciden separar sus caminos y tras solicitar el divorcio toman cada uno por su lado,
Teresa y su hijo se refugian en casa de unos parientes de su padre en Burdeos, en donde viven los sangrientos episodios que se desarrollaron en aquella ciudad, acusada de contrarrevolucionaria. Cuando Robespierre toma el mando de la Revolución, envía a la ciudad de Burdeos al joven Jean Lambert Tallien con instrucciones de usar la guillotina no solo contra los enemigos de la Revolución, sino contra todo aquel que osara interceder por ellos. Era la llamada época del terror y Burdeos lo sufrió casi como París y por el mero hecho de ser la esposa de un noble huido de Francia, Teresa fue encarcelada y condenada a la guillotina.
Pero tuvo la fortuna de que Tallien la conociera y quedara prendado de su hermosura; perdidamente enamorado de ella, la liberó de su cautiverio y la dejó en libertad. Pocos meses después se convirtieron oficialmente en amantes.
La carrera de Tallien fue tan vertiginosa como efímera, llegando a ocupar uno de los cargos más importantes dentro de la Revolución, mientras su bella amante se dedicaba a socorrer a los desamparados y pedir clemencia para los que iban a ser guillotinados.
La fama de Teresa alcanzó a todos los ámbitos y a su puerta había colas de personas solicitando su intercesión y ella acudía a todas las demandas, consiguiendo clemencia para los condenados en muchas de las ocasiones.
Fue tanta la popularidad que alcanzó, que a su casa de París se la empezó a conocer como “La casa de los Milagros” y a ella a llamarla “Nuestra señora de Septiembre o del Buen Socorro”.
Pero tanta fama le perjudicaba notablemente a la pareja, pues su marido, que había moderado sensiblemente su ansia de sangre, cayó en desgracia ante Robespierre y ella misma terminó encarcelada por ir contra la Revolución.
Nuevamente la fortuna sonríe a la española que comparte celda con una tal Marie Josèphe de la Pagerie, que años después se convertiría en la emperatriz de Francia, conocida como Josefina Bonaparte.
Desde la cárcel, Teresa escribe a su amante una carta desesperada, reprochándole su cobardía y diciéndole que no está haciendo nada por salvarla a ella de una muerte segura. Herido en su honor, Tallien se enfrenta a Robespierre y a su imperio del terror, tachándole de tirano y sanguinario.
La reacción que se provocó con aquella carta hizo que una revolución interna terminara con la vida de Robespierre y el ascenso de Tallien, mientras el pueblo entendía que era ella la verdadera artífice del cambio.
Tras el periodo de terror, la Revolución disfrutó una época de relativa calma en la que se iniciaron las convivencias sociales y Teresa se convirtió en la mejor anfitriona de París a cuyas fiestas acudían todos los personajes de la vida política, social y militar de la época, llegando incluso a ser cuna de un nuevo estilo  llamado “Neo Grec”, por su inspiración en la Grecia clásica, que tanto gustó a las damas francesas y que aparecen vestidas de esta moda en innumerables pinturas.
A uno de aquellos saraos acudía asiduamente un joven oficial de artillería llamado Napoleón y que muy posiblemente conociera allí a su futura esposa, Josefina, la amiga de Teresa.
El veintiséis de diciembre de 1794, se casó con Tallien, con el que tuvo una hija a la que pusieron el revolucionario nombre de Thermidor.
Pero la Revolución seguía en marcha y a la época dorada de Tallien siguió otra, conocida como El Directorio, en la que el antiguo revolucionario no tenía cabida.
Ahora el poder pasó a otras manos y estas eran las de Paul Barras, un caótico e inmoral miembro de la baja aristocracia que había sido militar y siempre había apoyado a Tallien hasta que consiguió desbancarlo y que fue quien propició el fulgurante ascenso de Napoleón.
Lo cierto es que nuestra compatriota comprendió bien pronto que Tallien estaba acabado y quizás antes de divorciarse de él, ya había iniciado una relación sentimental con el que ahora mandaba, que no era otro que Barras.
No acabó aquí su vida amorosa pues después de todos estos acontecimientos, llegó a tener cuatro hijos con un riquísimo financiero llamado Ouvrad, que la rodeó de lujos pero no fue capaz de darle el amor que al final encontró en José de Caramán, conde y príncipe de Chimay, el cual a pesar de tener seis hijos, se enamoró perdidamente de ella y con quien se casó en 1805.
Toda la familia se trasladó a las posesiones del príncipe, en la actual Bélgica en donde Teresa encontró por fin la paz que deseaba y donde vivió feliz hasta la fecha de su fallecimiento cuando tenía sesenta y dos años, una edad avanzada para aquella época y más siendo madre de seis hijos.

Teresa Cabarrús vestida a la moda Neo Grec

Cierto es también que durante años estuvo muy afligida cuando comprendió que su vieja amiga Josefina, a la que había salvado de la guillotina con la carta que hizo reaccionar a su amante Tallien, y que siempre había acogido familiarmente en su casa, se distanciaba de ella conforme su marido iba alcanzando la fama y la gloria.
Tallien murió en 1820 después de numerosas vicisitudes al quedarse fuera de la cúpula de mando de la Revolución. Acompañó a Napoleón a Egipto, en la campaña contra los mamelucos con el fin de cortar las rutas comerciales de Gran Bretaña, pero nuevamente cayó en desgracia y fue enviado a Francia con un escrito de acusación por acciones contrarias a la República.
Terminó sus días como agente secreto en España, donde perdió un ojo, lo que le obligó a regresar a Francia, donde murió años después.

Pocas mujeres, como Teresa de Cabarrús, han tenido tanto papel que desempeña en los aconteceres políticos de un país como Francia y muchas menos siendo una extranjera sin apenas arraigo que se ganó todo su protagonismo por su belleza y por “la vía de lo húmedo”, como diría un antiguo conocido mío.

viernes, 2 de octubre de 2015

CON "LA GUITARRA" A CUESTAS




En el año 1984 falleció el escritor Tomás Salvador, autor de una novela que fue llevada al cine con mucho éxito. Se titulaba “Cuerda de presos”, publicada en 1954 y en la que se describía el traslado desde León, ciudad en la que fue detenido, hasta Vitoria, en donde fue juzgado, de uno de los más famosos criminales en serie españoles de finales del siglo XIX. Se trataba de Juan Díaz de Garayo, al que se le ha conocido con el sobrenombre de “Sacamantecas”.
Pero, lamentablemente, la espléndida novela de Tomás Salvador contiene algunos errores de bulto que han confundido al lector.
En primer lugar, Díaz Garayo, que ha pasado a la historia, o al menos a la chismografía popular como el “Sacamantecas”, siguiendo la ancestral tradición de amedrentar a los niños con el popular y funesto “hombre del saco”, no fue detenido en León, sino en la misma Vitoria, en cuyos alrededores vivía. Es más que posible que el autor, que era inspector de policía, supiera cómo dar mayor dramatismo a una historia y escogió el personaje del “Sacamantecas”, muy conocido, para describir aquel largo traslado de once días por cañadas y caminos, valles y montañas, que una pareja de la Guardia Civil recorre con el detenido.

Fotografía de Díaz Garayo, engrilletado por los tobillos

El segundo de los errores, quizás también inducido, es el de adjudicarle el ajusticiamiento del criminal “Sacamantecas” al más ilustre de los verdugos que ha tenido España: Gregorio Mayoral Sendino.
En este caso la equivocación puede deberse a un error que ya cometiera la fuente de la que se surtió Salvador, que no es otra que la del notable y prolífico Pío Baroja, que en una novela llamada “La familia de Errotabo”, menciona al asesino y atribuye su ejecución al verdugo Mayoral.
Pero dicha aseveración no es posible porque el “Sacamantecas” fue ajusticiado en el Polvorín viejo de Vitoria, a las ocho de la mañana del día once de mayo de 1881, cuando Mayoral era aún menor de edad y ni siquiera se habría planteado abrazar aquella infausta profesión.
Había nacido en un mísero pueblecito al suroeste de Burgos llamado Cavia, en el año 1863, en una familia muy humilde que pronto se trasladó a Burgos para poder sobrevivir.
El pequeño Gregorio no hacía ascos a ningún trabajo que le permitiera aportar algo para el sustento de la familia y fue pastor, albañil, zapatero y soldado profesional, donde comprobó su escaso espíritu militar, incluso demostró gran habilidad para componer huesos rotos o luxados, tanto en personas como en animales.
Licenciado de la milicia, volvió con su familia, de la que no quedaba más que su madre y algún hermano y en donde alguien allegado a la casa familiar le propuso aceptar un trabajo que había quedado vacante y que saldría a concurso en breve tiempo. No le dijeron, en principio, en qué consistía aquel trabajo, solamente que era dependiente de la Audiencia Provincial de Burgos y que estaba gratificado con mil setecientas cincuenta pesetas mensuales. La cifra era astronómica y la necesidad de la familia aún mayor, por lo que Gregorio presentó su solicitud para el puesto.
Por haber servido en la milicia, la plaza de verdugo oficial de la Audiencia le fue concedida por delante de otros varios candidatos y Gregorio tomó posesión de su nuevo y escalofriante cargo que tenía dos únicas ventajas: el sueldo y el escaso trabajo, afortunadamente.
En efecto, en una España más que convulsa e insegura, el primer “trabajo” de Gregorio llegó a los dos años de haber tomado posesión, durante los cuales, el verdugo, se había ido familiarizando con su herramienta de trabajo.
La había observado y desarmado; la había aplicado sobre troncos de madera y había comprendido su mecanismo casi al milímetro. Sabía perfectamente en la parte del cuerpo que se aplicaba y conocía su nombre; “Garrote Vil” .

Garrote vil sobre una silla a la que se ataba al reo

Este instrumento de ejecución había sustituido a la tradicional y simple horca, usada durante siglos en España junto con la decapitación, que se reservaba a los nobles, y  que fue adoptado por Fernando VII en vez de la proposición francesa de la guillotina, sin duda por los malos recuerdos que la cuchilla traía a los Borbones.
Mayoral asumió su oficio con absoluta normalidad, pensando que la responsabilidad de su acción recaía en quienes dictaban sentencia, no en quien había adquirido la obligación de hacerla cumplirla.
En su primer trabajo, en 1892, en Miranda de Ebro, ajustició al cabo Domingo Bezares había asesinado de un sablazo a un recluta de su regimiento que luego arrojó al río.
Al aplicar el “Garrote” por primera vez, observó que nada era igual a las prácticas que había hecho y que el aparato adolecía de fallos que era necesario corregir, pues la muerte de aquel infortunado militar fue costosísima y de enormes sufrimientos.
Su lema se convirtió en “precisión y rapidez”, evitando errores e innecesarias pérdidas de tiempo, con el consiguiente alargamiento de la agonía del reo.
 Para eso fue reparando su herramienta hasta conseguir que funcionara con fluidez, y según sus palabras se sentía orgulloso de haber conseguido “humanizar” el “Garrote”, aunque tardó un poco de tiempo en volver a utilizarla y comprobar de hecho las mejoras que le había introducido.
En esta segunda ocasión se trataba de un anarquista que había asesinado nada menos que al artífice de la restauración borbónica y presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo, cuando se encontraba descansando en un balneario guipuzcoano.
El anarquista se llamaba Michele Angiolillo y se hacía pasar por corresponsal de un periódico italiano, bajo cuya protección se hospedaba en el mismo balneario, en donde descerrajó un tiro en la cabeza a Cánovas que le produjo la muerte inmediata y dos tiros más que impactaron en el pecho y en la espalda, cuando ya estaba en el suelo.
También inmediata fue su detención y posterior traslado a Vergara, donde fue juzgado por un tribunal militar, confesándose culpable del hecho. La sentencia no se hizo esperar y para ejecutarla se llamó al verdugo de Burgos, cuya herramienta, según habían comentado algunos compañeros, estaba muy perfeccionada.
Mayoral llegó a Vergara con una maleta negra en la que guardaba el sombrío instrumento al que Gregorio llamaba familiarmente “La guitarra”.
En la estación le esperaban dos guardias a los que costó poco identificar a la persona que aguardaban. Su aspecto tétrico y la pesada maleta negra que casi arrastraba, lo delataron enseguida.
A las diez y media de la mañana del diez de agosto de 1897, Mayoral colocó el collarín alrededor del cuello del anarquista y aplicó fuerza sobre los brazos del torniquete que, cerrando el collarín, acabó con la vida de Angiolillo en pocos segundos.
En una entrevista que el verdugo concedió a un periodista de la época, le describe con satisfacción las mejoras que había introducido en su “guitarra”, de la que decía que no producía ni un rasguño, ni pellizcos, la muerte era casi instantánea y con tres cuartos de vuelta, ejecutaba en dos segundos.
En la misma entrevista se lamentaba del deplorable estado en el que se había encontrado a muchos de los instrumentos que usaban los verdugos de España que no podían compararse con el suyo en rapidez y eficacia.
Estas supuestas cualidades que en su “guitarra” había incorporado Mayoral, se hicieron conocidas en todas las Audiencias de España, por lo que empezaron a llamarlo para que ejecutara a reos en diferentes ciudades que no correspondían a su demarcación.
Así, fue el encargado de ejecutar, junto a otro verdugo llamado Casimiro Municio, verdugo de la Audiencia de Madrid, a los tres implicados en el crimen del Correo de Andalucía, suceso que tuvo una tremenda repercusión social. Municio era un alcohólico como consecuencia de la presión que su trabajo ejercía en él y fue necesario que Mayoral le ayudase en la primera ejecución, pues parecía incapaz de realizarla. Los otros dos reos fueron ajusticiados por  Mayoral con limpieza y prontitud.
A lo largo de su vida actuó en más de setenta ejecuciones y murió a la edad de sesenta y cinco años, estando todavía en activo.
Sus últimos años debieron ser muy duros, viviendo miserablemente, quizás por propio deseo, junto con su nieta Paquita, hija de su hija que los había abandonado para marcharse con un soldado.
Sin cargarse de penas por su tétrico pasado, Mayoral vivió los últimos años cuidando a su nieta y demostrando un amor y entrega por ella difícilmente comparable con la dureza de corazón necesaria para ejercer una profesión como la suya.