viernes, 1 de julio de 2022

¿PRIMUS CIRCUMDEDISTE ME?

 


Es la frase que se lee en la cimera del escudo que el rey Carlos I concedió a Juan Sebastián de Elcano por ser el primero en dar la vuelta al mundo. El escudo de armas y 500 escudos de oro anuales. Pero quizás en esta historia haya alguna controversia.

Acabo de terminar un libro sobre la primera vuelta al mundo, acontecimiento histórico que está muy de moda este año en el que se cumple el quinto centenario de aquella hazaña.

El libro es de un contenido apasionante, pues aparte de relatar el proceso previo que dio lugar a que se acometiera la aventura que tenía como objetivo llegar a las Molucas, cargar especias y a la vez comprobar si las islas entraban en el hemisferio que por el tratado de Tordesillas correspondía a España, describe las condiciones en las que se desarrolló el viaje y entra en muchas otras consideraciones y comentarios, tanto de escritores coetáneos al viaje, como contemporáneos con  conocimientos actualizados que aclaran muchas de las situaciones vividas por los aventureros, lo que hace a la obra amena e instructiva.

Su autor es el catedrático de historia y prestigioso historiador, José Luis Comellas, recientemente fallecido. Escritor brillante con una gran capacidad narrativa y sobre todo, poseedor de un bagaje cultural interminable.

Comienza el libro con la connotación histórica que supone comprobar el avance descubridor que en muy pocos años tuvo lugar en la Península Ibérica.

Los avances portugueses por el Atlántico, llegando a lo que ellos llamaron “el mar hirviente” que resultó ser una enorme zona de restingas, en donde las aguas oceánicas de la plataforma continental chocaban, causando un efecto parecido a cuando el agua está hirviendo; al Cabo Bojador, en el actual Sahara Occidental, etc., mientras Castilla culminaba la Reconquista.

A partir 1487 el portugués Bartolomé Días dobla el entonces bautizado como Cabo de las Tormentas y luego de Buena Esperanza y abre la ruta hacia oriente, gracias a cuya gesta los portugueses llegan a Malaca y comercian con chinos e indonesios; y sobre todo desde 1492, en que Colón descubre América, se desencadenan una serie de descubrimientos de formidable magnitud.

En 1497, Vasco de Gama sale de Lisboa con cuatro naves consigue llegar hasta la India en un viaje que dura un año y veinte años después, en 1519, Magallanes emprende su aventura de circundar el globo terráqueo.

Así, en treinta años se pasó de no conocer nada más que Europa, el norte de África y parte de Asia, a conocer la práctica totalidad de la Tierra, salvo Australia y el continente Antártico.

En treinta años, con las embarcaciones de aquel tiempo, en su mayoría carabelas y algunas naos que empezaban a construirse, se recorrió toda la costa atlántica de América, desde Canadá a la Patagonia, la de África completa y se navegaron mares totalmente desconocidos como el Índico y el Pacífico.

Castellanos por el oeste y portugueses por el sur primero y por el este después, completaron una era de asombrosos descubrimientos, poniendo de relieve el coraje, el valor, la tenacidad y la fe de aquellos navegantes y sobre todo, la redondez de la Tierra.

Castilla dominó la América insular y continental. Portugal dominó el sur asiático y su entramado de islas, entre las que se encontraban Las Molucas, aun no descubiertas, pero conocidas y cargadas de las valiosísimas especias.

Se sabe que hacia 1505, Magallanes embarcó en una expedición de veintidós barcos y “1500 hombres de guerra” que pretendía conquistar India.

De su estancia en aquellos mares, Magallanes adquirió un esclavo al que se conoce como “Enrique de Malaca”, del que algunos dicen que en realidad no era un esclavo sino un joven de destacada familia, quizás hijo de un cacique local que quedó subyugado por la personalidad de Magallanes y decidió acompañarlo.

No se sabe exactamente de dónde era aquel “esclavo” que Magallanes utilizaba como intérprete con las diferentes tribus que habitaban las muchas islas tanto del Índico, como del Pacífico, pero se supone que podría ser malayo o tal vez filipino o de otro pueblo habitante de alguna isla próxima por la facilidad que tenía para entenderse con aquellas gentes, con las que sin hablar exactamente la misma lengua, empleaban palabras y expresiones muy parecidas.

Enrique de Malaca se vino a Portugal con su amo y tras pasar las vicisitudes por las que pasó el propio Magallanes, embarcó en 1519 con el portugués para comenzar la aventura de dar la vuelta al mundo.

Al llegar a este punto del relato, el autor, José Luís Comellas se hace una reflexión que ya antes se había hecho un genio de la literatura de principios de siglo XX: Stefan Zweig.

El dilema es el siguiente: si Enrique de Malaca procedía de Filipinas o islas próximas y fue traído a España por Magallanes, habría recorrido ya la mitad del globo terráqueo cuando salió de Sevilla en 1519 con la expedición.

 


Estatua de Enrique en el Museo naval de Malasia

 

En esa aventura recorre la otra mitad del mundo hasta volver a Filipinas. Quiere esto decir que la primera persona que rodeó la Tierra no fue Juan Sebastián de Elcano y los dieciocho que con él regresaron a España, sino el supuesto “malayo/tagalo” Enrique de Malaca.

Claro que aquí se añade un nuevo ingrediente a la historia que es muy fácil de despejar. Si Magallanes estuvo en Filipinas o en sus proximidades, formando parte de las expediciones portuguesas que más arriba se han mencionado, cuando en su viaje de circunnavegación llegó nuevamente a aquellas islas, donde su ardor guerrero le hizo entrar en combate a favor de una de las tribus que habitaban la islas, encontrando la muerte en la lucha, también había completado ya una vuelta a la Tierra, por lo tanto, Enrique y Magallanes, fueron los primeros en circundar nuestro planeta.

A la muerte de Magallanes, Enrique se consideró liberado, pues el portugués había sido su único dueño y a él sólo obedecía, así que empezó a dar señales de inquietante desobediencia y lo cierto es que desapareció, ignorándose si se quedó en Filipinas o se trasladó a su tierra.

A lo largo del libro se observa el escaso protagonismo que Juan Sebastián de Elcano  tuvo en la primera parte de la aventura, donde su papel fue el de un piloto más, instalado en un discreto segundo plano. Tan es así que a la muerte de Magallanes, los oficiales eligieron a Duarte Barbosa, otro portugués y cuñado del fallecido, para mandar la expedición, que no conviene olvidar era española.

Tan poco figuraba Elcano entre los oficiales de la flota que con ocasión del banquete trampa que el reyezuelo filipino dio a los oficiales españoles con motivo de su definitiva marcha de las islas, el marino vasco no figuraba entre los asistentes, todos oficiales de la escuadra española que tras el banquete, fueron asesinados por las huestes del cacique.

 


Escudo de armas de Elcano

 

Eso propició que se nombrase nuevo jefe de la expedición, designación que recayó en otro portugués de nombre Juan Lopes de Carvalho, que se mostró errático e ineficaz hasta que fue destituido y sí, entonces se nombró a Elcano como capitán de la nao Victoria y a Gómez de Espinosa como jefe de la expedición y capitán de la otra nave que quedaba, la Trinidad.

Juntas se dirigieron a las Molucas y allí cargaron las apreciadas especias. Luego la Trinidad decidió volver por la misma ruta que la había llegado hasta allí y Elcano prefirió volver por la ruta portuguesa, eso sí, eludiendo cualquier posibilidad de encontrarse con buques portugueses, para lo que desde Timor, última isla en la que las dos naves estuvieron juntas, cada una tomó su derrota.  

Es indudable que Elcano se sintió implicado en la dura tarea de traer a España a su tripulación y, cargado con especias, sobre todo clavo y nuez moscada, emprendió el regreso, consiguiendo que su nave fuera la primera en dar la vuelta al mundo.

Para doblar el Cabo de Buena Esperanza, bajó mucho hacia el sur para luego poner rumbo norte que le trajo a España y evitar el encuentro con los lusitanos.

La Trinidad, después de intentar llegar a las costas de Nueva España, hubo de volverse y acabó en las Molucas.

Todos los que regresaron con Elcano, vivieron el resto de sus días en la opulencia, producto de la venta de las especias que trajeron.

viernes, 22 de abril de 2022

UN MÉDICO AVENTAJADO

 

La primera novela de Juan Eslava Galán que leí, fue En busca del unicornio, premio Planeta 1987. Desde entonces le he leído casi todas sus obras. Me apasiona este autor y considero que es de los mejores en la rama de novela histórica.

En busca del unicornio, novela que no he vuelto a leer de tan presente como la tengo, se trata de una expedición patrocinada por el rey Enrique IV de Castilla, el cual para tratar su impotencia sexual, recurría a todo, incluso buscar un unicornio, animal fabuloso, cuya única similitud, apurando mucho los parecidos, podría ser con el rinoceronte, a cuyo cuerno se le ha atribuido propiedades afrodisíacas tan potentes que eran capaces de curar la impotencia.

Esa ancestral creencia ha provocado masivas cacerías de este majestuoso animal, hasta casi esquilmar la especie.

Actualmente y para combatir la caza furtiva de estos animales, se le corta el cuerno, dejando de ser atractivos para los especuladores.

De Enrique IV y todo su entorno histórico he escrito en varias ocasiones y he relatado cómo se ha llegado a la conclusión de que era realmente un impotente sexual.

Hay muchas formas de demostrar científicamente esta realidad y algunos ensayos médicos como el brillante estudio de Gregorio Marañón, parecen confirmarlo, pero creo que son más significativos otros hecho, como el que tan magistralmente narra Eslava Galán, que se corrobora porque en la tumba de Enrique apareció un cuerno de unicornio.

Esto significa una enorme preocupación por la virilidad que impulsa a una persona a acometer empresas de esa envergadura para poder procrear, algo que resulta absolutamente imprescindible a rey que quiere dejar una descendencia.

La primera mujer de Enrique IV, Blanca II de Navarra, salió huyendo de palacio con el convencimiento de seguir soltera y entera, como se diría ahora y el infeliz monarca, necesitado de descendencia, no paró en barras para asegurarse un nuevo matrimonio.

Para desmontar el hecho cierto de su impotencia, el rey `presentó una demanda de repudio de la joven Blanca, alegando impotencia pero solamente con ella, pues a parte presentaba unas declaraciones de varias mujeres, de las que se sospecha fueran prostitutas bien remuneradas que dejaban constancia por escrito de haber mantenido varias relaciones sexuales con el rey y a plena satisfacción.

Eso era imprescindible para borrar el supuesto bulo de su impotencia, pues el rey tenía que volver a casarse, toda vez que no tenía descendencia, lo que colocaba la corona de Castilla en las sienes de su hermano Alfonso o peor aun, en las de su hermanastra Isabel.

En esta nueva ocasión la elegida fue Juana de Avís, hija de los reyes de Portugal, una infanta joven y agraciada, que esperaba obtener con su apetitosa figura lo que no se había obtenido hasta ese momento que era una erección real y una consumación del matrimonio. Juana era, además de en un buen partido, una buena opción de cara a una futura unión de los dos países, con un heredero común.

Pero contra la naturaleza no hay quien pueda y en este caso, había favorecido tan escasamente al infeliz Enrique que era imposible que pudiera consumar la unión sacramental.

Ni los deseos de la joven y bella Juana, ni sus atractivas formas, ni ninguna de las gracias que pudiera poner en juego, conseguían despertar el dormido miembro real.

No faltaban remedios físicos, ni químicos, ni espirituales con los que se pretendía doblegar la obstinada naturaleza, ni faltó médico o curandero que propusiera las más extrañas fórmulas para salir de aquel agujero.

De entre todos los físicos que intentaron sin éxito conseguir que Juana se preñase el que más cerca estaba de la corte y más concretamente del rey era un judío converso llamado Maestre Shemaya, hombre de grandes cualidades en muy diferentes facetas de la vida palaciega y también en el campo de la medicina, entendida cómo era en aquellos tiempos.

Shemaya, también llamado Samaya, es una incógnita en cuanto a su nacimiento, su formación y su ascenso en la corte, por otra parte, al ser un judío converso, cosa completamente natural, pero ya en el ejercicio de sus actividades palaciegas aparece en muy diversas documentaciones, unas veces como juez mayor de las aljamas judías, otras como receptor de pagos al rey, otras como presidente del protomedicato de Castilla, un órgano que se dedicaba a examinar a los futuros médicos y avalar sus conocimientos, etc.

En más de una ocasión se recurrió a él para quitar de en medio a alguna persona molesta para la corona, pues como médico era gran experto en la administración de pócimas venenosas con las que liquidar a los enemigos sin hacer demasiado ruido.

No se tiene certeza, pero la muerte repentina de Pedro Girón de Acuña Pacheco, joven hermano del poderoso Juan Pacheco, marqués de Villena y verdadero gobernante en la sombra del reino de Castilla, pudo tener alguna relación con la intervención del maestre judío.

Eran tantas sus habilidades que Shemaya resultaba ser un verdadero paño de lágrimas para el rey, le cual lo requería para solucionar problemas que se creían insolubles, así poco después de la boda con Juana y viendo que el rey no cumplía con la obligación conyugal de desflorar a la novia, se recurrió al Maestre por si fuera capaz de dar solución al grave problema en que se estaba convirtiendo la descendencia regia.

Como eran todos los actos de la realeza, la privacidad, el recato, la discreción, eran circunstancia que se obviaban y así una de las dueñas de la reina debía salir la noche de bodas de la alcoba nupcial con las sábanas ensangrentadas para mostrar a la corte el desfloramiento, cuando no era que la corte, con arzobispo a la cabeza, se colocaba a los pies de la cama para presenciar en directo la desfloración.

En este caso el asunto tenía aún mucho más morbo, porque ante la imposibilidad de que el rey tuviese una erección lo suficientemente duradera para realizar el acto natural, el médico judío aplicó una técnica vanguardista.

Para esta operación mandó construir una cánula de oro con un pequeño depósito al final del fino tubo y preparaba la siguiente escenificación: el rey y la reina yacían en la cama matrimonial desnudos de cintura para abajo, mostrando sus vergüenzas ante un comité de mirones que habrían de dar fe de lo que iba a ocurrir. La fina cánula era introducida por la uretra real hasta llegar a la próstata, la cual se excitaba con suaves movimientos, hasta que la glándula segregaba el licor seminal que en circunstancias normales debería ir cargado de espermatozoides.

Obtenido este líquido, el contenido de la cánula era vertido en la vagina de la reina, recomendando una inmovilidad absoluta para que los microscópicos “bichitos” emprendieran su camino hacia el óvulo.

Los conocimientos médicos de la época eran los que todos nos imaginamos y sin un buen microscopio no era posible saber si aquel líquido contenía espermas o no, como tampoco era posible determinar en que momento del ciclo menstrual era fértil la mujer.

En esta segunda incertidumbre se recurría a la temperatura corporal de la dama, cosa que también se hacía al buen tuntún, pues tampoco se habían inventado los termómetros. Así que cuando el médico creía que la frente de la dama estaba más caliente de lo habitual, suponía que era porque estaba ovulando y no porque hubiera sufrido un enfriamiento o cualquier otro incidente similar.

Si después de aquella noche de inseminación artificial, el resultado no se producía, volvía a repetirse la operación al mes siguiente, hasta que, por fin, la reina Juana quedó embarazada.

Claro que no fue por las artes de Maestre Shemaya, sino por las del valido y amigo de la familia don Beltrán de la Cueva que sí que puso la semillita en su sitio.

El fruto de aquel parto fue la infanta Juana, conocida como La Beltraneja, aunque el rey se dio mucha prisa en reconocerla como su hija y presentarla a las cortes como la futura heredera de la corona, claro que de una parte las dudas, un segundo embarazo de la reina donde el pobre Enrique era consciente de no haber tenido participación alguna, la presión de parte de la nobleza y la reciedumbre del carácter de la Infanta Isabel, le hicieron cambiar de opinión.

Todo lo demás es historia ya contada, pero lo del médico judío no es tan conocido y mucho menos puesto en valor porque en definitiva lo que hacía era practicar una inseminación artificial, cosa que en la actualidad se usa muy frecuentemente tanto para personas como para el ganado y con gran éxito, claro que contando a favor con una tecnología muy avanzada que el pobre médico judío no tenía.

Único retrato en miniatura que tiene de “La Beltraneja”

viernes, 15 de abril de 2022

EL ARQUITECTO DE ODESA

 

¡Vaya racha llevamos! No es necesario recordar los percances que nos vienen azotando desde hace unos años porque, aunque son muchos, todos los tenemos muy presentes.

El último y para mi el más grave es la guerra en el corazón de Europa. No tengo claro si Putin es comunista y Zelensky es demócrata o al revés. No sé si quedan comunistas en Rusia, después de lo que sufrieron con la dictadura del proletariado. Lo que sí me parece es que Putin es un imperialista que ansía reconstruir el imperio de los antiguos zares, vamos, que se parece más a un nazi que a un bolchevique, aunque se ha criado a la sombra del comunismo y toda su vida ha estado a las órdenes del Soviet Supremo .

Por esa razón y no porque Ucrania se acerque a Europa, a la que por derecho geográfico pertenece, ni que se quiera integrar en la OTAN, a la que por ser un estado independiente tiene igual derecho, es por lo que ha invadido el país y aparte del dolor y la congoja mundial que está provocando, está masacrando a sus soldados, frente a los masacrados soldados y la población civil ucranianos.

Nunca se ha hablado tanto de las ciudades ucranianas como en esta guerra y nunca hemos sabido de Ucrania tanto como sabemos ahora.

Dejemos que los historiadores nos expliquen la historia de este país que ha pertenecido a la llamada Republica de las dos Naciones, que integraban Polonia y Lituania, al Imperio Austro-Húngaro, al Imperio Otomano y a lo que se ha dado en llamar “Zarato” Ruso, después llamado Imperio Ruso, que comprende un espacio de tiempo que va desde que Iván IV, el Terrible, en el siglo XVI, hasta la Revolución Bolchevique de 1917, y a partir de ese momento, un estado más integrado en la URSS, hasta la desmembración de 1991.

Hasta ahora sabíamos que la capital era Kiev, pero desconocíamos que en “el granero de Europa”, como se conoce a Ucrania, existían unas ciudades que se llamaban Mariupol, Jartov, Donest, Zaporiyia… Sí conocíamos la península de Crimea y su capital Sebastopol, porque allí, en la ciudad de Yalta, se reunieron antes de acabar la II Guerra Mundial, los líderes que iban a ganarla, Roosevelt, Churchill y Stalin y se tomaron unas fotos que figuran en todos los libros de historia y se repartieron el mundo.

Algunos también conocerían la ciudad de Odesa, al oeste de Crimea y el puerto más importante del Mar Negro, el “Ponto Euxino”, que llamaban los romanos.

Odesa es una ciudad muy importante y un puerto comercial de primera magnitud que hace de aislante entre la parte este de Moldavia, claramente pro rusa y la península de Crimea, usurpada y ocupada por Rusia.

Es por esa razón que la ciudad adquiere una importancia extraordinaria y se convierte en un objetivo de primer orden. Por eso se nombra constantemente en los medios de comunicación. Su enclave es estratégico para la ocupación, pero su potencial económico y mercantil, como puerto de salida de los productos ucranianos al Mar Negro, es de vital importancia.

Odesa es una ciudad moderna, la tercera en tamaño de aquel país y su puerto más importante, con una arquitectura inspirada en modelos franceses e italianos.

Curiosamente lo que hoy es la ciudad había sido por muchos siglos una sucesión de asentamientos que desde tres siglos antes de nuestra Era, habían protagonizado los griegos, sus primeros colonizadores que llamaron Odesso a aquel asentamiento comercial, para ser luego desplazados por hordas nómadas del este y más tarde por el imperio otomano, hasta que fue conquistado a finales del siglo XVIII por el Imperio Ruso, cambiando el nombre de la ciudad que los turcos llamaban Jadjibey por el de Odesa, recuperando su nombre primigenio y declarándola ciudad del imperio.

Cuando, por fin, Odesa se integra dentro del espacio geopolítico al que pertenece, se desprende de la dominación otomana y se comienza su construcción reinaba en Rusia Catalina II, llamada La Grande, verdadero artífice del posterior esplendor ruso, la cual había puesto al mando de las tropas que conquistaron la zona a un personaje altamente desconocido: José de Ribas y Boyons, un noble de origen español que llegó a ser almirante de la armada imperial rusa.

José de Ribas nació en Nápoles en una fecha no muy bien determinada entre 1749 y 1751, hijo de Miguel de Ribas, noble catalán y mariscal de las fuerzas navales del reino español de Nápoles; y de Margaret Plunkett.

Desde muy joven quiso seguir los pasos de su padre e ingresó en el ejército, donde con solamente 20 años, alcanzó el grado de mayor, que equivaldría a un actual comandante.

 

                Monumento a José de Ribas en Odesa

Fue en esa época cuando trabó amistad con una persona que le condicionaría el resto de su vida. Su nuevo amigo se llamaba Aleksey Orlov, hermano de un personaje de suma trascendencia en el imperio ruso, Grigori Orlov, favorito, amante y co-gobernador de la zarina Catalina II a la que ayudó a destronar a su marido, el zar Pedro II.

Aleksey se encontraba en Nápoles en funciones de espionaje y fruto de la amistad y del enorme poder que tenía en el ejército ruso, acaba su misión secreta se llevó a Ribas como ayudante e interprete a participar en la guerra que Rusia mantenía contra el Imperio Otomano.

Destacó precisamente en la toma de la poderosa fortaleza turca de Jadjibey, donde posteriormente se construiría Odesa.

En el campo de batalla el militar español alcanzó un destacado renombre por sus victorias tanto terrestres como navales, hasta el extremo de que la zarina y su futuro valido y amante, el famoso príncipe Potemkin, se interesaron por él.

Mucha debía ser su fama y la confianza que se le tenía que fue nombrado Vicealmirante de la Flota Imperial Rusa, ascendiendo de categoría poco después y convirtiéndose en la máxima autoridad de la marina rusa.

Vista la importancia estratégica que tenía la fortaleza turca que él había tomado por asalto, propuso a la zarina la construcción de una gran ciudad portuaria que además de estar muy bien protegida por la fortaleza, sería un puerto de salida ruso al Mar Negro, a través de Ucrania.

Así, en 1794 Catalina promulgó un edicto por el que ordenaba la construcción de un centro comercial y portuario, encargando a Ribas de la ejecución del proyecto.

Así nació la ciudad de Odesa, en la que, nuevamente, el militar español dio muestras de sus grandes dotes, convirtiéndose en diseñador y supervisor de la construcción de todos los edificios importantes de la ciudad, para los que se llevó a los grandes arquitectos italianos y franceses del momento, consiguiendo un conjunto de gran belleza.

Odesa fue considerada desde su creación, que duró varios años, la “Perla del Mar Negro” y alcanzó gran fama y reconocimiento mundial de su belleza porque fue en su puerto donde se produjo el famoso motín del acorazado Potemkin en 1905 y que fue llevado al cine, entonces mudo, en 1925, convirtiéndose en una cinta icono de la cinematografía histórica. Uno de sus planos más vistoso es el rodado en la gran escalinata que con doscientos escalones, une la parte alta de la ciudad con el puerto y que por ser lugar del desarrollo de importantes acontecimientos durante aquel motín, se le llama Escalinata Potemkin.

 

La escalinata Potemkin

José de Ribas es, desgraciadamente, uno más de los muchos españoles brillantes y reconocidos mundialmente que en España han pasado totalmente desapercibidos. 

Quizás lo conocieran algunos turistas españoles que visitando la ciudad de Odesa, quedaron sorprendidos cuando su calle principal está dedicada a nuestro compatriota José de Ribas.

jueves, 31 de marzo de 2022

EL CANUTILLO

 

Recuerdo que en mis años de estudiante de literatura estudié a un escritor romántico de prestigio que reunía la particularidad de ser natural de Chiclana de la Frontera, un municipio vecino del mío, pero, ciertamente, no dejó una huella importante en mí, ni su figura se ensalzaba en el temario como un escritor fuera de lo común. Vamos, que el libro de literatura de sexto de bachiller despachaba a este insigne escritor con unos pocos renglones.

Se llamaba Antonio García Gutiérrez y nació el 5 de julio de 1813 en un pueblo bonito y muy completo, Chiclana de la Frontera, quizás de los más completos de la provincia de Cádiz. Tiene mar con playas preciosas, tiene marismas de una riqueza biológica incalculable, tiene campo, pinares, es una potencia vitivinícola y disfruta de unos alrededores dignos de ser conocidos y, por si fuera poco, tiene historia pues fue un importante bastión francés en su acoso a La Isla de León y Cádiz. Allí se celebraron batallas terrestres y combates navales y allí la huella quedó como el Pinar de los Franceses, donde las tropas gabachas estuvieron acampadas durante los largos meses del asedio, y que dieron nombre a un pinar espectacular.

Antonio nació en el seno de una familia modesta de artesanos y su infancia transcurrió en los años del férreo absolutismo impuesto por Fernando VII. Muy pronto empezó a dar muestras de su inclinación hacia la poesía y la literatura en general, actitud que no era bien vista por su padre, que a toda costa quería que su hijo fuera médico, para lo que, acabado el bachillerato, lo matriculó en la Facultad de Medicina de Cádiz, en la que solamente pudo aprobar dos cursos, pues su interés estaba muy alejado de la medicina y en 1833, aprovechando que el rey Fernando cerró todas las universidades, abandonó definitivamente la carrera y se marchó a Madrid en busca de la ansiada gloria literaria. En su alforja poco dinero, algo de ropa, unos cuantos poemas y cuatro piezas dramáticas, mitad comedias, mitad dramas

A pie y en compañía de un amigo, se puso en camino hacia el norte y en algo más de veinte día llegó a la capital de España; era en aquél mismo mes y año en el que también muría el Rey Felón, septiembre de 1833.

 

García Gutiérrez en una de las primeras fotografías

Debía tener el genio y la gracia andaluza tan característica, pues poco tardó en relacionarse con poetas y literatos de la época, como Espronceda y con algunos empresarios teatrales, a los que ofrecía sus obras con escaso éxito, como al famoso Grimaldi, dueño de los dos teatros más importantes de la capital: el Teatro del Príncipe y el de La Cruz.

Para ganarse le vida empezó a trabajar como periodista en algunas de las publicaciones periódicas de las muchas que por aquel tiempo salían a la luz y que no llegaban al gran público ni se leían fuera de los foros capitalinos. Esta actividad escasamente le daba para calentar su estómago y para ayudar a su escuálida economía, empezó a traducir pequeñas obras francesas que tampoco reflotaban su peculio.

Doblemente presionado por su pobreza y por su fracaso como escritor, se alistó como recluta en la leva que el gobierno realizó para luchar contra los carlistas, y sobre todo ilusionado porque el decreto de reclutamiento preveía que todo voluntario que tuviera dos años de estudios superiores, sería nombrado oficial a los seis meses de servicio. Así que sentó plaza de soldado voluntario con el ánimo de que al llegar a oficial, al menos solucionaría económicamente su vida.

Pero la fortuna se cruzó en su camino y ayudado por su amigo Espronceda, que ya tenía un lugar en las letras españolas, consiguió que su drama, El Trovador, fuese elegido para ser representado en el Teatro del Príncipe y así, el uno de marzo de 1836, el recluta chiclanero se escapa del cuartel para asistir a la “premier”  de su obra.

El éxito fue notable y al final se registró la más larga ovación que se había escuchado en aquel teatro; al día siguiente la crítica hizo también justicia, iniciándose una de las carreras más brillantes de la dramaturgia del siglo XIX.

Aparte del largo aplauso, se dio otra circunstancia novedosa y es que, por primera vez, el público reclamó la presencia en el escenario del autor, costumbre que sigue vigente cuando se produce un éxito escénico.

Indudablemente el ambiente había sido bien preparado, porque aunque entre el público se preguntaban quién era el autor, porque a todas luces era un desconocido, lo cierto es que el aforo estaba completo, no se sabe si de aficionados, o simplemente “clac”.

A partir de ese momento no tuvo ningún problema para que sus obras fueran representadas en los teatros madrileños, mientras El Trovador salía de gira por las principales capitales españolas.

 Y su fama trascendió las fronteras hasta el punto de que el gran músico Giuseppe Verdi compuso su famosa ópera Il Trovatore, basada en este drama, cuando precisamente estaba en la cima de su fama mundial como músico.

El argumento del drama es completamente inventado y la acción transcurre en el siglo XV y cuenta la vida del doncel Manrique de Lara, amante de la poesía y el canto, lo que en la época resultaba ser un trovador.

Hijo ilegítimo de un noble zaragozano, lo había criado una gitana llamada Azucena.

Manrique está enamorado de Leonor, a quien también ama Nuño, hijo del mismo conde, aunque ambos desconocen la circunstancia de ser hermanos de padre, no así la gitana Azucena que sabe perfectamente esa coincidencia.

Y, en fin, todo el enredo y característico de los dramas románticos que naturalmente terminan con la muerte dramática de los protagonistas, o al menos uno de ellos.

Lo cierto es que la obra no solo tuvo éxito en Madrid, sino que se fue representando en diferentes capitales y pueblos con notable acogida y los libretos que se editaban, se acababan casi de inmediato.

Antonio seguía sujeto a la disciplina militar a la que se había comprometido, lo que le restaba mucha capacidad de acción, no solo para seguir escribiendo, sino para acompañar a la compañía de teatro que representaba su obra.

El éxito del drama llegó a oídos de la reina regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, que acudió una noche al teatro a ver la representación, al término de la cual y sintiéndose entusiasmada, pidió conocer personalmente al autor, expresando su deseo de que fuera a su palco para saludarle.

Antonio tuvo que pedir prestada una levita algo más presentable que la suya para acudir a la cita con la reina regente y así, con los nervios lógicos del momento, se encaminó al palco proscenio que ocupaba su majestad, la cual tras los saludos y felicitaciones de rigor le concedió una petición y el chiclanero no se le ocurrió otra que lo que más le atenazaba en aquellos momento y le pidió “El Canutillo” , nombre con el que se conocía popularmente a la licencia del servicio militar, porque se guardaba en un tubo para preservarla de posibles deterioros, pues en tiempos tan convulsos nadie podía estar libre de que lo volvieran a reclutar si no presentaba la preciada licencia.

Poco tiempo hizo falta para que el gobierno, presidido por el también gaditano Mendizábal, concediera la licencia que supuso para el autor dedicarse plenamente a la actividad literaria, ahora que el éxito le sonreía.

Su siguiente obra en alcanzar gran fama fue Simón Bocanegra, un drama en el que el autor funde las vidas de los hermanos Simón y Egidio Bocanegra en uno solo y que también causó tanta impresión en Verdi que compuso su opera “Simón Boccanegra”, basada en este drama. Y ya van dos.

Pero no fue solamente literato el insigne chiclanero, pues fue cónsul de España en diferentes ciudades francesas e italianas y director del Museo Arqueológico de Madrid, cargo que ostentó desde 1872 hasta su muerte en 1884.

En su ciudad natal, a la que yo visito con frecuencia, hay pocos recuerdos de este prestigioso escritor que, en tiempos pasados contaba con un teatro construido a orillas del río Iro, un río corto y a veces muy caudaloso que vertebra la ciudad y que en varias ocasiones ha protagonizado riadas asombrosas; con el arreglo y canalización de sus riberas, el teatro desapareció.

 

Teatro García Gutiérrez a orillas del río Iro, hoy desaparecido