viernes, 28 de agosto de 2015

PAÍS RICO, PAÍS POBRE





El país independiente más pequeño del mundo es el Estado de la Ciudad del Vaticano, cuya superficie no llega ni a medio kilómetro cuadrado y apenas tiene novecientos habitantes, prácticamente todos relacionados con la sede pontificia. El siguiente estado en dimensión es el Principado de Mónaco que tiene apenas dos con cinco kilómetros cuadrados.
¿Y cuál es el tercero? Pues el tercero no es ni la República de San Marino, ni Andorra, ni Liechtenstein, sino un país completamente desconocido, ignorado y perdido en la inmensidad del Océano Pacífico. Se trata de la República de Nauru, un estado independiente de la Micronesia, compuesto por una sola isla que está situada justo al sur de la línea del Ecuador, entre las Islas Salomón y Papúa Nueva Guinea y a cuatro mil kilómetros al norte de Australia.
Es un atolón coralino que tiene forma casi circular y cuya superficie es de veintiuno con tres kilómetros cuadrados. Dos siglos atrás, la isla fue descubierta por un ballenero ingles cuyo capitán la bautizó como Isla Agradable, por el trato que recibió de sus habitantes, así como por la bondad del clima y la belleza de sus aguas y playas.
Sus habitantes vivían en un estado de permanente felicidad, pues tenían todo cuanto necesitaban: pesca abundante, millares de aves para consumo, bellísimas playas y árboles de los que sacaban todo su producto.
Cuando Alemania comenzó su despliegue por el Pacífico a finales del siglo XIX (ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2015/04/una-isla-para-perderse.html ), se anexionó la isla de Nauru como una colonia más del imperio alemán, pero tras la derrota sufrida en la Primera Guerra Mundial, aquella colonia se convirtió en un protectorado de las Naciones Unidas (entonces Sociedad de Naciones) y cuya administración se concedió a Australia, Nueva Zelanda y a Gran Bretaña.
Fue ocupada por los japoneses durante la Segunda Guerra y con el fin de la misma y la victoria aliada, volvió a ser protectorado hasta que en el año 1968 alcanzó la independencia.
Aquella isla, que es tan anómala que ni siquiera tiene capital, pues carece de verdaderas ciudades y toda ella es lo que ahora llamamos un diseminado, no tenía ningún interés para los europeos, salvo como fondeadero de los buques que navegaban por aquellos mares para hacer agua o alimentos, pero en uno de los viajes que los balleneros hicieron, alguien se llevó un trozo de madera petrificada, quizás porque le pareció bella para hacer algún tipo de escultura.
Quiso la casualidad de que el “xilópalo”, nombre científico de la madera fosilizada, fuera a caer en manos de un químico que se dispuso a analizarla, comprobando que poseía una enorme cantidad de fosfatos, lo que despertó un interés inicial por aquella isla.
Pero aún hubieron de pasar años hasta que se organizó una expedición científica que comprobó que, efectivamente, bajo el suelo de la isla había una concentración de fosfatos en una cantidad y de una pureza nunca conocidas, cuyo origen aún no está totalmente clarificado, pues hay quien mantiene la teoría de que procede de la acumulación de excrementos de aves, mientras que otras hipótesis defienden su procedencia volcánica, o marina.
 La cuestión es que desde principios del pasado siglo, millones de toneladas de fosfatos fueron enviados a Australia y Nueva Zelanda, en una extracción incontrolada de la que los naturales de la isla solamente obtenían el beneficio de los salarios que percibían como trabajadores.
Pero con la independencia de la isla, los yacimientos de fosfatos fueron nacionalizados y los ciudadanos de la isla, que es la república más pequeña del mundo, se convirtieron en uno de los pueblos más ricos del planeta, en consideración a su renta per cápita.
Efectivamente, cuando la enorme riqueza que proporcionaban los fosfatos se divide entre su índice demográfico, que hasta 2011 no ha sobrepasado los diez mil habitantes, nos da una proporción que no alcanzan ni los países más ricos del planeta.
Pero los fosfatos no podían ser eternos y una explotación incontrolada y totalmente especulativa, acabó con ellos, no sin que antes se hubiera advertido del peligro que se estaba corriendo y la caótica situación en la que iba a quedar el pequeño país, al que habían sacado todo su subsuelo, dejando el terreno inservible para cualquier actividad, además de haber desertizado todo el interior de la isla.
Para paliar los efectos que el final de la explotación minera traería a la isla, se hicieron inversiones durante los años 70 y 80 que comprendían bienes raíces, líneas aéreas, navieras e incluso espectáculos musicales londinenses, pero su escasa visión financiera, o los asesores aprovechados, dieron al traste con todas esas inversiones que, de más de ochocientos millones de dólares de aquella época, se devaluaron hasta los ciento y poco, a la vez que desangraban al gobiernos en pleitos financieros con Australia, Estados Unidos y Gran Bretaña.


Refinería de fosfatos abandonada

En abril de 1999 el presidente de la República de Nauru, Bernard Dowiyogo se dirigió a sus ciudadanos a los que advirtió que estaban en bancarrota; que habían acumulado deudas imposibles de hacer frente y que la explotación de los fosfatos había llegado a su fin. Acusó a todos los ciudadanos de Nauru de vivir muy por encima de sus posibilidades, lo que había sido cierto, pues raro era el ciudadano que no tenía uno o dos coches, televisiones o electrodomésticos de última generación y casas confortables y todo ello sin que la inmensa mayoría tuviera que hacer absolutamente nada y otros, los más desfavorecidos, trabajando para la administración o en las minas.
No se anduvieron con chiquitas, los parlamentarios decidieron “matar al mensajero” y Bernard fue botado y sustituido por René Harris, un antiguo presidente de la Nauru Phosphate Corporation. Como poner al zorro a guardar las gallinas y era el séptimo presidente en tres años, como si para salir de la situación lo único que hubiera que hacer fuera cambiar al dirigente.
La situación actual es totalmente catastrófica, muy propia de los países colonizados en los que la ambición sin límites lleva a una explotación masiva de sus recursos, llevándolos a la más profunda miseria, a la vez que dejando unas secuelas dignas de estudio.

Aspecto actual de la isla. Se aprecia la devastación de la zona central

Por ejemplo, durante noventa años se ha extraído fosfato produciendo una gran riqueza que permitió construir un puerto y un aeropuerto, a la vez que una carretera que recorre todo el país. Desde 1968 que se declara independiente, trata de nacionalizar la minería del fosfato y lo consigue años después, cuando inicia el proceso de convertirse en el país con la mayor renta del mundo.
Esta situación trae el progreso y a los bienes de equipo, a que antes se ha hecho referencia, hay que agregar el gusto por las buenas comidas, el alcohol y otras costumbres perniciosas, a las que agregan su escasa actividad física, pues la mayoría no tiene que trabajar.
Pasaron de una dieta sana y equilibrada a base de pescado, frutas y algo de aves, a consumir desaforadamente comida enlatada que no había que cocinar, bollería industrial y todo lo que llamamos “comida basura” y eso, a no muy largo plazo,  produce una situación difícilmente asumible, pues el pueblo actualmente padece enfermedades propias de los ricos, como diabetes, hipertensión arterial, cardiopatías, colesterol altísimo, arterioesclerosis, obesidad mórbida y otras dolencias, para las que no hay recursos con los que combatirlas y sus expectativas de vida se han quedado reducidas a los cincuenta y cinco años. Actualmente Nauru, con sus casi catorce mil habitantes ocupa el primer lugar del ranking mundial de habitantes con sobrepeso, pues nueve de cada diez padecen esta alteración.
La devastación de la isla ha propiciado la deforestación y como consecuencia, la escasez de aves, a la vez que la mayor parte de la costa se ha visto agredida y la fauna marina se ha mermado mucho.
En 1994 el gobierno de Nauru, previendo un fin cercano de la actividad minera, realizó un estudio sobre los costes de la rehabilitación del territorio que se cifró en doscientos diez millones de dólares de la época y un periodo de al menos veinte años para conseguir la recuperación total.
Recientemente se le han concedido préstamos blando, pero que entrañan la obligación de devolverlos cuando la posibilidad de adquirir recursos no va más allá que reduciendo gastos y gravando a los ciudadanos, que hasta ahora no pagaban impuestos y que tendrán que comenzar a hacerlo, aunque uno se pegunta de donde saldrán si no hay rentas por el trabajo o el capital.
Es lamentable comprobar cómo la ambición puede llevar a destruir a un pueblo que si bien no tenía unas características propias y singulares, vivía feliz al sol y junto a un mar paradisíaco, con una falta total de escrúpulos y pretender luego desentenderse y dejar a unos miles de pobres infelices a su negra fortuna.
Nauru es actualmente uno de los países con menos recursos del mundo y aunque no ha llegado aún a un estado de pobreza extrema, sin duda alguna llegará y pasará de ser el país más rico, al más pobre.
Además, seguirá siendo un país raro, donde los pobres están gordos.
Si quiere completar esta información sobre la extraña obesidad que planea sobre este país, puede pinchar este enlace:

viernes, 21 de agosto de 2015

¿MATRIMONIO DE AMOR, O DE CONVENIENCIA?





La guerra de nuestra Reconquista es, sin duda alguna, de las más largas que la Historia ha conocido. Presumen los franceses de la suya de Cien Años cuando la nuestra duró siete siglos más.
Los moros se “merendaron” la Península en un plazo cortísimo, pero hacer que nos la devolvieran fue una tarea de ochocientos años.
La fuerza atacante era poderosísima, enfebrecida de fanatismo religioso y además, había infiltrado a numerosos musulmanes en nuestro territorio, sobre todo en las costas de Andalucía, con el fin de facilitar los desembarcos de las tropas invasoras.
Los visigodos eran un pueblo guerrero, bárbaros, según nuestra concepción actual del término y no como extranjero que es como lo definían los latinos; eran como los que habían borrado al imperio romano de la faz de la tierra y que habían llegado a construir en España un reino sólido, en muy gran medida heredado de Roma y en diez años, los musulmanes, enviados por el califato de los Omeya en Damasco, habían ocupado la Península Ibérica, menos una mínima parte de Asturias y Cantabria, desapareciendo todo rastro de poder de aquellos godos.
Esto fue posible porque muchos de los gobernantes visigodos no veían en el invasor un grave peligro para sus vidas y costumbres a la vez que suponían una fuerza militar muy superior a la que ellos podían ofrecer, por lo que temían el enfrentamiento.
Buen ejemplo de esto es el “Pacto de Teodomiro”, firmado en 713 en Orihuela entre Abdalaziz inb Musa y el poderoso, noble y riquísimo Teodomiro que durante el reino visigodo era una especie de virrey o gobernador con plenos poderes de una zona amplísima en el este de la Península, correspondiente a lo que hoy serían las provincias de Alicante y Murcia.
Este tratado establece que como Teodomiro se había entregado sumisamente, recibe la promesa de que su pueblo no se alterará, que sus súbditos no serán muertos, hechos prisioneros o separados de sus familias ni se impedirá que practiquen su religión, que será respetada, no quemándose sus iglesias ni saqueándolas. Para ello tiene que entregar diversas ciudades del territorio que él manejaba y pagar un tributo, a la vez que se compromete a no hacer nada que vaya contra los intereses de los invasores.
La pasividad incomprensible de los godos, únicos cristianos en la Península que detentaban poder, no es explicable más que porque entre ellos existían graves rencillas que los impulsaban temerariamente a pactar con los invasores, antes que unirse entre ellos y presentar un frente común.
Afortunadamente, en la península existían los cántabros, los asturcones, los iberos y otros muchos pueblos, ya mezclados entre sí, pero que conservaban la sangre brava que ofrecieron reiteradamente ante el ejército romano, el más poderoso desde Alejandro Magno. Y fue esa sangre, ese coraje por verse arrastrado a una vida servil, lo que puso en marcha la Reconquista.
Fueron pasando los años y los reductos astures y cántabros se fueron ampliando y se llegó a conquistar León y luego Galicia y más tarde Castilla y así sucesivamente cuando aún el califato de Córdoba era una potencia en todos los sentidos. Al desmembrarse y aparecer los Reinos de Taifas, los cristianos experimentaron un alivio porque en vez de guerrear contra el moro común, se dedicaron a hacer pactos y arreglos con algunos de los reyezuelos moros, contra otros de distinto reinos.
No existían las fronteras y los distintos reinos los componían los territorios que cada gobernante era capaz de controlar, ya fuera moro o cristiano y cuanto mayor ese territorio, mayor poder el de su rey.
Se acostumbraron los cristianos a cobrar las parias, en vez de pagarlas y a recibir el vasallaje que antes ellos otorgaban y hasta que vieron que nuevamente la amenaza se cernía sobre ellos, esta vez en forma de almorávides, los islámicos integristas de hace diez siglos, no volvieron a tomar las armas contra los ocupantes.
Y estos llegaron a España alertados por los reyes andalusíes que veían peligrar su estancia en Al-Andalus, sobre todo, tras la toma de Toledo por Alfonso VI.
Para entender un poco los sucesos que van acaeciendo, es necesario introducirse en la mentalidad musulmana y sobre todo, la de aquellos andalusíes que llevaban siglos dominando y a los que costaba mucho dejar de hacerlo.
Por eso, el rey de la taifa de Sevilla, Al Mutamid, que ha pasado a la historia como el rey poeta, a la vez que llamaba en su auxilio a los almorávides, ofrecía en matrimonio a su hija Zaida, de doce años, para desposarla con Alfonso VI, a la vez amigo y enemigo.
Algunos historiadores opinan que Zaida era en realidad la esposa de su hijo, señor de Córdoba que tras una derrota en la que fue muerto, obligó a la mora a refugiarse en Toledo, por consejo de su suegro y no habría sido en oferta de matrimonio, sino como rehén, de la que el rey se enamora y con la que mantiene un largo concubinato.


Óleo de la mora Zaida

Lo curioso de la historia, siguiendo el hilo con el que la he iniciado es que el rey castellano-leonés aceptó aun cuando en ese momento estaba casado con Inés de Aquitania, pero existían poderosas razones para aceptar. Lo primero porque el rey no tenia descendencia masculina, luego porque sabía que había de esperar hasta la mayoría de edad de la princesa Zaida, también por la enorme dote de la que iba bien arropada y quizás y por último porque la princesa era una joven bellísima, culta y muy inteligente.
En la dote de Zaida figuraban ciudades como Cuenca, Ocaña, Alarcos y otras varias de menos importancia.
Por eso la princesa mora se quedó en la corte de Toledo, donde vio cómo el rey y la reina Inés vivían en matrimonio y cómo ésta moría de parto en el año 1078, cuando tendría alrededor de quince años.
Pero el rey, viudo, no se casó con la princesa en ese momento sino que lo hizo con Constanza de Borgoña, una bisnieta del rey de Francia, con la que tuvo descendencia femenina, únicamente, y que murió en 1093.
No se sabe con certeza si en ese momento el rey desposa a la princesa Zaida, lo cierto es que mantiene con ella un romance adúltero, fruto del cual, nace el único hijo varón de Alfonso: Sancho Alfónsez que inmediatamente es reconocido como heredero de la corona, lo que hace pensar que sus padres estuvieran casados, aunque no era nada extraño en la época nombrar heredero por ser de sexo masculino, al hijo de una amante o una barragana.
De todas formas hay que dar la posibilidad al heredero de presentarse ante sus vasallos, cristianos y por tanto partidarios del matrimonio, como hijo legítimo y cuando han trascurrido unos veinte años desde que el padre de Zaida, el rey Al Mutamid, se la entregara, se celebran los esponsales, para lo cual es absolutamente imprescindible que la mora cambie sus creencias y se haga cristiana, cosa que ella no duda en realizar y es bautizada, adoptando el nombre de Helisabeth, castellanizado Isabel.
Sin duda alguna, según afirman los historiadores, Alfonso aceptó aquel matrimonio por conveniencias políticas, entre las que la de mayor importancia era la de tener por suegro a uno de los reyes Taifas más poderosos, pero además la unión le resultaba muy rentable económicamente. Pero conforme la pareja se fueron conociendo, el rey empezó a demostrar un alto grado de enamoramiento de la reina mora, a la que dedicaba calificativos de los más ensalzados, con los que demostraba el amor que por ella sentía.
La reina, por su parte, introdujo en la corte el gusto por la música y la cultura, valores de los que el reino estaba más bien escaso y sin embargo, la corte toledana no estaba bien dispuesta a aceptar que en el trono del reino se sentara una musulmana, por mucho que esta hubiese abjurado de su religión y abrazado la cristiana.
Aún así, su influencia fue notable, aunque efímera, porque el idilio amoroso que surgió entre los monarcas duró poco y el 12 de septiembre de 1099, cuando daba a luz en León, falleció a consecuencia del parto.
El rey ya estaba algo mayor, pero aún así, volvió a casarse con Berta, una italiana de la que se tienen muy pocas noticias.
Cuando su hijo Sancho Alfonsez contaba catorce años, participó con las huestes de su padre en la batalla de Uclés, donde fue hecho prisionero y luego ajusticiado por el ejército musulmán.
De no haber encontrado la muerte a tan temprana edad, hubiese supuesto para los cristianos, tener en el trono del reino más poderoso de la Península, a un mestizo, mitad leonés, mitad moro, lo que sin duda alguna hubiera dado un vuelco a la historia.

Una buena parte de historiadores no acepta el matrimonio del Alfonso y Zaida, entonces ya llamada Isabel, entre otras cosas porque eso supondría que habría sido Isabel I, puesto de honor que desde siempre le ha sido otorgado a la Reina Católica.

viernes, 14 de agosto de 2015

DE ESTERCOLERO A CAPITAL





Nunca estuvo muy bien explicada la razón por la cual Felipe II convierte a Madrid en la capital del reino, cuando apenas era un villorrio que no contaba con las mínimas infraestructuras básicas, mientras ciudades como Toledo, Sevilla o Valladolid, que ya habían albergado la corte española, se quedan atrás.
Es Madrid, en aquellos momentos, una villa de unos treinta mil habitantes, de los que se llamaban entonces del pueblo llano. No existía en la ciudad jerarquía religiosa, pues dependía de la diócesis de Toledo y no tenía tampoco asentamiento de la nobleza, pues los más cercanos estaban en Guadalajara. Estas circunstancias puede que obraran a su favor en la mente de Felipe II, lo mismo que el hecho de estar rodeada de enormes espacios boscosos, poseer fuentes de agua abundante y muy apreciada y tener el río Manzanares muy cerca.
Quizás la proximidad de El Escorial, donde ya el rey había decidido construir un enorme monasterio que le sirviera de residencia, fuera otro factor a su favor, lo mismo que la existencia del Alcázar Real, un poderoso castillo que desapareció por un incendio en 1734 y que se ubicaba donde ahora se encuentra el Palacio de Oriente.
En aquel castillo ya se había alojado Carlos I cuando convocó cortes en Madrid, ciudad que se eligió en varias ocasiones por su centralidad en la Península.
Lo cierto es que en 1561 y a pesar de las escasas posibilidades de la villa, Felipe II traslada a Madrid la capitalidad del reino. A partir de ese momento se le empieza a dar un tratamiento que hasta entonces no tenía y ello contribuye muy notablemente a sacar a la pequeña ciudad del lamentable estado en que se encontraba, pero no a colocarla en una situación mucho mejor a juzgar por lo que dos siglos más tarde se encontró Carlos III a su llegada a la ciudad.

Real Alcázar desaparecido en 1734

Unos recientes descubrimientos arqueológicos realizados en la capital han puesto a la luz el hallazgo de unos enterramientos visigodos, así como, en un nivel inferior, restos prerromanos.
Las antiguas culturas iban asentándose alrededor de los lugares donde se encontraba agua con facilidad y en la pequeña altiplanicie, que la zona alrededor de la actual capital forma sobre la Meseta Ibérica, el agua era abundante, no ya por la que fluía por el Manzanares, sino la que descendía, subterránea, de las sierras del norte.
Aquel primer asentamiento visigodo recibió el nombre de Matrice, que quiere decir río matriz o madre. Tras los visigodos, los árabes se asentaron sobre aquel pequeño poblado, fortificándolo y derivando su nombre original hacia Magerit.
Hasta el siglo XI, no se incorpora a la corona de Castilla, cuando la conquista Alfonso VI y poco ha progresado como ciudad del centro geográfico de la Península cuando Felipe II la convierte en la capital de su imperio.
No existe demasiada documentación de cómo eran las infraestructuras de aquella ciudad, que ya tenía sugestivos rincones que aún pueden visitarse y que se acogen bajo la genérica denominación del Madrid de los Austrias, pero a tenor de lo que dos siglos más tarde se encuentra Carlos III y se describe perfectamente, podemos pensar que la villa y corte no era solamente un estercolero, era una de las ciudades más inmundas de Europa.
Carecía totalmente de alcantarillado y de agua corriente, salvo en las varias fuentes públicas, algún hospital, convento o las casas de los poderosos y el palacio real, el resto de la ciudadanía había de viajar con los cántaros sobre la cabeza hasta la fuente más cercana. Como consecuencia de la falta de alcantarillado las calles eran un arroyo de aguas fecales, desperdicios, excrementos humanos, del ganado y de los animales domésticos, que andaban sueltos, alimentándose de los despojos que encontraban por la calle.
Cuando la vida en la ciudad estaba más próxima a la naturaleza, al igual que en los pueblos, las necesidades corporales de las personas se evacuaban en el campo o en el corral próximo, pero en Madrid empezaron a construirse edificios de viviendas, unos pegados a otros, sin corral ni huerto cercano en el que poder aliviarse, por lo que los apretones se solucionaban en casa y a continuación se lanzaban a la calle con aquel consabido grito que todos conocemos.
Algún viajero de la época, llegado de las brillantes ciudades italianas o francesas, quedábase asombrado cuando sus botas se enfangaban en el lodo pestilente de las calles o cuando unos cerdos o unas gallinas, acudían a picotear o lamer los residuos que se quedaron adheridos en su calzado.
Comparar Madrid con una inmensa letrina, no era una comparación exagerada, aunque no hay que pensar que nunca se limpiaban las calles. Eso no es cierto, lo que sucedía es que se limpiaban mucho menos que lo que era menester y se ensuciaban mucho más de lo recomendable; se empleaban dos sistemas de limpieza, según el tiempo fuera seco o lluvioso, lo que hace pensar que en realidad se limpiaban dos veces al año.
En tiempo seco, una cuadrilla de trabajadores iban recogiendo las basuras, los animales muertos, los excrementos y toda clase de desperdicios y lo cargaban en carros que sacaban toda la porquería de la ciudad. Pero si el tiempo era lluvioso, no había posibilidad de meter los carros por las calles, pues se quedaban atascados y entonces se empleaba un procedimiento singular que era una especie de cajón-cuchara, tirado por una recua de mulos que iba arrastrando toda la porquería hasta llevarla a unos sumideros que la conducía directamente al Manzanares. Los dos sumideros más importantes estaban en Leganitos y en la Plaza de Isabel II.
Ni siquiera tenía el rey Carlos un palacio adecuado a la calidad de monarca que era, máxime cuando venía de ser rey de Nápoles, así que muy pronto se puso manos a la obra para tratar de remediar todas aquellas deficiencias.
A la infecta atmósfera que todo Madrid respiraba hay que añadir que la higiene corporal brillaba por su ausencia, pues el poco agua que se transportaba hasta las viviendas servía exclusivamente para beber, cocinar y lavarse las manos alguna vez. El resto del cuerpo no era objeto de atención alguna.
Mucha culpa de esta falta de higiene la tenían los propios médicos que no aconsejaban mas limpieza que la de manos y cara y recomendaban que se evitara el baño, pues éste ablandaba el cuerpo y le restaba su fuerza, además de producir otros muchos males achacados de manera ignorante.
Como es natural, la gente apestaba. Apestaba tanto que ni ellos mismos soportaban su hedor y trataban con los afeites, las lociones, los perfumes e incluso las flores, de calmar sus irritadas pituitarias.
Las damas de alta alcurnia, sobre todo, tenían por costumbre perfumar sus vestidos, su cara, el cabello y las manos, con aguas olorosas que contenían almizcle, ámbar y otras sustancias naturales aromáticas que a falta de un pulverizador adecuado, pues aún no se había inventado el spray, hacían a sus sirvientas tomar buchadas y lanzar fuertemente el contenido bucal, en una especie de ducha mitad aromas, mitad saliva, sobre la cara o los cabellos.
¡No se podía ser mas guarros que aquellos ciudadanos de la capital del Mundo!
Como es natural, el recién llegado y refinado monarca no podía tolerar semejante desbarajuste, por lo que el 13 de mayo de 1761, publicó una Real Orden por la que se prohibía arrojar aguas mayores y menores por las ventanas, obligando a los propietarios de edificios a construir pozos ciegos, hasta donde se canalizaran las porquerías que eran recogidas por las noches en unos carros malolientes a los que pronto el pueblo llamaba “las chocolateras de Sabatini”, en honor del arquitecto italiano que acompañaba al monarca y que era el encargado de terminar de construir el Palacio Real, los jardines y todo lo que de bello se hizo en aquel tiempo.

Plano del Madrid de la época

Estas medidas iban acompañadas de otras tomadas desde el sector público y que fueron acometidas por Esquilache, al que el rey ordenó que preparase un plan de actuación en varios frentes y que consistía en primer lugar en limpieza, como tratamiento de choque, mientras se acometían las obras para construir una red de alcantarillado, empedrado de las calles e iluminación.
Se inició también la traída de agua a los hogares y se publicó un bando por el que se obligaba a los propietarios o inquilinos de viviendas, barrer las delanteras de sus edificios y regarlos cuando fuese tiempo caluroso. Incluso se estableció un sistema de alguaciles que controlaban los aseos de las viviendas.
Como fue natural en aquella época de falta de higiene, las medidas no gustaron a los madrileños que se quejaban de todo, hasta del largo de las capas con las que se embozaban para cometer sus tropelías o en las que ocultaban las armas que estaban prohibidas.
Para demostrar su enfado apagaban las luminarias que se encendían por las noches, o evacuaban en las esquinas y hasta llegaron a amotinarse contra el ministro Esquilache en aquel famoso motín que ya traté en mi artículo: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/de-la-trucha-la-capa.html

El rey Carlos III dijo de los madrileños que eran como los niños: lloraban cuando se les lavaba.

viernes, 7 de agosto de 2015

TERCIANAS Y CUARTANAS




La reina consorte de Aragón, la duquesa Marta de Armanyach, fue una mujer extraordinaria para su época. Era amante de la literatura, de la música y de todas las artes en general y dio al reino de Aragón el impulso necesario para entrar en el Renacimiento con buen pie.
Pero no solamente era la reina amante de las artes, también era una apasionada por la astrología y por la alquimia, pseudo ciencia en la que creía tan fervientemente como su esposo, el infante Don Juan de Aragón, futuro rey a la muerte de su padre Pedro IV, el Ceremonioso, o el del Puñalito.
El príncipe Juan era alquimista y astrólogo en una sociedad aragonesa y catalana profundamente supersticiosa que a finales del siglo XIV, no conocía más ciencia ni más investigación que la que realizaban los ardorosos seguidores de aquellas dos profesiones.
Tan convencida estaba la entonces princesa Marta, del poder de la alquimia, de las propiedades curativas de las piedras preciosas y de otras muchas cosas más por el mismo estilo, que yendo de viaje de Lérida a Zaragoza cayó enferma de no se sabe muy bien qué padecimiento de los muchos que en la época asolaban a la población y para curarse pidió a su esposo que le enviase el zafiro que para combatir determinadas dolencias utilizaban. En otra ocasión, cuando su amiga la condesa de Ampurias había caído enferma de fiebres tercianas, le envió el anillo de su esposo, eficaz remedio contra las fiebres.
Tercianas y cuartanas eran unas fiebres que diezmaban la población, si no en cuantiosas muertes si en numerosas bajas y en jornadas laborales perdidas. No se sabía cual era la causa, ni siquiera se había puesto nombre a la verdadera enfermedad que empezaba con malestar general, fiebre que iba aumentando progresivamente y ya un cuadro crítico con fuertes escalofríos y sudores, pero sobre todo, con un decaimiento que impedía cualquier actividad.
Después, pasaban unos tres o cuatro días en los que el paciente parecía haber sanado, pero tras ese lapso de tiempo, volvían las fiebres, los escalofríos y los sudores. De ahí el nombre que durante siglos tuvo esta desconocida enfermedad, contra la que no existía cura alguna: fiebres tercianas o cuartanas.
Parece ser que estas fiebres llegaron a Europa con los ejércitos de Aníbal, que venían de África y contagiaron a numerosos iberos y romanos, conociéndose desde entonces como la enfermedad italiana, o del mal aire, de ahí el nombre de malaria, con el que aún se conocen estas fiebres.
No fue hasta finales del siglo XIX cuando se demostró científicamente que la enfermedad, que empezó a llamarse “paludismo”, se producía por la picadura de las hembras del mosquito “anopheles”. Paludismo procede del latín palus, que quiere decir pantano, el lugar en el que los mosquitos se reproducen, pero hasta que todo esto fue bien conocido, las civilizaciones pasadas experimentaron métodos curativos de lo más curioso y descabellado.
Plinio opinaba que el cuchillo ensangrentado con el que había degollado a un hombre era un buen antídoto contra la enfermedad y consideraba que la sangre menstrual era la mejor curación de las tercianas. Repetir la palabra “abracadabra” durante cierto número de veces, era en la Edad Media un buen sistema curativo, lo mismo que el zafiro de la reina consorte o el anillo que envió a su amiga.
Sin embargo, no todo era disparatado e ignorante, porque en la mayor época de esplendor del Islam, ya advirtió el afamado Avicena que las fiebre intermitentes tenían su origen en las aguas estancadas, pero pensando no en la reproducción de los mosquitos, sino en los miasmas que de ellas se desprendían. También se pensaba que los eucaliptos eran capaces de absorber esas emanaciones, de ahí la gran presencia de estos majestuosos árboles en las riberas de ríos, lagos o pantanos.
Como es natural, sin conocer las causas, es imposible aplicar remedios concretos y los paliativos que se usaban no producían nada más que mayores desgracias, como era el de practicar sangrías que dejaban exhaustos a los pacientes.
Fue a partir del siglo XVII, cuando los conquistadores españoles encontraron un remedio eficaz contra la enfermedad. Y no lo descubrieron ellos, ya lo había descubierto siglos antes los indígenas amerindios, cuando pulverizaban la corteza del árbol llamado “quino” y la consumían para combatir cualquier clase de fiebres, o temblores.


Árbol de la quina o quino

Con ese conocimiento, los españoles empezaron a usar lo que desde entonces se ha llamado quinina, para combatir las fiebres  y cuartanas, observando que era un sistema eficaz contra la enfermedad, alcanzando su máxima popularidad cuando la condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú, cayó enferma de tercianas y el confesor del virrey, un jesuita llamado Diego Torres, le comunicó el sistema que los nativos empleaban para combatirlo. No se atrevieron a hacerle tomar quinina a la condesa hasta que experimentaron en varios enfermos del hospital de Mareantes de Lima y al ver los resultados, se decidió que la condesa la tomara, la cual, en pocos días, empezó a experimentar una notable mejoría.
Cuando se hizo pública la curación de la condesa, se empezó a enviar a España pequeñas cantidades de quinina por medio de los jesuitas que regresaban a la patria tras su estancia en las Américas. Éstos introdujeron la sustancia en Europa, donde se consiguieron curaciones notables, como la del rey Sol, Luís XIV y aquellos polvos empezaron a conocerse como “el de los jesuitas”.
Pero la época no era proclive al progreso y tan milagrosas curaciones empezaron a atribuirse a un supuesto pacto que los indios tenían con Satanás, por lo que cualquier físico que recetase la quinina contraía un pecado mortal.
La mojigatería de la época llegaba a límites insospechados y todo progreso era atribuible a Dios o al demonio.
La corteza de la quina tenía un grave problema: era sumamente amarga y tragar una porción, por mínima que fuese, suponía un trago de lo más desagradable, lo que en el lenguaje popular se ha establecido como una exclamación: “tragar quina”, cuando se ha de pasar por una dura situación.
La mayor concentración de alcaloides de este árbol está en su corteza, la que se muele para obtener el polvo; la masiva obtención de éste producto empezó a producir deforestación en las zonas en donde se daba el árbol que es entre los mil y tres mil metros de altitud. La progresiva desaparición de árboles hizo que se viera la necesidad de trasplantarlo a otros lugares de climas parecidos, como algunas partes de la India, las islas de Ceilán o Java, pero esa operación no la realizaron ya los españoles, descubridores del producto que no se habían protegido adecuadamente para su explotación y holandeses, ingleses y alemanes fueron los que llevaron a cabo los trasplantes.

Cortezas de quino preparadas para la molienda

Con el paso del tiempo empezó a usarse la quinina como profiláctico del paludismo y los soldados del ejército británico en la India la tomaban a diario y para pasar mejor su sabor, le añadían agua carbónica, azúcar y unas gotas de lima, dando lugar posteriormente a la invención del agua tónica, que usa esos ingredientes.
Es lamentable que España que introdujo este producto en el resto del mundo, no haya sacado ningún partido de él, cuando ya los médicos decían que la quinina era más valiosa que el oro y la plata y sigue siendo el método más eficaz para prevenir y curar la temida enfermedad.
Los polvos de quinina se conocieron en España como los de la condesa, pues a ella a la que se atribuye su popularidad, tanto que el gran botánico sueco, Carlos Linneo, cuando clasificó el quino y sus diferentes especies, le puso por nombre genérico “Chinchona”, en honor a la condesa de Chinchón, aunque deformada la pronunciación por el italiano, lo escribió como “Cinchona”

Perú tiene incorporado en su escudo un quino, el árbol que más eficaz se ha mostrado para la medicina.