viernes, 18 de diciembre de 2015

ESCOPETEROS DE GETARES




Afortunadamente, siempre hay en esta vida personas que te enseñan algo, que te instruyen con sus conocimientos y contribuyen a agrandar los tuyos.
Eso me ha ocurrido esta tarde, cuando me encontraba en Algeciras en una comida corporativa con antiguos compañeros y amigos de aquella ciudad.
En esas charlas que se producen cuando los efluvios del etílico comienzan a hacer sus efectos y el cargado estómago te pide un receso, se suele hablar de cosas intrascendentes, incluso aburridas, lo que en nada contribuye a despejar la modorra que comienzas a sentir.
Pero no siempre es así y hoy no lo ha sido, pues cuando tras los postres, unos cuantos salimos al exterior a respirar un poco de aire fresco, mi buen amigo y antiguo compañero Pedro, me relataba una anécdota que encierra unos conocimientos que creo que son interesantes para compartir con los lectores.
Resulta que un colega suyo que se las da de todo lo que no es, presumía de historiador, de escritor sobre la historia y de tener más conocimientos que nadie.
En ese afán de deslumbrar, el colega venía a afirmar que la Guardia Civil, tras su unificación con el Cuerpo de Carabineros, era la fuerza policial más antigua en la lucha contra el contrabando.
Efectivamente, el cuerpo de Carabineros fue creado por Real Decreto de Fernando VII, el 9 de marzo de 1829, como cuerpo armado de carácter militar y tenía como misión la vigilancia de las costas y las fronteras para la represión de fraude fiscal y del contrabando, era por tanto un cuerpo que hoy contaría con casi dos siglos de historia, pero que en 1940 y tras la guerra civil, fue integrado en el Benemérito Instituto y aunque se han conservado algunos signos de identidad del desaparecido cuerpo, lo cierto es que ya casi nadie se acuerda de él.
Pocos años después de su creación como cuerpo de ejército, pasaron a depender del Ministerio de Hacienda, lo que produjo un considerable abandono de sus principios militares y pocos años más tarde, ya en 1842, era un cuerpo totalmente inoperante.
Unos lustros después se le revitalizó, adscribiéndolo de nuevo al Ministerio de la Guerra, lo que supuso un considerable empuje y así llegó hasta 1936 en el que el cuerpo tenía poco más de dieciséis mil hombres, de los que las dos terceras partes se pusieron del lado de la República, en donde se convirtieron en una especie de élite militar, pues tenían armas, formación y disciplina, circunstancias de las que carecían casi todos los ejércitos republicanos.
Eso, posiblemente, contribuyó a su desaparición e integración en la Guardia Civil, que consiguiendo de prestado los más de cien años que los carabineros llevaban servidos, se autocalifican como el cuerpo más antiguo en la represión del contrabando.
Pero resulta que eso no es cierto y mi amigo Pedro sacó al pseudohistoriador de un error de bulto, cuando le vino a decir que a tenor de lo que narraba, se veía que no conocía bien la historia y que desde luego ignoraba la existencia de un cuerpo llamado “Escopeteros de Getares” que le sacaba a los carabineros más de un siglo de antigüedad, en lo que a la prevención y represión del contrabando se refiere.
Getares es una preciosa ensenada situada al sur de Algeciras, casi frente a Punta Europa, lo más meridional del Peñón de Gibraltar y por donde tradicionalmente se han producido desembarcos, invasiones, contrabando y últimamente alijos de drogas y desembarco de inmigrantes.
Con la pérdida de la importante plaza de Gibraltar en 1713, como consecuencia del tratado de Utrech, las costas inmediatas al Peñón quedaron aún más expuestas a los enemigos británicos y a los piratas berberiscos, que con sus continuas incursiones y correrías hacían un considerable daño en las haciendas del litoral.
Para evitar esta serie de tropelías que constantemente y desde muy antiguo se padecían, la ciudad de Tarifa levantó, en el año 1705, un grupo de cuarenta hombres, expertos tiradores, que al mando de un capitán de la misma ciudad llamado Gaspar Salado, recibió el nombre de Compañía de Escopeteros.
Salado era un valeroso capitán de las milicias urbanas que supo transmitir su espíritu militar a la incipiente compañía, que en breve tiempo había sabido prestar un buen servicio a la sociedad, reconociéndose por todos los estamentos oficiales su utilidad. Por eso, ese mismo año le fue expedida una cédula real declarando a aquellos escopeteros como Compañía de Ejército y señalando que su ubicación sería en las alturas de la playa de la ensenada de Getares, lugar prominente y de muy buena visibilidad, a poniente de Gibraltar y desde donde se podía descubrir a los enemigos mucho antes de que llegaran a tierra, preparando la defensa que consistía fundamentalmente en la puntería de los disparos de los escopeteros, todos ellos magníficos tiradores.
Doce años más tarde y ya plenamente demostrada la valía de aquella exigua fuerza, fue considerablemente incrementada con otros cuarenta hombres y un nuevo mando, esta vez un teniente.
Si analizamos los sueldos que los diferentes integrantes de la compañía, se observa que debían ser un cuerpo de élite, pues el capitán cobraba mensualmente 450 reales, el teniente 320 y la tropa 112 reales y 32 maravedís, además de las mismas raciones de pan que las demás fuerzas del ejército.
Se dividió la compañía en dos secciones que actuaban a levante y poniente de Gibraltar y que incluso empezaron a embarcar a sus hombres para dar protección en la mar contra los piratas que asaltaban las embarcaciones que mercadeaban entre las dos orillas del Estrecho.
La sección de Getares, la principal, mantuvo su establecimiento en aquel puesto, aunque se dispuso que abandonaran las alturas y se trasladasen al fuerte del Tolmo, sito en la ensenada del mismo nombre que, aunque continuaba siendo  municipio de Algeciras, está mucho más próximo a Tarifa.

Ensenada del Tolmo, con Gibraltar al fondo

A principios de la década de los sesenta volvieron a trasladarse, esta vez a Algeciras, mientras los que prestaban servicio a levante del Peñón, es decir en lo que hoy son las playas de La Línea de la Concepción, lo hicieron a San Roque.
Finalmente, en 1867, toda la compañía se trasladó a San Roque, donde se acuartelaron, aunque al personal que estaba casado, se le permitía residir en sus casas con su familia.
Al consultar documentación sobre este peculiar cuerpo de ejército, me encontré una información que me pareció cuando menos interesante y es que lo que ahora conocemos como la Comarca del Campo de Gibraltar, cuando el Peñón se convirtió en colonia británica, aquella misma zona se conocía como Campo de San Roque, en donde existía un Comandante General que tenía la máxima autoridad militar de la zona.
Desconozco la razón por la que se cambió la denominación de la comarca y precisamente, cuando nos fue arrebatada la importantísima plaza del Peñón, pues dejamos de llamarla como se hacía antiguamente, Comarca del Campo San Roque, para llamarla del Campo de Gibraltar.
Como cuerpo de ejército, tomaron parte en la Guerra de la Independencia y en 1811 a las órdenes del Comandante General del Campo de San Roque, tomaron Medina Sidonia y participaron en la célebre batalla de Chiclana. Sin embargo y pese a la importancia que había tenido en su lucha contra el contrabando e incluso su brillante actuación en la guerra, cuando en el año 1819 se afrontó la reorganización del ejército, el cuerpo de Escopeteros de Getares fue suprimido.
Cuando se estaba produciendo la disolución del cuerpo, se produjo el levantamiento del general Riego, el uno de enero de 1820 en la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan y los Escopeteros no dudaron ni un momento de unirse al levantamiento, suspendiendo así su disolución.
Pero nuevamente en 1829, al producirse otra reorganización del ejército, volvió a decretarse la disolución de este cuerpo, tras ciento veinticinco años de historia.
Si se presta un poco de atención a las fechas, se ve que el año en que, por fin, se disuelven los escopeteros, es el mismo en que se crea el Cuerpo de Carabineros.
No es una casualidad, más bien cabría pensar que de la experiencia extraída en los muchos años de actuación de los de Getares, se entendió que era una idea para tener en cuenta y aplicarla a todo el territorio nacional, razón por la cual se crea un nuevo cuerpo que tiene presencia en todas las playas españolas y en el que es muy posible que se integrasen los escopeteros que quisieran permanecer en servicio. Tampoco pasa inadvertida la proximidad que existe entre las palabras “escopeta” y “carabina”
Actualmente la Policía Local de Algeciras tiene como uniforme de gala, el que portaban los antiguos escopeteros y la ciudad, en reconocimiento a la magnífica labor desarrollada, ha levantado, en la playa de Getares, una estatua conmemorativa del primer cuerpo represor del contrabando existente en España, le pese a quien le quiera pesar.


viernes, 4 de diciembre de 2015

LOS IBEROS DEL ESTE




En los actuales tiempos, la pertenencia a una etnia determinada se está convirtiendo en tarea cada día más difícil. Los movimientos demográficos, las migraciones, la velocidad de las comunicaciones, los nuevos conceptos de aldea global, o alianza de civilizaciones, hacen que la pureza de las razas se vaya difuminando, con tendencia a mezclarse todo.
Solamente algunos grupos étnicos permanecerán inmunes a esta nueva tendencia impuesta por la civilización actual, el resto, todos los occidentales, dentro de unos siglos serán un revuelto de razas irreconocibles.
Pero eso nunca fue así, sino hasta que las circunstancias relatadas al principio se impusieron sobre las demás costumbres. Hasta hace muy poco lo natural es que cada pueblo, cada raza, permaneciera encerrada en la ambición de su pureza, eludiendo las mezclas.
También era lo normal que cuando una etnia se imponía a otra en un mismo territorio, tratara de esquilmarla hasta la extinción, para quedarse como único poblador. Es lo mismo que hacen algunas fieras en la naturaleza.
Nuestros compatriotas canarios llaman “godos” a los peninsulares, porque efectivamente fueron los godos los invasores bárbaros que desplazaron y aniquilaron a los pueblos autóctonos que poblaban la península y entre ellos un pueblo que de tanta importancia como tuvo, dio nombre a todo el territorio peninsular: los Iberos.
Mucho se ha escrito sobre los iberos o íberos, que también así se escribe y mucho más se ha de escribir sobre este pueblo que curiosamente no constituía un grupo étnico común y del que no se sabe demasiado, pensando que llegaron a nuestra península en el periodo Neolítico, la edad de la piedra pulimentada, que empezó a darse unos ocho mil años antes de nuestra era.
Lo que parece cierto es que muchos años después, esta reunión de etnias, que tenían en común solamente la lengua que hablaban, se habían distribuido por todo el litoral mediterráneo, tanto francés como español y habían penetrado hasta el valle del Ebro, La Mancha y hasta los ríos andaluces Guadiana y Guadalquivir.
Cuando Grecia alcanza su máximo esplendor, ya hacía siglos que venía colonizando toda la costa del Mediterráneo y desde la ciudad francesa de Marsella, fundada por griegos en el año 600 antes de nuestra era, sobre un antiquísimo asentamiento neolítico, hasta las costas de Murcia, llaman Iberia a todo el litoral, para diferenciar a los pueblos allí asentados, de los habitantes del interior.
Son entonces los griegos los que bautizan a los iberos con ese nombre y con ese nombre los conocieron los romanos cuando la hegemonía de occidente pasó de Grecia a Roma.
La expansión del imperio hace necesario la obtención de recursos para sufragar los enormes gastos que producen las guerras y las conquistas y en la capital del imperio se tienen noticias de las inmensas riquezas y los enormes recursos que contiene la península que los griegos habían llamado Iberia y que ellos rebautizarían con el nombre de Hispania, eso sin contar su enorme valor estratégico, pues se encuentra a un tiro de piedra del continente africano y cierra por completo el Mare Nostrum. A todo esto habría de añadírsele un valor más y es la fiereza de sus guerreros, magníficos luchadores para alistar en las filas de sus legiones.
Roma había contado con todo, menos con una cosa, la feroz resistencia que los iberos le iban a ofrecer y cuando creyeron que vendrían a la península dando un paseo militar para apoderarse del oro de la Médulas, el cinabrio de Almadén o el “garum” de Gades, o las setas de Aracena y que incrementarían sus ejércitos con magníficos soldados, se equivocaron radicalmente, pues aquel paseo se convirtió en una campaña que duró casi doscientos años, y en donde aparecieron figuras ejemplares como los caudillos iberos Indíbil y Mandonio, el lusitano Viriato y la resistencia hasta la muerte de ciudades iberas como Sagunto y Numancia.
Pero, curiosamente, los griegos que eran unos fanáticos colonizadores y comerciantes, no conocieron una sola Iberia, porque con ese mismo nombre designaron a una región del Cáucaso, casi a orillas del Mar Negro, solo que ellos le añadían los calificativos de Caucásica o del Este, para diferenciarla de la Península Ibérica.
Muy posiblemente tras el comercio del cobre, metal que comienza a ser muy preciado en el tercer milenio antes de nuestra era, los griegos se adentran en el mar que ellos denominaron Ponto Euxino y que mas tarde sería el Mar Negro, cuyas orillas recorrieron encontrando, en la más oriental de aquellos litoerales, un país en donde este metal abundaba.
A aquella región la llamaron “La Cólquida”, palabra que presumiblemente procede de “Khalkos”, que ellos usaban para designar precisamente el cobre.
Allí encuentran asentadas a diferentes tribus que no se mezclan entre ellas, una de las cuales fueron llamadas iberos por los griegos y que dieron nombre a aquella región.
Todas aquellas tribus contribuyeron más tarde a formar el estado de Georgia.

Mapa de la zona donde se aprecia Iberia hace 2.500 años

Así pues, en la antigüedad hubo, claramente diferenciadas, dos Iberias. Modernos historiadores, basándose en los escritos de los historiadores clásicos que hicieron referencia a este curioso detalle, han tratado de ver similitudes entre las dos etnias que habitaban sendas Iberias, pues los griegos se caracterizaron siempre por afinar mucho a la hora de poner nombres a todas las cosas, tanto así que su nomenclatura se sigue utilizando hoy en día para nombres científicos.
En documentación existente y referenciada al principio del segundo milenio de nuestra era, es decir, allá por el año mil, existe constancia de que en aquella Iberia caucásica, existía el deseo de muchos de sus nobles y otras personas pudientes, de viajar a la Península Ibérica con la intención de conocer a los “georgianos del Oeste”, es decir, a los españoles de aquella época.
En la actualidad, por parte de muchos lingüistas, se ha encontrado que entre el idioma vascuence y los antiguos idiomas caucasianos, hay demasiadas similitudes para que esta circunstancia fuera fruto de la casualidad y tratando de buscar una explicación, se apoya la teoría de que los vascos son iberos que resistieron a la mezcla de etnias mucho más que los demás pobladores de la península y que nunca estuvieron bajo dominación romana, ni goda o visigoda y menos aún, árabe, por lo que permanecieron como aislados, practicando la endogamia dentro de la tribu, de por sí muy extensa y que por eso conservaron las raíces de su lengua, lo mismo que los sefardíes conservaron el castellano antiguo.
Ya Estrabón, el incansable viajero del siglo I antes de nuestra era, que afortunadamente dejó todas sus experiencias por escrito, habla de la sorprendente similitud de la lengua de los vascones, con la de los iberos del Cáucaso.
En el año 1921 se descubrió, en unas excavaciones que un particular realizaba en Alcoy, provincia de Alicante, una pieza de plomo de forma rectangular y de unos diecisiete centímetros de largo por seis de ancho, en la que había escrito, con caracteres griegos, unas frases que, lamentablemente, aún no se ha conseguido comprender su significado.

Facsímil del Plomo de Alcoy

Los iberos y otros pueblos que moraban en la Península, usaban una lengua ágrafa, es decir, no tenían escritura, por lo que ha resultado muy difícil aprender cosas de estas culturas, que, sin embargo, llegaron a grados de perfeccionamiento como demuestra la Dama de Elche, joya de la escultura ibera. Por eso el extraordinario valor de la plancha de plomo de Alcoy, pues quien quiera que quiso expresar sus sentimientos, usó las letras del alfabeto griego para trasladarlos al soporte de plomo.
El hecho de estar escrita con caracteres griegos, sirvió de mucho para trasladarlas al alfabeto español actual, quedando sorprendido sus descubridores cuando pudieron apreciar la similitud de aquel texto, con la grafía y sonoridad del vascuence.

IUNTZI TIRAU TXAL IRIGO. BASIRETIR SABARI
DAUZ. BIRAGOÑAR GUREZ. BORROIZ TILINGI ZIDEIDU.
SOZ GOERE ZIDURAN. SOSDIRGADE EDIN
SORAIKADA. UAL TINGO. BIDEUDA EDIN. ILDU
NIRAIO NAI. BEKORRE. SOBAGEI DEIRAUNT.
IRIKE ERIGITI. GARRIKAN DA DULA BAZKO
BU IZI TINEGI. BAGARRIK XENIKA IRU ZIZ. TURI LEBAI
LURA. LEGUZ EGIKO BASERRIKO. EIUN BAIDA.
URKO BASBIDE IRABAGI TIN. IRIKE BASER-
RIKO AGI. TO BIN DA. BELA JAZO IKAUR. IS BIN
UAIO AS GANDIS. TAGO IS GARRIKA BIN IKE
BIN. ZALIGI KIDA EI. GAI BIGA ITU.
AGI NAI TZAKAR IS KEP.
Texto convertido en caracteres latinos

           Por supuesto que el texto arriba escrito no tiene traducción ni significado alguno en el vascuence actual, son solamente las semejanzas sonoras de su dicción las que impulsan a creer que, de alguna manera, aquella lengua que hablaron los iberos podría muy bien ser la raíz de la que todavía utiliza el pueblo vasco y que en todos los tratados científicos sobre filología se le denomina vascuence y nunca eusquera, como muchos se empeñan en pregonar.

sábado, 21 de noviembre de 2015

LA SULTANA RISUEÑA





 A veces, la historia se repite y lo hace con matices tan marcados que da la sensación de haberse vivido ese episodio en toda su magnitud. Así ocurre con la historia de una mujer que siendo esclava, llegó a ser la favorita del califa de Córdoba Al Hakem II, el más culto y erudito de todos los emires y califas cordobeses. (Ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/subh-la-vascona.html)
Cinco siglos más tarde, otro gobernante del Islam, vivió una historia de amor con una esclava de su harem, a la que llegó a convertir en esposa, circunstancia nada corriente, pues las esclavas no pasaban de ser concubinas y a lo sumo, favorita.
Esta vez fue lejos del califato cordobés, en tierras de turcos, concretamente en Estambul y con protagonista de excepción, pues no en vano fue el más poderoso y temido de los sultanes otomanos: Solimán, el Magnífico.
En los albores del siglo XVI, nació en las montañas del Caucaso, la cordillera que entre el Mar Negro y el Caspio separa a la Rusia europea de Asia, una niña a la que pusieron por nombre Alexandra Anastasia Lisowka. Era hija de un sacerdote ortodoxo y de una esclava a la que la preñez y el posterior parto habían mermado su capacidad de trabajo, por lo que sus amos descargaron en la criatura todo el rencor acumulado contra su madre.
Creció Alexandra en un ambiente tan hostil que casi le pareció una liberación cuando unos soldados turcos, en una de las muchas incursiones que a los pies del Cáucaso efectuaban, la hicieron prisionera y se la llevaron a Estambul.
Debía tener la joven en torno a los quince años cuando esto ocurría y, a pesar de la mala vida que había llevado, era una joven de preciosos cabellos rojos, razón por la que fue conocida como “Roxelana” y unos ojos tan bellos y de tan intenso mirar que provocaban la sensación de haber magnetizado a quien los contemplaba. No era muy alta de estatura, pero sí de curvas redondeadas y bien formadas que le daban al conjunto un poderoso atractivo.
Una vez en la capital del imperio un mercader de esclavos se interesó por la muchacha cuando supo que, inexplicablemente para su edad y para las manos por las que había pasado, continuaba siendo doncella.
El mercader, experto en valoraciones sobre los esclavos, pensó que aquella joya podría terminar en el harem del sultán, en aquellos momento Selim I, al que su pueblo llamaba “El Adusto”, por la sequedad de su carácter, huraño y malhumorado que pensaba poco en su pueblo y mucho en guerrear.
Puede que su carácter fuese consecuencia de un largo padecimiento de estómago que terminó en cáncer, que además de agriarle el carácter, le provocaba una total inapetencia sexual, quizás razón por la cual la bella Roxelana no atrajo la atención del sultán, que no obstante la alojó en su serrallo.
Pronto dio la nueva odalisca muestras de su inteligencia natural y sin demasiado esfuerzo aprendió a leer y escribir, así canto, danza, bordado, cocina y cuantos refinamientos amatorios se enseñaban a las concubinas para satisfacer a sus señores.
La simple comparación entre la durísima vida que había llevado hasta su captura, con la lujosa existencia de la que disfrutaba, alegraron el carácter de Roxelana que, por su temperamento bromista y dado a las risas, pronto se la empezó a llamar “Hürrem”, la risueña, nombre por el que será ya conocida.
Esa alegre cualidad y la precisión de sus bordados, atrajeron la atención de la esposa del sultán, llamada Hafise y madre del que sería heredero del trono, Soliman.
A la sultana le gustó la rusa como concubina para su hijo y aprovechando la virginidad de ésta y el poco afecto que tenía a la esposa de su hijo, una princesa extranjera de enorme belleza, pero más bien metida en carnes que ya había dado un heredero al príncipe, se la presentó.
El primer encuentro entre Hürrem y Solimán fue un verdadero flechazo; un amor de los que se llaman a primera vista, sobre todo para él, que prendado de los enigmáticos ojos de la esclava, no cejó en su empeño hasta que se la llevó a la cama, en donde ya la rusa echó el resto de su sabiduría y apoyada por su propia intuición, consiguió que el príncipe quedara definitivamente prendado de su concubina.

Retrato de Hürrem, por Tiziano

Era el año 1520 cuando “El Adusto” murió y Solimán accedió al trono del inmenso imperio otomano, bajo cuyo reinado consiguió su máximo esplendor, aunque gran parte de esa grandiosidad procedía de la piratería y el pillaje, así como de asolar costas y ciudades, apoderándose de todas las riquezas y esclavizando a las poblaciones.
Por aquel entonces, “La Risueña”, debía tener alrededor de los dieciocho años y estaba, por tanto, en su máximo esplendor y belleza que junto a sus otras cualidades, hacía que el nuevo sultán visitase cada noche su habitación. No le resultó demasiado complicado a la concubina hacer que el sultán se desprendiera de su esposa y de Mustafá, el hijo de ambos, que terminaron relegados a un rincón dorado del serrallo, donde el infortunio de verse abandonada de su marido y sin ninguna posibilidad de medrar en la corte, fueron agriando el carácter de la reina que, dándose por entero a la comida como única salida a sus pesares, adquirió unas proporciones nada desdeñables.
Cierto día en que, por casualidad, ambas mujeres coincidieron en las dependencias de la reina madre, la gordinflona se abalanzó sobre Hürrem con intención de destrozarle el bello rostro a arañazos, siendo necesaria la intervención de los eunucos y de la propia reina madre para evitar que aquello terminara en desastre.
Cuando el incidente llegó a oídos del sultán, no dudó en atribuir la culpa a su esposa, momento que aprovechó Hürrem para jugar sus bazas.
Mezclando lágrimas y dolor con astucia y arte, consiguió hacer ver a su amo que en realidad la culpa era suya, pues nunca la había distinguido con la prioridad de ser su primera favorita y mucho menos con casarse con ella.
Según el Islam, puede el sultán tener hasta cuatro esposas legales, además de infinitas favoritas, concubinas y amantes de una sola noche y Solimán tenía solamente una, por lo que podía tomar nueva esposa, trampa en la que seducido por los encantos de su favorita, cayó profundamente rendido y la tomó en matrimonio.
La nueva situación cambió radicalmente el carácter risueño, ardoroso y amable de la antigua esclava, que empezó a encelarse de cuantas personas tuvieran alguna intimidad con su esposo, creyendo ver enemigos por todas partes. Así, pronto empezó a recelar del gran visir, Ibrahim Pasha, consejero y amigo íntimo de Solimán. No cejó en su empeño hasta que el visir fue desposeído de sus cargos y ejecutado.
Además de casarse formalmente con una concubina, contraviniendo todas las costumbres del imperio, Solimán cometió, por amor a su esposa, otra irregularidad grave como fue el permitir que ella lo acompañara en el trono e influyera en sus decisiones hasta el extremo de convertirse en su única consejera.
Según una ancestral costumbre, al heredero del sultanato se le enviaba como gobernador a una provincia, de la que no volvía hasta la muerte del sultán y para subir al trono.
Así se evitaba que estuviera en la corte maquinando para hacerse cuanto antes con el poder. Para compensar la penosidad de tener que trasladarse a una provincia, alejado de la corte, cuando era coronado, todos sus hermanos varones que no fueran de la misma madre, eran estrangulados, para evitar que conspiraran contra él. Una costumbre bárbara pero a la vez efectiva en una época en donde las traiciones estaban a la orden del día.
Hürrem sabía que el heredero al trono no sería ninguno de los cuatro hijos que había tenido con Solimán, sino Mustafá, el hijo habido con la primera esposa y que a su coronación, sus hijos serían asesinados.
Inició entonces un metódico y progresivo proceso de intoxicación a su esposo y a las personas poderosas con las que el sultán se codeaba, queriendo hacer ver que Mustafá maquinaba contra su padre, influido por la madre que no conseguía soportar la situación en la que la esclava la había colocado.
Tanta insidia vertió en los oídos de su esposo que este acabó creyendo en un falso complot para acabar con su vida y, obrando en consecuencia con la época, ordenó asesinar a su propio hijo.
Desaparecido el heredero, el nombramiento de príncipe recayó en Selim, cuarto hijo de Hürrem y Solimán –el primogénito, Mehmet, había muerto de viruela, el segundo era una mujer, Mihrimah y el tercero, Abdullah murió cuando tenía dos años– que reinaría con el nombre de Selim II y al que el pueblo apodaría “El Borracho”, dada su condición de alcohólico.
Hürrem no consiguió verle coronado, pues murió antes que su esposo y mejor que no lo hubiera visto, pues el declive del imperio empezó precisamente con este individuo de escasas cualidades que solamente heredó de su madre el cabello rojo.
La Sultana Risueña consiguió tener un inmenso poder, junto a su esposo, sobre el que siempre ejerció una gran influencia y no siempre desviada, como en el caso de la coronación de su hijo, sino muy acertada en política exterior y en otras muchas cuestiones de estado.
Además fue mecenas de muchos artistas e impulsora en numerosas obras sociales, como construcción de hogares para huérfanos de guerras, hospital para mujeres, comedores de beneficencia, con las que se ganó el apoyo del pueblo.

A su muerte, en 1558, el sultán quedó completamente desolado, mandando construir un mausoleo en la trasera de la Mezquita que lleva su nombre y junto al que ya había construido para acoger sus restos mortales.

viernes, 13 de noviembre de 2015

CON UNA ESPINA




 Al terminar el artículo de la semana pasada, me hice la firme promesa de no escribir más sobre el papado, en la certeza de que suficiente literatura se ha vertido ya sobre la más alta magistratura de la Iglesia, pero mientras buscaba documentación sobre aquel trabajo, me encontré una anécdota curiosa, que teniendo como trasfondo las actividades del papa Alejandro VI y de su familia, en realidad su protagonista era Leonardo da Vinci, el gran sabio del Renacimiento y no he podido sustraerme a relatar la historia que se encierra en una de las múltiples disciplinas en las que Leonardo participó activamente, destacando, como el genio que era.
Nació Leonardo en 1452 en el pueblecito de Vinci, cerca de Florencia. Después de su primera formación como pintor, escultor y artista en general, pasó a trabajar para los grandes mecenas italianos: los Medicis y los Sforza. Después de un breve pero fructífero paso por Francia, protegido del rey Francisco I, en el año 1502, fue contratado como ingeniero militar, para la construcción de las fortalezas pontificias que el papa Alejandro VI pretendía construir y al frente de cuyo proyecto se encontraba su hijo, el famoso César Borgia.
La fama ya precedía al insigne maestro florentino, pero sus aptitudes sorprendían constantemente a cuantos les rodeaban y en Roma, descubren la inmensa capacidad organizadora que posee Leonardo en relación con festejos, banquetes y otras grandes celebraciones y, lo que es más, sus magníficas cualidades culinarias.
Como un arte más que es la cocina, Leonardo despierta en el Vaticano la envidia de los cocineros tradicionales que habían servido a los papas, pues el sabio florentino era también un cocinero de máxima categoría, inventor de platos y genio y artista de los sabores y pronto la familia Borgia le encarga que se ocupe de cualquier celebración que se haya de realizar en sus propiedades, en la seguridad de que el sabio nunca defrauda.
En esa faceta, quizás la más desconocida de la vida de Leonardo, el maestro se dedicó por entero a experimentar con sabores tradicionales, mezclados con las especias desconocidas que llegaban del Nuevo Continente, así como a preparar platos completamente novedosos.
Pronto captó César Borgia la magnífica y nueva cualidad de su ingeniero y maestro de ceremonias y amparado en la necesidad que impulsaba la época de poseer venenos con los que quitar de en medio a los enemigos, o simplemente a los molestos, encargó al sabio que le proporcionara un veneno que fuera efectivo, pero no de efecto inmediato, que careciera de sabores y de olores y que fuera perfectamente diluible en agua, infusiones o vino.
Tantas precauciones obedecían a que ya no había personaje importante en Roma que no se hiciera acompañar de su probador; una persona dotada de cualidades, supuestamente, capaces de detectar cualquier sabor u olor extraño en las bebidas o alimentos que se servían en los infinitos banquetes romanos.
Un probador de comidas era un hombre muy bien pagado, pues sabía el riesgo que corría, tanto para su propia salud, como para la de su patrón, cuya vida dependía de su habilidad para identificar los venenos.
La tarea encomendada a Leonardo no era sencilla. La inmensa mayoría de los venenos conocidos tienen un fuerte olor o sabor, muy difíciles de escamotear entre otros sabores, otros son muy poco solubles y dejan posos en las bebidas y algunos eran de tan inmediata acción que el envenenado moría de manera fulminante, cosa que dejaba muy a las claras la actuación asesina y que nada beneficiaba al anfitrión del banquete.
Leonardo inició sus estudios por el veneno que los Borgia habían puesto de moda: “la cantárida”, producto de la ya famosa “mosca hispánica”. Sus efectos era muy conocidos así como sus características, por lo que desistió seguir trabajando con ella y empezó a practicar con otro producto, de nombre parecido que era conocido como “la cantarella” o “agua de Perugia”.
 No nos ha llegado la composición de este agua que, al parecer, contenía sales de cobre, de fósforo y arsénico, aunque también se le supone mezclado con vísceras de cerdo putrefactas, cuyos exudados era recogidos y tratados hasta que, la mezcla de todos los elementos, obtenía un aspecto como de azúcar y era mortal a dosis pequeñas.
Todos los venenos conocidos y de sabores u olores punzantes, eran descartados, lo que daba a la tarea del sabio un ingrediente de dificultad, nada fácil de superar.
César Borgia empezó a tener prisas. Quería de inmediato el veneno que le había pedido porque su primer uso ya estaba determinado.
Buena parte de la curia romana estaba harta de los excesos del papa y de toda la familia y esa facción la encabezaba el cardenal Franco Minetto. Este era un  hombre recto, temeroso de Dios y con ganada fama de inflexible.
En fin, que Minetto era un estorbo y había que eliminarlo, pero sin levantar ninguna sospecha, así que César dio un ultimátum a Leonardo: en cinco día tenía que tener preparado el veneno o se atendría a las consecuencias.
Abrumado por la responsabilidad de no poder cumplir con lo prometido, Leonardo vagó por las calles, plazas y mercados de Roma a la búsqueda de una solución para su veneno, pero no era aquella materia que se despachara abiertamente y a los ojos del público.
Por fin, tras mucho andar y parlotear con todos los mercaderes, encontró a una persona de lengua floja.
Se trataba de un viejo marinero que decía haber hecho el tercer viaje con Cristóbal Colón hasta las Indias, de donde habría traído hojas de una planta a la que los nativos caribeños llamaban “ichigua” y que por lo que conocemos debería ser una variedad de tabaco, pues el viejo marino contó a Leonardo que las hojas se enrollaban y prendían fuego por un extremo, mientras se chupaba por el otro, consiguiéndose un efecto de adormecimiento o borrachera, a lo que agregó que puestas a hervir, producían una infusión insípida y mortal.
Leonardo compró todas las hojas que el marino decía haber traído y corrió a su cocina, donde se encerró para preparar aquella infusión.
Trabajaba en absoluta soledad y secreto y no se podía permitir probar aquella pócima con ningún ser humano que luego pudiera contar lo sucedido, así que decidió utilizar un animal para probar la efectividad del veneno, y el tiempo que transcurría hasta que hiciera efecto.
Y en esa disquisición se encontraba cuando a sus pies se acurrucó un precioso gato de largo pelaje al que Lucrecia Borgia tenía mucho cariño y con el que paseaba en brazos por todo el palacio.
Sin pensarlo dos veces, mezcló la pócima con el plato que pensaba presentar en la cena: truchas con salsa de eneldo, que dio de comer al felino.
Aquella tarde en que Leonardo dio a probar su exquisito plato a los delicados labios del felino, Lucrecia echó de menos a su querida mascota, con la que pasaba horas acariciando el sedoso pelaje y por más que la buscó en toda la casa, no consiguió hallarla.
Buena noticia era esa para el florentino. Si el gato no aparecía quería decir que lo más probable es que estuviera en algún tejado, tumbado panza arriba, o escondido para siempre debajo de aquellos pesados muebles en los que el gato solía sestear. Es decir: el veneno había surtido su efecto.

Trucha con eneldos

Al día siguiente se celebraba el banquete en el que la figura preeminente era el cardenal Minetto y desde muy temprano las cocinas del palacio Vaticano eran un hervidero de personas que preparaban los platos, los proveedores que llegaban con las más espléndidas truchas, pinches y limpiadoras que mantenían todo en el orden perfecto que el maestro exigía. De vez en cuando aparecía por allí César Borgia, preguntando impaciente al maestro si la pócima estaría perfectamente dispuesta para servirla en la cena de aquella noche y al que tranquilizaba Leonardo, asegurándole que no habría sorpresa alguna y todo saldría según lo dispuesto.
Llegada la hora del banquete, fueron llegando los invitados que ocupaban, protocolariamente el lugar que el propio Leonardo les tenía asignado.
Como es de rigor, el cardenal Minetto, quizás la persona más importante, tras el papa, que concurría al banquete, ocupó su lugar frente al pontífice y sus hijos César y Lucrecia.
Con una suave música de flautas, laúdes, liras y cítaras, comenzó el convite sirviéndose los distintos vinos con las decenas de entrantes que era costumbre servir antes del plato principal.
Llegó el momento de servir las truchas y Leonardo escogió el plato que se serviría al cardenal, el cual roció con la infusión concentrada que se había llevado al gatito de Lucrecia al otro barrio.
Como es natural, el probador fue el primero en meter sus narices en el plato bellamente presentado, sin apreciar nada que excitara su pituitaria. Seguidamente probó la salsa y la jugosa carne de la trucha, haciendo un gesto afirmativo a su protegido, autorizándole a consumirlo.
Todos los comensales alabaron de inmediato la calidad del plato que devoraban con verdadero apetito, cuando a mitad de la trucha, el cardenal Minetto se levantó como impulsado por un resorte llevándose de inmediato las manos a la garganta.
Una exclamación surgió espontánea en toda la sala: veneno.
Asfixiándose, el cardenal cayó hacia atrás, mientras su probador trataba de socorrerlo, igual que hacía Leonardo, sorprendido del efecto tan inmediato de aquel veneno.
El papa dirigía a su hijo fulminantes miradas, alarmado por lo que le podía venir encima si el cardenal moría envenenado a su propia mesa.
Tumbado en el suelo el cardenal se debatía en sus últimos instantes de vida, mientras Leonardo trataba de auxiliarle, agachado a su lado.
El silencio del salón era tan denso que se escuchaban las entrecortadas respiraciones de los comensales, los cuales habían dejado sus platos en el mismo momento en que el cardenal se levantó angustiado.
En aquel gélido silencio, escuchó Leonardo un leve maullido que le hizo desviar la mirada hacia debajo del aparador que ocupaba la pared de la que estaban muy próximos y para su sorpresa, vio como el gatito se desperezaba como despertándose de un largo sueño.
El cardenal entregó su alma al Altísimo ante la certeza general de que había sido asesinado en la propia mesa del papa.
Sabiendo que su supuesto veneno no había producido aquella muerte, Leonardo buscó otras causas, encontrando una gran espina del pescado atravesada en la garganta del prelado que había sido la causa de la muerte. La tranquilidad reinó en todos los comensales, sobre todo en los Borgia.

Eso es, al menos, la historia que yo he conocido.

domingo, 8 de noviembre de 2015

EL TORO Y LA MOSCA HISPÁNICA





Dos ejemplares de la fauna ibérica que se pusieron muy de actualidad durante el mandato del papa español Alejandro VI, más conocido como el papa Borgia, famoso por muchas razones, prácticamente todas detestables.
Una de ellas tenía lugar en la víspera de un día como el de ayer en el que se celebraba la festividad de Todos los Santos. La costumbre popular es la de comer castañas, nueces y frutos secos, costumbre que data de muchos siglos atrás.
En la Roma Vaticana se puso de moda el llamado “baile de las castañas” y que fue introducido, precisamente, para celebrar la víspera de Todos los Santos, por el papa Borgia.
Se producía este baile tras una copiosa cena en la que intervenían un buen numero de invitados junto a la familia del papa y también unas cincuenta de meretrices elegidas de entre los más prestigiosos prostíbulos de Roma, las cuales permanecían durante todo el acto completamente desnudas. Al acabar, se iniciaba el baile, para lo que se regaba el suelo de castañas, las cuales iban siendo recogidas por estas prostitutas, sin usar las manos ni la boca. Cómo las cogían es fácil de adivinar.
 Ochenta mil ducados del año 1492 le costó a Rodrigo Borgia hacerse con la tiara papal y como era un gran admirador de Alejandro Magno, tomo el nombre del rey macedonio seguido por el ordinal sexto.
Padre de familia numerosa, los cuatro primeros, de su amante fija, la famosa Cattaney, venía siendo rico de familia y no era precisamente en gastos en lo que iba a reparar para hacerse con el control absoluto de la iglesia.
Desde un primer momento se supo a qué se iba a dedicar aquel papa, uno de los más nefastos de toda la historia: al nepotismo.
Su rival había sido el cardenal, no menos poderoso, Giuliano de la Rovere, sobrino de Sixto IV, el papa de la Capilla Sixtina, el cual llamó a su santidad “Toro español”, apodo con el que empezó a conocérsele.
Aquello debió dolerle mucho al Borgia, porque inició tal persecución contra su rival, que éste tuvo que marcharse a Francia, donde encontró el apoyo del rey francés, Carlos VIII, el cual, según las crónicas de la época, no era muy listo que digamos y embaucado por de la Rovere, encabezó un movimiento para derrocar al papa.
Pero no contaban con la astucia y sagacidad del Borgia, el cual tuvo de inmediato una idea para poder enfrentarse a los conspiradores.
Pero antes de relatar la ocurrencia de papa valenciano, es necesario retroceder un poco en la historia.
En el año 1485, el poderoso sultán otomano Bayaceto II, se enfrentó por segunda vez a su hermano Djem, que en la corte ostentaba el cargo de “sangiak”, una dignidad inferior a la de sultán y que suponía el mando de cinco mil caballeros, el cual, con la ayuda de los Caballeros Templarios, había conseguido un fuerte ejército, al que derrotó el sultán estrepitosamente, acabando con las aspiraciones que aquel tenía de acceder al trono, pues alegaba que había nacido cuando su padre ya era sultán, mientras su hermano mayor lo hizo cuando el padre era una persona particular.
Una teoría, como cualquier otra estupidez, capaz de dar cuerpo a las ambiciones más desordenadas.
Bayaceto ya estaba harto de las conspiraciones de su hermano y hecho prisionero por los propios templarios, trató de alejarlo lo más posible de sus fronteras.
Así, se lo ofreció a los Reyes Católicos y a Carlos VIII de Francia, ninguno de los cuales quisieron tener nada con él, aun cuando Djem prometía que nunca haría guerra contra los cristianos si le ayudaban a obtener el trono de Constantinopla.
Por avatares del destino, el desterrado, terminó siendo acogido por el papa Inocencio VIII, el cual lo envió en calidad de prisionero a Nápoles.
Cuatro papas habían pasado por la silla gestatoria, sin que ninguno hubiera dado solución a las aspiraciones del ilustre prisionero, por el que recibían anualmente la cantidad de cuarenta mil ducados de Bayaceto para proveer a su férrea custodia y su  mantenimiento, así como el de las personas que le acompañaban.
Así estaban las cosas en 1494, cuando la tragedia parecía ceñirse sobre el Vaticano. Las tropas francesas avanzaban inexorablemente sobre Roma, donde consiguieron entrar el 31 de diciembre de aquel año.
Como es natural, el papa y toda su larga familia se refugiaron en el castillo fortaleza de Sant’ Angelo, comunicado a través de un pasadizo con el palacio vaticano.
Pero las tropas francesas eran poderosas y pusieron cerco a la fortaleza, obligando al orgulloso papa a claudicar.
En el curso de las negociaciones que siguieron, el Borgia volvió a demostrar su astucia, pues a pesar de la aplastante derrota y de todas las pretensiones de los vencedores, entre las que se encontraba la transferencia de la custodia del ilustre prisionero, el rey francés se conformó con llevarse como garantía a César Borgia, abandonando Roma con el rehén, el cual, ladino y astuto, como su padre, consiguió escapar y no consiguieron atraparle.
Volviendo al inicio de las hostilidades, cuando el Borgia advirtió lo que se le venía encima, había tenido una idea brillante.
Escribió a Bayaceto contándole que su hermano Djem se encontraba en trance grave de ser liberado y repuesto en el trono del sultanato por parte de un poderoso ejército francés que contaba también con el apoyo de varios pequeños reinos italianos.
Además de pedirle los cuarenta mil francos de cada año, le pedía tropas para defenderse él y defender el trono del sultán de la segura usurpación de que sería objeto si Djem era liberado.
No se podía imaginar el Borgia la contestación que el hábil Bayaceto le dio, pues era digna de habérsele ocurrido a él mismo.
Lejos de acceder a enviarle tropas, el sultán, en un lacónico comunicado le decía que no le enviaría cuarenta mil ducados, sino trescientos mil, para que hiciera algo mucho más fácil y cómodo: que acabara con la vida de su hermano y se dejaran así de guerras inútiles.
La custodia de Djem era una imposición a plazo fijo que cada año producía sus intereses con regularidad, por lo que conservarle la vida era primordial para el papa, si bien todos eran conscientes de que aquella situación no se prolongaría ya por mucho tiempo.
Aquí se inicia una situación realmente controvertida, porque el veinticinco de febrero de 1495, es decir, dos meses después de los hechos narrados, el ilustre prisionero muere en el castillo de Nápoles.
Según el maestro de ceremonias del Vaticano, Johannes Burtchard, convertido en cronista del papado en aquellas fechas, el turco había fallecido “de algo que comió a pesar suyo”.
Una forma muy sutil de iniciar la controversia sobre la muerte del prisionero, pues era ya entonces bien sabida la facilidad con la que la familia Borgia tiraba de su particular farmacia en la se mezclaban toda clase de pócimas, principalmente los venenos que se fabricaban a partir de la llamada “mosca hispana” o “cantárida”, en cuya preparación parece que hasta el propio Leonardo da Vinci tuvo intervención.
Esta mosca, que en realidad parece más un escarabajo, era muy usada desde la antigüedad para tratar afecciones de la piel, descubriéndose posteriormente que ingerida a pequeñas dosis producía una erección continuada, pero que, en mayor ingesta, era mortal.

Mosca hispánica

A ella se atribuye la muerte del rey Fernando el Católico, cuando se casó en segundas nupcias con Germana de Foix, de la que a toda costa quería tener un heredero para el trono de Aragón y evitar la unión con Castilla.
Y a ella atribuyeron algunos cardenales italianos la muerte del rehén, propiciado por el comentario del maestro de ceremonias, pero por una vez y sin que ello sirviera de precedente, no fue la mano de Alejandro VI la que propició la muerte de su príncipe prisionero, aunque puede que consintiera el desenlace y cobrara aquellos trescientos mil ducados que Bayaceto le había ofrecido.
Incluso un siglo más tarde, Francesco Guicciardini, uno de los historiadores clásicos del siglo XVI y de los más críticos con los Borgia, seguía hablando de envenenamiento con cantárida, lo que popularizó aún más el famoso “veneno de los Borgias”.
Para aclarar este punto es necesario a recurrir a la historia escrita desde la parte turca y a las crónicas occidentales menos significadas por el odio hacia la familia pontificia.
Al parecer, según historiadores turcos y en eso el pontífice hubo de tener participación, hasta el castillo prisión del príncipe Djem, llegó un emisario turco que pronto se granjeó un hueco en la familia prisionera y adquirió tal ascendencia sobre el rehén que se convirtió en su barbero personal y aquel veinticinco de febrero, mientras lo afeitaba, lo degolló, huyendo a continuación.
Poco creíble sería esta historia de no contar con un fuerte respaldo papal, por lo que de ser cierta no exime al pontífice de responsabilidad.
Otra crónica, quizás la más cercana a la verdad dice que el príncipe estaba aquejado de bronquitis y que en el húmedo castillo de Nápoles se le agravó hasta desembocar en pulmonía, de la que falleció.

Nunca se sabrá la verdad acerca de esta historia, pero lo que sí deja bien a las claras es que el santo padre era capaz de todo.

viernes, 30 de octubre de 2015

IMPERATOR TOLETANUS




Durante los ochocientos años que tardamos en reconquistar nuestro suelo patrio, injusta y violentamente invadido y arrebatado, es claro que se produjeron períodos de guerras y conquistas y otros en los que parecía que España vivía en paz con los musulmanes. Incluso había más hostilidad entre los diferentes reinos cristianos, que entre estos y los árabes.
Con el desmoronamiento del califato de Córdoba, quizás el hecho que más favoreció la Reconquista, los diversos reinos de taifas que surgieron se fueron posicionando en situación de preeminencia y de entre ellos, uno de los más importantes, quizás el que más, fue el reino de Toledo.
Su capital, Toledo, conservaba la prestancia que le daba haber sido la capital del reino visigodo y para los musulmanes, la ciudad adquiría una importancia trascendental y se consideraba, detrás de Córdoba, la más importante ciudad de la Península.
Pues bien, el 25 de mayo 1085, esta ciudad, capital de reino de Toledo y joya de la corona musulmana era reconquistada por el rey castellano-leonés Alfonso VI y se convierte en lo que se dio por llamar la ciudad de las tres culturas, pues en ella vivían, pacíficamente, judíos, musulmanes y castellanos.
La pérdida de Toledo es quizás el momento de la Reconquista que mayor impacto produce en los invasores árabes y también entre los cristianos y sin embargo, algo que parece sencillo, como es hablar de ganadores y perdedores, es uno de los hechos más oscuros de todos aquellos siglos.

La ciudad islámica de Toledo

Frente a la historiografía ortodoxa que hasta el siglo XIX impera en España y que establece el hecho como una inequívoca victoria cristiana, alguna documentación, procedente del bando perdedor, es decir de los musulmanes invasores, no contempla los hechos desde la misma observación.
Un importante arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada que ocupó la sede toledana en el siglo XIII y durante cuarenta años y que se convirtió en historiador y traductor de árabe, idioma que conocía a la perfección, guarda una visión de la conquista que se produce tras cinco años de guerra y asedio emprendida en connivencia con los propios moros toledanos, descontentos con su rey, Alcádir.
Ni siquiera testimonios de uno y otro bando se ponen de acuerdo en cuanto tiempo duró el asedio de la ciudad; para unos fue de cuatro años y para otros de siete y cuando los cristianos dan la fecha antes señalada del 25 de mayo, los moros dicen que fue el 6 de ese mismo mes.
El fortuito hallazgo en unos capítulos sueltos de un libro escrito hacia principios del siglo XII por un tal Ben Bassam y titulado Dahira, encontrados por uno de los mejores arabistas franceses llamado Lévi-Provençal, de ascendencia judía, pero nacido en Argelia, ofrece unos extremos que distan mucho de los ya conocidos y que hicieron incluso corregir sus apreciaciones a todo un genio de la historiografía, como el profesor Menéndez Pidal.
Según la documentación estudiada por este historiador, en diez años, Toledo pasó de su mayor grandeza a su total ruina. El rey al-Mamún, que gobernó la taifa toledana entre los años 1043 y 1075, consiguió que su reino fuera el de mayor grandeza de todas las taifas de la península, y en el que tenían fantástica acogida sabios y artistas de cualquier cultura o religión, los que dieron lustre a la ciudad, junto con el embellecimiento de sus palacios, plazas, calles y jardines que el propio rey se ocupaba de impulsar.
Fue en Toledo en donde se refugió a Alfonso VI, hasta entonces rey de León, cuando fue destronado por su hermano Sancho II. Allí, al-Mamún lo acogió durante once meses, en el año 1072, hasta que su hermano fue asesinado en el cerco de Zamora por Vellido Dolfos, según cuentan los cantares de gesta.
Quizás en ese involuntario exilio, Alfonso fraguó la idea de reconquistar aquella bellísima ciudad, joya de la morería y crisol de culturas.

Estatua de Alfonso VI a las puertas de la Catedral de Toledo

El rey al-Mamún murió envenenado en Córdoba en 1075 y su cuerpo trasladado a Toledo para darle sepultura junto a la gran Mezquita. Con él se acabó el período de gloria de la ciudad.
Tras la muerte del rey, fue coronado su nieto, un muchacho aún, de escasa inteligencia, tímido y dominado por su madre y otras mujeres del harem, al que la historia conoce con el nombre de Alcádir, aunque su verdadero nombre era Yahya.
No pudo Alcádir empezar peor su reinado, pues desoyendo los sabios consejos que su abuelo le había ido proporcionando durante años, prefirió confiar en los enemigos de su familia antes que en sus leales, quizás con la insana intención de congraciarse con todo el mundo, los cuales, liberados de sus prisiones o destierros, se hicieron fuertes y consiguieron asesinar al primer ministro al-Hadidi, verdadera mano derecha del reino.
A esta muerte siguieron tumultos, sublevaciones, pillaje y muchas más muertes, dividiendo a los toledanos en dos bandos y consiguiendo que algunas de sus importantes provincias, como Valencia se declararan independientes.
Aprovechando el desmoronamiento del reino, Alfonso VI, ya convertido en emperador, título que le correspondía como rey de León, se presentó en las fronteras, causando el terror de las poblaciones limítrofes, mientras las taifas de Sevilla y Zaragoza se levantaban contra Toledo y le disputaban su hegemonía, incluso el rey sevillano Motamid reconquistó Córdoba.
A la vista de los capítulos encontrados por el arabista francés, Alfonso VI inicia su campaña contra el reino de Toledo atendiendo a un llamamiento que le hace el propio Alcádir, con el fin de atemorizar a los rebeldes contra él y contando con el apoyo de los mudéjares toledanos que eran los cristianos que vivían en aquel reino.
Los enemigos de Alcádir piden ayuda, como ya lo habían hecho anteriormente otras taifas, a los integristas almorávides y siguiendo la costumbre, su rey se la pide al emperador Alfonso, el cual le exige gran cantidad de dinero que Alcádir no tiene.
Asustado huye una noche de la ciudad y se refugia en Cuenca, después de muchos intentos en castillos y plazas fuertes que le cerraron sus puertas.
Desde allí escribió a Alfonso, recordándole cómo su abuelo lo había acogido antaño. No fue insensible el emperador leonés y regresó al cerco de Toledo llevando con él a su protegido, el rey.
En la fuga del rey, se había hecho cargo de la situación el rey de la taifa de Badajoz, Motawákkil que, muy confiado, no dispuso las defensas de la ciudad, dedicándose solamente a solazarse en fiestas y banquetes.
También huyó este rey cuando le advirtieron que Alfonso regresaba con el grueso de su ejército y con el rey Alcádir. Asustado, arrambló con lo que pudo y tomó el camino de su reino. Era el año 1082.
La ciudad, dividida y sin gobierno, abrió las puertas a Alfonso que repuso en el trono al desafortunado rey moro, el cual entregó al rey castellano riquezas y el castillo de Canales, fortaleza casi inexpugnable situada al norte de Toledo. 
Después de abastecer la fortaleza, Alfonso se volvió a Castilla, pero dejaba, en el corazón de Toledo, clavada una lanza que haría mucho daño.
Mientras, Alcádir, que se creía protegido por Alfonso, no era capaz de advertir las condiciones tan vergonzosas que le habían sido impuestas y que favorecían a los cristianos de su reino, mientras los musulmanes se revelaban o huían al vecino reino de Zaragoza, donde se les recibía muy bien y desde el que se preparaba un ejército para atacar Toledo.
Lo propio se hacía en la taifa de Sevilla, limítrofe por el sur.
Cuando los dos reyes fronteros atacan Toledo, Alcádir, incapaz de defenderlo se lo entrega pacíficamente a Alfonso.
Desde el primer cerco a la ciudad de Toledo, hasta su entrega por Alcádir en 1085, han pasado seis años. Esa es, según el arabista francés, la razón por la que se ha volcado en la historia la idea del fortísimo y largo asedio de la capital toledana, como así se había venido contemplando por los escritores e historiadores de la época y que incluso se relata en la Historia Roderici (referida a Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid) o en las Crónicas Silentes y Najerenses.
Es cierto que Alfonso no abandonó nunca el cerco a Toledo, pero a veces parecía que el cercado era él, pues los inviernos ponían en muy difícil situación el abastecimiento de sus tropas y de no ser por algunas taifas enemigas de Toledo que le enviaban víveres y lo que el saqueo de poblados y cigarrales aportaba, no le hubiera sido posible mantener el asedio de la ciudad.
Instalado en el trono de la ciudad, se proclamó Imperator Toletanus y de las primeras cosas que hizo fue restablecer la archidiócesis que ya lo fue en época visigoda.
Los musulmanes más radicales vieron en aquellos gestos una premonición de que todo el Islam sería expulsado pronto de la Península y cantaban aquellos versos que se hicieron famosos: “Poneos en camino, oh andaluces, pues quedarse aquí es una locura”.

Y lo sería, pero debían pasar aún cuatrocientos años.