viernes, 17 de abril de 2015

EL CABALLERO NEGRO




Hace ya unos años, un amigo, astrónomo de profesión, me comentaba que hay ya tanta basura espacial dando vueltas alrededor de La Tierra, que se está convirtiendo en un grave problema a la hora de lanzar naves o satélites al espacio.
En estos momentos, el primer problema con el que se enfrentan las agencias espaciales de todo el mundo a la hora de lanzar al espacio sus cohetes, es comprobar que en el  momento de atravesar la estratosfera podrán salir al espacio exterior sin chocar con alguna de las estaciones espaciales, satélites, la inmensa mayoría inútiles totalmente, así como residuos y demás basura, que están dando vueltas a nuestro alrededor, sin otra misión que la de “percochar” el espacio exterior.
Y todas esas miles de toneladas flotantes están siendo depositadas desde 1957, menos de sesenta años, fecha en que la URSS puso en órbita el primer satélite artificial, el Sputnik I, porque hasta ese momento la humanidad no había sido capaz de construir un vehículo con velocidad suficiente como para escapar de la atracción terrestre y el único satélite que teníamos, rodeándonos incansablemente desde el principio de los tiempos, era nuestra Luna.
Bueno, no único, porque parece que algo más nos estaba orbitando desde hace muchos años, más de diez mil.
En febrero de 1953, cuatro años antes que se lanzara el Sputnik I, y la carrera espacial, aunque sin pistoletazo de salida, estaba en toda efervescencia pues era de suma importancia llegar el primero al espacio y dominarlo, un grupo de científicos norteamericanos que trabajaban para el departamento de defensa, detectó un extraño objeto orbitando La Tierra.
Como es natural, en plena época de la llamada “guerra fría”, todas las alarmas se dispararon y el primer pensamiento que cruzó las mentes de aquellos científicos es que la carrera espacial estaba perdida, porque si aquel satélite que nos orbitaba no era americano, no podía ser nada más que ruso, luego estos se habían adelantado considerablemente a los proyectos USA.
En consecuencia se abrió una profunda investigación que fue encargada a un distinguido profesor de astrofísica de la universidad de Nuevo Méjico y al reciente descubridor del planetoide Plutón, un astrónomo de reconocido prestigio mundial.
Ambos científicos observaron y estudiaron el cuerpo que nos orbitaba y al cabo de los meses se produjo una nota oficial tratando de explicar el fenómeno.
La nota decía que lo que se había tomado por un satélite artificial, no era otra cosa que un pequeño asteroide atrapado en nuestra órbita y con esta tan somera explicación quisieron dar el carpetazo a un asunto de tanta trascendencia.
El problema vino luego, porque la comunidad científico-astronómica del mundo entero no se creyó la explicación, pues los asteroides no se quedan orbitando sino que atraviesan nuestra atmósfera y forman las llamadas estrellas fugaces o los bólidos, que se desintegran por las altas temperaturas que alcanzan o, simplemente, si son de considerable tamaño, se estrellan contra la superficie terrestre, como tantos meteoritos de los que tenemos buenas pruebas.
Aquel extraño objeto fue bautizado como “El caballero Negro” y entró de inmediato en la páginas de los enigmas: si no era ni ruso ni americano, ¿de dónde demonios había salido?
Unos años más tarde, en 1960, ya había en nuestro espacio exterior tres satélites orbitando, el ya mencionado Sputnik I, su hermano el Sputnik II y el norteamericano Explorer I y astrónomos de todo el mundo seguían las órbitas de los tres satélites con sumo interés, cuando un grupo de ellos que observaba al primero de los soviéticos que ya llevaba casi tres años de incansable peregrinar, y sobre los que el satélite pasaba en aquellos momentos, observaron como un objeto se estaba cruzando con el Sputnik I, haciéndole sombra. ¿Sería el famoso Caballero Negro?
El objeto era tan grande, en comparación con el satélite ruso, que los astrónomos admitieron que era imposible que se hubiese lanzado desde la Tierra, con los medios de propulsión que entonces existían y por otro lado observaba una órbita perpendicular a las de los tres satélites terrestres, pues estos giraban alrededor del ecuador, mientras que el objeto no identificado lo hacía alrededor de los polos.
Muchos años antes de toda esta historia, el serbio Nikola Tesla, uno de los científicos más brillantes y enigmáticos de todos los tiempos, empezó a experimentar con las ondas hertzianas y dijo haber percibido señales que por su cadencia y características no eran naturales, sino efectos de una modulación en la que algún ser inteligente había intervenido.
Hoy se sabe que Tesla fue el verdadero inventor de la radio y no Marconi, como hasta hace relativamente poco se le había atribuido (ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/del-telefono-la-radio.html ) , pero años después, el científico italiano, aseguró haber captado también señales de radio como las descritas por Tesla que no tenían ninguna explicación científica, salvo que eran producidas por el hombre.
La falta de conocimientos de aquellos principios del siglo XX, dejaron el asunto para mejor ocasión y esta llegó varias décadas más tarde, cuando en los años setenta un astrónomo aficionado irlandés llamado Duncan Lunan (curiosa coincidencia), se encontró con el caso de las señales de los dos científicos mencionados anteriormente y empezó a investigarlas ya con una tecnología adecuada.
La conclusión fue que aquellas ondas eran emitidas desde algún punto orbital de La Tierra que había permanecido en silencio hasta que un sensor había puesto en funcionamiento su mecanismo cuando recibió las primeras ondas electromagnéticas que desde aquí habíamos lanzado al espacio.
Es decir, hace unos diez mil años, una civilización muy avanzada, colocó un satélite en órbita polar alrededor de La Tierra que había permanecido en silencio hasta que captó las primeras señales de radio, en cuyo momento se puso en funcionamiento lanzando señales en un código que Lunan había casi descifrado: “Empiece aquí. Nuestro hogar es la estrella Izar en Bootes, que es una estrella doble. Vivimos en el sexto planeta de los siete de la más grande de las dos estrellas. Nuestro planeta tiene una Luna. El cuarto planeta tiene tres. Nuestra sonda comparte orbita con su Luna. Esto actualiza la posición de Arcturus en nuestros mapas” .
Dicho así, parece de novela de ciencia ficción, en la que la ciencia ni está, ni se la espera y que todo es producto de una encendida imaginación. De hecho, la comunidad científica se tomó las conclusiones del aficionado a broma.
Es muy posible que Lunan obedezca a lo que su nombre parece indicar y sea un “lunático”, pero hay cosas que si bien separadas no dicen nada, unidas parecen tener algún sentido, sobre todo cuando se observa un desmedido interés en ocultar que un satélite artificial nos está orbitando desde hace muchos años, sin explicación aparente.
Porque eso es lo que han hecho las agencias espaciales, como la norteamericana, cuando después de haber identificado como un asteroide aquel objeto no identificado, encargó a Gordon Cooper, uno de los astronautas de la misión Apolo X, que pasara cerca del “meteorito” y lo filmara.
Se sabe que se efectuó una grabación de más de tres horas, la cual no se ha hecho pública y que los instrumentos de la nave terrestre se vieron seriamente afectados, hasta casi perder el control, con grave susto de sus tripulantes. Se descubrió que junto con el objeto principal, navegaban otros de forma muy similar, pero mucho más pequeños y que de alguna manera estaban conectados.
En 1972, la NASA realizó una operación secreta con uno de los primeros transbordadores espaciales y cuyo objetivo era hacerse con unos de aquellos pequeños objetos. La misión tuvo éxito y el objeto fue llevado a un laboratorio secreto de las Bahamas, en donde sería estudiado a fondo.
No se sabe el resultado de ese estudio, lo que sí se conoce es que muchas personas que tuvieron contacto con él, murieron de cáncer en muy poco tiempo, entre ellas, el profesor Carl Sagan, una de las personas que estudió el artefacto.
En el colmo de la desinformación, la Nasa publicó el video que se puede visionar en este enlace https://youtu.be/yNkjrzXYlP0 y en que se pretende hacer creer que el famoso Caballero Negro no es otra cosa que una “manta espacial” que se les escapó a los astronautas de la misión “STS-88” que fue lanzada en diciembre de 1998.
Desde luego con explicaciones así no se contribuye a nada más que a fomentar la incertidumbre, por otro lado muy lógica, cuando hay testimonios escritos en la prensa de la época en los que se comenta la noticia sobre un artefacto orbitando la Tierra.


(Si es ruso, su disparo nunca fue reconocido por ellos)

Recortes de prensa de 1954 

Para terminar con esta historia, de la que posiblemente nunca sepamos la verdad, recomiendo la visión de este video, en donde se hace una recreación en 3D del artefacto https://www.youtube.com/watch?v=B7DqHa4nNao

sábado, 11 de abril de 2015

UNA ISLA PARA PERDERSE




Una mañana de principios de julio del año dos mil dos, nos levantamos sobresaltados con una noticia de alcance internacional: Marruecos había desembarcado y ocupado la isla del Perejil, un islote de titularidad española.
Aquella ocupación fue un incidente armado patrocinado por media docena de gendarmes marroquíes y un número igual de Guardias Civiles españoles que desembarcaron también para restablecer el dominio español.
Al margen de que una estupidez como aquella nos podía haber llevado a un conflicto con Marruecos y que felizmente se resolvió sin emplear la violencia, la inmensa mayoría de españoles se hacía otra pregunta: ¿Dónde está la isla de El Perejil?
Y es que nadie había oído hablar de aquella isla, salvo los ciudadanos de Ceuta y los que de una u otra manera hubiéramos estado vinculados a aquella ciudad.
Allí, en Ceuta, cuando alguien quería aparentar más de lo que era, o mostraba en público su falta de modestia, rápidamente era nombrado “Marqués de la Isla de Perejil”.
El islote es un peñasco inhóspito, en donde solamente viven unas cuantas cabras que un cabrero marroquí cuida, sin que nadie se haya metido nunca con él, porque nunca nadie ha tenido interés alguno con esa peña que está a ocho kilómetros de Ceuta, pero oculta para la ciudad tras el promontorio del pequeño poblado de Belyounes, en donde tiempo atrás hubo una factoría ballenera española.
El incidente no tuvo más mérito que sacar del anonimato un “importante enclave español” al que después de recuperarlo militarmente, se le ha seguido dando la misma importancia que tenía antes, es decir, ninguna.
Y hago toda esta reflexión para sacar a colación algo que muchos españoles hemos ignorado durante muchos años y es que España, además de las Baleares, las Canarias, las Cíes, Alborán, las tres Chafarinas y el peñasco de Perejil, posee la titularidad legal sobre varias islas diseminadas por esos mares del mundo.
A ciento sesenta y cinco kilómetros al norte de las Canarias hay un mísero archipiélago que recibe el nombre de Islas Salvajes. Está compuesto por tres islas y varios islotes rocosos y en todo el conjunto solamente hay dos casas, uno del gobierno y otra de una pareja de ingleses que suele visitarlas de vez en cuando.
Estas islas habían sido descubiertas por pescadores canarios, cuando un navegante portugués dijo haberlas avistado por primera vez, cosa que era falsa. Desde hace quinientos años, España y Portugal mantienen ese litigio que no se ha solucionado y que, sin embargo, careciendo de interés político, esas islas tienen un gran interés económico de cara al futuro, pues ejercen la soberanía sobre una enorme extensión de mar y su fondo marino, de cara a futuras explotaciones, tanto pesqueras como de todo tipo, sin contar su potencial como turismo ecológico, ya que esas exiguas islas encierran numerosas especies autóctonas, tanto animales como vegetales.
En plena guerra civil española, Portugal presentó ante los organismos internacionales, demanda de titularidad de aquellos islotes que al no ser contestado por España que por razones obvias estaba a otros asuntos de mayor interés, fue fallado a su favor, pero por la parte española nunca fue aceptada aquella titularidad.

Una de las Islas Salvajes

Pero lo más llamativo en lo referente al tema que se trata es la titularidad española sobre varias islas del Océano Pacífico.
Después de haber sido durante siglos la primera potencia mundial presente en el distante océano, tanto que la historiografía lo llama “El lago español”, España entró en épocas de declive, como todo el mundo sabe, y que terminaron con la pérdida en 1898 de las Islas Filipinas, nuestro más importante enclave comercial en oriente.
Pero antes de que aquella pérdida ocurriera, ya potencias emergentes, como Alemania, habían tratado de apropiarse por la fuerza de algunas colonias españolas del Pacífico. Fue la llamada Crisis de las Carolinas, que por una vez y sin que sirviera de precedente, dado nuestro proverbial infortunio, se concluyó de manera favorable a los intereses españoles.
Años después llegaría la debacle y perdimos lo poco que nos quedaba como colonias importantes; eso sí, aunque una gran mayoría lo ignorábamos, conservamos numerosas posesiones en diferentes archipiélagos diseminados por el Índico y el Pacífico, a los que nadie interesaba, pues de otro modo los Estados Unidos, que nos arrebató Guam, Filipinas Puerto Rico y Cuba, hubiera hecho lo mismo con aquellos archipiélagos.
Acabadas las guerras de Cuba y Filipinas, España y EE.UU firmaron el llamado Tratado de París, por el que cedimos toda soberanía sobre las colonias.
Pero aquellos archipiélagos diseminados seguían siendo españoles, aunque la metrópoli era incapaz de atenderlos en ningún sentido, por lo que, un año más tarde, firmamos con Alemania el Tratado Hispano-Alemán, por el que les vendimos, por una cantidad ridícula, las islas, atolones, islotes, peñascos y archipiélagos, extendidos por una superficie del Pacífico mayor que la propia Europa. Y su precio fue veinticinco millones de pesetas.
Se elaboró una relación, una especie de inventario de todas las posesiones, pero era tan extenso el espacio sobre el que se actuaba que forzosamente algunas de nuestras posesiones hubieron de ser pasadas por alto y no se incluyeron en aquella relación.
Concretamente cuatro enclaves quedaron fuera del tratado pero de una forma tan natural que nadie se percató de que aquellas posesiones no se transferían. Eran los pequeñísimos archipiélagos de Güedes, Coroa, Pescadores y Ocea.
El archipiélago conocido por nosotros como Güedes, se llama actualmente Mapia y se encuentra al norte de Nueva Guinea; Coroa es actualmente Rongerik, a doscientos kilómetros al este de las celebre Islas Bikini.
Pescadores, situada al sur de la Micronesia, se llama actualmente Kapingamarangi y por último, Ocea, es un arrecife semihundido a pocos kilómetros de Güedes.

Mapa de la “Micronesia española” en rojo

En el año 1948, un jurista empleado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, llamado Emilio Pastor de los Santos, entretenía su tiempo ojeando los tratados firmados por España en los últimos años y casualmente fue a dar con el Hispano-Alemán, al que antes se hizo referencia.
También de forma casual descubrió que la soberanía de aquellos cuatro archipiélagos no había sido transferida a Alemania, por una razón muy simple: eran titularidad española, pero España nunca los había ocupado de manera formal, sino como parte integrante de otros archipiélagos más considerables.
Por tanto, España seguía siendo la titular de aquellas tierras, por muy poco importantes que fuesen y así se lo comunicó a sus superiores que, como suele ser ya una costumbre, actuaron de la manera que se esperaba.
España era un país muy pobre, apenas empezábamos a calmar el hambre que por lustros había atenazado a la población, estábamos aislados del mundo por aquella supuesta alianza con el Eje, no formábamos parte del concierto internacional y la OTAN nos ignoraba porque no éramos una democracia. Por otra parte, si España no había ocupado aquellas tierras cuanto tenía posesiones interesantes en sus alrededores, hacía suponer el escaso o nulo valor de las mismas y también, y de paso, la desfavorable interpretación que se pudiera hacer de los tratados internacionales, basándose en el nulo interés demostrado por nuestras posesiones.
A eso había que sumarle que España había demostrado claramente su intención de deshacerse de “todas” las posesiones en el Pacífico y que si se produjeron los lapsus detectados por el jurista, fueron ajenos a cualquier voluntad, por lo que no se estimaba la posibilidad de reclamar con éxito la titularidad de aquellas islas.
La respuesta ministerial estaba acertada, porque, además, aquellas posesiones que nunca fueron ocupadas por España, estaban afectas a estados soberanos e independientes de la Polinesia, que por uso y ocupación de los mismos durante siglos, ya estaban asumidos como propios.
Es evidente que España carecía de interés ni legal, ni administrativo, ni político para reclamar aquellas islas, pero quizás debió hacerlo, por una razón que ya antes se dijo y no es otra que por la soberanía en las aguas territoriales, que de momento no se sabe qué atesoran.
Afortunadamente, y aunque solo sea por mantener un principio de romántica dignidad, el propio jurista que había descubierto el gazapo del tratado, empezó a acuñar un término: Estado de Oceana, con el que empezó a describir las posesiones que todavía eran españolas.
Años después, alguien ha revalidado el título, incluso ha creado una página web que se puede visitar en esta dirección: http://www.estadodeoceana.org/ .
No es que nos valga de mucho, pero es una constancia de que España está presente en tres continentes y que aunque lo hemos perdido casi todo, aún conservamos algunas islas para perdernos.



Kapingamarangi, ¿quién no se quiere perder aquí?

jueves, 2 de abril de 2015

QUE PAGUE QUIEN NO DEBA





No estoy nada seguro, pero creo que fue Shakespeare, con El mercader de Venecia, de los primeros en llevar a la escena un juicio, con sus exposiciones y con su fallo. Fallo que por cierto resulta sorprendente para el auditorio que contempla la comedia por primera vez, dada la extrema y extraña originalidad del razonamiento del juez: una libra de carne, lo más cercana al corazón, pero nada se ha dicho de sangre, así que mucho cuidado en derramar ni una sola gota.
Después y hasta nuestros días, la capacidad de sorprendernos ante sentencias judiciales no tiene fin, basta echar un vistazo a las hemerotecas: "con los pantalones ajustados la mujer incitó al violador"; "solo o en compañía de otros" y un etcétera hasta donde queramos.
Pero esos veredictos salidos de contexto no son cosa privativa de nuestros días. Desde la más remota antigüedad se han venido produciendo juicios y sentencias como de la que hablamos hace un par de semanas.
Este que voy a comentar está mucho más próximo en el tiempo y en el espacio, pues ocurrió en España, eso sí, por la alta Edad Media y en un pueblo de Aragón, región con fama de varones rústicos que han generalizado el término “baturro” hasta el extremo de que se emplea para definir a personas de escasa sensibilidad.
En la localidad de Almudévar, pueblo situado a dieciocho kilómetros al oeste de Huesca y que en la actualidad tiene unos dos mil quinientos habitantes, faenaba en aquellos años del medievo un herrero cuyo nombre no se ha conservado; un rudo artesano que solía maltratar a cuantas personas a las que, considerando que estaban por debajo de él, no les admitía fallo de ningún tipo. Y como suele ser común en estos casos de violencia, maltrataba muy especialmente a su esposa, una humilde y resignada mujer que soportaba los constantes agravios de su marido que la hacía dormir desnuda en el suelo en pleno invierno, o la ataba y azotaba ante la más mínima falta, o jugaba con ella como si fuese un carnero al que iba a degollar.

Panorámica de Almudévar con su castillo románico.

En fin, que el hombre no era de muy agradable convivencia, pues sus reacciones eran siempre imprevisibles y temidas.
Cierto día en que se encontraba en su taller de herrería calentando unos hierros para hacer una reja para un arado, se presentó su mujer a llevarle la comida del mediodía, cosa que era costumbre en los pueblos y hasta no hace mucho, que para no perder tiempo en la faena, la mujer o alguno de los hijos, cuando los había, se desplazaban con el rancho hasta el lugar de trabajo del padre.
En esta ocasión, el herrero encontró que la comida estaba fría y cogiendo uno de los hierros que calentaba en la fragua, se lo metió en la boca a su mujer, llegándole hasta la garganta y causándole tales quemaduras que la pobre señora murió casi instantáneamente.
En este caso, el constante maltrato a que el herrero la sometía, había llegado demasiado lejos y el alcalde mandó prenderlo y ponerlo entre rejas.
Casi de inmediato se vio el juicio, en el que se acusó al herrero de la muerte de su mujer y se le condenó a morir en la horca.
Pero ocurrió algo que en cualquier otro tiempo y lugar resultaría incomprensible, pero allí, en Almudévar, un pueblo del más profundo Aragón, los vecinos tenían unas necesidades básicas que tenían que defender a toda costa por lo que al enterarse  de la sentencia, se reunieron en cónclave y analizaron cómo quedaría la población cuando ahorcaran al único herrero que tenía el pueblo.
Los que tenían tierras de labor se preguntaban quien forjaría las rejas y los arados, imprescindibles para preparar la tierra para la siembra, o quien fabricaría azadas y hachas para las labores del campo y del monte.
Los que tenían caballerías se preguntaban quién fabricaría las herraduras para herrar los mulos y los jumentos y todos los demás se quedaban sin respuesta acerca de quien le fabricaría unos morillos para el fuego, quien le repararía una trébede rota, arreglaría la falleba averiada, o reemplazaría la llave de la puerta, por no pensar en los ganchos para colgar las carnes, las escarpias y tantísimos utensilios de hierro que en una casa se precisaban.
¡Aquello no podía ser! ¿Cómo iban a ahorcar al único herrero del pueblo cuando era tan necesario? ¿Porqué no ahorcan a otro en su lugar?
¡Eso, que ahorquen a un tejedor! ¡En el pueblo hay varios y además sirven para bien poco, porque en cada casa hay al menos una persona que sabe tejer!
Y con aquella encomienda fueron al alcalde al que expusieron la imposibilidad de sacrificar al único herrero, cuando había varios tejedores que no servían para nada.
Parece que la autoridad, representada por el alcalde, consultó al Justicia Mayor de Aragón, persona que acumulaba el máximo poder en la defensa de los derechos de las personas y del cumplimiento de las leyes, al cual, aquella sinfonía de despropósitos debió sonarle a música de los infiernos y despachó el asunto con cajas destempladas, culpando al alcalde de plegarse a los deseos de la plebe.
“En justicia tiene que pagar quien lo haya hecho, quien se lo deba a la sociedad, porque de otra forma pasaríamos a la historia –como de hecho así ha sido-, con un dicho que lo resume todo: La justicia de Almudévar: que pague quien no deba.”
Esas debieron ser las palabras del Justicia Mayor, pero la historia y el refranero han sido inexorables con él y con el pueblo y en la revista que el gaditano José María Sbarbi y Osuna empezó a publicar en 1879 y que llevaba por título algo tan sugerente como : “El Averiguador Universal” –que se puede encontrar en esta dirección: https://archive.org/stream/elaveriguadorun01madrgoog#page/n6/mode/2up –, y en donde se hace una exhaustiva relación de refranes, sentencias y dichos populares, se encuentra reflejada la relativa a la justicia en aquel pueblo aragonés, pueblo que no sólo por la circunstancia descrita pasaría a los anales del esperpento, pues atesora también otra historia que es digna de contarse.
En alguna ocasión he tratado asuntos tan insólitos como aquel en que se le puso pleito a las langosta que esquilmaban los campos y cómo la Iglesia tomó parte en el asunto, pero en esta ocasión la insensatez humana va mucho más allá.
Almudévar se encuentra al oeste de Huesca, la capital de la provincia y lugar de mercados, negocios, ferias y punto de encuentro comarcal, de extrema importancia en todos los tiempos, pero sobre todo en épocas pasadas, en donde todo se cocía en la capital.
Al estar situada al oeste, cuando sus moradores emprendían la marcha, a primeras horas de la madrugada, para llegar a Huesca a la hora del mercado, pasada la mitad del camino se encontraban con la salida del Sol que les daba en plena cara, casi cegándolos y haciendo muy incómodo el final del viaje.
Después de pasar todo el día en la ciudad, comprar o vender sus mercaderías, arreglar sus pleitos, sacarse una muela o solucionar sus asuntos, emprendían el camino de vuelta a casa, encontrándose que aquel mismo Sol que los había cegado por la mañana, volvía a cegarles por la tarde, haciendo igualmente incómodo el viaje de vuelta.
Aquella situación era insostenible, por lo que los vecinos de Almudévar, decidieron, una vez más, acudir al Justicia Mayor de Aragón para que solucionase tan enojoso asunto.
Como es natural el estupor del Justicia sería mayúsculo, cuando tuvo que escuchar a la comisión de vecinos, encabezados por el alcalde que le presentaba tan irrazonable queja y para la que ni él, ni nadie, podía tener solución.
De cualquier manera estaba obligado a admitir la querella, por muy descabellada que esta fuese y también a dar una solución al hecho, aunque en este caso no era posible solucionarlo, pero tras varios días de estudio, consultas y búsquedas de antecedentes sobre situaciones semejantes, uno de los componentes del jurado tuvo una ocurrencia insólita que el Justicia Mayor adoptó y transmitió a los Almudevarenses en forma de consejo: Los días que los vecinos del pueblo tuvieran que ir a Huesca que emprendieran el viaje por la tarde, así el Sol les daría de espalda y que regresaran por la mañana, con lo que volverían a ver caminar su sombra delante de ellos y el problema estaba resuelto.
No sé si quedaron muy conformes con aquella sentencia pero era lo único que se podía hacer…, bueno hasta que José Luís Cuerda hizo aquella memorable película: “Amanece, que no es poco”, en donde, al final, el Sol amanece por donde se pone, ante la indignación del cabo de la Guardia Civil que se lía a tiros con el astro rey.