viernes, 30 de mayo de 2014

EL OBISPO Y LOS VIKINGOS





La Iglesia, fundada por los seguidores de Jesucristo, cuya enseñanza estaba basada en aquel “amaos los unos a los otros…”, se olvidó pronto de lo que en realidad aquellas palabras querían decir y no predicó con el ejemplo las sagradas doctrinas de su fundador, pues desde muy temprana edad su historia está plagada de hechos que nada tienen que ver con el amor a los semejantes, antes al contrario, con el odio, la venganza, el poder, la riqueza y otras causas a cual más innoble.
Papas, obispos, prelados, abades y demás componentes de la santa curia, plagaron la historia de los primeros siglos significándose  como crueles, lujuriosos, guerreros, asesinos, envenenadores, avariciosos y un largo etcétera de maldades, hasta que por fin, en un ejercicio de voluntad, los prelados católicos volvieron al redil del amor humano, a veces demasiado “amor por sus semejantes” pero, al fin y a la postre, abandonaron aquella saga de sangre y hierro que por siglos fue casi su manera de subsistir.
Pero no todo fue malo en aquella manera de entender cual era el camino que su fundador les había marcado y que imponían a sangre y fuego, porque en esa forma de entendimiento, siervos del Señor hubo que desde Papas hasta el último de los clérigos, pasando por obispo, cardenales, abades y legos, no dudaron en tomar las armas para defender los derechos del pueblo, aunque eso sí, casi siempre con un encubierto interés propio y revistiendo el asunto de cruzada religiosa cada vez que podían.
En la oscura época de la Reconquista, en la que la Iglesia jugó un papel importante, fueron muchos los religiosos que lucharon contra los musulmanes que nos habían invadido y creado, al sur del Duero, el reino más destacado de todo el mundo: Al-Andalus.
La cruz y la espada podríamos decir que fueron los símbolos más expresivos de aquella iglesia piadosa y beligerante a la vez.
Fueron muchos los prelados que cambiaron las púrpuras por la cota de malla y la silla episcopal por la de montar, para ponerse al lado de reyes y nobles empuñando una espada, aunque en su pecho luciera un crucifijo.
Los vimos en la famosa batalla de Simancas y en la no menos famosa de las Navas de Tolosa, dos momentos decisivos en la Reconquista que los hombres de Dios aprovecharon para estar junto a sus reyes.
Pero dejemos por un momento a los sarracenos, para atender a otra amenaza que también sufría la Península Ibérica, sobre todo en la costas atlántica y cantábrica ya la que también los hombres de Dios hicieron frente.
Estaba el siglo X en su segunda mitad cuando a los problemas que los reinos cristianos de la Península, que eran muchos y graves, vino a sumarse otro de notable envergadura.
Esta vez no eran árabes, ni oscuros hombres del desierto, eran rubios de ojos claros que venían de las tierras más frías de Europa y que eran magníficos navegantes y mejores guerreros: los vikingos.
Se dice que incluso llegaron a tierras americanas y no es de extrañar, porque aventurados y valientes eran por demás y lo que sí es cierto es que a la Península vinieron en varias ocasiones, y no solamente a la zona cristiana, pues se atrevieron a remontar el Guadalquivir y asolar la ciudad de Sevilla, causando enormes estragos y sin que el ejército de Al-Andalus fuera capaz de hacerles frente.
También se atrevieron a remontar el río Ebro, con lo que se da clara idea de hasta donde eran capaces de llegar.

En verde las zonas de invasión vikingas

Aunque quizás la vez que supusieron un mayor peligro fue esta que voy a relatar.
Corría el año 968, cuando reinaba Ramiro III en León, reino que entonces comprendía Asturias, Galicia, León y Castilla y era el reino cristiano más poderoso de la Península, pero Ramiro tenía apenas siete años y el gobierno lo regentaban su madre, Teresa Ansúrez, internada en un convento desde su viudedad y más involucrada su tía, la monja infanta, Elvira Ramírez.
Ramiro era hijo de Sancho I, aquel de doscientos kilos, naturalmente apodado el Gordo que fue objeto de mi artículo en el que veíamos como su abuela, la sempiterna reina Toda, trataba de su curación y de restituirle la  corona que los kilos le habían arrebatado. (http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/04/el-gordo-y-el-malo.html)
Uno de los principales problemas que tenía la corona de León era el poder que iban adquiriendo la nobleza y la Iglesia, lo que suponía directamente debilitamiento del suyo propio y por eso los reyes leoneses eran muy restrictivos con las concesiones que se hacían a estos dos estamentos. No obstante Sancho, el Gordo, había dado una autorización insólita que iba contra los propios intereses del reino y que por tanto era mal comprendida, pero que a la larga ofreció beneficios considerables.
Se sentaba en la silla episcopal de Santiago de Compostela un obispo que ha pasado a la historia, aunque oculto tras todo el ramaje de aquella convulsa época, por su decisión y heroísmo.
Este obispo se llamaba Sisnando Menéndez y había pedido a la corte de León que se le autorizase a fortificar la sede episcopal de Santiago a la que dotó de murallas, torreones y un foso. Asimismo reforzó las defensas de la catedral, circunstancia que el rey Sancho consideró inadecuada, pues no entendía hubiese necesidad alguna de protegerse, pues el único enemigo que pudiera tener la diócesis de Santiago era él mismo.
Por esa circunstancia relevó al prelado de su curia, lo metió en prisión y nombró obispo de Iria Flavia, como entonces se denominaba, a un obispo que más tarde fue santificado, san Rosendo.
Pero Sisnando, que ha pasado a la historia como Sisnando II de Iria, pertenecía a una familia noble y poderosa en Galicia que ya había fortificado la costa gallega para detener las invasiones de los pueblos del norte y no se iba a dejar allanar por el monarca leonés.
Poco después Sancho I murió, posiblemente envenenado por otro gallego, el conde Gonzalo Sánchez, que se había sublevado contra el rey y que una vez vencido fue perdonado por el Gordo y en “agradecimiento”, el conde lo envenenó.
Era la noche de Navidad del año 966, cuando el obispo Sisnando aprovecha la coyuntura y escapa de su prisión, deponiendo a san Rosendo, el cual le hace un vaticinio que se cumplirá: “el que a espada hiere, a espada muere”.
Este es el panorama político y social que se encuentra una poderosa escuadra vikinga, dicen que de más de cien barcos y ocho mil guerreros, que se divisa desde las costas gallegas. No es la primera vez que los vikingos intentaban el saqueo de las costas gallegas, si bien hasta aquel momento siempre se habían saldado las escaramuzas con un fuerte varapalo a los invasores que no por ello dejaban de causar grandes estragos, pero al final habían de huir con grandes pérdidas de hombres.
Pero esta ocasión parece distinta. Nunca se había visto un poderío naval de aquella magnitud ni una fuerza tan numerosa.
Como siempre, el objetivo era Santiago de Compostela, capital de las peregrinaciones de toda Europa y de la que no tenían constancia que se hubiera fortificado.
Los drakars arribaron a un lugar llamado Junqueira, donde desembarcaron sus tropas que arrasaron Iria Flavia y se plantaron ante Santiago.

Drakkars vikingos frente al Faro de Hércules (La Coruña)

Para su sorpresa, se encontraron frente a un fuerte contingente militar a cuya cabeza figuraba un personaje singular: el obispo Sisnando.
Cuentan que al recibirse la noticia del avance vikingo, Sisnando estaba celebrando los oficios cuaresmales y sin pensárselo ni un instante, suspendió la celebración religiosa, llamó a formar la tropa y mientras, cambió las vestiduras eclesiásticas por la cota de malla.
El veintinueve de marzo de 968, en un lugar llamado Fornelos, a unos veinticinco kilómetros de Santiago, se enfrentaron los dos ejércitos en un combate que debió ser terrible y que en principio se decantó de la parte gallega que consiguieron acorralar a los normandos, pero éstos eran unos bravos guerreros y en el cuerpo a cuerpo casi invencibles, pues carecían de todo escrúpulo y tras conseguir una cierta organización de sus filas, consiguieron dar un giro a la batalla.
Pero una flecha perdida mató al obispo Sisnando y los gallegos, desorganizados, dejaron la iniciativa a sus enemigos que de no ser por la aparición de los refuerzos que el conde envenenador, Gonzalo Sánchez, aportó a las huestes gallegas, los vikingos de Gundar, que así se llamaba su jefe, se hubieran merendado a los cristianos.
Viendo las cosas muy mal para sus intereses, los vikingos optaron por volver a sus barcos, no sin perder a muchos hombres por el camino de vuelta, azuzados por los gallegos que consiguieron apoderarse de muchos de sus barcos, cargados con espléndidos botines.

Los vikingos que quedaron huyeron al final y quizás haciéndose promesa de no volver a  aquellas tierras, en donde la decisión de un “hombre de Dios”, de trocar la espada por la cruz, había salvado al pueblo, no solo de muchas muertes, saqueos y miserias, sino también de la esclavitud.

viernes, 23 de mayo de 2014

EL OTRO TAMBOR





Si hay alguna guerra que haya despertado leyendas, creado mitos, forjado héroes y regado sangre, ha sido sin duda la llamada Guerra de la Independencia.
Las circunstancias coincidentes han hecho de esta contienda el paradigma del sentimiento patriótico, no en vano, vivieron los españoles en aquellos momentos, las más duras humillaciones que un pueblo puede soportar, olvidadas ya las que once siglos antes nos inflingieron los moros.
Invadidos por un poderoso ejército, con la familia real secuestrada, con buena parte de los “frikis” de la época, entonces llamados “afrancesados”, puestos de parte del invasor, el pueblo llano supo dar la talla y cuajar de actos heroicos la triste historia de aquel período.
España había pasado de ser aliada de Francia a ser invadida y de enemiga de Gran Bretaña, a aliada de “los pérfidos”. Tanto había cambiado el panorama que cuesta trabajo comprender cómo debieron ser las cosas para tanto devenir.
Pero la historia está contada; contada y analizada por los historiadores y desde Trafalgar hasta Bailén, desde Zaragoza al sitio de Cádiz, no ha faltado quien haya dado su docta opinión.
No interesa a estas páginas resaltar los grandes episodios ocurridos, sino aquellas pequeñas cosas que han pasado medio ocultas tras los pliegues de la historia y que significan la verdadera dimensión del carácter de un pueblo.
Uno de esos episodios, o al menos, un pasaje muy comentado, escrito y elevado a la categoría de leyenda es el que se conoce como “El tambor del Bruch”.
Es una historia preciosa, pero sobradamente conocida, por lo que no es mi propósito traerla a estas páginas, sino para que sirva a mi intención de desvelar la otra historia, ésta mucho más real que se esconde tras la  leyenda del Bruch y que he denominado “El otro tambor”.
Ocurrieron estos hechos durante la ya mencionada Guerra de la Independencia y más concretamente en el año 1808, cuando los ejércitos de Napoleón habían entrado en España por el paso de La Junquera y a mediados de febrero, se habían encajado en Barcelona, gobernando toda Cataluña que inmediatamente entró en una profunda crisis económica, motivada por el cese de las actividades industriales y sobre todo las comerciales con América.
Unos meses después, una columna francesa salió de la capital catalana en dirección a Lérida y Zaragoza y con instrucciones de castigar a su paso algunas ciudades catalanas como Manresa e Igualada que se habían destacado por su falta de empatía con el invasor, al que trataban de hacer la vida imposible.
Esta columna estaba compuesta por unos tres mil ochocientos hombres, casi todos italianos y suizos. Enfrente no tenían a ningún ejército debidamente organizado, porque el desgobierno de España impedía la organización de los distintos cuerpos de ejército, si bien aquella enorme deficiencia se iba a suplir por la voluntad de los ciudadanos españoles de enfrentarse a los invasores.
Un enorme aguacero hizo que las tropas francesas se hubiesen de refugiar en Martorell, lo que dio tiempo a que un contingente formado por los restos de un regimiento de soldados suizos, varios cientos soldados desertores de toda Cataluña, que no querían estar a las órdenes de los franceses y los famosos somatenes, se unieran formando un bloque de unos dos mil hombres que se prepararon en las montañas de Monserrat y más concretamente en las del pueblo llamado Bruch Baixa a esperar la llegada de los gabachos.
El día cuatro de junio de aquel año, emboscados en las abruptas montañas, las tropas españolas consiguieron poner en fuga a la columna francesa y ello no solamente gracias al valor de los soldados, sino a la inestimable ayuda de un pastorcillo que por ser menor de edad no se pudo enrolar en las tropas nacionales, pero decidió ayudar como buenamente pudiera a sus compatriotas y tomando un tambor, con el que desfilaba en las cofradías de su localidad, se escondió entre los riscos haciendo sonar insistentemente su timbal.
Las descargas de fusilería desde lo alto de los riscos, sorprendió a las tropas francesas, pero más aún las sorprendió el eco de aquellas montañas que propagó el sonido del tambor y lo multiplicó por mil, haciendo creer a los franceses que iban a enfrentarse a un ejército ingente, por lo que cundió el pánico y en desbandada, se retiraron, dejando más de trescientos muertos y cuantioso material bélico que fue inmediatamente aprovechado por las mal pertrechadas tropas españolas.



El pastorcillo con el tambor

La leyenda ha elevado a la categoría de héroe a este pastorcillo al que unos años más tarde, un historiador local puso nombre: Isidro Llusá y Casanovas, vecino del pueblo de Santpedor y al que se han levantado estatuas conmemorativas, aunque nada hay de seguro en esta tradición.
Lo que si hay y bien seguro es que otro tambor sonó en las montañas del Bruch y en toda la región y este no fue un tambor de pellejo de cabra, sino de carne y hueso, encarnado en la figura de un terrateniente llamado Antoni Franch i Estalella, nacido el año 1788 en Igualada que en su mayoría de edad estaba totalmente dedicado al negocio textil.
Iniciada la invasión francesa, Franch es de los primeros que advierte el peligro e intenta organizar una resistencia para defender su tierra del invasor, mientras que otros muchos de sus conciudadanos, aquellos llamados afrancesados, parecen estar encantados con la nueva situación y como siempre los ha habido, resultan estar más cómodos bajo el yugo de los invasores que incardinados en el país al que siempre han pertenecido.
El ayuntamiento de su pueblo lo comisiona para que vaya por los pueblos de los alrededores procurando que sus vecinos le entreguen las armas que posean y con las que piensan armar al único grupo con alguna organización y capaz de oponerse a los invasores, el somatén. Consigue noventa y siete escopetas con sus correspondientes municiones. No es mucho y las escopetas son muy dispares, pero en principio parece una buena noticia.
El somatén es una institución que proviene de principios del segundo milenio y que básicamente es una organización de civiles armados, separados del ejército que tiene por misión proteger a los ciudadanos y a las tierras. Su nombre, palabra catalana, quiere decir “estamos atentos” (“som atents”).
Al frente de sus conciudadanos sube a las montañas para unirse a las fuerzas nacionales y los soldados desertores catalanes que no quieren servir a los franceses y que junto con los voluntarios suizos, forman todo el contingente que va a oponerse al invencible ejército de Napoleón.
Allí participó Franch en la batalla del Bruch, oyendo el timbal que el pastorcillo hizo sonar ininterrumpidamente hasta poner en fuga a los franceses.
Pero diez días después los invasores vuelven al Bruch. Ya conocen lo dificultoso del terreno y la encarnizada resistencia que van a encontrar y para contrarrestar las dos situaciones adversas, se dividen en dos columnas, la principal que llega hasta el pueblo de Bruc Baix y la segunda que se ocupa de los flancos y que traba los primeros combates con los somatenes.
Aquí entra en liza la estrategia que Franch ha diseñado y es que los somatenes hacen creer a los franceses que huyen en desbandada que se lanzan en su persecución, entrando en una zona del paso que está cubierta por la escasa artillería española que ametralla a los invasores desde las alturas, causando estragos entre sus filas.
Asustados, empiezan a retirarse en desbandada para unirse a la columna principal, mientras el pánico cunde por creerse nuevamente atacados por fuerzas muy superiores. En esta certeza, se retiran los franceses derrotados y con numerosas bajas.
Franch continuó luchando contra los franceses por todos los pueblos de la zona,  causándoles grandes dificultades, muchas bajas y pérdidas de material de guerra y municiones.
En febrero de 1809, los franceses entran en Igualada, saquean la ciudad, arrasan sus casas y queman las cosechas, unos días después, al frente de quinientos hombres, Franch ataca Manresa, en poder de los franceses, causándoles numerosas bajas y apoderándose de dos carros de municiones.
Su popularidad va en aumento y a sus fuerzas se van uniendo las de otros pequeños somatenes y voluntarios llegados de todos los rincones de la comarca, hasta que forma un contingente de mil ochocientos hombres con el que se atreve a hacer frente al general francés que mandaba las tropas de invasión, el general Chabran, al que obliga a abandonar sus posiciones a lo largo del río Llobregat.
Los ejércitos invictos del emperador francés, se dejaron en España el calificativo que habían paseado por toda Europa. Ya eran vencibles y más que por otros ejércitos, eran vencibles por el pueblo que se resistía a la vil ocupación francesa e inventó un sistema de pequeñas guerras que recibieron el nombre de guerrilla y en la que tenían cabida además del pueblo, contrabandistas y bandoleros, restos de regimientos desvinculados de sus unidades, soldados desertores, campesinos y cualquiera que conociera bien el terreno que se reunían alrededor de un cabecilla de los que destacaron, además del héroe de esta historia, personajes como el cura Merino, El Empecinado, Espoz y Mina, Chaleco, El Charro y tantos otros que hicieron la vida imposible a los ejércitos franceses.
Cuando terminó la contienda, Franch fue elegido alcalde de su pueblo y más tarde, el gobierno de España le reconoció sus acciones bélicas, nombrándole Teniente Coronel.
En su Igualada natal, no han olvidado al héroe y una estatua conmemora sus gestas.




Un héroe nacional que se oponía a la invasión de las ideas expansionistas que revoloteaban por la cabezas francesas y que defendió su tierra como parte integrante de toda España que se vio pisoteada por las hordas francesas y que tantos héroes ha proporcionado.

viernes, 16 de mayo de 2014

EL ALMIRANTE SÁNCHEZ DE TOVAR





“Ficieron gran guerra este año por la mar, e entraron por el río Artemisa fasta cerca de la cibdad de Londres, a do galeas de enemigos nunca entraron”.
Así recogió Juan I, rey de Castilla, en la crónica de su reinado, la gesta realizada por el almirante Fernando Sánchez de Tovar.
En mi anterior artículo hablaba de la desconocida batalla naval de Saltés en la que el almirante mayor de Castilla derrotaba a una poderosa escuadra lusitana en la llamada Tercera guerra Fernandina, pero no era ésta la única victoria que el almirante castellano había conseguido, es más, su palmarés es realmente envidiable.
Su historia, desconocida en sus inicios, alcanza su máximo esplendor cuando sus extraordinarias dotes de navegante y soldado, hacen de él un personaje famoso en su momento y más tarde diluido en el anonimato de la historia, del que es conveniente rescatar; y es poco más o menos así.
No se sabe dónde nació, ni en qué año, aunque debía ser de las proximidades de Sevilla, por el nombramiento que más tarde se le otorgó y porque por aquellos tiempos, la corte de Castilla estaba a caballo entre la capital del Guadalquivir y Burgos. La primera vez que aparece en los anales de la historia lo hace con un acto, aunque en aquella época bastante habitual, me atrevería a decir que poco edificante.
En el año 1355 desempeñaba un cargo denominado Alcalde de la Mesta, la primera autoridad en impartir justicia en cualquiera de las infracciones que el llamado Consejo de la Mesta apreciara en alguna de las cuadrillas que formaban la poderosa organización trashumante. Estos cargos eran designados por el rey, lo que da idea de que el nominado debería pertenecer a alguna familia influyente. De lo que fuera su trayectoria en este cometido no se tiene noticia alguna.
Más tarde y tras participar como capitán de una galera en la llamada Guerra de los dos Pedros, a las órdenes de Pedro el Cruel, y contra Pedro el Ceremonioso, de Aragón, el rey castellano le entregó el mando de la ciudad castellana de Calahorra, en La Rioja, el cual ostentaba en 1366, durante la guerra fratricida entre el rey y su hermanastro bastardo, Enrique de Trastámara, al que entregó la ciudad, cambiándose de bando. Pedro hizo honor a su sobrenombre y se cobró venganza ajusticiando a su hermano Juan.
Desde entonces, su carrera fue ascendente. En primer lugar trabó relación con Ambrosio Bocanegra, gran marino Genovés que también había cambiado de bando y era muy próximo al bastardo Trastámara y con  el que huyó a Aragón tras la derrota de las tropas de Enrique en la batalla de Nájera.
Pero todo cambia cuando muere Pedro I y Enrique accede al trono y le concede el Señorío de Gelves, en el Aljarafe sevillano, lo que hace suponer su ascendencia sevillana.
Tras la batalla naval de la Rochelle en la que Tovar participó a las órdenes del almirante Ambrosio Bocanegra (ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-fuerza-naval-de-castilla.html) y que se encuadra dentro de la llamada Guerra de los Cien años, la flota inglesa del conde de Salisbury quemó siete naves mercantes castellanas que estaban ancladas en la bahía de Saint Maló. Este hecho que aun dentro de una larga guerra se consideró como cobarde e innecesario, provocó una reacción de venganza que no se hizo esperar. Se nombró a Sánchez de Tovar, jefe de una flotilla de quince galeras con la consigna de apoyar por mar a las tropas francesas que asediaban la ciudad de Brest, en poder de los ingleses. La intervención castellana fue definitiva y la ciudad cayó tras cinco meses de largo asedio.
Un año más tarde, en 1374, ya  fallecido el almirante Ambrosio Bocanegra, se le concede el mando de una flota de galeras a la que se unen algunas embarcaciones francesas y con la saquea por dos veces la inglesa isla Wight, en pleno Canal de la Mancha.
Este hecho reviste suma trascendencia porque el Canal había supuesto para Inglaterra, la separación definitiva del continente, a la vez que su salvaguarda contra cualquier intento de agresión.
Tardan los ingleses un año en reaccionar y enviar una escuadra para hacer frente a los castellanos que durante todo ese tiempo han estado saqueando y destruyendo importantes puertos del litoral sur de Inglaterra, retirándose luego a los puertos franceses del otro lado del Canal.
Hasta allí va a buscarlos la flota inglesa que los encuentra en la bahía de Borugneuf, al sureste de Nantes. las dos escuadras entablan un combate naval del que la escuadra inglesa sale derrotada estrepitosamente.
Asustado el rey Eduardo III de Inglaterra quiere a toda costa firmar un pacto para evitar el saqueo de sus costas, aunque ello suponga la entrega a Castilla de todas las rutas comerciales, sobre todo con Flandes, vital para la corona castellana. A partir de ese momento el Canal de la Mancha está abierto a las rutas de los navíos castellanos y vascos que frecuentan los mares del norte en desplazamientos comerciales y pesqueros.
El Parlamento inglés critica duramente al monarca y a sus ministros, varios de los cuales dimitieron y el propio rey quedó muy apartado de las decisiones políticas. Poco después, en 1377, murió y heredó la corona su nieto que entonces tenía diez años y que reinó con el nombre de Ricardo II.
En ese momento, los nobles ingleses que no admiten haber perdido el control del Canal, inician las hostilidades contra los buques castellanos, a varios de los cuales hundieron o apresaron.
Ese es el momento decisivo del almirante Tovar, al cual el rey castellano le encomienda una escuadra compuesta por cincuenta galeras, a las que se une una pequeña escuadra francesa y con más de cinco mil hombres, se dirige a las costas meridionales inglesas, atacando los importantes puertos de Plymouth, Pothsmouth y otros, además de desembarcar nuevamente en la isla de Wight.

Mapa de las incursiones castellanas

Los continuos ataques a puertos y poblaciones costeras hacen a los ingleses revivir la pesadilla de aquellos tiempos en que eran blanco de los vikingos sin posibilidades de defensa por su parte.
La corona inglesa trata de reunir una flota con la que enfrentarse a los castellanos, pero han sido muchas las pérdidas sufridas y escasos los navegantes capaces de hacer frente a tan temible adversario. Por otro lado los sistemas de defensas costeros no resisten los ataques y aunque son cada vez mejorados, nada tienen que hacer frente a la artillería de las galeras de Castilla.
Cuando la desesperación inglesa es mayor, el almirante decide dar el golpe definitivo y con toda su flota, se adentra en el río Támesis, que en Castilla llamaban Artemisa, como se desprende de la crónica que encabeza este relato y llega hasta la localidad de Gravesend, a unos veinte kilómetros de Londres y actualmente parte del área urbana de la capital británica.
Tomar la ciudad y su puerto no es tarea difícil, pues los ingleses se rinden ante su sola presencia. Incendia la ciudad y las llamas pueden observarse desde Londres, donde sus aterrorizados habitantes no saben qué hacer, ante el temor de que la escuadra castellana continúe su avance.
Pero no se sabe muy bien por qué razón, el almirante Tovar no continuó su incursión, dándose por satisfecho con haber enseñado los dientes al león inglés, sin haberlo rematado, incumpliendo la norma que ha regido desde siempre: hay enemigos a los que no puedes dejar heridos.
La escuadra volvió a Castilla y poco tiempo después, tal como se decía más arriba, los ingleses vuelven a las andadas, apoyando a los portugueses con “hombres de armas y flecheros”, tal como mencionaba en mi artículo anterior.
No obstante, vuelven a tener otra derrota memorable, que no acabó con la batalla de Saltés, pues la escuadra castellana, con la experiencia de su almirante, se presentó unos meses después en la desembocadura del Tajo y se adentró en el Estuario de la Paja, bloqueando todo el comercio y abastecimiento por mar, a la vez que impidiendo que una escuadra inglesa que había traído más refuerzos hasta Lisboa, pudiera hacerse a la mar.
Unos temporales, obligaron a los castellanos a retirarse y los ingleses aprovecharon la oportunidad para escapar de la ratonera que era el estuario del Tajo.
Pero en la primavera del año siguiente, 1382, la escuadra de Tovar estaba otra vez frente a la desembocadura del Tajo y esta vez no se limitó a interceptar las naves enemigas, sino que lo mismo que habían hecho en el Támesis, desembarcaron en las inmediaciones de Lisboa, saqueando ciudades y campos.
La decisiva intervención del almirante, obligó al rey portugués a firmar la Paz de Elvas, en la frontera con Badajoz, el día diez de agosto de aquel mismo año, aunque de bien poco sirvió la firma del tratado, porque un año después ya volvíamos a estar enzarzados en nuevas hostilidades.
El almirante Sánchez de Tovar murió a causa de una epidemia que se desencadenó en su flota, precisamente cuando asediaban Lisboa.
Desafortunadamente la hostilidad castellano-lusa que no tenía otra finalidad para cada uno de los contendientes que anexionarse los reinos, terminó con la victoria portuguesa en la batalla de Aljubarrota, celebrada el catorce de agosto de 1385, cerca de esa ciudad, en la provincia de Leiría, en el centro de Portugal y que supuso la entronización de una nueva dinastía portuguesa, la de la casa de Avis.


viernes, 9 de mayo de 2014

MOJA DE PIES





En varias ocasiones anteriores he tratado sobre guerras o batallas que por ser sus nombres divertidos, como la de los pasteles, la sandía, o de la oreja de Jenkins, o por haber sido la más larga o la más corta, o simplemente por el hecho de habernos pasado desapercibida a pesar de su importancia, creía oportuno sacar del olvido y desempolvarlas, advirtiendo siempre que, no siendo historiador, lo único que guía mi afán es dar a conocer lo que ha estado olvidado y sin que por mi parte incluya nada.
Normalmente esas guerras o batallas han ocurrido lejos de nuestro país y aunque hayan tenido repercusiones para España, su influencia no ha sido advertida por el pueblo llano. Pero no siempre ha sido así, porque buceando en la historia de España, que nos debería ser conocida, al menos por lo próxima, también encontramos algunas de estas curiosidades como la que voy a relatar.
Estábamos en pleno siglo XIV, cuando Alfonso XI de Castilla se casó con María de Portugal, hija del rey Alfonso IV, con la que tuvo al infante Pedro, que gobernó a la muerte de su padre con el nombre de Pedro I, conocido como El Justiciero, por sus seguidores y El Cruel, por sus enemigos. Pedro I murió en la batalla de los campos de Montiel, a manos de su hermanastro Enrique que le arrebató el trono y fundó la casa de Trastámara.
A Enrique II de Trastámara le sucedió su hijo Juan I y a Alfonso de Portugal, su hijo que gobernó como Pedro I y a éste, a su vez, su hijo, Fernando I.
Desde muchos años atrás, los monarcas castellanos y portugueses se habían casado entre ellos, creando unos débiles vínculos de sangre, pero unas fuertes apetencias por apoderarse del reino del otro, ya por tratados, ya por la fuerza.
Así estaban las cosas en el inicio de la década de 1380, cuando se estaba cociendo lo que se daría en llamar la tercera guerra castellano-portuguesa.
En Castilla reinaba Juan I y en Portugal Fernando I, cuando en la corte castellana se empieza a tener noticias de que los portugueses están formando un poderoso ejército que será auxiliado por tropas inglesas, país con el que acaban de firmar un pacto por el que los de la “Pérfida Albión” ofrecen un ejercito de mil hombres de armas y otros mil de sus temidos “flecheros”, ejército que estaría mandado por el propio hijo del rey inglés, Edmundo de Langley, duque de York.
Cuando el ejército conjunto anglo-portugués empieza a desplazarse hacia las fronteras con España. Al rey castellano le surge una nueva dificultad y es que su hermano bastardo, don Alfonso, duque de Noreña, se rebela en la villa palentina de Paredes de Nava. Con muy buen criterio, Juan I decide solucionar antes el problema interno y acudir más tarde al otro que si bien más grave, podrá esperar a que su situación interna mejore, aun cuando el ejército combinado llegue a rebasar la frontera e invadir los territorios de Castilla.
Cuando el bastardo Alfonso conoce que el rey va contra él con todas sus fuerzas, huye a Asturias, hacia donde le persigue el monarca. Viéndose perdido envía mensajeros pidiendo perdón y el rey, quizás acuciado por la necesidad de bajar con sus huestes a hacer frente a los invasores, lo perdona y a marchas forzadas se dirige al sur, a la vez que envía órdenes a sus capitanes de mar, de que preparen una escuadra que se pondrá a las órdenes del almirante mayor de Castilla, Fernando Sánchez Tovar.
En su descenso por Castilla, hace retroceder al ejército combinado que había tomado ciudades limítrofes, a las que el rey castellano pone en asedio.
Mientras, en la costa se está desarrollando una febril tarea: alistar los buques necesarios para enfrentarse al enemigo y enrolar a las tripulaciones que se van a hacer cargo de los mismos.
Situación similar se vive en la vecina Portugal, donde el rey ha entregado el mando de la flota al almirante Joao Afonso Telo, conde de Barcellos, buen militar pero con escasos conocimientos como marino y mucho menos para dirigir la flota, inconvenientes a los que se unen su vanidad y prepotencia y cuya única virtud, al parecer, consiste en ser hermano de la reina de Portugal.
Telo zarpó de Lisboa con una escuadra compuesta por veintiuna galeras, navío que mezclaba las velas y los remos, una galeota, más pequeña que la anterior y con hasta veinte remos por banda y cuatro naos, navíos de tres mástiles y vela cuadrada, de diseño español y que pronto fueron sustituidos por los galeones y en la que trasladaba parte de las fuerzas inglesas de apoyo.
Mientras, en Sevilla, la flota estaba ya aprestada, pero de las veintitrés galeras, solamente diecisiete estaban en condiciones óptimas para la navegación. Casi en la misma fecha, zarparon para descender el Guadalquivir y enfilar hacia Portugal.


   Galera castellana del siglo XIV

El día 17 de julio de 1381, las escuadras se avistaron frente a las costas del Algarve, con viento favorable a la escuadra española que en vez de presentar batalla en mar abierto, optó por una maniobra mucho más astuta.
La escuadra portuguesa iba poco organizada pues las galeras, más rápidas, se habían adelantado a la galeota y a las cuatro naos que con viento casi de frente y sus velas cuadradas, apenas avanzaban dando bordadas.
Hábil, el almirante español, pensó que la superioridad portuguesa no le permitía arriesgar nada y ordenó dar la vuelta, pensando en librar la batalla en aguas poco profundas en donde las naos embarrancasen y que además para poderlos alcanzar, la flota portuguesa hubiera de forzar mucho la marcha, cansando a los remeros para el momento de entrar en combate.
Los portugueses, al observar la maniobra evasiva de los castellanos entendieron que estos huían, lanzándose a una frenética persecución con aires de victoria pero en realidad con vientos desfavorables y un esfuerzo enorme de remos.
En el camino de su alocada persecución, la escuadra portuguesa encontró varias barcazas de pescadores onubenses que faenaban a varias millas de la costa.
Ensoberbecidos y con una tremenda ansia de victoria, decidieron no dejar vivo a ningún castellano, por lo que algunas galeras se desprendieron de la mínima formación que llevaban y se entretuvieron en hundir las barcazas y destrozar las artes de pesca que tenían caladas, dejando que los pescadores se ahogaran, sin ninguna clemencia por su parte.
En la ría de Huelva y cerca de la isla de Saltés, esperó el almirante castellano a la escuadra portuguesa que dada la marcha tan fuerte que su almirante había impuesto, creyendo que los castellanos huían porque se consideraban vencidos, había desperdigado aún más a la flota que venía sin ningún orden de ataque, con remeros muy agotados y con una marinería poco entrenada, mientras enfrente, la escuadra castellana, perfectamente formada en orden de ataque, descansada y con avezados marinos, aguardaba el momento propicio para entrar en combate.
En vanguardia venían doce galeras y la galeota, más atrás otras nueve galeras que se habían entretenido en hundir las barcazas y destruir las redes y aún más retrasados, apenas se divisaban las cuatro naos.
Conforme las primeras doce galeras y la galeota portuguesas se adentraron en la ría, muy separadas las unas de las otras, comprendieron tardíamente su error, porque hallaron a los barcos castellanos muy unidos en formación cerrada, los cuales se lanzaron contra las naves portuguesas según iban llegando, abordándolas y capturándolas sin remisión.
Hasta que las otras nueve galeras hicieron su aparición, tuvo la escuadra castellana tiempo de arrojar al mar a los muertos, atender a los heridos y poner en salvaguarda a las naves capturadas, con lo que quedaba de sus tripulaciones.
Ocho de las nueve galeras fueron también abordadas, mientras que la que iba en última posición, viendo el cariz de los acontecimientos, viró en redondo para protegerse con las naos y todos juntos emprendieron el viaje de retorno, pero una imprevista calma, dejó a las naos sin posibilidad de escape y mientras la galera portuguesa huía a fuerza de remos, las castellanas abordaban a las naos y las capturaban.
Escapó solamente la galera que llegó a Lisboa para dar la triste noticia, que se completaba con la pérdida de todos los barcos y con más de tres mil doscientos muertos por el lado luso, mientras que la escuadra castellana apenas tuvo trescientas cincuenta bajas.
De todas las ciudades del litoral se desplazaron los habitantes para contemplar la parada naval en la que las galeras castellanas remolcaban a los buques lusitanos, con sus pendones sumergidos en señal de derrota.
Pero este artículo estaría incompleto si no diera explicación a la frase que lleva por título y es que muchos de los marineros embarcados en la escuadra castellana eran de la zona de Huelva, Moguer, Ayamonte y otras localidades de las inmediaciones, a los cuales la afrenta portuguesa de hundir las barcazas de humildes pescadores que con eso no hacían sino ganarse la vida, sentó muy mal, por lo que decidieron tomar venganza y así, ajusticiaron a cuatrocientos marineros lusitanos por el procedimiento de “moja de pies” que consistía en atarlos de pies y manos y arrojarlos al agua, en donde se ahogaron sin remisión.
Fue éste el incidente que en parte enturbió la gran victoria castellana.
El almirante Tovar, con su flota y las naves capturadas, se dirigió a Sevilla donde entró triunfante, claro que no fue éste el único triunfo del almirante cuyas hazañas merecen ser rescatadas en artículos posteriores.


viernes, 2 de mayo de 2014

HISTORIA O LEYENDA





Leyendo los Comentarios Reales, del inca Garcilaso de la Vega, quedé sorprendido cuando al llegar al capítulo tercero, el escritor hispano-peruano, sin duda uno de los mejores escritores del Nuevo Mundo, contaba una historia, que no sabría decir si es realidad o simplemente leyenda.
El inca Garcilaso, así llamado a Gómez Suárez de Figueroa, que era hijo de un capitán conquistador español y la princesa inca Isabel Chimpu Ocllo, está considerado el primer mestizo producto de la conquista del Perú. Por su buena posición social y económica recibió una espléndida educación humanística, junto con los hijos de otros conquistadores, como los del propio Pizarro, que completó con la aportada por la familia real de su madre.
Dice Garcilaso que cerca del año mil cuatrocientos ochenta y cuatro, un piloto natural de la villa de Huelva, en el Condado de Niebla, llamado Alonso Sánchez, tenía un navío  pequeño con el que se dedicaba a llevar mercaderías desde España a Canarias, cargando allí con frutos de aquellas islas, los que llevaba a las islas de la Madera, hoy conocida como Madeiras, desde donde regresaba a España cargado con azúcar y conservas.
En uno de aquellos viajes triangulares que el onubense realizaba, cuando iba de Canarias a la isla de la Madera, le cogió un temporal, tan recio y tempestuoso, que al no poder hacerle frente, se dejó llevar por la tormenta y corrió veintiocho o veintinueve días sin saber ni adónde ni por dónde, pues dado el fuerte temporal no pudo tomar la altura del sol ni saber del norte.
Padecieron los navegantes gravísimos peligros y penalidades, porque la tormenta no les dejaba comer ni dormir, pero al cabo de ese tiempo el viento se fue aplacando y de pronto se hallaron frente a una isla.
Dice Garcilaso que no se sabe a ciencia cierta qué isla era aquella, si bien se tienen sospechas de que es la que, más de un siglo después, llaman de Santo Domingo, considerando que el viento que impulsó la débil embarcación era el conocido como solano que empuja desde el este y que al oeste de las Canarias, está la isla de Santo Domingo.
Saltaron a tierra y después de tomar la altura del sol y otras consideraciones para la situación de aquella isla, hicieron agua, leña y otras vituallas y emprendieron viaje de regreso, sin saber tampoco, como a la ida, por dónde regresaban.
Fue el viaje tan largo que les faltó agua y otros bastimentos, lo que unido al mucho trabajo y esfuerzo que llevaban, empezaron a enfermar y morir, de manera que de los diecisiete hombres que habían partido de Canarias, no regresaron más que cinco y entre ellos, el piloto Alonso Sánchez.
El punto de arribada fue la isla Tercera, del archipiélago de las Maderas, yendo a parar a la casa del genovés, Cristóbal Colón, porque sabían que era gran piloto y cosmógrafo y que hacía cartas de marear.
Aunque Colón los recibiera con mucho cariño e hizo todo cuanto pudo por preservar sus vidas, los cinco supervivientes fueron muriendo, no sin antes transmitirle todos los detalles que de su terrorífico viaje podían saber y recordar.
Piensa el autor que es gracias a esa información que Colón se decide ya plenamente a poner en marcha su idea descubridora, consiguiendo, como todos sabemos,  el favor de la reina Isabel e iniciando su aventura.
Termina ese capítulo aseverando el inca que solamente si sabía hacia dónde tenía que ir, pudo llegar en un viaje de sesenta y ocho días desde la isla de la Gomera, donde había recalado para tomar refrescos, hasta las islas de las Lacayas, en donde se produjo el primer avistamiento de tierra.
¿Qué hay de verdad en esta historia que se relata con nombres y apellidos? ¿Fue la pluma del inca Garcilaso la que por primera vez narró las noticias que se tenían de aquella jornada?

Desde estatuas hasta colegios conmemoran a Alonso Sánchez en Huelva

He aquí el enigma, en un principio difuso, luego durante mucho tiempo enquistado y que ahora, además, cubren esos cinco siglos de historia que ya hemos celebrado. ¿Cómo averiguar si antes que Colón, el onubense Alonso Sánchez ya había descubierto las Américas?
Profundizando en la somera información que tenía de la narración a la que he hecho referencia, investigué quien había sido el primero en tratarla y por lo que he podido averiguar, esta primera vez, parece que se debió a la pluma de un insigne historiador, cronista de Indias, militar y administrador español llamado Gonzalo Fernández de Oviedo, que escribió a principios del siglo XVI la Historia general y natural de las Indias, un compendio absolutamente necesario para el estudio y comprensión de cómo fueron aquellos momentos tan cargados de historia, así como de la flora y la fauna que los colonizadores encontraron.
No da crédito el historiador a esta leyenda, a la que ni siquiera incorpora el nombre del protagonista, poniéndola en entredicho al hacerse eco de las numerosas versiones que sobre la misma circulaban ya en aquella época, de las cuales, unas hablaban de un viaje a Inglaterra, otras de un barco pequeño, mientras que otras lo hacían de un gran navío; alguna situaba el regreso en la isla Tercera y otras en las Islas de Cabo Verde. Alguna versión trata de ridiculizar al Almirante y no falta la que pone en boca del rey Fernando el inicio del bulo, para atacar la fama que ya Colón ha adquirido.
Es el inca Garcilaso quien aporta el nombre del marinero onubense y, aunque ha ocurrido el hecho más de cien años antes de su nacimiento, dice haber oído la historia de labios de su padre y de otros compañeros de armas, con detalles de los que nunca se olvidó.
Ahondando en la historia y buscando fuentes literarias que señalaran como cierta la leyenda del marinero de Huelva, aparecen no ya referencias a esta, sino a otras muchas, algunas de las cuales son muy dignas de tener en cuenta y no escritas o referidas solamente por españoles o portugueses, los directamente afectados por el descubrimiento y por las propias tradiciones, sino de otros viajeros, historiadores o literatos de países extranjeros, como León de Rosmithal, un noble bohemio que en 1465/66, realiza un extenso viaje por la Península Ibérica y que recoge en su Viaje documentado por Europa, que sorprendido por la inmensidad del mar que desde Finisterre se contemplaba, oyó de boca de viejos marineros cómo algunos de ellos se atrevieron a adentrarse en él.
Relata el bohemio, la historia que escuchó, según la cual un rey de Portugal mandó hacer tres navíos en cada uno de los cuales colocó a doce escribanos, con víveres y agua para cuatro años y con la misión de navegar los más lejos que pudieran y que escribieran de todas las regiones a las que llegasen. La historia es muy larga y también amena, concluyendo en que de los tres navíos solo regresó uno, con su tripulación tan envejecida por las penalidades que nadie creyera que aquellos ancianos eran los mozos que tres años antes salieran en busca de nuevas regiones.
Los sobrevivientes narraron sus historias de mares de tinieblas e islas deshabitadas con casas labradas bajo tierra, llenas de oro y plata del que no se atrevieron a tomar por miedo a lo que les pudiera suceder. Historias que se completan con mares procelosos y olas enormes que engulleron a dos de las embarcaciones.
Y si nos vamos más lejos, también los vikingos llegaron a Groenlandia y a la Península del Labrador.
¿Qué significa toda esta proliferación de viajes a las tierras desconocidas de más allá del océano?
A mi modesta e irreverente forma de entender significa que algo de verdad hay en que no fue Colón el primero en llegar al Nuevo Mundo y de hecho, así lo hemos de entender pues en las propias memorias del Almirante se menciona que no fue uno solo el confidente que le habló de aquellas regiones, sino que fueron dos, un marinero tuerto, de El Puerto de Santa María y un piloto de Murcia, de los que, lamentablemente no se citan nombres. En otros documentos del propio descubridor, aparece el nombre de un portugués Pedro Vasques que en Huelva le habla también de las mismas regiones. Por otro lado, en su segundo viaje, dice haber hallado restos de la popa de un navío lo que confirma que ya habían llegado antes que él
Es así, más que probable que fueran muchos los osados que se atrevieron a internarse en el océano o que se vieron impelidos a hacerlo por tempestades, vientos adversos, etc., muchos de los cuales, la mayoría, nunca regresó, quedando un exiguo resto que culminó su viaje de vuelta.
Y esta es una circunstancia muy importante porque los únicos que consiguieron volver fueron aquellos que tras ser empujados por los alisios, vientos tropicales que soplan todo el año en dirección oeste, regresaron desviándose hacia el norte y aprovechando así la corriente del Golfo de Méjico y los vientos contraalisios.
De hecho, cuando Colón decide volver, tras su primer viaje, no lo duda ni un momento y toma la ruta hacia el norte.
Fuera el primero o no lo fuera, cosa que ya es casi segura, nada tiene que ver eso con la gloria del descubrimiento que por entero le corresponde y que tras todos estos siglos de historia, los muchos que se la han discutido, han visto como al final el Almirante se salía con la suya.
Es también posible que cuando Colón hace el descubrimiento no sea en el primer viajes que hace a aquellas regiones y que ya hubiese ido antes, de forma más precaria y sin asegurar la jornada. Así lo dice una coplilla que corrió en aquellos tiempos:
“”Otros quieren decir que este camino
que del piloto dicho se cuenta,
a Cristóbal Colón le sobrevino

y el fue quien padeció tal tormenta.””