viernes, 1 de diciembre de 2017

LOS "JUGUETES" DE TUTANKAMÓN




El cuatro de noviembre de 1922 el famoso arqueólogo londinense Howard Carter descubría una tumba en el Valle de los Reyes que se numeraba como “KV62” y en la que se encontró la conocidísima “Momia de Tutankamón”.
Quince años antes, en otra tumba, esta vez denominada “KV54” se habían encontrado objetos del ajuar funerario del mismo personaje, Tutankamón.
Esta extraña circunstancia parece explicarse por el gran número de saqueos que padecían todos los enterramientos egipcios, que por creer en la vida de ultratumba, enterraban a los muertos con sus más valiosas pertenencias, las cuales eran tremendamente apetecidas por los saqueadores que tras los expolios, ocultaban las piezas valiosas en los lugares más insospechados, por eso algunos de los tesoros funerarios eran escondidos en otras tumbas o en cuevas que cavaban los propios ladrones, esperando la ocasión propicia para sacarlos al mercado.
En las proximidades de la tumba real de Tutankamón, se asentó un pueblo nómada que sería empleado como mano de obra para las grandes construcciones egipcias y parte de las casas que se construyeron, estaban sobre la propia tumba, lo que la preservó de haber sido totalmente esquilmada.
Así, cuando Howard Carter llegó a la sala mortuoria se encontró con el sarcófago, completamente de oro y todas las demás piezas valiosísimas que durante nueve años, fue clasificando y entregando al Museo de Arte Egipcio de El Cairo, en donde la gran mayoría se pueden contemplar.

Tutankamón y su esposa, relieve en oro

Pero entre tanta orfebrería había algunos objetos que indudablemente se encontraban fuera de lugar y cuya existencia no podía aclararse. Uno de ellos era un cuchillo de lo que parecía acero inoxidable, casi tan bien conservado como si fuera actual.
¿Cómo había llegado allí si los egipcios no conocían el hierro? La hipótesis más manejada era que aquel cuchillo o puñal procedía de los “Hititas”, los enemigos mortales de Egipto que con sus espadas de hierro, destrozaban las de bronce egipcias y no tenían rival en la guerra, pero aquel cuchillo no era un arma de guerra; más bien era un objeto de decoración, para llevar prendido al cinto.
Es una hipótesis muy razonable, pero ¿qué explicación podía darse a otro de los objetos encontrados? Este era un “bumerang”, esa pieza de madera en forma de ángulo obtuso que se lanza y vuelve al tirador y que solamente ha sido usado en Australia.
¿Cómo es posible que un arma australiana se encuentre en la tumba de un faraón, si Australia no fue descubierta hasta finales del siglo XVIII?
En un artículo anterior, hablaba de la pericia como navegantes de los egipcios que, en el reinado de Ptolomeo III y amparados por las cartas náuticas y los conocimientos transmitidos por Eratóstenes, el conservador de la biblioteca de Alejandría, consiguieron llegar a las costas de Chile y quizás más allá.
Existen evidencias gráficas halladas en la costa del Pacífico de la América Hispana que acreditan que los egipcios estuvieron allí, pero nada hace pensar que aquellos avezados navegantes hubiesen llegado a Australia.
Australia es, sin lugar a dudas, el continente más curioso de cuantos existen; su flora y su fauna son únicas, producto de su aislamiento del resto del mundo durante siglos, pero además se da otra circunstancia que actualmente está completamente probada y es que fue el primer continente colonizado por nuestros antepasados y, curiosamente, esa colonización se hizo a pie, cruzando los inmensos territorios emergidos como consecuencia del descenso del nivel del mar por la última glaciación.
Es probable que, partiendo de la depresión del Rift, que recorre todo el cuerno oriental de África, desde en el Mar Rojo, hasta las costas de Mozambique y que es la zona geográfica donde se sitúa la cuna de la humanidad, hasta llegar a Australia, aquella enorme migración humana hubiesen de vadear brazos de mar y profundos ríos, pero a más de estas incidencias acuáticas, la migración se hizo andando.

La depresión del Rift

Cosa similar ocurrió con la población de América, a través del Estrecho de Bering, entonces un paso entre los dos continentes.
Desde que se empezó a conocer la cultura egipcia en toda su extensión, se tenía el presentimiento de que el pueblo egipcio había tenido que ir colonizando las zonas sur de su territorio, ya que por el norte y el este, tenía sendos mares y solamente lo unía con el Oriente Medio Asiático, el Istmo de Sinaí y por allí, salvo en casos puntuales para alejar peligros de invasiones, los egipcios no se habían adentrado, máxime teniendo al norte a los hititas, sus perpetuos enemigos.
Era de esperar que un pueblo próspero y de esplendorosa cultura, se hubiese extendido hacia el sur, trabando relaciones con los pobladores de aquellas zonas de África, incluso absorbiéndolas, dado su mayor grado de preparación cultural y potencial bélico, como ocurrió con el antiguo reino de Nubia.
De entre las muchas leyendas sobre prósperos reinos desaparecidos, figura uno de cuya constancia solamente se tenía noticias a través de jeroglíficos egipcios, hallados en una tumba perteneciente a un noble llamado “Harkhuf”, al parecer gobernador de la región de “Elefantina”, en el Alto Nilo.
En dicha inscripción se lee que este importante personaje fue enviado por el faraón Merenre, a explorar unos misteriosos países situados muy al sur de Egipto. Por la datación de los hechos, se cree que dicho acontecimiento debió suceder unos dos mil setecientos años antes de nuestra era.
Curiosamente, la expedición fue un éxito y Harkhuf regresó dejando constancia de su periplo y relatando que traía para su faraón regalos de lo más variado: pieles de leopardo y otros vistosos animales, colmillos de marfil, incienso, tallas de ébano y “bumerans”.
Aquel reino ignoto recibía el nombre de “Reino de Yam” y a lo que se ve, llegó a alcanzar un alto grado de civilización, pero como ocurre con otros muchos reinos, de las mismas características, su existencia fue sepultada por la historia y casi de la noche a la mañana, desapareció sin dejar rastro.
Los felices años veinte del siglo pasado, supusieron felicidad y desarrollo para muchas de las ramas del saber, entre ellas la arqueología, pues aparte del descubrimiento de la tumba a la que nos estamos refiriendo, se produjeron otros muchos descubrimientos de gran trascendencia, como unas pinturas rupestres halladas en una zona en las que confluyen Egipto, Libia y Sudán, un desierto inmenso y árido, abandonado muchos siglos atrás por las rutas de las caravanas, precisamente por la dificultad para transitar por él, con carencia de oasis y pozos donde abastecerse.
Aquellas pinturas eran una novedad, porque junto a ellas, se hallaron signos jeroglíficos egipcios que indicaban que hasta allí habían llegado y desde allí, mantenían relaciones comerciales y culturales con el mítico reino de “Yam”.
Pero este reino desapareció entre otras razones por el cambio climático que se estaba produciendo. La amplia zona entre Egipto y Yam, se fue desertizando; ya no eran posible las caravanas de burros, habituales de la época y los camellos y dromedarios, animales aptos para el desierto no habían llegado a aquellas latitudes. Por otro lado, el mar empezaba a subir y las rutas terrestres que les habían llevado a comerciar tan al sur como Australia, se hicieron imposibles para un pueblo de secano que no manejaba el arte de navegar.

El tiempo y la arena del desierto se encargaron de sepultar una civilización avanzada, de la que sabemos muy poco, casi nada, pero que floreció tanto, como para aportar un juguete al ajuar de uno de los faraones más famosos de la historia: un bumerang, que ahora sabemos cómo pudo llegar hasta su tumba.