viernes, 26 de octubre de 2018

INCREÍBLE GALDÓS





 Ya lo dijo Pérez Galdós en su novela “Los Apostólicos”, componente de la segunda parte de los Episodios Nacionales: “Mi escepticismo no es realmente escepticismo, sino tristeza. Creo en la libertad porque he visto sus frutos en otras partes, pero no creo que esa misma libertad pueda darlos allí donde hay poquísimos liberales y de estos, la mayor parte, son de nombre. España tiene hoy la controversia en los labios, una aspiración vaga en la mente, cierto instinto ciego de mudanza; pero el despotismo está en su corazón y en sus venas.”
Eso mismo es lo que estamos viendo en estos tiempos que nos ha tocado vivir. Donde debería haber una inmensa sensación de luz y alegría, después de haber dejado atrás cuarenta años de tristeza y oscuridad, más para unos que para otros y vivir los siguientes cuarenta mejores de toda la historia de España, nos encontramos con un revanchismo muy conocido en épocas que creíamos superadas y un despotismo atroz, encubierto en el desuso en el que esta palabra se encuentra, pero un despotismo, al fin y al cabo.
Porque, vamos a seguir con el maestro de las letras y del pensamiento, cuando decía a continuación: “He visto hombres que han predicado con elocuencia las ideas liberales, que con ellas han hecho revoluciones y con ellas han gobernado. Pues bien, esos han sido en todos sus actos déspotas insufribles.”

Pérez Galdós, pintado por Sorolla

Veníamos de un déspota y nos encontramos con un montón de ellos, solo que mediocres que construyeron el Estado que a ellos les dio la gana bajo el insoportable lema de: “Café para todos”. Hoy el café se lo toman ellos y nosotros “achicoria”.
En ese tiempo no había miramientos y a pesar de dejar España que ya no la conocíamos ni nosotros, ni “la madre que la parió”, nos dejaron otros jirones de los que no estamos todavía repuestos. ¿Que son las Autonomías sino Taifas para entronizar el despotismo? Cuánto dinero nos cuestan, pero ¡cuantos votos dan y qué fácil de entender! Magnífico café el que nos sirven a los españoles.
Pero no hay que preocuparse, vinieron otros que se entronizaron en el despotismo y que a pesar de asegurarnos “que habían entendido el mensaje” cuando la ciudadanía les movió el sillón, siguieron actuando con el despotismo que los caracterizaba.
El mensaje lo habían entendido, pero mientras pudieran seguir subidos al machito, perseverarían.
Y otro y otro que no hace los deberes porque simplemente no le da la gana, aunque el pueblo, único soberano, le ha otorgado mayoría absoluta para que lo haga, pero es un déspota que se pone al pueblo por montera. Y terminamos, de momento, con quien tiene que repetir una veintena de veces que hará lo que quiera, ¡faltaría más! para eso es el presidente.
Y siguiendo al insigne maestro: “Pues bien, esos han sido en todos sus actos déspotas insufribles. Aquí es déspota el ministro liberal, déspota el empleado, el portero y el miliciano nacional; es tiranuelo el periodista, el muñidor de elecciones, el juntero del pueblo y el que grita por las calles himnos y bravatas patrióticas.”
Ni tan siquiera aquella brisa fresca de libertad que llegó con el inicio de siglo XIX, inspirando discursos y poses políticas, ni siquiera la Constitución del Doce, despejó el despotismo y la tiranía; échese si no un vistazo y se verá que por más que nos la han presentado así, “liberaloide”, sigue anclada en el despotismo, porque las mentes y los corazones de quienes la inspiraron, como dice Galdós, seguían perteneciendo al absolutismo que los crió.
Leer a Galdós encoje el corazón. Lo digo en serio, no de forma retórica para quedar bien presumiendo de haberle leído; lo digo cuando compruebo lo que en el último tercio del siglo XIX decía de los españoles. Parece una disección hecha esta mañana: no habrá libertades mientras queramos vivir a costa ajena. Eso crea las clientelas, en las que te sumerges y no ves más realidad que la que te quieren hacer ver el déspota para perpetuarse en el sillón de su tiranía.
Confundir altruismo con enriquecimiento o sobriedad con holgazanería, es común en nuestros días. Todos conocemos casos en los que el que roba se cree que es Luís Candelas o José María “El Tempranillo”, sobre los que ronda la dudosa leyenda de que robaban a los ricos para dárselo a los pobres.
Imponer un criterio con etiqueta de sobrio que en realidad envuelve una desgana de hacer cosas, de construir de verdad, de dejar los asuntos para ver si el propio sistema resuelve la papeleta, es una forma más de holgazanería despótica. Hemos visto cómo se acaba por dejar el palacio y echado a empujones a la calle.
Pero lo más despótico es prohibir lo que no gusta. Si no te gusta conducir, no lo hagas, si no te gusta el futbol o los toros, no vayas, pero prohibir costumbres, ritos, tradiciones que forman parte de nuestro acervo cultural, porque suene a español o porque a mi no me gustan, es despotismo. Sin ningún fundamento, pero despotismo.
No acaban aquí las reflexiones sobre Galdós. Hace poco se nos ha venido informando de la creación de dos nuevos partidos o asociaciones que quieren aglutinar a todos los jubilados españoles.
La premisa mayor es que siendo más de ocho millones, si todos los jubilados votan a las mismas siglas, obtendrían mayoría absoluta, con la que podrían gobernar y revalorizar las pensiones, que es lo que dicho movimiento pretende.
No creo que este movimiento vaya a tener éxito, ni siquiera moderado, porque hay muchos pensionistas que pese a estar tremendamente cabreados con los políticos, son afines a determinadas siglas y las seguirán votando. Poner de acuerdo a tanta persona mayor, con sus ideas claras en casi todos los aspectos de la vida y a los que solamente une el deseo de recibir una mejor paga a fin de mes, es tarea ardua, porque además, muchos de esos jubilados ya perciben pensiones que les permiten una buena calidad de vida, sobre todo si es un matrimonio de pensionistas.
No. Yo no veo que ese movimiento demagógico tenga futuro, pero además, recurriendo nuevamente al maestro Galdós, lo deja bien claro. Y es en la última serie de novelas, cuando dedica la penúltima a La República.
Con esa maestría describiendo los sucesos, el protagonista, Tito Liviano que hace de historiador y escritor de gran predicamento entre la clase política (similitud del nombre con el autor de “Ad urbe condita”), se desplaza a Cartagena, donde se acaba de proclamar la independencia cantonal que daría inicio a un desbarajuste que terminó con el general Pavía entrando a caballo en las cortes, según dicen, pero que no es cierto. En realidad la que entró fue la Guardia Civil.
Allí mantiene una conversación con un antiguo amigo, muy implicado en el cantonalismo que le hace esta declaración: “Todo lo que aquí ves, todo este prodigio de crear un Estado, rudimentario si quieres, pero Estado al fin, se le debe a Manolo Cárceles Sabater. ¡Y luego dicen que los jóvenes…! No esperes nada de los viejos, Tito. Los viejos teorizan, pero no ejecutan.”
Yo debería estar en ese colectivo de pensionistas, pero en ningún caso me lo planteo. La política es cosa de jóvenes que tienen un futuro por delante. Desgraciadamente, los viejos, lo tenemos ya casi todo por detrás.
Aglutinar el voto de unos millones de jubilados casi exclusivamente alrededor del poder adquisitivo de sus pensiones es hacer perder las elecciones a partidos que realmente podrían solucionar nuestros problemas.
No sé quien estará detrás de esta idea demagógica, pero mucho me temo que algún partido que sabe que los viejos no les van a votar, salvo que se trate de algún retorcido que haya sido general de cuatro estrellas y por eso se ha inventado esto: para “empoderar al pensionista”.
¡Qué listo era el canario!

viernes, 19 de octubre de 2018

PEPE ANTONIO, EL HEROE CUBANO




Todo empezó por unos pactos. Los llamados Pactos de Familia que se firmaron entre los Borbones reinantes en Francia y España con distintos objetivos, siendo el tercero de ellos, de 1761 entre Luís XV y Carlos III, firmado con objeto de defenderse mutuamente contra cualquier país que declarase la guerra a uno de ellos, pero sobre todo contra el enemigo común que era Inglaterra.
La firma de este Pacto trajo graves consecuencias para España cuyo poderío naval y terrestre ya comenzaba a declinar, pues casi de inmediato Inglaterra nos declaró la guerra en enero de 1762 y diez días más tarde hicimos lo propio.
Se sabía positivamente que Inglaterra iba a tratar de atacar las colonias americanas, como ya en la década de los años cuarenta había intentado con la llamada Guerra de la oreja de Jenkins, o Guerra del Asiento, la cual se puede consultar en mi artículo: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com/2013/03/la-guerra-de-la-oreja-de-jenkins.html, solo que en aquella ocasión el almirante inglés Lord Vernon salió mal parado de su intento de conquistar Cartagena de Indias y hubo de salir huyendo del Caribe, a pesar de la enorme flota que había reunido.
De inmediato, la Pérfida Albión, como entonces se la conocía en España, comenzó los preparativos para un desembarco en las islas de las Antillas, aunque todavía sin decidir cual sería el destino inicial más conveniente.
El propio rey inglés decidió utilizar un importante cuerpo de ejército que Inglaterra tenía destacado en La Maritinica y otras islas del las Antillas, sobre todo en Jamaica, en poder de los ingleses desde 1655, para lo que encargó un plan de ataque al Almirantazgo, que decidió empezar la conquista por la isla de Cuba.
Nuevamente Jorge III, rey de Inglaterra, nombró al general Keppel, conde de Albermale como general de las fuerzas de tierra y al almirante Pocock para el mando de la escuadra que salió el día 5 de marzo de aquel años y que estaba compuesta por cuatro navíos de línea, una fragata, treinta transportes en los que embarcaron cuatro mil infantes de marina, diecinueve buques con provisiones y nueve con artillería,  munición y pertrechos.
Confiaban los ingleses que en la colonias no se tuviese aún noticias de la declaración de guerra entre ambos países y no tuviesen debidamente preparadas las defensas de la isla, pues en aquella época solamente se realizaban viajes a las américas en dos ocasiones a lo largo del año. Y así habría ocurrido de no ser por una tempestad que dispersó la escuadra en su viaje hacia las Antillas, volviéndose a reunir en Barbados, desde donde salieron para Martinica, ya con considerable retraso.
Una vez en Martinica se le agregaron más unidades navales y terrestres y hasta el seis de mayo no se pudieron hacer a la mar y ya en travesía hacia Cuba, se le unió otra escuadra que venía de América del Norte y estaba compuesta por cincuenta y tres buques de guerra de varias clases, barcos de transportes y municiones de boca y guerra y diez mil ochocientos soldados.
Como se ve, la fuerza atacante era prodigiosa y bien organizada según queda demostrado en la sincronización con la que las distintas unidades se fueron sumando a la escuadra inicial, teniendo en cuenta que no había otro medio de comunicación que el directo, por lo que las órdenes, por escrito debían ser muy precisas y cumplirse con extremado escrúpulo para que toda la operación pudiera sintonizarse.
Navegaron hasta el sur de la isla de Cuba, la cual habían de rodear para llegar a La Habana que era el punto de desembarque y el día tres de junio, las dos fragatas que iban en descubierta avistaron a una pequeña flota española que estaba compuesta por dos fragatas que daban escolta a un cargamento de madera para los astilleros cubanos. Los ingleses consiguieron capturar a cuatro de los barcos españoles, escapando una goleta.
Tres días después la escuadra inglesa estaba a seis leguas al este de la Habana y preparada para el desembarco que, para nuestra desgracia tenía que defenderlo el mariscal de campo Juan de Prado, gobernador militar de la isla, un hombre muy académico, con escasas luces que se enfrentaba a un genio militar como era el inglés Keppel.
En aquellos momentos en el puerto de La Habana había bastantes buques de guerra que podrían haber salido a defender la isla contra el desembarco, pero el gobernador Prado prefirió dejar los barcos en el puerto y que sus efectivos pasaran a engrosar las defensas de las fortificaciones que protegían la ciudad, el Morro, la Punta y otras menores, a la sazón muy deficientes, como casi toda la estructura española en el Nuevo Mundo y casi siempre por falta de recursos económicos y por la impericia de los gobernantes, los cuales eran nombrados exclusivamente por amiguismo, dejando de lado la valía personal.
Curiosamente el gobernador español confió más en la llegada de un huracán o en una epidemia de fiebre amarilla, para defender la isla, que en la capacidad defensiva de la misma, la cual puso bajo las órdenes de un inepto coronel español llamado Francisco Caro.
Así las cosas, el día siete de junio se inició el desembarco y aquella misma noche ya estaba el ejército inglés desplegado en varios puntos de la costa entre Cojímar, donde se instaló el cuartel general inglés y La Habana.
Los recursos defensores de las playas se tuvieron que retirar hacia Guanabacoa, una pequeña ciudad próxima a la capital, de la que era alcalde José Antonio Gómez y Pérez de Bullones, a quien todo el mundo conocía como Pepe Antonio.

Dibujo a plumilla de Pepe Antonio

Había nacido en 1704 en Cuba, dentro de una familia de holgada posición económica, destacando en su círculo social por su enorme fortaleza física, así como por su destreza como jinete y cazador. Pronto mostró sus deseos de enfocar su vida hacia la carrera militar y en cuanto tuvo la edad reglamentaria ingresó en las milicias en las que alcanzó el grado de teniente.
Circunstancias familiares le impulsaron a dejar la vida militar y ocuparse de la faceta mercantil de su familia y a realizar una gran vida social, llegando a ser Alcalde Mayor Provincial de la Santa Hermandad de Guanabacoa, cargo en el que era especialmente querido y respetado por sus convecinos, entre los que gozaba de gran predicamento.
Tenía cincuenta y ocho años cuando los ingleses desembarcaron en la isla con espíritu de conquista.
Inmediatamente Pepe Antonio se puso en marcha ante la pasividad y la falta de conocimientos que sabía que el gobernador militar tenía y organizó a sus conciudadanos en milicias populares, a las que se adhirieron muchos hombres de otras villas.
Carecían de armas, sobre todo de artillería y armas modernas, pero estaban sobrados de ardor patrio y con machetes y herramientas, se enfrentaron a los ingleses, ocupando los puntos estratégicos, aunque los más peligrosos que su líder conocía a la perfección.
Desplegando tácticas de guerrilla, azuzó a los invasores a los que provocó más de trescientas bajas y muchos prisioneros, pero su esfuerzo iba a ser inútil, dada la superioridad en todos los órdenes que presentaban los ingleses que entraron en Guanabacoa unos días después.
En sus escaramuzas contra los ingleses, sus hombres popularizaron un golpe con el machete que se hizo muy famoso, pues era de una gran efectividad y que empezó a conocerse como “golpe de chaleco”, aunque no se sabe bien por qué razón, ni cuales eran las características del golpe.
La falta de entendimiento con el coronel Caro que llegó incluso a humillarlo por haber dejado a los ingleses entrar en la villa, motivaron un fuerte enfrentamiento, tras el cual Pepe Antonio se retiró con algunos de sus leales a las ruinas del antiguo ingenio de San Jerónimo de Peñalver, no muy lejos de su ciudad, en donde días después contrajo la fiebre amarilla, de la que falleció el 26 de julio.
La fiebre amarilla es una enfermedad transmitida por mosquitos, tan abundantes en la zona y que llevaron a tierras americanas los esclavos traídos de África, donde es endémica. Se le llama amarilla por la ictericia que produce.
Después de días de feroz lucha, los ingleses entraron en La Habana el 14 de agosto, esquilmando todos los tesoros de la ciudad, valorados en más de un millón de pesos y casi otros dos millones en equipamiento militar y apoderándose de todos los buques atracados en el puerto y de sus mercancías.
Actualmente este ilustre ciudadano, muy poco conocido en España, está considerado un héroe nacional en Cuba, hasta el punto de que se cambió el nombre de Guanabacoa y ahora se la conoce como “Villa Pepe Antonio”.
También es poco conocido el hecho incuestionable de que Inglaterra invadió Cuba con una poderosa escuadra y ocupó la isla durante once meses, al cabo de los cuales y por unas operaciones diplomáticas se efectuó un canje de la isla por territorios españoles en La Florida. y diez días merra nos declarpara españa ontra ntra el enemigo com

viernes, 12 de octubre de 2018

BREVE, PERO "GOLFO"




Seguramente debe ser que es por efecto de la sangre azul, esa que exhibe la monarquía a la que su piel blanca, tan traslúcida a base de no darle nunca el sol, deja ver las venas azules que los plebeyos, acostumbrados a los rayos solares y a la piel tostada, no trasparentan.
Lo cierto es que la práctica totalidad de los monarcas, aun los más cerrilmente religiosos, se han prodigado en el sexo libertino y extra conyugal y cuando no lo han hecho no ha sido ni por convicciones ni por decencia, simplemente porque su naturaleza no se lo permitía.
En el artículo de la semana pasada mencionaba a Amadeo I de Saboya, como rey de España durante dos años y como quiera que es una figura conocida pero muy superficialmente, sentí interés por documentarme más sobre la historia de este rey, sobre el que ciertamente no he encontrado material que pudiera suscitar interés o curiosidad, así que recurrí al viejo amigo Benito Pérez Galdós que incluye en sus Episodios Nacionales una novela dedicada a este personaje.
Amadeo, sobre cuya proverbial mala suerte ya escribí un artículo que se puede consultar en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com/2016/08/elegir-un-gafe.html, era un hombre “campechano”, como se dice ahora, que se mezclaba con el pueblo y lo hacía con mucha naturalidad, pero a pesar de tener una esposa de buen ver, con la que se casó por amor y tres hermosos hijos, de sus partes bajas andaba tan suelto como lo habían estado los Borbones.
Cuenta Pérez Galdós y sus relatos están fuera de toda duda, que el rey solía cenar con su familia y algunos amigos, entre los que se encontraba su fiel mano derecha Emilio Díaz-Moreu, en su casa, que era el Palacio Real, por supuesto.
Díaz-Moreu era un marino de muy buena familia que había tenido la fortuna de formar parte de la oficialidad de la fragata blindada Numancia que trajo desde Génova a España a Amadeo de Saboya y con el que trabó una estrecha amistad, hasta el punto de que el rey le nombró primero “Ayudante de Órdenes” y más tarde Secretario de su Cuarto Militar.
Acabada la cena familiar, el rey y Díaz-Moreu se retiraban a fumar unos puros a un gabinete reservado, donde esperaban que toda la familia se retirase a descansar, para salir entonces de palacio por una poterna medio oculta y en un discreto coche de un solo caballo dirigirse a casa de una dama llamada Adela, a la que describe como mujer hermosa, aunque con incipientes patillas varoniles, o sea que era un tanto velluda como buena española morenaza.
Allí, mientras el monarca se desfogaba con su amante, Díaz-Moreu esperaba pacientemente, fumando y aburrido a que el rey saliese del cuarto abrochándose los botones del uniforme.
Tanta y tan íntima era la relación que existía entre el rey y su querida que después del atentado fallido del 18 de julio de 1872, cuando los reyes marcharon a Santander para pasar allí el verano, Adela también se fue a la capital cántabra, donde se hospedó en el Hotel del Comercio.
Allí tendrían sus encuentros amorosos hasta que ocurrió cierto incidente que fue trascendental en la vida de la guapa.
Cada mañana, la playa del Sardinero se llenaba de bañistas y curiosos paseantes que contemplaban cómo los más osados eran capaces de meterse en el mar desafiando las olas y entre los que se encontraba el propio rey, que acompañado de unos amigos hacía alardes de buen nadador. Pero no era el único que nadaba con estilo en aquellas aguas porque había una belleza rubia, magnífica nadadora y escultural criatura que también desafiaba a las olas, mientras su esposo la esperaba en la orilla con una toalla para envolverla al salir del agua. La bella rubia de inmediato atrajo la atención del monarca que se exhibía ante ella, nadando hasta la fragata Vitoria, anclada en el abra.
En tierra, los curiosos hacían apuestas sobre si el rey llegaría hasta el buque, cosa que consiguió, ante la admiración de la bella inglesa.
Esta dama era la esposa del corresponsal ingles del Times, de la que el rey se quedó prendado, hasta el extremo de que su, hasta entonces querida Adela, abandonada por el rey de su corazón, se amustiaba en la solitaria habitación del hotel, escribiéndole cartas apasionadas a su amante que luego rompía.

  
Balneario del Sardinero, finales siglo XIX

La dama olvidada no salía de su melancolía y una conversación que mantuvo con el ayudante del rey, Díaz-Moreu, no vino a tranquilizarla en absoluto, pero además, llevó la inquietud al bando monárquico, pues la señora conservaba buenas y valiosas pruebas de su relación con el monarca y no pensó otra cosa que “responder al secreto agravio con agravio público y resonante…no se retiraría de la escena sin escándalo”.
Y es que en su poder tenía trece cartas escritas de puño y letra del rey de España, al que hizo saber cual era su intención.
Craso error: nunca se amaga en estas lides si estás seguro de que vas a golpear, pues pones en guardia a tu adversario; otra cosa es que se quiera solamente dar un poco de lástima, sacar buena tajada, o se suplique una mínima atención.
Alarma en la corte por el escándalo que se veía venir y mientras pasaban unos días, se barajaban las posibilidades de solución que el asunto tenía.
Fechas después, en la habitación que la dama ocupaba en el hotel, se presentó un caballero amigo del rey que con buenos modales, pero absoluta decisión, hizo saber a la joven que su relación con el rey había terminado y que su misión allí era la de recoger las cartas que su majestad, en arrebatados momentos de pasión, le había enviado.
Pero como el corazón del rey era tan bondadoso, no podía consentir que la bella concubina quedase desamparada, por lo que le ofrecía un sobre en el que había ¡cien mil pesetas!, en aquella época un verdadero fortunón.
La ingenua Adela quiso jugar una baza y se atrevió a decir que las cartas eran documentos históricos y que por tanto pertenecían a la nación y que quizás las podría vender por mucho más dinero.
Se entabló una brevísima discusión que el caballero de la real embajada no estaba dispuesto a soportar, pues sabía a qué había venido, así que sacando un revolver del bolsillo lo colocó enérgicamente sobre la mesa: “O me da las cartas o la mato a usted ahora mismo”.
Quizás tuvo que pensarlo un poco, pero muy poco, para estar convencida de que aquel caballero no lanzaba bravatas y sacando las cartas de un maletín en el que las guardaba, airada, las arrojó sobre la mesa.
El caballero las contó, estaban las trece y usando el sobre en el que había llevado el dinero, guardó las misivas y con cortés reverencia se marchó, dejando a la desairada amante con un palmo de narices y cien mil pesetas.
No se sabe más de esta enigmática dama que seguramente estaba lo suficientemente apetitosa como para buscarse a otro caballo blanco con el que disfrutar de los goces de la vida y, de pasada, dar buen fin a aquella cantidad de dinero.
No sé si la lectura de estas líneas, entresacadas de la obra del magistral Galdós, habrá traído a la memoria hechos recientes que parece que no estén separados por siglo y medio y que vuelven a repetirse con una insistencia que da que pensar.
Hoy no se usarían métodos tan expeditivos, toda vez que la responsabilidad de quien adoptase ese papel podría arrastrarle consecuencias muy desfavorables, pero sí que los “fontaneros” pueden hacer una visita a un casa, cuando su moradora está de gira artística o de vacaciones y ponerla patas arriba, arramblando con todo lo que pueda ser material comprometedor, cuya existencia ha revelado de manera irresponsable.
Es muy peligroso tener estas cosas en la propia casa y si la bella Adela hubiese depositado las cartas en un notario, un periódico, un amigo desconocido o cualquier otro lugar seguro, hubiese podido obtener mejores resultados de la negociación, pero su ingenuidad y sobre todo su miedo ante una amenaza tan directa, le jugaron una mala pasada.
Actualmente, cuando sabemos que todo se filma y todo se graba, realizar cualquier acción deshonesta, un comentario desafortunado o dejarte ver en lugar inadecuado, es de una extrema peligrosidad, pues con toda seguridad habrá siempre alguien que lo sepa, lo haya oído y lo haya visto y más tarde o más temprano saldrá a la luz.
El teléfono, con su cámara de fotos y video y su grabadora de sonido, que además parece que sirve para que los humanos nos comuniquemos a distancia, esa herramienta de incalculable valor en todos los ordenes de la vida, se puede convertir en el más fiero enemigo y buenas pruebas estamos teniendo últimamente.
Aunque cuando no existía, ocurría lo mismo.