viernes, 26 de mayo de 2017

LOS VIAJES DE SINDULFO



Qué pena de país el nuestro!; no se tiene respeto por nadie, ni científico, ni literato, ni erudito, ni artista, ni políticos, aunque sean serios y honrados.
Aquí tenemos que ser “okupas”, gays, lesbianas, transexuales y demás "exquisiteces", para que merezcamos todo el respeto; pero si somos persona normal, incluso si destacamos por nuestra inteligencia, o por nuestra preparación en cualquier rama del saber, entonces no seremos digno de ningún respeto. El olvido y el desconocimiento serán los únicos atributos que condecoren a estas personas
Así estamos, que tenemos que hacer un terrible esfuerzo para reconocer la valía de nuestros compatriotas que están destacando en numerosas ramas del saber, pero que se han tenido que marchar de España para triunfar.
Es posible que el Siglo XIX tenga mucha culpa de lo que ahora nos está ocurriendo; eso de “que inventen ellos” nos hizo un daño irreparable: no nos subimos al carro de la revolución industrial, sino que continuamos deslomándonos de sol a sol y, más aún, matándonos entre nosotros como perros rabiosos por un ponme aquí a este rey,  cuando ya todo el mundo civilizado se había dado cuenta que las cosas iban por otros derroteros. Nos alejamos definitivamente del tren que pasaba por nuestras puertas y al que se iban subiendo todos los países de nuestro entorno. Pero quizás lo que más daño hace a nuestro respeto, es la envidia y la escasa capacidad que tenemos a la hora de reconocer los verdaderos méritos de nuestros compatriotas.
Cuando Julio Verne escribió Veinte mil leguas de viaje submarino, y empezó a publicarlo por fascículos, como entonces era costumbre, hacía once años que Monturiol, el insigne inventor gerundense, había construido su “Ictíneo”, un buque sumergible de madera, para recoger corales del fondo del mar, con el que realizó sesenta y nueve inmersiones sin ningún incidente. Este sumergible fue el primer buque no bélico capaz de navegar bajo la superficie, hasta una profundidad de treinta metros.
Pero todos parecen haberlo olvidado y Verne se presenta como un adelantado a su tiempo con la invención de una máquina capaz de navegar sumergida, claro que la adorna con una serie de detalles que hacen la delicia del lector.
El “Ictíneo” permaneció arrumbado en el puerto de Barcelona hasta que el tiempo dio cuenta de él.
Igual suerte corrió el sumergible de Isaac Peral, que después de haber superado todas las pruebas de mar, se pudría en el Arsenal de La Carraca, en  San Fernando, con amenaza de desguace, hasta que en 1929 fue remolcado a Cartagena, donde está colocado en tierra, frente a la entrada de la Base de Submarinos que la Armada tiene en aquella ciudad.
Si Enrique Gaspar y Rimbau hubiera nacido en Londres, en París o en Nueva York, en vez de en Madrid, hoy sería mundialmente reconocido, no solamente por su creación literaria, sino por lo aventajado que fue a su época. Y lo triste es que resulta una persona casi desconocida, por no decir que completamente ignorada por el gran público.
Nació Gaspar y Rimbau el dos de marzo de 1842, en Madrid. Hijo de padres actores, destacó desde muy joven en la creación literaria y fue escritor de novelas, obras de teatro, zarzuelas y entre medias, diplomático de carrera.
Con trece años escribió su primera zarzuela y dos años después, su propia madre protagonizaba la primera comedia salida de su pluma: Corregir al que yerra.
Recién alcanzada la mayoría de edad se trasladó a Madrid, donde empezó a publicar numerosos artículos, narraciones y poesías en los principales periódicos y revistas de la capital, como Blanco y Negro, La Época o La Ilustración Española; al mismo tiempo que lo intercalaba con su producción literaria de más entidad, sobre todo de comedias en prosa y verso que estrenaba con éxito.
Con veintisiete años, ya casado con una aristócrata cuya familia jamás lo aceptó y con un hijo, ingresó en la carrera diplomática y viajó constantemente por Europa y Asia, sin dejar en ningún momento de escribir.
Su producción literaria es inmensa y está plagada de ironía, sátira y crítica social, aunque nunca perdió el estilo elegante y el buen gusto que lo caracterizaba. No tenía aspiraciones literarias y no cultivó la escritura como un arte, sino como un vehículo para contar historias.

Daguerrotipo de Enrique Gaspar y Rimbau

Si toda su obra debería ser más conocida y apreciada, sobre una parte muy concreta de su producción pesa un lastre que no tiene explicación.
En 1887 publicó, en Barcelona, la que sería su obra cumbre “El Anacronópete” que había escrito en 1881 y cuyo título es una especie de acrónimo, invención del autor, que conjuga palabras griegas que querrían decir: volar hacia atrás en el tiempo.
Su protagonista es don Sindulfo García, un científico adinerado, que dedica toda su fortuna a la ciencia y al que una simple sirvienta le abre los ojos sobre los viajes en el tiempo.
Desde ese momento dedica toda su atención y su dinero a construir, en el pueblo de Pinto, cerca de Madrid, su máquina para viajar en el tiempo, el “Anacronópete”, que una vez terminado, desmonta por piezas y traslada a París, en donde se va a celebrar una Exposición Universal.
Allí presenta su invento ante una ciudad que ante la extraordinaria noticia de que se puede viajar en el tiempo, ha colapsado el Auditorio donde el gran Sindulfo explicará en qué consiste el viaje en el tiempo; el Campo de Marte, en donde se exhibe su invento preparado para viajar y todas las alturas de la capital francesa, que en aquel momento se había convertido en la capital del mundo, desde las que se pudiera divisar el acontecimiento.
Dice don SIndulfo en la novela, que me he leído a marchas forzadas para escribir este artículo, que su máquina para viajar el tiempo es como un arca de Noé que utiliza energía eléctrica para desplazarse en la atmósfera girando a velocidad vertiginosa en el sentido contrario a la rotación de la Tierra, con lo cual “retrograda” el tiempo y camina hacia el pasado a una velocidad de un año cada tres minutos.
Para evitar que la marcha atrás pueda afectar a la edad de las personas que la máquina transporta, Sindulfo ha inventado un gas que deja inalterable los cuerpos: el gas García, apellido del inventor.
Bueno, la novela viene a ser una sarta de divertidas situaciones, casi todas disparatadas pero que conducen a un fin común: viajar en el tiempo, pero no intervenir en ningún acontecimiento que pueda variar el curso de la historia. Sindulfo tiene bien claro que solamente pueden ser testigos presenciales, en contra de la opinión de Benjamín, su ayudante que quiere intervenir hasta en la batalla del Guadalete e impedir que los moros se adueñen de España.

Dibujo del “Anacronópete”, parecido al Arca de Noé

Para cualquier amante de la literatura de ficción, el inventor de los viajes en el tiempo es el británico H.G. Wells, biólogo, escritor, historiador y filósofo que en 1895 publicó su obra, de inmediato éxito, “La Máquina del tiempo”.
Pero al contrario que Sindulfo, que explica minuciosamente cada detalle de su extraordinaria máquina, Wells hace una descripción muy superficial que producen incertidumbre en quien lo lee y que solamente saca en claro que existe una cuarta dimensión, por la que se desplaza el artilugio.
Pues bien, con esta obra, mundialmente reconocida como la iniciadora de los viajes en el tiempo, inaugura Wells una etapa que ya había sido inaugurada catorce años antes por nuestro compatriota, sin que nadie se haya molestado en reivindicar el honor de haber sido el primero en pisar el escurridizo terreno de los viajes en el tiempo.
Además, su forma de resolver el viaje hacia atrás en el calendario, ha sido copiado si no recuerdo mal, en la primera película de “Superman”, cuando el héroe, para salvar a su chica de la muerte por la destrucción de una presa, vuela vertiginosamente en sentido contrario a la rotación de la Tierra, para atrasar el tiempo, lo mismo que la nave de Sindulfo.
 No cabe duda de que Gaspar y Rimbau intuyó el viaje en el tiempo antes de que Wells lo hubiera hecho, y no un día ni dos, sino la friolera de catorce años, por lo que de corresponderle a alguien la paternidad de la idea, sería para nuestro don Enrique.

Seguro que si hubiera sido inglés o francés, se le reconocería como el inventor de un género literario que tantos gratos momentos ha dado y sigue dando a sus amantes, además de que, por añadidura, se conocerían las otras producciones literarias del insigne escritor, hasta ahora a resguardo de la inmortalidad en el baúl del olvido.

viernes, 19 de mayo de 2017

UNA CRUZ DE IDA Y VUELTA




El día tres de mayo de 1232, Federico II, rey de Sicilia, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y a la sazón cruzado por orden del papa Honorio III, conquistaba nuevamente y por última vez Jerusalén, donde años antes ya se había coronado rey.
Para cumplir con el protocolo y la tradición religiosa, se impuso sobre el rey la cruz pectoral del obispo Roberto, primer obispo de Jerusalén, de la que se decía estaba confeccionada con la madera de la cruz en la que murió Jesucristo.
El supuesto madero sagrado fue encontrado por Santa Elena, la madre del emperador Constantino, en su visita a Jerusalén en el siglo IV.
Ese mismo día y a muchos kilómetros de allí, en Caravaca, población cercana a Murcia, ocurriría, según dice la leyenda, un hecho insólito, misterioso y milagroso a la vez.
En el trono del reino taifa de Murcia se sentaba Ceyt Abu Ceyt, el cual acaba de lograr una victoria sobre los cristianos, entre los que había hecho numerosos prisioneros. Con intención de dedicar cada uno de ellos a la profesión que tuviere y sacarle así más provecho, se hallaba con su corte interrogando a cada uno de aquellos cristianos, cuando le llegó el turno a uno que dijo llamarse Ginés Pérez Chirino y que su profesión era la de sacerdote misionero.
Le preguntó el rey qué sabía hacer y el sacerdote respondió que decía misas, administraba los sacramentos y proclamaba la palabra de Dios.
Quiso entonces el rey saber cómo era una misa y pidió a Ginés que la celebrara a lo que éste respondió que no tenía ningún inconveniente, siempre que contara con los elementos necesarios.
Conseguidos éstos, se dispuso a iniciar la celebración cuando observó que faltaba lo más esencial: el crucifijo que debía presidir el altar. En ese momento, descendieron desde los cielos dos ángeles y depositaron sobre el altar, una cruz de dos brazos.
Ante tal prodigio, el rey Ceyt y toda su corte se convirtieron al cristianismo.
Ciertamente que yo también me habría convertido de haber presenciado un prodigio semejante, pero me caben algunas dudas sobre la posibilidad de que esta leyenda tenga algún viso de realidad, aunque hay un hecho cierto y es que por la época, había en la región varios reyezuelos, uno de los cuales es llamado en la historia como Zey Abuzey, nombre de similar fonación al de la leyenda, que se convirtió al cristianismo adoptando el nombre de Vicente Bellvis.
A raíz de tan milagroso acontecimiento, el pueblo cambió su nombre y desde entonces se llama Caravaca de la Cruz.
Como es natural no existe documentación alguna que avale este milagro, aunque sí testimonios como el de fray Gil de Zamora, cronista de Fernando III El Santo, cuando años más tarde tomó posesión de aquellos territorios, por vasallaje que el entonces rey de la taifa de Murcia, ofreció a su abuelo Fernando II, para que lo defendiera de otros reyezuelos almohades.
Desde entonces, la Vera Cruz de Caravaca se guardó en un relicario, en la fortaleza-santuario situada sobre un montículo que domina la ciudad.

Santuario-fortaleza de Caravaca

En principio, la custodia de aquella cruz fue concedida a los caballeros Templarios que de forma muy eficiente contribuían al mantenimiento de las fronteras con Al-Andalus, pero aproximadamente medio siglo más tarde, al abandonar la zona los del Temple, le fue concedida a los caballeros de la orden de Santiago.
Partiendo de la base de que la aparición de la Vera Cruz, de la forma en que se ha relatado no se la cree ni el que inventó la leyenda, existen varias teorías acerca de cómo y por qué se encuentra allí tan extraordinario objeto de culto.
En los siglos XII y XIII, la frontera del poderoso reino de Castilla y León, con el reino andalusí de Granada, se renueva con el vasallaje del rey taifa de Murcia produciendo una situación de poder castellano-leonés frente a los musulmanes. Esto hizo que muchas órdenes militares se dirigieran a la zona, para guerrear contra los almohades y entre todas ellas, la más poderosa, la de los templarios que venían precisamente de Jerusalén, de la Sexta Cruzada y que acompañaban al rey aragonés Jaime I, El Conquistador.
Es alrededor de 1244 cundo aparece en Caravaca, un trozo de madera, un  “lignum crucis” del que se dice es parte del madero en el que crucificaron a Jesús.
Esta reliquia actúa de poderoso imán atrayendo no solo a peregrinos, sino a gentes de guerra, con las que se refuerzan las fronteras.
Es más que posible que fueran los propios templarios, a los que no en balde se le asignó la custodia de la reliquia, los que trajesen de Tierra Santa aquellas astillas.
Qué duda cabe que la cristiandad estaba necesitada de estímulos que propiciasen el incremento de la fe, muy maltrecha, no solamente por los escándalos del papado y del clero en general, sino por la certidumbre de que Dios no estaba muy al lado de su Iglesia, pues había permitido que se perdiera el reino de Palestina a manos de los sarracenos.
Por tanto, la veneración de aquellas astillas que se guardaron en una cruz de dos brazos, vino muy bien para incrementar la fe religiosa del momento y de inmediato la Iglesia concedió un reconocimiento oficial hacia aquella Cruz y su veneración.

Cruz de Caravaca actual


Eso hizo que órdenes religiosas como franciscanos, jesuitas, jerónimos y hasta San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús fundaran allí conventos.
Es entre los siglos XVI y XVII, cuando se conceden jubileos especiales a los peregrinos de la Vera Cruz, cosa de trascendental importancia pues en todo el orbe cristiano solo hay cinco lugares jubilares: Roma, Jerusalén, Santiago, Santo Toribio de Liébana y Caravaca de la Cruz.
Por cierto que se dice que el trozo más grande de “lignum crucis”, es precisamente el de Santo Toribio.
Y hasta aquí la importancia que la Vera Cruz de Caravaca tiene para la cristiandad y cómo fue su viaje de ida, pero lo curioso del caso es que si misterio hubo en este primer viaje, misterio hubo en el de vuelta, pero vamos por partes.
La reliquia de Caravaca se conserva en el santuario que ya hemos visto y dentro de un sagrario; no es expuesta al público nada más que en horas de día. Antes de caer la noche el capellán debe retirar la Cruz de su emplazamiento para la veneración pública y guardarla en los aposentos interiores, dentro de un sagrario de plata.
Pero la noche del doce al trece de febrero de 1934, martes de carnaval y por tanto vísperas del Miércoles de Ceniza, al capellán, Ildefonso Ramírez Alonso, se le olvidó guardar la reliquia y por una casualidad, como la de su aparición, persona o personas extrañas, aquella misma noche, hicieron un agujero en la puerta lateral del santuario, que puede verse en la fotografía de arriba y penetrando en el mismo sustrajeron el preciado tesoro.
Nada consiguió la investigación que se llevó a cabo, pues ningún vestigio o huella delataba la presencia de unos ladrones que habían despreciado todas las joyas que en el santuario se guardaban, para llevarse únicamente la reliquia.
Unas herramientas, al parecer poco apropiadas para violentar la puerta, aparecieron abandonadas junto a ésta y un fino bramante, parecía indicar que los autores se habían descolgado de la muralla por aquel lugar, pero nada parecía dar pistas sobre lo que realmente había ocurrido.

Las herramientas empleadas y el agujero practicado en la puerta lateral

Ni vecinos, ni moradores del santuario, vieron ni oyeron nada desde las ocho de la tarde a las seis de la mañana del día siguiente, en la que se abría normalmente el santuario.
Las investigaciones judiciales no condujeron a nada y el sumario quedó estancado. Se ofreció una recompensa de veinte mil pesetas a quien devolviera la Cruz o aportara datos sobre su paradero y se sabe que la recompensa fue cobrada por alguien, pero la Cruz siguió sin aparecer.
En esto vino la guerra y nadie volvió a hablar del suceso, salvo los doloridos vecinos de Caravaca que sentían haber perdido su sagrada reliquia.
En los primeros días de agosto de 1941 el abogado Manuel Martínez Alcaina anunció que estaba a punto de descubrir quien había sido el autor del hecho. Aquella declaración levantó un tremendo revuelo, pero el día doce de ese mismo mes, a las tres de la tarde, cuando el abogado iba para su domicilio, en plena calle, fue asesinado a tiros por José Luelmo Asensio, hermano del entonces alcalde de la ciudad.
Ni en la investigación ni en el posterior juicio se logró saber nada más sobre aquella muerte, ni que relación tuvo con la desaparición de la Cruz. El abogado y su asesino se llevaron el secreto a la tumba.
¿Qué ocurrió entonces con la sagrada Cruz?
Según el juez militar que se hizo cargo de la continuación del sumario, Francisco Redondo Pérez, la tarde del trece de febrero de 1934, un grupo de personas conocidas de la localidad se personaron en el santuario, donde los esperaba el capellán que les entregó la reliquia, sin que fuera necesario ningún tipo de violencia.
Dado el momento político por el que se atravesaba, no queda muy clara la intencionalidad de esta acción y no se sabe si la ocultación fue para preservar la reliquia de las muchas barbaridades que se estaban cometiendo contra lo sagrado, o si fue sencillamente para destruirla. Lo cierto es que tal como llegó se fue.

Pero no se preocupen los creyentes, porque el papa Pío XII, ante las súplicas del obispo de Murcia, le envió un trozo del mismo madero descubierto por Santa Elena y por suscripción popular se construyó un nuevo relicario en el que se guardó la astilla, que es el que hoy se venera.

viernes, 12 de mayo de 2017

UN BUEN ALIADO




Es posible perder una guerra habiendo ganado todas las batallas. En realidad, esta aseveración es un sofisma; queda irónico, incluso ingeniosos, pero no puede ser verdad: ¿si ganas siempre cómo es que pierdes al final?, aunque en la historia se han repetido casos como el de Pirro, rey de Épiro, una región costera del Adriático, al norte de Grecia, frente al “tacón de la Bota Italiana” que tras ser felicitado por sus generales por haber vencido a Roma, les contestó con sarcasmo que otra victoria como aquella y tendría que volverse a casa solo.
Hay muchos otros ejemplos, pero de lo que me proponía hablar hoy es de una faceta de la Primera Guerra Mundial en la que no hubo trincheras, ni gases mortíferos, ni nada de lo que convirtió Europa en un queso de Gruyere. Una guerra que no se desarrolló en nuestro continente, sino en el africano y que enfrentaba a alemanes con británicos, al más puro estilo colonial.
Tras años de duros enfrentamientos entre alemanes y aliados, los primeros vencieron en todas las batallas e incluso siguieron guerreando hasta una semana después de haberse acabado la guerra con la rendición de Alemania. Pero al final tuvieron que firmar también su rendición.
Los germanos llegaron tarde a la fiebre de colonización que enfermó al mundo. Se les habían adelantado casi todos los países europeos, pero por aquel entonces el Imperio Alemán era una potencia poderosa y, organizada por Bismarck, se convocó la Conferencia de Berlín de 1884, a la que acudieron todas las potencias coloniales del momento, las cuales permitieron que los del Kaiser se incorporaran a la depredación geográfica de lo poco que ya iba quedando y así, se asentaron con fuerza en las costas Índica y Atlántica de África.
Todo aquel inmenso continente del sur, menos Liberia a la que protegía Estados Unidos y Etiopía, por aquello del “Rey de Reyes”, estaba libre para que los países poderosos se lo apropiaran.
En la costa este africana, bañada por el Océano Índico, los alemanes se apoderaron de los inmensos territorios que hoy forman los países de Tanzania, Ruanda y Burundi; tan extensos como Francia y Alemania juntas.
Los británicos, varios años antes, se habían situado más arriba, en Kenia. Tenían mucha más tradición exploradora y habían contado con personajes de la talla de Stanley y Livingston que había descubierto inmensos territorios para la corona británica.
Así estaban las cosas cuando en 1914 el desgraciado y nunca bien valorado atentado anarquista acabó con la vida del Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo y se desencadenó la primera Guerra Mundial.
El Imperio contra todos. El quinto suceso más sangriento de la historia de la Humanidad acababa de empezar y duraría cuatro años.
África no quedaría al margen de la contienda y en la entonces llamada África Oriental Alemana, se iniciaron los preparativos para guerrear contra los vecinos británicos.
Pocos meses antes de que el conflicto bélico se iniciara, Alemania había enviado al coronel Paul von Lettow-Vorbeck para hacerse cargo de todas las fuerzas militares y civiles de la zona; fuerzas por otro lado escasas pues estaban integradas por unos tres mil soldados alemanes bien pertrechados y entrenados y unos doce mil “askaris”, soldados nativos que desarrollaban diversas actividades, desde policía interior, hasta vanguardia del ejército.
Hay una anécdota curiosa en relación con el viaje de von Lettow a África y es que durante los largos días de navegación a bordo de un lujoso crucero de la época, conoció a una dama danesa llamada Karen Blixen, con la que trabó una buena amistad que perduraba incluso cuando sus dos países estaban en guerra. Años más tarde, Karen escribió una novela que la hizo famosa en todo el mundo: Memorias de África.

Coronel Paul von Lettow-Vorbek, con uniforme colonial

Iniciada la Primera Gran Guerra, las escasas fuerzas germanas que tenían que defender los inmensos territorios de la colonia Africana Oriental, estaban en estado de alerta, pendientes de los movimientos que sus vecinos ingleses realizaban y no habían pasado dos meses desde el inicio del conflicto cuando éstos intentaron invadir la colonia de Tanzania.
Para ello trajeron desde la India miles de soldados inativos, sin apenas preparación militar, desmotivados y no acostumbrados a navegar y a los que le cogió muy mal tiempo en la travesía y casi sin reponerse de las penalidades del viaje, se les volvió a embarcar en buques de guerra para intentar un desembarco y conquista de la importante ciudad de Tanga.
Ese fue su error, porque además de estar mandados por un general inepto y dubitativo llamado Arthur Aitken, se eligió un pésimo lugar para el desembarco.
Tanga es una ciudad en el litoral y el puerto más importante de toda la zona norte de Tanzania, situada en una bahía muy cercana a la frontera de Kenia.
Los británicos, oyeron un rumor, que no se molestaron en confirmar, que la mencionada bahía había sido minada, lo mismo que la entrada al puerto de Tanga, cosa que no era cierta, pero sin saber por qué, aceptaron la información como verídica. En consecuencia buscaron un lugar donde desembarcar el contingente de soldados indios y británicos.
El general Aitken eligió un lugar en la costa, al sur de Tanga, pero lo bastante cerca como para que sus soldados pudieran, por tierra, tomar la ciudad, pero durante el tiempo en el que el general inglés se mantenía dubitativo, los alemanes recibieron información del lugar en el que iban a desembarcar y les dio tiempo a fortificarse.
El lugar no podía ser peor para un desembarco. Era una zona de ciénaga, plagada de mosquitos de esos que, como decimos en Andalucía, no pican, simplemente empujan, además de contagiar numerosas enfermedades. No era posible usar caballerías para el transporte de los materiales bélicos y los suministros de boca, por lo que hubieron de servirse de porteadores nativos, que parecían inmunes a las picaduras. Los soldados muy bien pertrechados, pero excesivamente cargados y los porteadores mucho más, avanzaban muy lentamente hundiéndose en el cieno.
Antes de desembarcar, cuando los soldados indios supieron que la zona era pantanosa, usaron un sistema de protección que en su tierra les había dado siempre muy buen resultado y que no era otro que embadurnarse en petróleo para espantar a los tábanos.
Y eso hicieron y los enormes mosquitos huían aterrorizados ante el profundo olor a petróleo, ante el contento de los indios que avanzaban como podían entre aquel fangal.
Lo que no sabían era que poco más adelante, cuando ya el terreno era más seco y la selva se cerraba, había una inmensa población de abejas africanas, esas que se han ganado fama de dañinas y peligrosas. Lo que funcionó para los mosquitos, no hizo con las abejas sino todo el efecto contrario.
Aquel olor intenso, penetrante, alteraba su sistema nervioso hasta volverlas locas y las impulsaba a atacar de forma desaforada contra aquella agresión olfativa que les trastornaba sus sentidos.
Salieron de sus colmenas enfurecidas y se dirigieron como un ejército de millones de aguijones contra los profanadores de sus territorios.
Los picotazos de las abejas eran dolorosísimos y los soldados, no tenían manos para quitarse de encima aquella nube de zumbidos y pinchazos que les oscurecía el Sol y después de mucho manotear contra un ejército incontenible, arrojaron sus armas y sus impedimentas y salieron corriendo en dirección a la costa.
Momento que aprovechó von Lettow para hostigar al enemigo, con las escasas fuerzas de que disponía, pues solamente algunos de sus “askaris” estaban armados con los famosos fusiles Mauser, otros casi los llevaban de adorno y en cuanto a la artillería, tenía muy pocos cañones de corto alcance, que, no obstante, en aquellas circunstancias se mostraron muy eficaces.
Después de diezmar a los británicos, sobre todo a los indios, recogieron del campo de batalla montones de fusiles y armas cortas, así como provisiones de boca y millones de cartuchos. Magnífica recolección que se sumaba a la aplastante victoria obtenida.
Por las características expresadas, aquella batalla ha pasado a la historia como la Batalla de las Abejas, el mejor aliado con que contó Alemania en toda la contienda.
Los británicos intentaron nuevamente atacar Tanga, total, los muertos no eran suyos, pero nuevamente fracasaron y sufrieron muchas pérdidas, por lo que se vieron obligados a reembarcarse y abandonar la zona.
Esta victoria envalentonó a von Lettow, a la vez que desmoralizó a los británicos, porque cuando creyeron que los alemanes los masacrarían, el coronel mandó alto el fuego y permitió a los ingleses embarcar y además ofreció a los médicos alemanes para curar a los heridos del otro bando.
Cada vez que los británicos intentaron una escaramuza, se encontraban con las tropas de von Lettow, que dominaba la inteligencia militar de aquel territorio y volvía a derrotar a los ingleses, en las faldas del Kilimanjaro, o en la batalla de Jassin que tuvo lugar en enero de 1915 y en la que Lettow se proponía alejar la frontera de Kenia del importante y estratégico puerto de Tanga.
En todas las batallas formales que se celebraron en los cuatro años de guerra, siempre la potencia militar estaba de parte de los ingleses y con esa notable ventaja de partida, eran una y otra vez derrotados.
Von Lettow no perdió ni una sola de las batallas y escaramuzas guerrilleras que llevó a cabo contra los británicos, pero aún así, como todo el Imperio, perdió la guerra, aunque por no haberse enterado a tiempo, una semana después del armisticio, seguía hostigando a los ingleses con sus guerrillas y derrotándolos.