viernes, 8 de noviembre de 2019

EL CONDE DE OLIVARES





Alguien pensará que me he equivocado, que no era conde sino Conde-Duque, pero es que no me propongo hablar de Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, sino de su padre, Enrique de Guzmán, solamente Conde.
¡Pero qué clase de conde!
Nació en Madrid en 1540, en el seno de una de las más poderosas familias aristocráticas españolas en la que recibió una exquisita formación, iniciándose precozmente en los servicios de palacio, pues ya, con catorce años, acompañaba a su padre que estaba al servicio del príncipe Felipe (futuro Felipe II) y con el que viajaron por toda Europa.
Más tarde, como paje del príncipe, le acompañó a Inglaterra donde contrajo matrimonio con la reina María Tudor (María la Sangrienta o Bloody Mery, como la llaman los ingleses).
Como es sabido este matrimonio estaba condenado al fracaso y a la muerte de la Tudor, Felipe se casa de nuevo, esta vez con Isabel de Valois, para cuyo enlace el conde es nombrado embajador en Francia.
Era una persona de muy fuertes convicciones, testarudo, valiente y leal, que sufrió una herida en una pierna en la batalla de San Quintín que le hizo cojear de por vida, aunque él mismo decía que le había sido de enorme utilidad, pues con la excusa de esa notable cojera, se liberaba de cuantos actos le resultaban poco atractivos.
Se casó con la hija del conde de Monterrey, María Pimentel de Fonseca, con la que tuvo cinco hijos, el mayor de los cuales, Jerónimo murió en la infancia, lo que proyectó la carrera de su segundo hijo, Gaspar de Guzmán y Pimentel, que llegó a ser valido del rey Felipe IV, grande de España y sí, éste fue el Conde-Duque de Olivares.
Al fallecer su primogénito, sacó a Gaspar de los hábitos eclesiásticos que le correspondían como segundón de familia y lo tuvo a su lado todo el tiempo, acompañándolo, como él había ido con su padre, a cuantas actividades se vio en la necesidad de afrontar.
Por su fuerte carácter fue designado por Felipe II como embajador en Roma, a donde se traslado con toda su familia. Allí, en el Vaticano, tuvo que lidiar con tres papas, Gregorio XIII, Sixto V y Gregorio XIV.
Durante los diez años que permaneció en el puesto, mantuvo una nutrida correspondencia con el rey Felipe II, que según consta en la real correspondencia le tenía en alta estima y consideración, de hecho lo mantuvo tantos años en el Vaticano, pese a los calentamientos de cabeza que aquella embajada le supuso, como se verá más adelante.
En el año 1569 falleció su padre, el primer conde de Olivares y él heredó el título y la fortuna familiar que no era precisamente escasa y acrecentada por la de su esposa, le convertía en uno de los hombres más ricos de este país y si sumamos a eso el inmenso poder que detentaba ante el monarca, queda bien claro que era un noble preeminente.
Tras esos diez años de embajada, fue nombrado virrey de Sicilia y más tarde de Nápoles, la perla italiana de la corona española.
Incluso hasta en el decir de quienes fueron sus enemigos, ya en vida como después de su muerte, pues entre la nobleza había fobias de lo más descarnadas, el conde demostró tener una cabeza muy bien abastecida y resolvió problemas y conflictos con inteligencia, discreción y agudeza.
Consiguió casi todo en la vida, pero le quedó algo por lograr, mas educó y modeló a su hijo Gaspar para que él lo consiguiera para la familia: ser Grande de España.

Retrato a plumilla de Enrique de Guzmán

Pero volvamos a su estancia en Roma, como embajador español.
En 1572, gracias a su amistad con Felipe II y las presiones de este monarca, salió elegido papa Gregorio XIII, el de la reforma del calendario, que desde entonces se llama “Gregoriano”.
Este papa gobernó la iglesia con inteligencia y autoridad durante trece años, al final de los cuales el conde de Olivares estuvo como embajador, pero a la muerte de este inteligente y estudioso pontífice, fue elegido Sixto V, hombre de carácter enérgico que se proponía acabar con el desorden que imperaba en toda Roma y en los Estados Pontificios.
No era muy diplomático mantener al embajador de España, hombre enérgico donde los hubiera, en un puesto diplomático, donde se las tenía que ver con un papa tan terco o más que él mismo, pero Felipe II era el príncipe más importante de la cristiandad, sostén de la Iglesia y emperador del mundo y en su mentalidad no cabía doblegar su autoridad ante un poder tan escaso como el del papado que de no ser por los poderes seculares, no se sostenía y así, contra todo pronóstico y toda conveniencia política, mantuvo en su cargo al de Olivares.
Las diferencias entre ambos personajes empezaron pronto y por cosas pueriles que el conde trataba de zanjar sin prestar demasiada atención a la rigidez que pretendía el pontífice, pero ocurrió un hecho de lo más grotesco que agrió permanentemente la relación, al menos entre los personajes, ya que las instituciones se guardaban muy mucho de agredirse, sabiendo el daño que se podía acarrear.
Así, empezaron las desavenencias, cuando el papa demostraba un claro enfrentamiento con el rey español, por el que sentía verdadera antipatía y no quiso censurar a los católicos franceses que apoyaban a Enrique de Navarra, contra Felipe II.
El embajador español le pidió que condenase o censurase estas acciones y en vista de la negativa papal, se la exigió con amenazas.
El papa quiso expulsar de Roma al embajador y pidió su cese en varias ocasiones, pero Felipe II no desaprobó a su diplomático. Al final esta situación insostenible la arregló una epidemia de malaria que se llevó al papa por delante, dejando el solio vacante para persona más afín a los intereses españoles.
Pero antes de este episodio, de verdadera crisis diplomática, ocurrieron otros varios, entre ellos éste.
Resulta que el Conde de Olivares tenía por costumbre, como muchos otros nobles, llamar a sus servidores por medio de una campana. Así, para servir los aperitivos, las comidas, cerrar las cortinas o cualquier otra actividad doméstica, el conde hacía sonar su campana.
Según decía el propio papa, esta prerrogativa estaba exclusivamente reservada a los cardenales, por lo que el embajador no podía usar dicho método, ni siquiera en su propia casa, lo que era de todo punto chocante.

Óleo del papa Sixto V

Pero era tal la autoridad espiritual pontificia que una acción como esta, traía consecuencias y Olivares recibió la visita del cardenal Pereto que en principio rogaba al embajador que no la tocase la dichosa campana. A esta petición estaban prestos a unirse todos los enemigos y envidiosos del poder español y el embajador francés y otras personalidades se adhirieron a la postura papal y el conde de Olivares tuvo que prescindir de la campana.
Una persona del carácter del conde no se iba a quedar de brazos cruzados ante semejante ignominia y por tres veces se entrevistó con el papa pidiendo primero y exigiendo después que le permitiese usar la campana.
Entre otras razones, no muy consistentes, pues contra una orden estúpida poco se puede argüir, esgrimía que su rey era el mayor príncipe del mundo y que la Santa Sede obtenía de España dos veces más dinero que de todo el resto de la cristiandad, cosas ambas que eran ciertas, pero que ninguna mella hacían frente a la tozudez de Sixto V.
En una de estas reuniones, el papa, queriendo mostrarse distante con el embajador, jugueteaba con un perrillo faldero, al que parecía prestar mucha más atención que al noble español. Éste, encolerizado, le arrebató el perro y lo dejó en el suelo, obligando al papa a que le prestase atención.
Pero de nada servían las muchas razones aducidas por el embajador, que se encontraba con la férrea negativa del papa a que utilizara una campana para llamar a su servicio.
En vista de que por la buenas no era posible hacer entrar en razones al pontífice, el conde de Olivares, que no se arredraba ante nada, optó por cambiar la forma de llamar a sus servidores y esta fue disparando cañonazos cada vez que se le antojaba que le prestaran algún servicio.
A los pocos días, Roma estaba soliviantada por los tremendos estallidos y los temblores que los cañonazos producían, pero nada podía decir el papa de esta forma de llamar al servicio.
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el papa le envió un recado en el que le decía que podía seguir usando la campana.
Dicen que los berrinches que agarraba el Santo Padre, por los desplantes impetuosos y altaneros del español, fueron capaces de amargar sus días, ante la impotencia para quitarse de encima a este personaje y que incluso pudieron acelerar su muerte.
Sobre este último punto, parece ser cierto que murió a consecuencia de la malaria, o al menos eso es lo que sus médicos certificaron, pero mucho se habló de que había sido envenenado y de hecho, en una correspondencia encontrada años después, cuando incluso su hijo, el Conde-Duque de Olivares ya había caído en desgracia, se dice que el padre de este valido había manifestado que por servicios a su patria y a su rey tenía en su conciencia haber muerto a un papa, siendo embajador.
Si esto es cierto o no, será difícil de averiguar, pero que coraje no le faltaba, es muy cierto.

viernes, 1 de noviembre de 2019

HÉROE O VILLANO




A mediados del pasado año publiqué un artículo sobre un veneno muy utilizado en los siglos XVI y XVII que recibía el nombre de “Acqua di Nápoli”, con el que supuestamente se había envenenado al “héroe nacional independentista catalán” Pau Clarís. Aunque no me gusta escribir sobre lo escrito, el horrible espectáculo que nos están haciendo vivir los independentistas descontrolados y violentos, me impulsa a desenmascarar la falacia independentista, que tiene en su principal factótum a una de las personas más traidoras al pueblo catalán.
El 27 de febrero de 1641 falleció en Barcelona el eclesiástico, canónigo de la Seo de Urgel, diputado eclesiástico de Cataluña y primer presidente de la fallida primera República Catalana: mosén Pau Clarís y Casademunt.
Su muerte fue repentina y por las circunstancias que rodearon el hecho, hubo quien de inmediato acusó al rey de España de haber ordenado su envenenamiento.
Pau Clarís, como es conocido y como figura en la estatua que los catalanes le han levantado, en ningún momento debería ser considerado por la gente de pro como un gran estadista, y muchísimo menos, como un héroe nacional-catalán, pero fue, sin embargo, un fiel prototipo de lo que los independentistas, más por su odio a España que por verdadero afán de ser una nación independiente, vienen representando desde hace siglos.
Había nacido en Barcelona el día 1 de enero de 1586, en el seno de una influyente familia de juristas originaria de Berga, en la provincia de Barcelona, donde estudió derecho civil y canónico, y siendo muy joven fue nombrado Canónigo de la Seo de Urgel, importante municipio y centro religioso de la provincia de Lérida.
Inmediatamente, el joven cura destacó por iniciarse en la vida política, como defensor de los beneficios y prebendas que, en muchos órdenes, tenían los eclesiásticos, entre otras cosas pretendiendo que ellos no pagaran diezmos y primicias como hacían todos los demás ciudadanos.
 Para esa interesada misión utilizó el malestar que se vivía en Cataluña, como en otras regiones españolas, por la necesidad de albergar y mantener a las tropas en sus desplazamientos de guerra.
Cuando en el año 1635 y dentro de la religiosa Guerra de los Treinta Años que fue una guerra de toda Europa contra España y que pasaba por etapas bélicas y pacíficas, aprovechando una de estas últimas, Francia declaró la guerra a España, Cataluña, por ser un terreno fronterizo entre ambos países adquirió un carácter de pieza clave a la hora de defender la frontera, además de que al principado catalán pertenecían desde la época de Carlomagno, los condados del Rosellón y Cerdaña.
En ese momento, el virrey de Cataluña, Enrique de Aragón y Cardona ordena el desplazamiento de tropas y que la población dé alojamiento y manutención a los soldados que van a defender el territorio, lo que origina un tremendo conflicto social y político, del que rápidamente Clarís se pone a la cabeza, consiguiendo, en buena medida soliviantar al pueblo, hasta el extremo de que en 1638 sale elegido diputado del brazo eclesiástico de la Diputación General de Cataluña, para el período de un trienio.
Como parece natural, ni nobles, ni artesanos, ni payeses querían alimentar y cobijar a la cuota de soldados que le correspondía y éstos, faltos de los alimentos más básicos, comenzaron a protagonizar algunos hurtos y robos en masías y casas solariegas, lo que terminó en un una revuelta monumental ocurrida en Palafrugell, en julio de aquel mismo año por parte de los tercios acuartelados en la zona.
Hubo saqueos, heridos y muertos que unido a la demanda real de alistar en las filas del ejército español a aquellos mozos catalanes en edad, desembocó en la revuelta mencionada y sobre todo dio lugar a una sensación de desgobierno que hizo sublevarse a la población.
El padre Clarís, ya versado en lides antigubernamentales, utilizó hábilmente su cargo en la Diputación General de Cataluña para ser elegido, en una especie de triunvirato, como Diputado del brazo eclesiástico, que junto a los de los brazos real, Quintana y militar, Tamarit, formaban el gobierno de Cataluña, dependiente del de España, pero siempre con ese sabor a insurrección, a independencia, aun cuando ficticia.
Mientras que Cataluña se entretenía con aquello de “¿quién manda aquí?”, los soldados franceses invaden el condado del Rosellón, que era una provincia española.
Aunque se consigue recuperar parte del Rosellón, el enfrentamiento entre el Estado Español y la Generalidad se hizo frontal, hasta el extremo que las autoridades militares españolas acuerdan la detención del diputado del brazo militar, Francesc Tamarit y la de Clarís que, más hábil, consigue huir.
El pueblo en realidad no estaba tan interesado en la detención del diputado Tamarit, como en la de dos diputados del Consell de Cent, Lorenzo Serra y Francisco Vergós que también fueron detenidos, pero arengados insistentemente por Clarís y los de su cuerda, se subleva y se dirige a Barcelona a liberar a los presos.
No eran más de doscientos campesinos los que, el 22 de mayo de 1640, entraron en la Ciudad Condal, organizando alborotos y a los que se unieron, el 7 de junio, día del Corpus, otros cuatrocientos o quinientos segadores que, habiendo acudido a la ciudad para participar en la procesión, terminaron también amotinados protagonizando incidentes de lo más violento y que acabó con la muerte a cuchilladas y tras una larga persecución, del entonces virrey, Dalmau Queralt, Conde de Santa Coloma, en un día aciago que se ha venido en llamar “Corpus de Sangre”.
Como es natural el Conde Duque de Olivares, valido del rey Felipe IV, da un golpe de mano y “aplica el 155” de la época que produjo una ruptura total entre el gobierno de España y la Generalitat, enviando a lo poco que tenía del ejército español, pues en ese momento todos los frentes estaban abiertos.
¿Y qué hizo el cura-diputado Clarís? Pues ni más ni menos que enviar a su sobrino, Francesc Vilaplana a buscar apoyo en Francia, contra España que  sustanciaron en el llamado “Pacto de Ceret”, firmado en septiembre de 1640 y desde ese momento, Cataluña se convierte en una región más de Francia, su eterna enemiga y beligerante nación fronteriza y no solamente las tropas francesas ocupan Cataluña, sino que sus navíos de guerra atracan en los puertos catalanes con total libertad y lo que es más bochornosos: la Generalitat se dispuso a pagar un ejército francés, compuesto inicialmente por tres mil soldados, que se irían incrementando.
No tardaron mucho los catalanes en comprender a qué les había llevado ese proceso separatista y cuando se dieron cuenta que su debilidad era mucho más notable estando del lado francés que del español y que si antes ya pensaban, como hacen ahora, que España les robaba, pronto se dieron cuenta que el representante político y militar de Francia en Cataluña, un tal Roger de Bossost, les robaba mucho más.
Tanto fue así que el Cardenal Richelieu se dirigió por carta a Clarís, comunicándole el cese inmediato de Bossost.
Pero el ejército español comienza a reaccionar y toma Tarragona, aunque luego sufre una monumental derrota en la batalla de Montjuic, tras la cual, el ejército catalano-francés se atreve a llegar hasta Aragón.
Pero la tiranía que Francia ejerce sobre Cataluña traerá consecuencias, aunque antes, concretamente el 27 de febrero de 1641, fallece tras siete días de sufrir lo que se dijo era una infección, el presidente Clarís.
De inmediato se desatan los rumores y se habla de magnicidio, aunque hay tantos intereses encontrados para hacer desaparecer a tan incómodo personaje, que las cosas se acallan y se deja pasar el tiempo.
El resultado de la gestión política y militar de Clarís fue catastrófico para Cataluña, pues tras su muerte, la Generalitat optó por pedir auxilio a España para expulsar a los franceses, cosa que al final se consiguió, no sin grandes pérdidas humanas y territoriales, pues el Rosellón y Cerdaña pasaron nuevamente al reino francés.
La muerte de Clarís ha permanecido durante mucho tiempo en esa especie de incógnita, pues es bien cierto que en aquella época las infecciones no solo eran frecuentes, sino en la mayoría de los casos mortales, pero los envenenamientos no lo eran menos.
Recientemente la Universidad Autónoma de Barcelona ha llevado a cabo unas investigaciones sobre los restos del sacerdote, concretando que fue envenenado con la poción de moda en aquella época: el Agua de Nápoles.
Son creíbles estos enardecimientos o simplemente obedecen a un proceso en el que, realmente escaso en número de verdaderos artífices de la independencia, se ensalza la figura de un cobarde y un traidor a su propia tierra para convertirlo en héroe. Si nos fijamos un poco, hoy está ocurriendo lo mismo