jueves, 29 de abril de 2021

LOS BAGAUDAS

 

Buscando documentación para el artículo de hace unas semanas, me encontré con una interpretación muy singular acerca de la denominada “Pax Romana” que al final de sus largos dos siglos, la estudiaba como inicio de una época de problemas graves y además como una de las situaciones claves para la desmembración del imperio romano de occidente que me dio qué pensar.

La Pax Romana es una expresión con la que se define un período de tiempo de dos siglos, aproximadamente, que según algunos autores comenzó con el imperio, tras la proclamación de Octavio Augusto como primer Cesar Imperator y acabó con la crisis del siglo III, época de anarquía militar, social y política que duró cincuenta años y acabó con el ascenso al trono del emperador Diocleciano.

Para otros habría comenzado mucho antes y terminado también antes de la citada crisis.

No tienen mucha importancia estos datos sino lo que se consiguió en ese período de doscientos años y es que dentro del imperio se vivía con absoluta tranquilidad y libertad, sin ningún tipo de sobresalto; incluso fuera de sus fronteras, fuera de los “limes”, también se vivía con cierta tranquilidad, temerosos todos los pueblos limítrofes del imperio de la poderosa fuerza militar de Roma, con la que convenían más los pactos que la beligerancia, razón por la que eran muy condescendientes.

Pero esa pax y siempre bajo el prisma de los autores de los que me he servido, trajo a la larga consecuencias desfavorables, pues se apoderó de todo el imperio una especie de molicie en la que las legiones romanas dejaron de ser temibles y los ciudadanos perdieron la capacidad de defenderse por sí mismos, haciéndose vulnerables a cualquier ataque, por débil que éste fuera.

A la vez, se produce un profundo desequilibrio entre los gastos y los recursos, entre el consumo y la producción, entre el campo que va siendo sistemáticamente abandonado y la ciudad.

Consecuencia final es que el estado deja de proteger tanto el interior como las fronteras y se produce un vacío de poder militar que afecta negativamente a todas las condiciones de vida romanas.

En ese contexto surge un movimiento realmente singular. Son los bagaudas, término con el que se designa a los miembros de las numerosas bandas surgidas espontáneamente en la Galia y en Hispania que participaron en una larga lista de rebeliones que se sucedieron después de la crisis del siglo III y que se prolongaron hasta el siglo V, y cuyo significado en galo es el de tropas o guerrero, pero que en latín  tiene un significado muy distinto, pues viene a significar ladrón o revoltoso.

Estas bandas, o partidas, estaban compuestas esencialmente por soldados desertores de las legiones, colonos pobres que evadieron sus obligaciones fiscales y peligraban de ir a la cárcel, esclavos huidos, delincuentes y malhechores de todo tipo, e incluso grupos de guerreros bárbaros.

En definitiva, de uno u otro modo los bagaudas eran bandidos organizados cuyas primeras noticias de su existencia llegan durante el reinado del emperador Cómodo entre el año 180 y 192 d.C., cuando uno de estos grupos revoltosos, dirigidos por un tal “Martenus”, del que no se sabe prácticamente nada, el cual se rebeló contra el poder de Roma y cuya insurrección acabó pronto, aplastados por el poder romano. Sin embargo, mejor organizados, rebrotaron en tiempos de Septimio Severo, en 196 d.C., aunque también con escaso recorrido.

La siguiente noticia que se tiene es en el año 269, cuando en todo el sur de la Galia se produce una permanente sublevación con visibles muestras de ataque al poder de Roma y que perduró hasta alrededor del año 284, coincidiendo con el acceso al trono de Diocleciano. Esta sublevación circunscribió su zona de actuación exclusivamente al territorio conocido como Aquitania.

 Aprovechando luchas intestinas por el poder, la presión de pueblos bárbaros y los problemas que antes se expusieron, un contingente importante, con cierta disciplina y formación militar integrado casi exclusivamente por los elementos sociales antes referidos, soldados desertores, campesinos y bandidos, al mando de dos generales romanos descontentos con la política del imperio, llamados “Eliano” y “Amando”, se levantaron contra Roma.

La amenaza parecía tan seria que el emperador envió un ejército al mando de Hércules Maximiano que consiguió aplastar la rebelión e impuso nuevamente el orden.

 

Busto del general Hércules Maximiano

 

La segunda aparición importante de rebelión por parte de los bagaudas, tuvo lugar más de un siglo después, también en las Galias, propiciado igual que la anterior por la debilidad interna del imperio y las presiones fiscales ejercidas sobre los ciudadanos de las clases más desfavorecidas.

Un año antes del saqueo de Roma por Alarico y sus huestes visigodas, los bagaudas se envalentonaron intuyendo la debilidad del imperio, pero Honorio, a la sazón emperador de occidente, hizo lo mismo que su antecesor Diocleciano, enviando un poderoso ejército a reprimir con toda dureza el movimiento rebelde.

Pero a partir de ese momento, ya acosado el imperio por los pueblos bárbaros como los hunos, alanos, visigodos y ostrogodos, Roma es incapaz de controlar las rebeliones internas y ha de servirse para controlarlas del auxilio de esos mismos bárbaros que intentan apoderarse del imperio.

Hispania no quedó al margen de las revueltas bagáudicas  y así, mediado el siglo V, el líder Basilio y su gente asolaron el valle del Ebro y en Tarazona, actual provincia de Zaragoza y sede episcopal, llegaron a matar al obispo León.

Sobre este personaje apenas existe documentación, pero se le cita en las únicas crónicas que se han localizado sobre el movimiento bagáudico en Hispania, escritas por un obispo llamado Hidacio del que se hace eco san Isidoro de Sevilla, casi la única fuente fiable de aquel período de nuestra historia.

Entre las causas del levantamiento de estos colectivos, formando casi un ejército, además de las ya expresadas de aspecto económico, existía un germen revolucionario que pretendía separarse del poder de Roma.

Es decir, una especie de bandolerismo con clara tendencia al separatismo social y nacional que manifiesta un rechazo total hacia las normas romanas y una carencia total de ideología común.

Estos pseudo ejércitos se mantienen de aportaciones voluntarias, extorsiones y del pillaje, pero ciertamente en ellos buscan protección muchos hispano romanos a los que la Metrópoli ya no protege. De alguna manera esta es una situación que se considera como germen de lo que más tarde sería el feudalismo, por supuesto que con innumerables variaciones.

En la Galia y en Hispania, el movimiento tuvo muchísima más trascendencia que en otras zonas del imperio y tuvo su mayor concentración de influencia en las zonas limítrofes entre los dos espacios geográficos, en donde se acrecentó más el espíritu de independencia.

Algunos autores que han estudiado el tema en profundidad quitan hierro a este movimiento rebelde, tachándolo más de bandolerismo con algunas ideas separatistas y con la finalidad principal de la subsistencia y el ánimo independentista de fondo, que como verdaderos ejércitos luchando contra la metrópoli.

Cualquier parecido con la situación actual de nuestro país es pura coincidencia.

jueves, 22 de abril de 2021

EL SOLDADO Y EL GRECO

 

Si durante todo el Renacimiento hubo un pintor que desarrollara un estilo más personal e inconfundible, fue El Greco, un pintor de finales del siglo XVI y principios del XVII.

Asentado en Toledo, ciudad donde falleció, pintó siempre a personajes importantes de su época, pero de entre sus innumerables cuadros de figuras famosas y personajes trascendentales de su tiempo, se ha colado un retrato hecho a un soldado prácticamente desconocido.

Soldado que, por cierto, no ha tenido nunca el renombre y la fama que se hubo merecido y no ha sido hasta muy recientemente que su figura ha empezado a salir de la penumbra en la que ha permanecido durante cuatro siglos.

Se trata de Julián Romero de Ibarrola nació en la provincia de Cuenca en 1518, hijo de un hidalgo vasco y una conquense. Con 15 años se unió a un batallón de soldados que pasaban por las cercanías de su pueblo e iban a embarcarse en algún puerto del litoral mediterráneo con destino a Túnez y con el fin de recuperar la tan importante plaza, tomada por piratas otomanos.

Pero no pudiéndose incorporar como soldado, por su escasa edad lo hizo desempeñando el puesto de mozo de “atambor”, una especie de asistente del “atamborista” que le llevaba los palillos o cargaba con el instrumento en los momentos en que su jefe descansaba.

No se tienen más noticias de él en esa escaramuza de Túnez, ni qué giro dio su vida a continuación, aunque se sabe que años después sirvió como soldado en Italia, sin que exista constancia documental. Un poco diluido en la vorágine de su tiempo, aparecen 1544 como parte de las tropas licenciadas tras el asedio de Saint-Dizier que fueron trasladadas por mar hasta Inglaterra, en donde el rey Enrique VIII aprovechó para contratarlas como mercenarios a su servicio.

El asedio de Saint-Dizier tuvo lugar dentro de las llamadas Guerras Italianas que enfrentaron al emperador Carlos V y su aliado el rey inglés Enrique VIII, a una alianza contra natura de Francisco I, rey de Francia y el sultán otomano Solimán I, El Magnífico.

Así se comprende que, tras el asedio, licenciadas las tropas españolas, pasaran al servicio de Enrique VIII, aliado de España.

Formando parte del contingente inglés, a las órdenes de Pedro de Gamboa se enfrentaron a los escoceses en 1545, infligiéndoles una dura derrota que dejó más de quince mil muertos y dos mil prisioneros, en una jornada que los escoceses recuerdan como Sábado Negro. En esa gran batalla Ibarrola alcanzó fama de aguerrido guerrero y estratega.

Seguidamente se traslada con su batallón a las posesiones inglesas en territorio francés, en la zona de Calais, donde las escaramuzas contra el ejército francés eran constantes.

Su fama se acrecentó cuando el capitán español Antonio Mora, al servicio del rey francés, retó en duelo al capitán español Pedro de Gamboa, a cuyas órdenes servía Julián Romero, el cual, dado el estado de salud de su capitán, se ofreció como paladín para luchar contra el otro español.

Romero fue aceptado en sustitución y resultó vencedor en un duelo en el que no se enfrentaban solamente los dos capitanes, sino que como cada uno pertenecía a un bando, se interpretó como una escenificación de la lucha entre Enrique de Inglaterra y Francisco de Francia.

El duelo se preparó en Fontainebleau, muy cerca de París y contó con la asistencia del rey francés con su heredero, el Delfín Enrique y de embajadores ingleses.

Tras su triunfo vino el reconocimiento en forma de premio por parte francesa y el nombramiento de Sir por parte inglesa, a la vez que el reconocimiento de caballero que sirve bajo su propia bandera, un título para definir a los mercenarios como cuerpos de ejército, igual que en Italia lo fueron los condotieros.

 

Retrato en el que menciona su nombramiento  de Maestre de Campo

 En el año 1549 fue nombrado mariscal de campo, en sustitución de su jefe Gamboa, alcanzando un alto prestigio en toda Inglaterra, pero al caer en desgracia Lord William Paget, el hombre de estado de Enrique VIII, la política de contratación de tropas cambió radicalmente y los soldados españoles hubieron de volver a territorios nacionales; en este caso pasaron a Flandes, donde Romero Ibarrola, con el grado de capitán y sus huestes, se integraron en el ejército de Carlos V.

 Una vez en territorio flamenco participó en la defensa del Principado de Lieja, perteneciente al Sacro Imperio y dos años más tarde en la defensa de Picardía, una región al norte de Francia que limita con Normandía y Bélgica, en donde fue hecho prisionero, consiguiendo la libertad por canje.

No está demostrado pero parece que Felipe II se lo llevó a Inglaterra como jefe de su escolta personal, durante el tiempo que duró su matrimonio con su tía María Tudor.

Nuevamente como capitán de los Tercios, participa en la batalla de San Quintín, durante la que perdió una pierna al ser alcanzado por una bala de mosquete.

Esta batalla fue de extraordinaria importancia, pues se calcula que el ejército francés perdió alrededor de veinte mil hombres entre fallecidos, heridos y prisioneros y entre estos últimos, un millar de nobles franceses; al mando de las fuerzas centrales del ejército español, se encontraba el capitán Romero con un comportamiento heroico.

A pesar de su grave herida, un año más tarde ya estaba recuperado, para recibir del rey el hábito de la orden de Santiago, con el que participó en otra importante batalla, la de Gravelinas, con la que el rey francés Enrique II quiso vengar la derrota de San Quintín y nuevamente salió derrotado en una batalla que puso fin al enfrentamiento entre este rey y el Imperio español.

Después de las campañas flamencas, Romero Ibarrola participa activamente en la defensa del puerto de La Goleta, en Túnez, tras lo que pide al rey retirarse de la vida activa.

Pero dura poco el reposo del guerrero, porque en 1565, tres años después, Felipe II lo envía al frente del Tercio de Sicilia, en socorro de la isla de Malta, asediada por los turcos.

A la muerte del maestre de campo de este Tercio, Romero fue nombrado para sustituirlo y nuevamente, ya con elevado grado militar, marcha con su Tercio a Flandes, donde hay constancia de su presencia en 1567.

Aparte de la pérdida de una pierna, en diversos combates perdió un brazo y un ojo, pero nada de eso fue obstáculo para que este aguerrido soldado no siguiera peleando, colmándose de éxitos y de reconocimientos, hasta el punto que en 1572, el rey Felipe II lo nombró miembro del Consejo de Guerra en Flandes.

Es lamentable que personajes de la envergadura de Julián Romero hayan pasado casi inadvertidos durante muchos años, cuando sus propios contemporáneos ya le concedieron los reconocimientos y méritos que se había ganado y así, Lope de Vega compuso una comedia basada en el personaje que lleva por título el nombre de nuestro héroe.

Pero es más, algunos autores extranjeros también lo mencionan como importante hombre de armas del siglo XVI que de mozo de tambor, llegó a Maestre de Campo, lo que equivaldría a general en los ejércitos actuales.

Pero si hay algo que realmente ensalce la figura de este casi anónimo militar, es lo que se decía al principio de estas líneas y es que El Greco se avino a pintarlo y su cuadro está expuesto en el Museo de El Prado.

Quizás por ese detalle la dejadez con que ha sido tratado el personaje, haya sido compensada sobradamente y a pesar de la desidia y el olvido, coloque en la historia a Julián Romero de Ibarrola.

 

Retrato de Julián Romero con el hábito de Santiago


miércoles, 14 de abril de 2021

¿LO MATÓ EL PROTOCOLO?

 


Eso fue lo que se dijo en su momento, pero la ciencia, que no se detiene en ningún momento dice cosa muy distinta.

Es indudable que hablamos de una persona de alto rango, concretamente del más alto que se pudiera detentar en aquella época, pues esta persona era el rey de España Felipe III.

De escasa salud, indolente, desidioso e incapaz de sacrificarse por nada que no fueran los juegos de naipes o las partidas de caza, Felipe III fue el primer rey español que puso su corona a disposición de un valido, el duque de Lerma, que lo manejó como se manejan los hilos de una marioneta. Ya hubieron otros validos en Castilla, como Álvaro de Luna o Juan Pacheco, pero aún no era España.

Felipe III se casó con Margarita de Austria-Estíria, la última de tres hermanas de la nobleza alemana que se ofrecieron al príncipe Felipe que incapaz de elegir, dejó en manos de su padre y de su hermanastra la elección de la esposa, con tan mala fortuna que la primera elegida falleció de inmediato y mientras se comunicaba a Madrid la triste noticia y se elegía una segunda esposa, ésta también fallece, por lo que al final se casa con la única que continúa viva, la cual  viene a España con su hermanastra Greta, hija bastarda del mismo padre, el archiduque Carlos II de Baviera.

 

Retrato de Felipe III

La muerte de Margarita a los pocos días de dar a luz, por fin a un varón saludable, al que se pondrá de nombre Felipe y reinará como IV, está recubierta de un halo de misterio y tras el funesto desenlace se quiso ver la mano del duque de Lerma, el cual mantenía con la reina una tensión persistente, pues Margarita advertía constantemente a su esposo sobre las perversas intenciones del valido.

Después de un parto muy dificultoso y cuando empezaba la reina a reponerse, una tarde, tras tomar su taza de chocolate a que acostumbraba, empezó a sentirse mal y en pocas horas falleció.

Una desgracia para el rey, muy enamorado de su esposa y para el país que quería mucho a su reina. Felipe III no volvió a casarse y siguió con su rutina de vida, dejando al de Lerma al mando de todo.

Este valido pensaba únicamente en su beneficio personal y como si fuera de los tiempos actuales, su principal actividad lucrativa era la especulación del suelo. Estaba tan desprovisto de escrúpulos que tras comprar unos terrenos en lugares estratégicos de Valladolid, convenció al rey para trasladar allí la corte, con lo que el precio de sus terrenos se disparó de manera astronómica. Seis años más tarde hizo la misma operación en Madrid sin ningún recato y el rey accedió nuevamente a trasladar la corte a la villa.

Pero él no tenía la culpa, sino el que se lo consentía a pesar de las quejas que le llegaban al monarca.

El rey vivía prisionero de Lerma y del protocolo. Unas reglas estrictas asentadas en la corte desde que Felipe el Hermoso vino a España, instaurando lo que se llamó el Protocolo Borgoñón que tenía unas reglas difíciles de entender en estos tiempos y de las que puede servir de ejemplo ésta que Carmen Posadas relata en su novela sobre la perla Peregrina y que a su vez ha debido tener inspiración en unas crónicas publicadas por el Archivero Real Antonio Rodríguez Villa entre finales del siglo XIX y la fecha de su muerte, en 1912.

Cada una de las actividades del rey y de muchos de sus nobles que, por imitación a la corona, también adoptaron esas estúpidas costumbres, estaban regida por un protocolo férreo y si, por ejemplo, el rey quería tomar un vaso de vino, se lo tenía que comunicar al ujier que permanecía siempre cerca de él para atenderle en todas sus necesidades, el cuál a su vez tenía que llamar al “gentilhombre de boca”. Este caballero, en compañía del sumiller bajaba a las bodegas, donde otro sumiller le entregaba la copa en donde se serviría el vino, sobre una bandeja, normalmente de preciada factura.

Un servidor traía el vino en una jarra y otra jarra con agua, por si se quería rebajar. Con todos los elementos precisos subían a la estancia del rey, donde otro gentilhombre tomaba la copa y se la pasaba al médico para que la inspeccionara, tras lo cual se la cubría con un paño y se la entregaba al rey precedido por un grupo de seis maceros. Pero la copa no se entregaba directamente al rey sino al ujier al que el monarca había manifestado sus ganas de beber un poco de vino, el cual cogía la copa y arrodillándose, la ofrecía al rey mientras le sujetaba una bandeja bajo la barbilla, por si alguna gota se derramaba que no manchase su carísimo vestido.

Y así era todo, incluso para ir al excusado a hacer aguas menores o mayores, en donde después de cada evacuación, un gentilhombre de orinales, retiraba el producto del desecho. Y lo peor es que para este puesto, como para muchos otros había puñaladas traperas.

Todo un ejercicio de sencillez con el que se quería dejar patente, alejándose de la austeridad castellana, el carácter divino del monarca y su enorme distanciamiento del pueblo llano e incluso de la nobleza.

Como es natural y para cubrir las necesidades de personal que cada acto del rey necesitaba, la sola figura del monarca contaba con unos cinco mil servidores, número por otra parte similar a los servidores/asesores que tiene nuestro actual presidente del gobierno.

 

Hasta una serie de sellos correos, hace mofa del extremado protocolo

Hay que tomar en consideración varios factores que hacían necesarios tan elevado número de servidores. En primer lugar había cuatro instituciones que se encargaban de estos menesteres: La Casa Real, para administración, intendencia, conservación, seguridad, etc.; La Cámara Real, encargada del servicio, aseos, vestuarios, etc.; La Real Caballeriza, encargada de todo tipo de transportes y por último La Capilla Real, que se ocupaba de todos los aspectos religiosos que solían ser muchos.

En un almuerzo diario, al que se admitía público pueblerino, para ver alimentarse al monarca, se le servían hasta cien platos diferentes.

Felipe V, el primer Borbón, quiso aliviar tan rígido protocolo, pero incluso habiendo vencido en la Guerra de Sucesión, fue incapaz de vencer en aquella batalla y poner cortapisas al despilfarro que suponía aquellas costumbres, pues era tal la trama de intereses entrecruzados, que no tuvo sino obstáculos desde todos los lados.

Así las cosas, continuamos con el relato de lo que pudo haber acontecido para que el desafortunado Felipe III encontrase la muerte de una manera tan grotesca.

Según las crónicas a la que antes se hizo alusión, el monarca se encontraba sentado frente a una chimenea en el Alcázar de Madrid, un enorme palacio fortaleza que quedó destruido por un incendio en 1734 y sobre cuyo solar se levantó el actual Palacio de Oriente.

Era costumbre en tiempos de mucho frío tener chimeneas encendidas en diferentes lugares de palacio y en las grandes casas nobiliarias y frente a una de éstas enormes chimeneas, su majestad, el rey Felipe, descansaba de no haber hecho nada en muchos días.

La chimenea ardía a placer, quemando gran cantidad de leña y caldeando en demasía la estancia real. Parece que el rey tenía mucho calor, pero el protocolo le impedía levantarse y retirar un poco de leña, o llamar a alguien que lo hiciera. Eso tenía que hacerlo uno de los gentilhombres encargados de la persona real, ninguno de los cuales estaba presente en aquel momento.

Por fin apareció un noble (parece que identificado como Marqués de Polar), al que el rey le pidió que apagase o disminuyese el fuego, pero el marqués se excusó so pretexto de que el protocolo le impedía hacerlo, para lo cual tenía que llamar al duque de Uceda, hijo del duque de Lerma, valido del rey caído en desgracia.

Pero el de Uceda había salido y no estaba en el Alcázar, por lo que el rey tuvo que seguir soportando el calor que desprendía la chimenea que le produjo un sobrecalentamiento tal que al día siguiente tenía una erisipela en toda la cabeza, con fiebres muy altas de las que no se pudo recuperar.

Pero lo cierto es que el rey realizó en 1619 un viaje a Portugal con el fin de darse a conocer por su pueblo. De ese viaje ya regresó enfermo, además de muy aquejado por una melancolía extrema que lo acompañaba desde hacía muchos años y que ambas dolencias se fueron agravando con el tiempo. Es muy posible que el episodio de la chimenea contribuyese a un agravamiento de esa enfermedad que trajo de Portugal y que no está muy descrita, pero por sí misma, una erisipela no va a producir la muerte.

Una muerte estúpida tras una vida estúpida y vacía, en una sociedad no menos estúpida, porque nadie en su sano juicio, para no mermar su dignidad real, permanece sentado achicharrándose, en vez de levantarse y apagar el fuego, o simplemente retirarse de él.