A veces, la historia se repite y lo hace con matices tan
marcados que da la sensación de haberse vivido ese episodio en toda su
magnitud. Así ocurre con la historia de una mujer que siendo esclava, llegó a
ser la favorita del califa de Córdoba Al Hakem II, el más culto y erudito de
todos los emires y califas cordobeses. (Ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/subh-la-vascona.html)
Cinco siglos más tarde, otro
gobernante del Islam, vivió una historia de amor con una esclava de su harem, a
la que llegó a convertir en esposa, circunstancia nada corriente, pues las
esclavas no pasaban de ser concubinas y a lo sumo, favorita.
Esta vez fue lejos del
califato cordobés, en tierras de turcos, concretamente en Estambul y con
protagonista de excepción, pues no en vano fue el más poderoso y temido de los
sultanes otomanos: Solimán, el Magnífico.
En los albores del siglo XVI,
nació en las montañas del Caucaso, la cordillera que entre el Mar Negro y el
Caspio separa a la Rusia europea de Asia, una niña a la que pusieron por nombre
Alexandra Anastasia Lisowka. Era hija de un sacerdote ortodoxo y de una esclava
a la que la preñez y el posterior parto habían mermado su capacidad de trabajo,
por lo que sus amos descargaron en la criatura todo el rencor acumulado contra
su madre.
Creció Alexandra en un
ambiente tan hostil que casi le pareció una liberación cuando unos soldados
turcos, en una de las muchas incursiones que a los pies del Cáucaso efectuaban,
la hicieron prisionera y se la llevaron a Estambul.
Debía tener la joven en torno
a los quince años cuando esto ocurría y, a pesar de la mala vida que había
llevado, era una joven de preciosos cabellos rojos, razón por la que fue
conocida como “Roxelana” y unos ojos tan bellos y de tan intenso mirar que
provocaban la sensación de haber magnetizado a quien los contemplaba. No era
muy alta de estatura, pero sí de curvas redondeadas y bien formadas que le
daban al conjunto un poderoso atractivo.
Una vez en la capital del
imperio un mercader de esclavos se interesó por la muchacha cuando supo que,
inexplicablemente para su edad y para las manos por las que había pasado,
continuaba siendo doncella.
El mercader, experto en
valoraciones sobre los esclavos, pensó que aquella joya podría terminar en el
harem del sultán, en aquellos momento Selim I, al que su pueblo llamaba “El
Adusto”, por la sequedad de su carácter, huraño y malhumorado que pensaba poco
en su pueblo y mucho en guerrear.
Puede que su carácter fuese
consecuencia de un largo padecimiento de estómago que terminó en cáncer, que
además de agriarle el carácter, le provocaba una total inapetencia sexual,
quizás razón por la cual la bella Roxelana no atrajo la atención del sultán,
que no obstante la alojó en su serrallo.
Pronto dio la nueva odalisca
muestras de su inteligencia natural y sin demasiado esfuerzo aprendió a leer y
escribir, así canto, danza, bordado, cocina y cuantos refinamientos amatorios
se enseñaban a las concubinas para satisfacer a sus señores.
La simple comparación entre la
durísima vida que había llevado hasta su captura, con la lujosa existencia de
la que disfrutaba, alegraron el carácter de Roxelana que, por su temperamento
bromista y dado a las risas, pronto se la empezó a llamar “Hürrem”, la risueña,
nombre por el que será ya conocida.
Esa alegre cualidad y la
precisión de sus bordados, atrajeron la atención de la esposa del sultán,
llamada Hafise y madre del que sería heredero del trono, Soliman.
A la sultana le gustó la rusa
como concubina para su hijo y aprovechando la virginidad de ésta y el poco
afecto que tenía a la esposa de su hijo, una princesa extranjera de enorme
belleza, pero más bien metida en carnes que ya había dado un heredero al
príncipe, se la presentó.
El primer encuentro entre
Hürrem y Solimán fue un verdadero flechazo; un amor de los que se llaman a
primera vista, sobre todo para él, que prendado de los enigmáticos ojos de la
esclava, no cejó en su empeño hasta que se la llevó a la cama, en donde ya la
rusa echó el resto de su sabiduría y apoyada por su propia intuición, consiguió
que el príncipe quedara definitivamente prendado de su concubina.
Retrato de Hürrem, por
Tiziano
Era el año 1520 cuando “El
Adusto” murió y Solimán accedió al trono del inmenso imperio otomano, bajo cuyo
reinado consiguió su máximo esplendor, aunque gran parte de esa grandiosidad
procedía de la piratería y el pillaje, así como de asolar costas y ciudades,
apoderándose de todas las riquezas y esclavizando a las poblaciones.
Por aquel entonces, “La
Risueña”, debía tener alrededor de los dieciocho años y estaba, por tanto, en
su máximo esplendor y belleza que junto a sus otras cualidades, hacía que el
nuevo sultán visitase cada noche su habitación. No le resultó demasiado
complicado a la concubina hacer que el sultán se desprendiera de su esposa y de
Mustafá, el hijo de ambos, que terminaron relegados a un rincón dorado del
serrallo, donde el infortunio de verse abandonada de su marido y sin ninguna
posibilidad de medrar en la corte, fueron agriando el carácter de la reina que,
dándose por entero a la comida como única salida a sus pesares, adquirió unas
proporciones nada desdeñables.
Cierto día en que, por
casualidad, ambas mujeres coincidieron en las dependencias de la reina madre, la
gordinflona se abalanzó sobre Hürrem con intención de destrozarle el bello
rostro a arañazos, siendo necesaria la intervención de los eunucos y de la
propia reina madre para evitar que aquello terminara en desastre.
Cuando el incidente llegó a
oídos del sultán, no dudó en atribuir la culpa a su esposa, momento que
aprovechó Hürrem para jugar sus bazas.
Mezclando lágrimas y dolor con
astucia y arte, consiguió hacer ver a su amo que en realidad la culpa era suya,
pues nunca la había distinguido con la prioridad de ser su primera favorita y mucho
menos con casarse con ella.
Según el Islam, puede el
sultán tener hasta cuatro esposas legales, además de infinitas favoritas,
concubinas y amantes de una sola noche y Solimán tenía solamente una, por lo
que podía tomar nueva esposa, trampa en la que seducido por los encantos de su
favorita, cayó profundamente rendido y la tomó en matrimonio.
La nueva situación cambió
radicalmente el carácter risueño, ardoroso y amable de la antigua esclava, que
empezó a encelarse de cuantas personas tuvieran alguna intimidad con su esposo,
creyendo ver enemigos por todas partes. Así, pronto empezó a recelar del gran
visir, Ibrahim Pasha, consejero y amigo íntimo de Solimán. No cejó en su empeño
hasta que el visir fue desposeído de sus cargos y ejecutado.
Además de casarse formalmente
con una concubina, contraviniendo todas las costumbres del imperio, Solimán
cometió, por amor a su esposa, otra irregularidad grave como fue el permitir
que ella lo acompañara en el trono e influyera en sus decisiones hasta el
extremo de convertirse en su única consejera.
Según una ancestral costumbre,
al heredero del sultanato se le enviaba como gobernador a una provincia, de la
que no volvía hasta la muerte del sultán y para subir al trono.
Así se evitaba que estuviera
en la corte maquinando para hacerse cuanto antes con el poder. Para compensar
la penosidad de tener que trasladarse a una provincia, alejado de la corte,
cuando era coronado, todos sus hermanos varones que no fueran de la misma
madre, eran estrangulados, para evitar que conspiraran contra él. Una costumbre
bárbara pero a la vez efectiva en una época en donde las traiciones estaban a
la orden del día.
Hürrem sabía que el heredero
al trono no sería ninguno de los cuatro hijos que había tenido con Solimán,
sino Mustafá, el hijo habido con la primera esposa y que a su coronación, sus
hijos serían asesinados.
Inició entonces un metódico y
progresivo proceso de intoxicación a su esposo y a las personas poderosas con
las que el sultán se codeaba, queriendo hacer ver que Mustafá maquinaba contra
su padre, influido por la madre que no conseguía soportar la situación en la
que la esclava la había colocado.
Tanta insidia vertió en los
oídos de su esposo que este acabó creyendo en un falso complot para acabar con
su vida y, obrando en consecuencia con la época, ordenó asesinar a su propio
hijo.
Desaparecido el heredero, el
nombramiento de príncipe recayó en Selim, cuarto hijo de Hürrem y Solimán –el
primogénito, Mehmet, había muerto de viruela, el segundo era una mujer,
Mihrimah y el tercero, Abdullah murió cuando tenía dos años– que reinaría con
el nombre de Selim II y al que el pueblo apodaría “El Borracho”, dada su
condición de alcohólico.
Hürrem no consiguió verle
coronado, pues murió antes que su esposo y mejor que no lo hubiera visto, pues
el declive del imperio empezó precisamente con este individuo de escasas
cualidades que solamente heredó de su madre el cabello rojo.
La Sultana Risueña consiguió
tener un inmenso poder, junto a su esposo, sobre el que siempre ejerció una
gran influencia y no siempre desviada, como en el caso de la coronación de su
hijo, sino muy acertada en política exterior y en otras muchas cuestiones de
estado.
Además fue mecenas de muchos
artistas e impulsora en numerosas obras sociales, como construcción de hogares
para huérfanos de guerras, hospital para mujeres, comedores de beneficencia,
con las que se ganó el apoyo del pueblo.
A su muerte, en 1558, el
sultán quedó completamente desolado, mandando construir un mausoleo en la
trasera de la Mezquita que lleva su nombre y junto al que ya había construido
para acoger sus restos mortales.