jueves, 21 de octubre de 2021

ARBUÉS Y EL LIBRO VERDE

 

Hace pocas fechas tuve la ocasión de ver una película en la que un individuo blanco, viaja por los estados sudistas de los Estados Unidos dando compañía y protegiendo a un afamado pianista negro que recorre el país dando conciertos muy exclusivos. La película se llamaba “El Libro Verde”.

Era la época en la que se iniciaba la integración racial, pero donde todavía existían grandes lagunas, muchos lugares en los que un negro no era admitido. Para salvar ese escollo, se publicó en los Estados Unidos un libro encaminado a señalar todos los lugares en los que un individuo de raza negra era aceptado: hoteles, pensiones, almacenes, gasolineras, etc..

El Libro verde fue muy bien aceptado y resultó fundamental para evitar incidentes desagradables. Pero mientras veía la película estaba haciendo memoria porque yo había oído hablar de otro “Libro Verde”, mucho más antiguo y curioso que se había publicado en Zaragoza u otra ciudad de Aragón.

Lógicamente nada más terminar la película me fui a buscar aquel otro libro, que siendo del mismo color, no sabía muy bien de qué trataba ni quien lo había escrito.

No tuve que buscar demasiado porque de inmediato se me hizo presente. El Libro Verde es un manuscrito de principios del siglo XVI que tuvo una enorme difusión en ese siglo y los siguientes y en el que se catalogaban familias aragonesas que tuvieran antecedentes de judíos conversos con expresión de toda su genealogía.

Se sabe que ese no fue su verdadero nombre, pero éste se ignora y quizás el color de la velas que llevaban los condenados en los autos de fe diera título al manuscrito. Un siglo después de haberse escrito, la Diputación General del Reino de Aragón, lo consideró un libelo, un escrito difamatorio y que su autor, si se conociese, bien merecería el máximo castigo de haber estado vivo, pero para su suerte, además de su anonimato, ya habría fallecido muchos años antes. El mismo Órgano dictaminó que cualquier persona que lo tuviese, aunque no lo mostrase a nadie y no lo quemara, también merecería la misma condena.

Incluso la Inquisición llegó a condenarlo y en 1622 se hizo una quema pública de muchos ejemplares en una plaza de Zaragoza.

La finalidad de aquel libro, guía, compendio o como se le quiera llamar está bien clara desde las primeras páginas, pues su autor se expresa diciendo que siendo asesor de la Inquisición tuvo muchas noticias de la mayor parte de los judíos conversos del Reino de Aragón y eso le dio la idea de facilitar una herramienta para que las personas con limpieza de sangre, no se mezclaran con conversos, conocieran de qué generaciones de judíos descendían y no perdieran de vista quienes fueron sus parientes expulsados de España en 1492.

Quizás impedirles el acceso a cargos públicos fuera otra de las motivaciones al escribirlo.

No se tiene certeza de quién fuera el autor de este miserable panfleto que afortunadamente solo existe en algunas bibliotecas y bajo muy estrecho control.

Pero hay quien lo ha leído y estudiado en profundidad, descubriendo algunas cosas de interés para la historia. Por ejemplo, se sabe que gracias a este manuscrito se descubrió quienes habían cometido un atroz asesinato y las personas que habían pagado para que se ejecutara aquella iniquidad.

La historia es la siguiente: En el año 1441 nació en Épila, municipio de la provincia de Zaragoza, Pedro de Arbués Ruiz, en el seno de una familia acomodada que pudo darle estudios y así, tras estudiar filosofía, continuó sus estudios en la prestigiosa universidad de Bolonia, en donde llegó a ser catedrático y más tarde doctor. Paralelamente fue ordenado sacerdote y nombrado canónigo de la Seo de Zaragoza.

Es evidente, por su trayectoria, que Arbués era un joven inteligente y estudioso, en el que pronto se fijo uno de los clérigos más poderosos de España, si no el que más: Tomás de Torquemada, inquisidor general, confesor de la reina Isabel y fanático religioso como casi todos en su época.

En mayo de 1484 Torquemada lo nombró, junto al dominico Gaspar Juglar, primeros inquisidores del reino de Aragón.

Es necesario recalcar que así como Castilla era un reino fervientemente religioso, en el que todo el poder se supeditaba a la Iglesia, en Aragón no ocurría lo mismo ya que la existencia de los famosos “fueros” limitaban el poder real y eclesiástico sobre los súbditos, ejerciendo una protección que en algún caso era de considerable eficacia. Esa condición foral hacía ver a los aragoneses que no estaban desvalidos contra los abusos de la realeza o de la Iglesia, por otra parte muy proclive a abusar de los ciudadanos so pretextos religiosos hábilmente manipulados.

Así estaban las cosas cuando los dos jóvenes inquisidores iniciaron un recorrido por el reino de su demarcación inquisitorial, donde el recibimiento se expresaba en función de respeto y miedo.

Pero al llegar a Teruel, las autoridades locales les prohibieron la entrada en la ciudad y ellos, ni cortos ni perezosos, procedieron a decretar el máximo castigo de la Iglesia: la excomunión de toda la población.

Pero en Teruel también había religiosos y muchos, así que el clero en una unión contra los inquisidores, recurrieron al papa, mientras el brazo secular lo hacía a la Diputación General y al rey.

El papa y la Diputación General se pusieron abiertamente a favor de la ciudad. El papa, Sixto IV levantó la excomunión, mientras que la Diputación se dirigía al rey haciéndole saber que allí no había herejes y que si en algún caso los hubiera deberían ser tratados con “amonestaciones y persuasiones” tendentes a rescatarlos de su error y nunca con violencia.

Ante una demostración de sensatez como la descrita, la respuesta del rey fue todo lo contrario, enviando a tropas castellanas para conminar a las autoridades todas de Aragón a que recibieran y ayudaran a los inquisidores, acabando así con cualquier núcleo de resistencia a la implantación de régimen de terror que suponía el Santo Oficio.

Los jóvenes inquisidores se frotarían las manos del gozo que aquella medida les producía y de inmediato comenzaron con su terrorífica labor y era tanto el afán que ponían en su tarea que muy pronto su foco principal: los judíos conversos y el pueblo llano que no se libraba de acusaciones de herejía y brujería, comenzaron a expresar su malestar  y a los que se unió la propia nobleza que veía peligrar el mantenimiento de los fueros.

Pero era muy difícil enfrentarse al omnímodo poder de la Iglesia, representado por la Inquisición que no cesaba de condenar a muerte a cualquier persona con los argumentos, tan incorpóreos como eficaces, de las delaciones, cuya causa había que buscarla, las más de las veces, en la venganza o la envidia y no en la aspiración a mantener incólume la fe cristiana.

Sin embargo ese enfrentamiento era difícil hacerlo por métodos ortodoxos, así que algunos afectados, más enérgicos de carácter y resolutivos, optaron por pasar a la aplicación de otros métodos más eficaces, sobre todo con el de Arbués, cuya postura más recalcitrante que la de su compañero inquisidor que no se libraba tampoco del rencor y la animadversión del importante segmento de población judeo-conversa, se había hecho acreedor de los más profundos odios.

Se unió a esto que Gaspar Juglar falleció al año siguiente y aunque un rumor incontenible apuntaba a que había sido envenenado, nada se pudo demostrar, aunque los episodios posteriores señalarían certeramente en esa dirección.

Y el episodio posterior fueron en realidad dos atentados que sufrió Arbués y de los que consiguió salir ileso, pero era tal el odio y la sed de venganza que los judeoconversos no cejaron en su empeño.

Conseguir mediante horribles torturas las falsas confesiones de los enjuiciados es algo que la familia no puede olvidar fácilmente y cuando se trataba de personas que ostentaban una buena posición social y económica, cualquier medio es bueno para quitar de la circulación a quien les está haciendo tanto daño y así, la noche del 14 de septiembre de 1485, mientras Arbués oraba de rodillas ante el altar mayor de la Seo de Zaragoza fue acuchillado por ocho personas que sabiendo que el inquisidor usaba una cota de malla debajo de su ropaje religioso, le dan varias puñaladas en el cuello mortales de necesidad. Inmediatamente huyen de la Seo, mientras algunos canónigos, alertados por los ruidos producidos en el apuñalamiento, acuden en auxilio de Arbués que es trasladado a unas dependencias en donde falleció dos días más tarde.

El crimen sacrílego exacerbó el odio contra los conversos y contra los judíos en general, desatando una reacción violenta contra el colectivo judío, más aún cuando se supo que los criminales habían sido pagados por conversos.

Los autores materiales y los instigadores fueron detenidos y juzgados, siendo ejecutados tras la celebración de varios actos de fe a lo largo del año siguiente. La cifra se saldó con dos suicidios, nueve ejecutados, tres quemados en estatua, al no haber sido hallados y cuatro severamente castigados por su complicidad en los hechos.

De inmediato Arbués es considerado un mártir de la Iglesia. Se le realizan funerales de gran boato y se le entierra en un mausoleo en una capilla de la Seo que se dedica a él y que paga la ciudad; se le beatifica en 1662, siendo posteriormente canonizado por Pio IX en 1867.

Es curiosa la forma de agradecer de la Iglesia a los que a sangre y fuego, sin ningún escrúpulo, convierten en herejes a personas normales, en aras de amedrentar y mantener su sanguinaria autoridad.

El proceso contra los asesinos de Arbués se conoce con muchos detalles, precisamente gracias al Libro Verde.

Murillo perpetuó el crimen con un cuadro de magnífica factura que desgraciadamente salió de España y se encuentra en el Museo del Hermitage de San Petersburgo.