viernes, 30 de septiembre de 2016

LOS VIAJEROS EGIPCIOS




El faraón egipcio Ptolomeo III, llamado el Benefactor, se casó con una princesa siria llamada Berenice, natural de Cirene, en la actual Libia. Esa fue quizás la causa de que oyera hablar de un sabio griego nacido en aquella misma ciudad y llamado Eratóstenes, al que llamaban de segundo nombre “Pentathlos”, título que se concedía a los que ganaban en las cinco pruebas de que constaban los juegos de la ciudad de Olimpia.
Hace pensar esta circunstancia que además de matemático, astrónomo y geógrafo, Eratóstenes fue en su juventud un gran atleta.
Era el año doscientos treinta y seis antes de nuestra era, cuando Ptolomeo III lo mando llamar; pero no lo quería para practicar deportes, ni para entrenar a los jóvenes egipcios, lo quería para que organizase la más grande y fabulosa biblioteca de la antigüedad, la Biblioteca de Alejandría, ubicada en un bellísimo edificio considerado una de las siete maravillas del mundo que lamentablemente desapareció, con muy buena parte de su contenido, en un incendio provocado por la tropas de Julio César en el año 48 a.C.  No se sabe con demasiada certeza quien mandó construir tan magnífica biblioteca, aunque se piensa que había sido su abuelo, Ptolomeo I.
Eratóstenes y un grupo de alumnos suyos, se hicieron cargo del casi millón de rollos con que contaba la biblioteca y organizó, estudió, distribuyó y sobre todo, leyó, todas las maravillas escritas que allí se almacenaban, mientras estuvo en el cargo hasta su muerte, en 194 a.C.
El sabio griego, considerado ya en la antigüedad como el “Segundo Platón” destacaba sobre todo en astronomía y antes de su llamada por el faraón, había construido una esfera celeste para estudiar los movimientos del Sol y los planetas que se estuvo utilizando hasta bien entrado el siglo XVII, lo que da idea de lo avanzado de los conocimientos del griego.
Una vez en Egipto, tuvo referencias, por un papiro encontrado en la biblioteca, de que en la localidad de Siena, actualmente Asuán, donde está la gran presa del Nilo, el día del solsticio de verano los objetos verticales no proyectaban sombra y los rayos del sol se colaban hasta el fondo de los pozos más profundos.
Estudió y comparó la situación geográfica de Alejandría y Siena, concluyendo que ambas estaban en el mismo meridiano, situada la primera más al norte.
Llegado el solsticio, midió las sombras de ambas ciudades encontrando que en Siena, la sombra era totalmente perpendicular, pero en Alejandría tenía una levísima inclinación. Por algún procedimiento matemático que yo no alcanzo a explicarme, determinó el punto en que esas dos líneas se unirían, determinando el radio terrestre y más tarde la circunferencia que cifró en doscientos cincuenta y dos mil estadios.
Considerando que la longitud de la medida conocida como estadio no era universal, pero aplicando la que se utilizaba en aquella época en Alejandría, que era de 184.8 metros, el cálculo de Eratóstenes se desviaba solamente en unos seis mil kilómetros respecto de las mediciones más modernas, efectuadas por satélites, que cifra la circunferencia terrestre en 40.075 kilómetros. El error no estuvo en los cálculos matemáticos, sino en la premisa sentada de que ambas ciudades estaban en el mismo meridiano, cuando en realidad había tres grados de diferencia entre una y otra.
Todo eso en el seno de una civilización que aún no tenía muy claro que la tierra fuese redonda.
Pero los conocimientos del sabio llegaron mucho más allá. Hasta el siglo XVIII, la navegación de altura no sabía situarse cuando se encontraba en alta mar y sin ninguna costa a la vista. Para los avezados marinos era relativamente fácil situarse en relación a los polos de la Tierra y el ecuador, pero resultaba imposible situarse en el huso horario que fijaban los meridianos.
No fue hasta que se introdujo el cronómetro, como elemento auxiliar de la navegación, que los marinos pudieron saber en qué punto exacto, o casi exacto, se encontraban (se puede consultar mi artículo sobre la Longitud en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-parrilla-el-saltamontes-y-el-h-1.html ).
Eratóstenes debía de manejar conocimientos muy profundos sobre astronomía, entre ellos uno que le había hecho fabricar un aparato que, enfocando la Luna y diversas estrellas conseguía situarse dentro de la inmensidad de las aguas oceánicas.
Este instrumento, auxiliar de la navegación, es referido en algunos escritos de la antigüedad con el extraño nombre de “Tanawa”, aunque, desgraciadamente no conocemos muy bien cómo era y cómo se utilizaba.
Muy posteriormente, en la Edad Media, se usaba un instrumento llamado “Torquetum”, basado en las mediciones del “Tanawa”, pero que no debía ofrecer demasiada precisión pues su uso fue abandonado.

Fotografía del Torquetum

El faraón, influenciado por Eratóstenes, organizó una expedición naval compuesta por seis embarcaciones modernas y muy bien equipadas que iban mandada por un capitán al que se conoce con el nombre de “Rata”, pero en realidad, todos iban a las órdenes de un navegante al que se conoce por el nombre de “Maui”, indudablemente discípulo del sabio griego.
Partiendo de la base de la redondez de la Tierra, aquella expedición se proponía rodearla, eligiendo el camino de oriente, porque las rutas a través del Mediterráneo eran muy peligrosas por la presencia de fenicios, sus mortales enemigos y piratas libios y tunecinos.
Así pues, salieron del Mar Rojo y aprovechando los vientos monzones, llegaron hasta la India con facilidad, pues es ruta ya la conocían, entrando seguidamente en el océano Pacífico.
Se cree que la expedición llegó hasta las costas occidentales de América, concretamente a la altura del actual Chile y muy posiblemente tocaron en la isla de Pascua.
Algunos estudiosos egiptólogos estiman que bordearon el Cabo de Hornos y llegaron a Brasil, donde existe una isla que lleva por nombre Rata.
Esta última hipótesis es muy poco consistente, pero que llegaran a Chile es más que creíble.
Previamente debieron desembarcar para abastecimiento y aguada en Nueva Guinea, donde se pensó que habían rendido viaje y en donde el epigrafista Barry Fell, toda una autoridad mundial en  la ciencia de descifrar las inscripciones, tradujo una inscripción hallada en una roca en las llamadas Cuevas de los Navegantes, en la costa de Irian Jaya, en Sosora, en una bahía llamada MClure.
La inscripción dice: “La Tierra está inclinada. Por lo tanto los signos de la mitad eclíptica tienden al sur, la otra mitad crece en el horizonte. Este es el cálculo de Maui.”
A continuación había un dibujo que se interpretó que se trataba del “tanawa” y que sirvió para que se hiciera una copia en madera.
Junto a estas grabaciones había otra inscripción, también en escritura jeroglífica, en la que se habla de una expedición de seis barcos que manda el capitán Rata.
Ante estas evidencias, se hace obligatorio pensar que aquella expedición de Ptolomeo III llegó, al menos, hasta Nueva Guinea, pero muchos investigadores apostaban porque la aventura no acabó allí y que después de pasar por la isla de Pascua, arribaron a las costas de Chile, remontaron el río Rapel y su afluente, el Tinguiririca y dejaron otra grabación en una roca, esta vez descubierta por el naturalista alemán Karl Stolp en 1885. La inscripción se hallaba en una caverna a bastantes kilómetros de la costa y casi en la cordillera de los Andes. Nuevamente fue traducida por Barry Fell que aseguró que la inscripción pertenecía a la misma expedición que dejó constancia en Nueva Guinea.
En esta ocasión decía: “Límite sur de la costa alcanzada por Maui. Esta región es límite de la tierra montañosa que el capitán reclama mediante proclamación escrita  en esta tierra triunfante. A este límite sur llegó la flotilla de barcos. El navegante reclama esta tierra para el rey de Egipto, para su reina y para su noble hijo, comprendiendo un curso de 4000 millas escarpado, poderoso, montañoso levantado en lo alto. Día 5 del año 16 del rey”.
A la luz de estos dos descubrimientos, una buena parte de los investigadores históricos de prestigio mundial, han empezado a creer que, efectivamente, los egipcios llegaron, al menos, hasta la costa americana del Pacífico, sin que se tenga constancia de que aquella expedición regresara a Egipto para poner a los pies del faraón su descubrimiento.
Estudiando las corrientes marinas y los vientos imperantes, parece posible que para un navegante avezado y conocedor de su situación en el mar, la expedición se podría haber realizado con el éxito que asegura la inscripción de Tinguiririca.
Si la expedición no volvió, es de suponer que permaneciera en tierras americanas, siendo más que posible que otros navegantes egipcios tratasen de ir en búsqueda de aquellos compañeros, sobre todo porque Eratóstenes, el verdadero genio e impulsor de expedición, querría comprobar que sus instrumentos y sus tablas astronómicas eran correctas.
Eso podría explicar las numerosas similitudes que presentan las culturas encontrada en las Américas con las de Egipto, no solamente en la construcción de pirámides, sino en rasgos fisonómicos, caracteres gráficos, símbolos jeroglíficos, etc.

Esto no es obligatorio creerlo, pero que los egipcios llegaron a las costas occidentales americanas, es un hecho incuestionable.

viernes, 23 de septiembre de 2016

OCURRIÓ UNA NOCHE




En realidad ocurrió en dos noches; dos noches del mes de noviembre pero con treinta y cinco años de por medio. Les ocurrió a dos personas, dos sabios y quizás, las mentes más preclaras de su época, cada uno en su área, aunque en muchos casos, sus actividades se solapaban.
Por dar una mejor explicación, voy a empezar por la segunda de las noche, la del veintitrés de noviembre de 1654, día de San Clemente, papa y mártir, vigilia de san Crisógeno mártir. Cerca de las diez y media y hasta las doce y media.
Así, poco más o menos, iniciaba Blas Pascal un memorial que escribió aquella noche y que cambió radicalmente el rumbo de su vida y privó al mundo del futuro desarrollo y expansión de una de las mentes más preclaras de todos los tiempos.
Nació Blas Pascal el diecinueve de junio de 1623, en la localidad francesa de Clermont-Ferrand, hijo de un magistrado de alto rango y perteneciente a una familia de buena posición, tenía solamente dos hermanas; quedó huérfano de madre cuando contaba tres años de edad. Esta circunstancia hizo que su padre dedicase mucha más atención a sus hijos y, mirando por su futuro, se trasladó con toda la familia a París, en donde veía que los niños tendrían más posibilidades que en una ciudad de provincia, sobre todo el pequeño Blas que ya había dado múltiples muestras de poseer una inteligencia poco común.
Allí pasaron varios años hasta que en 1640 su padre fue nombrado jefe de la oficina de recaudación de impuestos de la región de Normandía, cargo que ejercía con extremado rigor, lo que le acarreó no pocos enemigos.
Viendo a su padre enfrascado constantemente en las sumas y restas de las cuentas de las recaudaciones, el joven Pascal, que entonces contaba dieciocho años, inventó una máquina que en principio solamente realizaba sumas, pero que con el transcurso de los años fue perfeccionando y llegó también a hacer sustracciones. La “Pascalina”, llamó a la máquina sumadora y construyó, manualmente, hasta cincuenta ejemplares, de los que aún se conservan algunos. Es el antecedente más claro que se conserva de las modernas calculadoras.

Una de las nueve “Pascalinas” que se conservan en perfecto estado

Muy pronto, el joven Pascal empezó a destacar en el campo de las matemáticas y la física, disciplinas en las que demostró ser un verdadero genio,  realizando profundas investigaciones sobre los cálculos de probabilidades, investigaciones sobre los fluidos, sobre la presión de los líquidos y el vacío. Pero también destacaba y mucho, en materia de pensamiento, dedicándose muy de lleno a la filosofía y a la teología.
Con solamente dieciséis años, había formulado el conocidísimo Teorema de Pascal, que todavía se estudia en la geometría descriptiva.
Como padecía de constantes calambres en las piernas, no era muy apto para hacer excursiones, pero tenía necesidad de efectuar unas comprobaciones sobre la presión atmosférica, por lo que obligó al marido de su hermana a que subiera a la cumbre del monte Puy-Dome, para comprobar que la teoría de Torricelli, sobre el peso del aire, era cierta, observando que el mercurio contenido en una especie de rudimentario barómetro, iba descendiendo conforme se iba subiendo la montaña hasta comprobar que en la cima experimentaba una subida menor que en la base de la montaña. Era evidente, el aire de la atmósfera tenía un peso.
Trabajó intensamente sobre la teoría de los vasos comunicantes y sobre todo en hidrostática, dentro de la cual expuso la presunción de que la presión que se ejerce sobre un punto cualquiera de un liquido encerrado en un recipiente se transmite con la misma intensidad en todas las direcciones.
Con este principio, inventó la prensa hidráulica, un sencillo mecanismo que nos sirve tanto para elevar un coche, como para sostener la torre Eiffel y sin la cual, la revolución industrial hubiera sido una cosa muy diferente.
Sin otro de sus inventos, la jeringuilla, el mundo tampoco sería lo que es, aunque posiblemente otro la habría inventado con posterioridad.
Profundamente religioso, junto con su familia, entró a formar parte del movimiento confesional conocido como jansenismo, que se caracterizaba por una estrecha aproximación a San Agustín, resaltando la predestinación y la imposibilidad del hombre para hacer el bien sin la intervención divina y que pronto fue proscrito por  el papa.

Pascal, según un grabado de la época

La familia entera vivió la exaltación religiosa de tal forma que su hermana Jacqueline, profesó en un convento.
En este ambiente, en el que por un lado su mente se desarrollaba hacia las ciencias y por el otro hacia la espiritualidad más profunda, llegó la noche del veintitrés de noviembre de 1654.
Qué fue lo que pasó exactamente aquella noche, es algo que se desconoce y ni siquiera se hubiese sabido que algo muy importante tuvo que pasar por la mente del sabio, de no ser porque, a su muerte, se encontró cosido a su ropa, un papel en el que había escrito algo.
Ese escrito se conoce como Memorial de Pascal y empieza como más arriba se dijo por la fecha, los santos del día y de la víspera y la hora. Sigue con la palabra FUEGO, resaltada; a continuación sigue: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, no de los filósofos y eruditos…” lo que continúa es una exaltación a Dios, al que se propone ser lo único en recordar. Todo lo demás queda relegado al olvido. Nombra a Jesucristo como quien le llama de manera vehemente, renuncia a todo sometiéndose exclusivamente a Jesucristo y a la fe y termina con: “Jamás olvidaré tus palabras. Amén.”
Luego se comprobó que desde aquella fecha de 1654, Pascal había dejado de ser el científico que todos esperaban de él. A partir de ese momento se entrega al ayuno, a la mortificación de su cuerpo, colocándose un cilicio por cinturón, olvida la física o las matemáticas y no lee nada más que a San Agustín. Su única obsesión fue la religión, salvar su alma y para eso, abandonó todo placer mundano y como algunos han dicho de él, entró en una etapa de misantropía en la que se dejó morir, lo que ocurrió el diecinueve de agosto de 1662, casi ocho años después del terrible incidente que trastocó su vida y cuando contaba solamente treinta y nueve años de edad.
En realidad su muerte no sobrevino por abatimiento ni descuido, padeció un cáncer de estómago que le produjo metástasis y que acabó con su vida.
Cuando iban a amortajarle, le quitaron las harapientas ropas que llevaba y fue en ese momento cuando se descubrió aquel trozo de papel, cosido a su levita, que había cambiado su vida.
También una noche, treinta y cinco años antes, la vida de otro francés, otro gran matemático y filósofo, cambió radicalmente.
Es el caso de René Descartes, sobre el que ya hace bastantes años publiqué un artículo que se puede consultar en este enlace ( http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-cabeza-de-descartes.html ).
Es sorprendente el paralelismo entre las vidas de estos dos insignes matemáticos y pensadores, pues Descarte también era hijo de un jurista que enviudó cuando el pequeño René tenía apenas dos años de edad.
Había nacido el treinta y uno de marzo de 1596, y era, por tanto, veintisiete años mayor que Pascal.
Autor de la famosa frase: “Cógito, ergo sum”, dijo haber tenido un sueño la noche del 10 de noviembre de 1619, a raíz del cual, se da de baja del ejército, con el que estaba luchando en los Países Bajos contra los tercios españoles, vende todas sus propiedades y se dedica a viajar, aprender y madurar su: “Pienso, luego existo”.
Treinta y cinco años antes, un sueño, una revelación, una aparición, no se sabe muy bien qué cosa fue, despertó en Descartes el deseo de la sabiduría; de aprender y transmitir y así nació su Discurso del Método, que dio el espaldarazo final a su renombre como matemático, astrónomo y filósofo.
Treinta y cinco años después, a otra persona, de características muy similares, un sueño, una revelación o no sabemos qué otra cosa, lo apartó de la ciencia, de la senda del conocimiento y lo encerró en el férreo cofre de la religiosidad, a cuya servidumbre se dedica por entero, haciendo dejación de su propia vida y de sus conocimientos.

Y las dos cosas ocurrieron una noche; noche que, en el primer caso, terminó en una feliz alborada, llena de luz y color y en el otro, no fue capaz de conjurar las tinieblas y quedó en noche para siempre.

viernes, 16 de septiembre de 2016

LA CIUDADELA DE DAVID




Hace poco más de dos años, la prensa del mundo cristiano se hizo eco de un importante descubrimiento arqueológico en tierras de Israel. El arqueólogo Eli Shukron, que trabajaba para la Dirección de Antigüedades de aquel país, proclamaba al mundo el descubrimiento de la ciudadela que según el relato bíblico, el rey David había conquistado hacía tres mil años.
Una ciudadela es una pequeña ciudad, muy fortificada, construida dentro de otra ciudad, siempre aprovechando una elevación del terrero, un barranco e incluso un río u otro accidente geográfico que la haga poco accesible la expugnación. Ésta, bastante bien conservada en sus cimientos, está situada en al sur de un recinto amurallado en el interior de lo que en aquella fecha era la ciudad de Yerushalayim, la actualmente conocida como Jerusalén.
El arqueólogo explicaba, al presentar su descubrimiento, que él y su equipo habían estado trabajando en el yacimiento durante dos décadas, tiempo durante el cual, junto a los trabajos de campo, se había ido desarrollando un trabajo de estudio y documentación, de tal manera que estaba en disposición de asegurar que, sin lugar a dudas, aquella ciudadela era la que el rey David conquistó a los jebuseos y que en los textos sagrados se conoce como “Ciudadela de Sión”.
No se debe confundir esta excavación con la Torre de David, que es una antigua ciudadela del siglo II antes de Cristo y que existe en la actualidad, aunque ha sido muchas veces destruida y reconstruida.

Foto aérea de la excavación

Que se ha excavado una ciudadela es algo evidente, pero identificarla con la referencia que la Biblia hace de la conquista de David, es harina de otro costal.
Shukron, que no es muy afamado en el campo de la arqueología, sí que es conocido por su tendencia a dogmatizar acerca de sus hallazgos y relacionarlos con los relatos bíblicos sin que ni un ápice de duda pueda ser introducido.
A esta tendencia, en el mundo de la arqueología se le llama “maximalismo”. Como es natural a ella se opone la corriente “minimalista”, mucho más científica y para la que sólo cuentan los hechos contrastables y a este respecto, las narraciones que se registran en La Biblia sobre el mítico rey David, no pasan de pura leyenda o fábula.
Para los creyentes, La Biblia es la palabra de Dios, no en vano quienes la escribieron recibían directamente la inspiración divina. Claro que esto es mucho creer para un tomo que se fue confeccionando a lo largo de siglos y al que se le fueron añadiendo libros, según convenía a la tradición o las costumbres.
Muchas de las referencias bíblicas han resultado ser verdad y yo mismo escribí un artículo en el que hacía referencia a estas coincidencias y que se puede consultar en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/los-diez-mandamientos.html.
Pero también se podrían escribir innumerables artículos con una argumentación totalmente contraria, pues todo el contexto del libro sagrado, está plagado de leyendas, fabulaciones e inexactitudes y en referencia al rey David, su existencia siempre fue motivo de especulación.
David aparece en La Biblia en unas ochocientas ocasiones y en los Nuevos Evangelios en unas sesenta. Como cualquiera puede suponer, tantas apariciones, referencias, incluso la atribuida autoría del Libro de los Salmos, debe tener una base real, pero lo cierto es que la historiografía no había encontrado nunca ninguna evidencia de la existencia real de este personaje.
De humilde pastor de ovejas, pasó a vencedor del gigante Goliath, luego a favorito del rey Saúl y más tarde, a rey de Israel.
Una historia truculenta de heroísmo, astucia, amores, pecados y odios, vicisitudes por las que el personaje va pasando hasta que, por fin, se sienta en el trono de Israel.
Su historia es narrada en Los Libros de Samuel I y II, y aparece por primera vez cuando su padre, Isaí, lo manda buscar, pues está apacentando las ovejas y lo presenta a Samuel, el cual, por orden de Dios, lo unge. Ya está preparado para ser rey de Israel, porque a partir de ese momento Jehová lo toma bajo su protección, apartándose de Saúl que era el rey y que desde ese momento cae en desgracia.
Viene luego la pedrada a Goliath y ya en el Libro II aparece al lado de Saúl y más tarde como rey, cuando ya Saúl pierde definitivamente el apoyo divino.
Leer La Biblia, aunque sea un “versículo al azar”, como decía un amigo mío, es demoledor. Qué mal contadas están las historias, qué episodios tan increíbles: el rey de Israel destronado por Dios frente a un pastorcillo, el más joven de ocho hijos: quién puede creer que Dios, que ya no ha vuelto a hacer acto de presencia desde tan lejanos tiempos, vaya a estar al lado de Samuel ordenándole untar de aceite la rubia cabeza del pastorcillo y desde ese momento lo toma bajo su protección directa; es como para tener una fe ciega en querer creerlo.
De hecho, la lectura de este libro estuvo mucho tiempo restringida por la propia Iglesia y luego destinada, exclusivamente, a aquellas personas que fuesen capaces de interpretarla en su justa dimensión.
¿Por qué Saúl, el rey, había caído en desgracia ante Jehová?: pues porque su dios le había mandado ir y matar a todos los “amalecitas”, pueblo enemigo de Israel.
Tras la batalla de Michmash, Saúl, en un gesto de caridad muy humana, se negó a cumplir el mandato divino que ordenaba liquidar tanto a hombres como mujeres y niños, aun de pecho y también a sus animales. ¡Claro, es que los “amalecita” no eran hijos de Dios!
Según las referencias que en el Antiguo Testamento se hacen de David, fue un gran rey que anexionó importantes territorios a sus dominios y fue el claro vencedor de los filisteos. Reinó por espacio de treinta y tres años y a su muerte le sucedió su hijo Salomón.
Y todas esas cosas ocurrían casi a diario hace tres mil años, pero ya no han vuelto a ocurrir, ya se ha acabado la inspiración y el mandato divinos, ahora hay que trabajárselo todo de otra manera.
Israel era un pueblo mísero, formado por las doce tribus que estuvieron cuarenta años vagando por el desierto para recorrer una distancia como de Cádiz a Córdoba y que luego se asentaron en un erial, al que llamaron la Tierra Prometida, en la que manaba leche y miel, aunque en realidad no crecía ni el más mísero yerbajo y aparte de lagartijas y serpientes, poca fauna más la aderezaba.
¡Menudo jardín! Es mejor no meterse en él porque nos perderíamos, como las doce tribus.
De todas estas vicisitudes, ni una sola estela grabada en roca, nada mereció la noble piedra del mármol para perpetuar las gestas. Israel, que recogió libros y libros de fábulas, no dedicó ni una sola lápida, ni un vaso conmemorativo, ni una columna, nada, a conmemorar su verdadera historia.
Pero a mayor abundamiento es necesario resaltar que los pueblos vecinos de Israel, que tenían en común la lengua, el arameo, y que además acostumbraban a dejar escrito casi todo, no hacen ni una sola mención al rey David. Simplemente cómo si no existiera.
Y por su lado, los israelitas, aparte de las alusiones bíblicas, tampoco dejaron constancia de que por el trono de su reino hubiese pasado el pastorcillo David.
No es cierto, hay una referencia arqueológica que recoge la palabra David y se encuentra grabada sobre una piedra hallada en las excavaciones del Monte Dan (Tel Dan), en Galilea y muy cerca de la problemática zona de Los Altos del Golán.
Esta piedra se exhibe en el Museo Metropolitano de Nueva York, mide trece por dieciséis centímetros y tiene grabadas trece líneas que todavía son legibles.


La piedra de Tel Dan

Dicen los expertos paleógrafos que la escritura narra los logros de Hazael, rey de Siria, enemigo de Israel, el cual ha matado a su rey Ahaziahu, de la casa de David.
Según esto, la Casa de David existió; no fue una invención bíblica y es muy posible que así sea, pero casa, en el contexto hebreo, hace más referencia a tribu que normalmente llevaban el nombre de su primer patriarca, lo cual no quiere decir, ni demuestra de ninguna manera que los relatos bíblicos sobre el rey Davis, vencedor de Goliath y ungido por Dios, sean verdad.
Claro que a falta de otros argumentos de más talla, bueno es éste que, al parecer, cita la existencia de un David. Ya es algo; algo para sostener el armazón que se desmorona por la falta de pruebas efectivas y determinantes que hoy están confiadas todas a la arqueología y sus ciencias auxiliares.
Si el reinado de David se centra alrededor del año mil antes de Cristo, la piedra de Tel Dan tiene doscientos años menos, es decir, fue tallada cuando ya, de haber existido el rey David, solo se conservaba de él la memoria.
Y si no está claro que el rey David, como persona, hubiera existido, ¿de quién era la ciudadela que Shukron descubrió?

Habrá que seguir investigando y, sobre todo, desenterrando para que nos enteremos de la realidad de nuestra Historia.