viernes, 29 de mayo de 2015

UNA CARA DE LA ESCLAVITUD: LA APASIONANTE HISTORIA DE "CÁNDIDA LA NEGRA" -3-




Manuel Pacheco Albalate
Publicado en Pliegos
 Academia de Bellas Artes Santa Cecilia
Número 8, año 2006, pp. 39-62
ISSN: 1695-1824


La Constitución aprobada en las Cortes de Cádiz el 19 de marzo de 1812 rechazó la propuesta de derogar la esclavitud, a pesar de que se levantaron importantes voces como la de Argüelles “el Divino”, apodo a que se hizo acreedor por su elocuencia, quien manifestó que “…comerciar con la sangre de nuestros hermanos, es horrendo, es atroz, es inhumano”. No obstante se consiguieron pequeños logros, como igualar en derechos a los que vivían en la metrópoli con los que lo hacían en los territorios de ultramar.

Un nuevo rebrote de enfrentamiento social, de mayores proporciones, tuvo lugar después de la Revolución de 1868, “La Gloriosa”, al solicitar de las nuevas Cortes el político puertorriqueño José Julián Acosta (1825-1897), la abolición de la esclavitud y la concesión de la autonomía para Puerto Rico, petición que en la Primera República sería atendida. Esto motivó que se crearan las “Ligas Nacionales” constituidas por todos los poderosos y reconocidos sectores antiabolicionistas, que veían en esta aprobación un primer paso para terminar con la esclavitud en Cuba, y por tanto en España, como así se hizo efectivo en 1880 con la creación del sistema de transición de Patronato. Por fin, en 1886, una Orden de la Reina Regente María Cristina suprimía el sistema de Patronato y ponía fin a la esclavitud en la isla de Cuba.

Pudiera parecer que el proceso había conseguido lograr sus objetivos, que estaba concluido, que nuevos aires de libertad se respiraban en las hasta entonces cabañas y barracones que habían servido de alojamiento a tanto infeliz. Podríamos suponer que el conseguir alcanzar cada uno de los escalones de esta pesada cuesta que fue la abolición de la esclavitud, era celebrado de la mejor manera. Que los licores obtenidos a partir de la caña de azúcar que durante tantos años ellos habían cultivado, que la chicha conseguida con la fermentación del maíz,  o que el “guavaberry” elaborado del fruto del arrayán, correría con profusión celebrando tan ansiado acontecimiento, esperado a lo largo de los años, de los siglos. Que los sones de percusión y las danzas africanas lo inundaban todo. Pero la realidad fue bastante distinta, como veremos con posterioridad con “nuestra Cándida”.  Las leyes se redactaron, se publicaron, entraron en vigor, pero durante un largo periodo fue papel mojado, porque la ilegalidad, y por tanto la esclavitud, siguió vigente. Y cuando por fin, realmente, se le concedió ser libres, se encontraron en la indigencia, sin nada, sin más posesión que sus cuerpos ya cansados, y sin tener ni saber donde reposar sus cabezas. Y comenzó de nuevo su explotación, pero ahora bajo el calificativo de legal. Aunque se vivía con la ilusión, siempre con la ilusión, siempre con la esperanza, de que vinieran tiempos mejores, que sus descendientes, las nuevas generaciones, tuvieran una existencia muy diferente a la que ellos habían tenido y sufrido.

El Puerto y la esclavitud

La Historia, la de El Puerto de Santa María, la de los portuenses, está salpicada de sucesos sobre la esclavitud. Sus habitantes a lo largo de muchos siglos de existencia, por su ubicación geográfica, han padecido la opresión a que le han sometido los pueblos que por aquí pasaron. Pero también, como expertos marineros, participaron en viajes e incursiones por las costas africanas, lo que les condujo a ser depredadores de seres humanos. No eran tratantes de esclavos, sino navegantes, pescadores, con grandes conocimientos de aquellas costas, de sus corrientes marinas, de los vientos que predominan en cada época del año, lo que les posibilitó surcar aguas más abajo de Cabo Bojador. Y de regreso a nuestra Bahía, como fruto de los encuentros y enfrentamiento mantenidos con los nativos de aquellas zonas, en sus barcos venían esclavos que, una vez vendidos en esta ciudad, o en las limítrofes, se integraban en alguna rica familia para realizar labores domésticas. Sí tendrá El Puerto, en el siglo XVIII, un vecino que se dedique al comercio de esclavos, y que funde la “Compañía Gaditana de negros”. Sin embargo el número de esclavos que residen en este siglo XVIII en El Puerto, no es ya significativo.

A modo de ejemplo, de las vicisitudes por las que pasó este pueblo, sigamos la descripción que hace el historiador Anselmo José Ruiz de Cortazar en su Puerto de Santa María Ilustrado y compendio historial de sus antigüedades (1764), en el Capítulo III, “Sobre las guerras que tuvieron los Cartagineses de Cádiz con los vecinos del Puerto de Santa María”, y podremos observar como padecieron algún tipo de esclavitud, fruto de guerras y enfrentamientos: “…por los años de 500 antes de la Natividad de Cristo nuestro Redentor, que corresponde al 252 de la fundación de Roma, intentaron los cartagineses tener el dominio absoluto de la isla de Cádiz y de toda la Andalucía, haciéndose de tropas auxiliares enemigas, y para conseguir el fin de empeño tan arduo, fiaron al artificio cauteloso su desempeño para ir entablando tan sacrílega maldad, ajustaron paces con los turdetanos y demás andaluces a fin de asegurarse de ellos,” y añade más tarde “El notorio agravio ejecutado por los cartagineses con los gaditanos pareció muy mal a los vecinos y naturales de la ciudad del Puerto Menesteo, viendo mudada la libertad en esclavitud, el amor en odio, la quietud en civil guerra, y en fin, todo tan cambiado que, habiendo sido los gaditanos los señores de la Isla, que recibieron los fenices y cartagineses, quedaron éstos por señores y aquellos en mísera servidumbre por esclavos.”

En el siglo XV, Alonso Fernández de Palencia (1423-1492), escritor a quien Enrique IV nombró cronista del reino, escribió en sus Crónicas (Lib. V, cap. II y Lib VI, cap. VI) como en 1475 unos vecinos de El Puerto arribaron con dos carabelas a las costas de Guinea, a la región de los “azanegas” (Gambia) donde con relativa facilidad consiguieron capturar a 120 cautivos, altos, dóciles, pescadores, de color cetrino, que vivían en lagunas alrededor de la costa, con los que retornaron. El éxito de viaje, y las ganancias producidas, sirvió de acicate para que se organizaran nuevas partidas con igual objetivo.


Otro relato, sobre el sometimiento que padecieron los portuenses, podemos extraerlo de la misma Historia de Cortazar en el capítulo XII, Libro Sexto, dedicado a mencionar los hijos ilustres que han engrandecido esta ciudad. Refiere a dos primos, ambos de nombre Bartolomé que fueron tomados por cautivos en Mequinez por el año 1691, e intentando escapar con la ayuda del moro que los custodiaba, fueron descubiertos y llevados a presencia del rey Muley Ismael, a quienes pertenecían. Mandó éste dar muerte al guardián y a los portuenses, pero les manifestó a estos últimos que les perdonaría la vida si abjuraban de la Ley que profesaban y se hacían moros. Pese a la insistencia y las coacciones con que actuó el rey musulmán, no consiguió su propósito, e irritado “mandó retirar a Bartolomé y por la espalda le atravesó con dos balas, y tomando una lanza le embistió con su caballo pasándole muchas veces con ella, conque murió al último aliento del dulcísimo nombre de María, a quien invocó por protectora. Iba a ejecutar el tirano igual castigo con el primo, que estaba viendo este triste espectáculo, y se suspendió a ruegos de un Alcaide, pero con la condición que solicitase se volviese moro y de que no lo quemasen, y en su defecto dijo: “yo te quemaré con él juntamente”. Valiose el Alcaide de cuantos medios discurrió para que renegase Bartolomé Ruiz y, no pudiendo ni con halagos ni con rigor conseguir su intento, fue atravesado con dos balas y medio vivo abrasado en la dispuesta hoguera.”

El más importante negrero vecino de El Puerto fue el indiano Miguel de Uriarte y Herrera, quien había nacido en San Francisco de Quito, en el Perú, donde contrajo matrimonio con María de Borja, descendiente por línea paterna de los marqueses de la Gandia, quien siendo ya vecina de El Puerto daría a luz, el cinco de octubre de 1753, a Francisco Javier de Uriarte y Borja, renombrado Capitán General de la Armada.

Carimba de la compañía gaditana de negreros


Desde 1760 ó 61 venía solicitando un Asiento, palabra que rápidamente era asociada por aquellos años con autorización para comerciar con esclavos, y en este caso para abastecer de negros a Venezuela. El permiso o credencial no llegaba, motivando que realizara una serie de viajes a Madrid a fin de obtener la concesión. En junio de 1765 vuelve a repetir la petición, concediéndosele a él y a sus socios la licencia, por una Real Cédula firmada en Aranjuez el 14 de junio de 1965, por la cual durante diez años podían traficar e introducir 3.500 negros anualmente en Cartagena, Portobelo, Campeche, la Habana y otros puertos del Caribe. Se había hecho realidad la “Compañía Gaditana de negros”, presidida por Uriarte, pero compuesta por otros comerciantes gaditanos: Lorenzo Aristegui, Juan José de Goicoa, Francisco de Aguirre, La Casa y Compañía de Enrile y su hijo, y un viejo conocido amigo suyo, quien ya vivía en El Puerto cuando el padre Marcos Escorza, superior del Hospicio de Indias de los jesuitas, acristianó a su hijo Francisco Javier, actuando el de padrino. Nos referimos a José Ortuño Ramírez, marqués de Villarreal y Purullena, y cargador a Indias desde 1746.

La compañía no fue bien. El objetivo primero fue llevar negros a América desde el Senegal, de las islas de Gorea, y de Cabo Verde, pero sin la intervención de franceses, portugueses o ingleses que controlaban el mercado. Esto no fue posible, y hubieron de recurrir a comprar los negros a los intermediarios de siempre. Este problema, unido a que el valor de dicha “mercancía” había subido considerablemente de precio, hizo que la empresa fuera acumulando, años tras años, fuertes pérdidas, declarándose en quiebra en 1772.

Por último nos encontramos a finales del siglo XVIII, y la esclavitud negra va quedando como una actividad residual, como afirma mi apreciado y buen amigo, pero sobretodo documentado, profesor Juan José Iglesias, quien en su tesis doctoral Una ciudad mercantil en el siglo XVIII: El Puerto de Santa María, nos ofrece un estudio de los esclavos de El Puerto en dicho siglo, contándose sólo 80, y de ellos el reducido número de 11 en los últimos 50 años. Sin embargo, desde mediados del XIX y durante algo más de cien años, nos vamos a encontrar con un caso singular, con una esclava a quien nadie dio la libertad, pero sí las vicisitudes por las que pasó, viviendo entre nosotros y  siendo reconocida como un personaje singular y popular.


Continuará.

jueves, 21 de mayo de 2015

UNA CARA DE LA ESCLAVITUD: LA APASIONANTE HISTORIA DE "CÁNDIDA LA NEGRA" -2-




Manuel Pacheco Albalate
Publicado en Pliegos
 Academia de Bellas Artes Santa Cecilia
Número 8, año 2006, pp. 39-62
ISSN: 1695-1824


La Iglesia por su parte, las muchas comunidades religiosas que llegaron a ultramar en misiones evangélicas, no se opusieron frontalmente a la actividad, considerándola como algo que había que aceptar dentro de la economía de la que venimos hablando y todo su esfuerzo no fue dirigido a derogarla, sino a procurar mejorar las condiciones de vida de los esclavos, a que su existencia fuera más humanas, más digna. Pero de todos los religiosos que prestaron una especial atención, nos quedamos con la figura del sevillano y jesuita Alonso de Sandoval (1576-1652) por su intensa labor misionera, que no quedó solamente en eso, en que fueran tratados como semejantes, labor que de por sí ya era importante, sino en la denuncia pública de cómo eran tratados, de intentar hallar una fórmula que consiguiera acabar con semejante sometimiento. Fruto de toda su preocupación fue la obra escrita en 1627 bajo el título de Naturaleza, Policía Sagrada y Profana, Costumbres, Ritos y Catecismo Evangélico de todos los Etíopes, de suma importancia para estudiar y valorar la esclavitud negra en este periodo. De ella vamos a entresacar un par narraciones porque nos dan una visión nítida de aquel lamentable tráfico. De este modo nos relata como eran capturados y embarcados para realizar el viaje hacia el Nuevo Mundo: “...Cautivos estos negros con la justicia que Dios sabe, los echan luego en prisiones asperísimas de donde no salen hasta llegar a este puerto de Cartagena o a otras partes. Y como en la isla de Loanda pasan tanto trabajo y en las cadenas aherrojados tanta miseria y desventura, y el maltratamiento de comida, bebida y pasaría es tan malo, dales tanta tristeza y melancolía que viene a morir el tercio en la navegación, que dura más de dos meses; tan apretados, tan sucios y tan maltratados, que me certifican los mismos que los traen, que vienen de seis en seis, con argollas por los cuellos y de dos en dos con los grillos en los pies, de modo que de pies a cabeza vienen aprisionados debajo de cubierta, cerrados por de fuera, do no ven ni sol ni luna, que no hay español que se atreva a poner la cabeza al escotillón sin marearse, ni a perseverar dentro de una hora sin riesgo de grave enfermedad. Tanta es la hediondez, apretura y miseria de aquel lugar". Y en otros pasajes, igualmente, nos describe, con crudeza, el trato que recibían de sus dueños y como iban cubriendo, lenta y dolorosamente, las horas de cada día: “Son sus amos con ellos más fieras que hombres. El tratamiento que les hacen de ordinario por pocas cosas y de bien poca consideración es breados, lardarlos hasta quitarles los cueros y con ellos las vidas con crueles azotes y gravísimos tormentos.” “Testigos son las informaciones que acerca de ello las justicias cada día hacen, y testigo soy yo que lo he visto algunas veces, haciéndoseme de lástima los ojos fuentes y el corazón un mar de lágrimas. Si el negro es minero, trabaja de sol a sol y también buenos ratos de la noche. Cuando ya levantan la obra, después de haber todo el día cavado al resistidero del sol y a la inclemencia del agua, descansan si tienen en qué y si los inoportunos y crueles mosquitos les dejan, hasta las tres de la mañana que vuelven a la misma tarea. Si el negro es estanciero, casi es lo mismo, pues después de haber todo el día macheteado al sol y al agua, expuesto a los mosquitos y tábanos y lleno de garrapatas, en un arcabuco, que ni aún a comer salen de él, están a la noche rallando yuca, cierta raíz de la que se hace cazabe, pan que llaman de pao, hasta las diez o más con un trabajo tan excesivo que, en muchas partes, para que no lo sientan tanto, les están entreteniendo todo el tiempo con el son de un tamborcillo, como a gusanos de seda”.

Esclavos negros lavando mineral

Pero la situación continuó, y hubieron de pasar más de dos siglos después de la muerte del Padre Sandoval para que este trato inhumano empezara a decaer, a desaparecer, a que se cuestionaran las naciones que todos los hombres debían ser libres. Y los gobernantes, los poderosos, no se plantearon esta decisión por las constantes rebeliones de los esclavos; no porque se hubieran introducido en la sociedad las nuevas ideas ilustradas; no porque en el siglo XIX, cuando aún se veía con naturalidad la trata de esclavos, hubiera penetrado una nueva ideológica; sino porque irrumpe en la sociedad la revolución industrial. Las máquinas compiten en rendimiento con el esclavo, producen menos enfrentamientos, y sobre todo, su coste es mucho más barato. Unos artilugios mecánicos, unos aparatos capaces de regular la acción de la fuerza, van a conseguir libertar a millones de esclavos que los políticos más avanzados no habían conseguido. Y junto con a la libertad, los cautivos van a conseguir mayor bienestar, mejores condiciones de vida, mayor poder adquisitivo, que les van a posibilitar el tener acceso a más productos que las máquinas producen, y a la larga, y con otros planteamientos que no tienen nada que ver con estos, a caer en otro tipo de esclavitud.

Dinamarca, en 1792, inició el camino de la supresión de la esclavitud. Inglaterra, donde tuvo lugar la primera Revolución Industrial, proclamó en 1807 la Abolition Act que no produjo de inmediato el objetivo propuesto de liberación, hasta que en 1831 se aprobó la abolición de la esclavitud en todas las colonias inglesas. A partir de entonces la llama de la liberación esclava se propaga por las plantaciones, minas, estancias, palenques, donde la población encadenada estaba recluida. España, tenuemente, hace una pequeña aproximación a este movimiento, y firma con Inglaterra en 1817 un tratado internacional, bajo ciertas condiciones, comprometiéndose a suprimir la trata y a libertar a todos sus esclavos en el plazo de tres años. Pacto que no se llevó a efecto, siendo los españoles uno de los de los últimos pueblos que acabaron con esta opresión. Sí entró en vigor la Ley penal de 27 de febrero de 1745 por la que se prohibía la trata, pero no la esclavitud; es más, en dicho documento se defendían muchos aspectos de los intereses de sus propietarios en las islas antillanas.

Elaborando tabaco en Las Antillas

Pero el proceso de abolición siguió adelante pese a los obstáculos e impedimentos de las burguesías conservadoras opuestas a aceptar de buen grado la anulación de una situación de prebendas, a disolverse como colectivo que se consideraba superior, a que pudieran perder poder para que otros obtuvieran libertad. En 1848 la República Francesa decreta la abolición de los esclavos en el Caribe, decisión que había sido tomada con anterioridad en 1794 y anulada con posterioridad por Bonaparte en 1810. Portugal, la que había tenido un protagonismo relevante en todo este comercio, en 1856 da un paso adelante y libera a todos los hijos que nazcan de esclavos, con la condición que presten servicio a sus amos hasta los 20 años (¡Cuantas fechas de nacimientos se modificaron!), y unos meses después le dio la libertad a los esclavos de las Indias portuguesas, de Mozambique, y de Guinea. En 1863 sigue la misma línea de actuación Holanda. Estados Unidos, en 1865, tras una cruenta guerra civil que agrupó, y enfrentó, a su sociedad bajo dos modelos políticos y económicos diferentes, libertó a cuatro millones de esclavos, después de tener que enmendar su constitución. Los diferentes países americanos fueron emancipándose, y el nacimiento de las nuevas repúblicas trajeron consigo la libertad para sus esclavos: México, Venezuela, Colombia, Uruguay.

El caso de España es algo especial. Parece como si esta situación hubiese sido resuelta hace muchos años, como si hubiera transcurrido un largo periodo de tiempo que ha dejado sobre los recuerdos una espesa capa de polvo impidiendo evocar el pasado. Cuando la realidad es que bien pudiéramos desempolvar y celebrar, con toda intención, el 120 aniversario de la abolición de la esclavitud en España. Posiblemente no queramos recordar que fuimos de los últimos países en considerar a los hombres iguales; en rememorar que hace sólo algo más de un siglo, con toda la legalidad de las leyes, se podían poner grilletes o cepos en las piernas de nuestros semejantes; que no eran unos españoles iguales a otros, en razón de su de nacimiento, raza, sexo, o religión.

En el siglo XIX, en la sociedad de nuestra piel de toro, hubo un duro enfrentamiento entre partidarios y detractores de la abolición de la esclavitud. Cada parte no buscaba defender los intereses de la comunidad, sino solamente los particulares de cada uno. Y en medio de esta situación, o más bien dentro de ella, se hallaba un colectivo de liberales, de políticos, de filósofos que propugnaban la libertad personal del individuo, y que, aunque sometidos a contiendas y presiones, intentaban alcanzar los objetivos que ya otros países europeos disfrutaban. Sin embargo esta meta no se alcanzaría hasta 1886, pues ninguna Constitución española de este siglo sacó adelante cuestión tan de justicia, y sus políticos en vez de posicionarse frontalmente a los que defendían las estructuras socio-económicas que regían, a la oligarquía esclavista, se limitaron a contemporizar con ellos.


(Continuará)

sábado, 16 de mayo de 2015

UNA CARA DE LA ESCLAVITUD: LA APASIONANTE HISTORIA DE "CÁNDIDA LA NEGRA" -1-


Manuel Pacheco Albalate
Publicado en: Pliegos
 Academia de Bellas Artes Santa Cecilia
Número 8, año 2006, pp. 39-62
ISSN: 1695-1824

La esclavitud: Reseña Histórica

Mucho se ha escrito, y mucho queda aún por escribir, sobre la esclavitud, pues semejante “trata” siempre ha despertado un sugestivo interés. La historia de la humanidad, independientemente de la cultura de cada pueblo, de las razas que lo constituían, de las formas de gobierno por las que se regían, o de los principios morales en que se apoyaban, siempre contemplaron la explotación del hombre por el hombre. Constantemente, a lo largo de los tiempos, unos seres, los que nos hemos atrevido a definir con el calificativo de “superiores”, han intentando, y conseguido, someter a otros congéneres en provecho propio. Fue la base de la organización económica en la Antigüedad, y ha sido y lo es deplorablemente en la actualidad aunque con otras características y métodos, el emplearse entre los seres humanos “la ley de la selva”, la del más fuerte, la del poderoso que cuenta con más medios, ya sean intelectuales, físicos o materiales, para oprimir, someter o encadenar al más débil en su propio beneficio, considerándolo de su propiedad, disponiendo de su voluntad.

Esclavos fabricando barriles

Esta actitud del género humano, el obrar de semejante modo, motivó que aparecieran dos singulares figuras. La del dueño que ha ejercitado su derecho de propiedad, de poderoso, de gozador y explotador de la situación, de beneficiador de este sujeto material -objeto con alma como se le llamó durante la época colonial americana-; y en el punto opuesto, debajo de él, subyugado a su voluntad, el esclavo, sin más posesión que su fuerza física, sus lamentos, sus marcas a fuego, sus cadenas, su sumisión, su opresión, su cautiverio con la pérdida de la libertad y por tanto el no poder decidir en cada momento que hacer o a donde dirigir sus pasos.

Lo lamentable es que época tras época, siglo tras siglo a lo largo de los tiempos, esta situación ha sido aceptada, tolerada y considerada sencillamente como parte fundamental del sistema socio-económico que imperaba. Las guerras entre pueblos, las hostilidades religiosas entre comunidades, o las simples incursiones en territorios enemigos, fueron motivos para la captura de esclavos con que abastecer las necesidades del mercado de tan lucrativa actividad.

 La etimología del nombre de estos cautivos parece proceder del bizantino, ya que por los años 600 a.C. “sklavos” de la península de los Balcanes en los montes Urales, los eslavos, eran capturados y sometidos para abastecer de mano de obra la colonia griega de Bizancio. Aunque ya con anterioridad hay constancia de esta nefasta y cruel actividad. En Babilonia, en el lejano s. XVIII a.C., en el Imperio asirio antiguo, Hammurabi, en su nombrado Código que reunía las leyes y edictos por las que se regían, y que es el primero conocido de la Historia,  se hacía referencia a como debían de ser marcados los esclavos, al negocio de la compra-venta de estos, y como su valor se asemejaba al de un asno. Sabemos que en Grecia, en el siglo V a.C., fueron dedicados a tareas especiales de la agricultura, con profusión al cultivo de las viñas, creciendo posteriormente la demanda para ser utilizados en las más diversas tareas. Aumentó tanto su comercio que en el siglo II  se consolidó un importante mercado donde se traficaba a diario con unos 10.000 esclavos, que embarcados partían hacía el occidente europeo donde eran demandados. Con la llegada del Imperio romano, y su expansión territorial, la trata de esclavos se acrecentó aún más, siendo dedicados a cultivar los campos con el fin de suplir la falta de mano de obra que la incorporación de los romanos a las legiones produjo. No mejoraron las condiciones de vida estos cautivos, pues sus dueños poseían unos derechos mucho mayores de lo que con anterioridad habían tenido los griegos, incluido el de poder decidir sobre sus vidas. Si el esclavo era anciano, no rendía, y su manutención resultaba elevada con referencia a la labor que desarrollaba, se sopesaba darle muerte para ahorrar costos.

En el Egipto de los faraones, en la India, en China, igualmente también existió el comercio de esclavos. Se les utilizó para labores domésticas, en el comercio, en la navegación, y también en la dura agricultura. Los pueblos prehispánicos de América, los aztecas, los mayas, y los incas, a semejanza de otras culturas, sometieron a pueblos vecinos en beneficio propio, e incluso compraban esclavos, con gran esfuerzo económico, con el fin específico de sacrificarlos en rituales religiosos para agradar a sus dioses.

En este brevísimo repaso de la esclavitud a lo largo de la Historia, la llegada de la Edad Media, el periodo comprendido desde la desintegración del Imperio romano de occidente en el siglo V hasta el siglo XV, en Asia y África la esclavitud cambió poco, y siguió conservando su misma intensidad y dureza. Venecia y Barcelona emergieron como centros importantes de la trata de esclavos, en especial de los musulmanes capturados por piratas y corsarios en el Mediterráneo. Aunque también, en este occidente europeo, la esclavitud fue progresivamente transformándose en una nueva estructura social: la servidumbre que, aunque pudiera parecer que cortó con el pasado y se reconsideraron los valores del esclavo, en el fondo siguió, y continuó, latente el viejo concepto del sometimiento de un hombre a otro. Fue éste el periodo de los regímenes señoriales y las relaciones feudales.

Se pensó que en esta Europa occidental, concluyendo la Edad Media, la esclavitud había desaparecido, sin embargo, como ha estudiado el reputado profesor Domínguez Ortiz, no corresponde esta afirmación a la realidad, manifestando que el siglo XVI fue el momento en que mayor número de esclavos existió en Castilla, unos 100.000, ubicados en las más importantes ciudades andaluzas. Se afirmaba simbólicamente que la ciudad de Sevilla se asemejaba a un tablero de ajedrez, porque en ella había tanto blancos como negros.

Cadena de esclavos en África

No obstante todo lo expuesto, a pesar como hemos visto que la esclavitud se pierde en la memoria de los tiempos, quizás, con carácter general, cuando nos referimos a esclavos, a esclavitud, a su comercio y trata, muchos intuitivamente nos dejamos llevar por la proximidad en el tiempo, y centramos nuestra mente en el comercio negrero de los albores de la Edad Moderna. Es el momento en que son descubiertas las nuevas y extensas tierras americanas, y quienes allí se establecen como colonizadores requieren mano de obra, barata, mucha más de la que los propios indígenas pueden aportar, y buscan, reclutan, someten a personas adaptadas a aquellas condiciones climáticas para que les labren la tierra, les cultiven la caña de azúcar, el café, el tabaco, el cacao, productos demandados por la sociedad europea. Y con el mismo objetivo les compran en los mercados negreros, y les hacen cruzar el océano, para que extraigan los preciados minerales de sus ricas y jóvenes minas, todo con el fin de obtener la riqueza que, en los viajes que habían realizado desde la vieja Europa, esperaban conseguir, y además con rapidez. De aquí que la colonización del Nuevo Mundo haga rebrotar con virulencia el comercio de seres humanos, de negros que son capturados y arrancados de las costas del Atlántico africano para atender las “necesidades” que, en un principio, requerían españoles y portugueses.

Disposición de los esclavos en las naves

Durante cuatro siglos, genoveses, alemanes, holandeses, portugueses, franceses, ingleses, y también algunos españoles, transportaron a América, en las peores condiciones y con el mayor desprecio, un número que osciló entre los 10 y los 15 millones de esclavos. Número difícil de ajustar pues sólo se contabilizaban los que llegaban vivos al final de la travesía, que no era una proporción muy alta con respecto a los que habían iniciado la navegación. De todos ellos, entre 8 y 12 millones, fueron transportados en el periodo comprendido de 1700 a 1850.

Fueron los portugueses los que iniciaron este comercio en gran escala, fundando factorías africanas como la de la isla de Luanda, donde negociaban con negros capturados de la zona con destino a América. Los españoles no participaron activamente en él, limitándose, la mayoría de las veces, a conceder las licencias necesarias para la entrada de “esta mercancía” en sus posesiones de ultramar, hasta el año 1789 en que no fue necesario el “derecho de asiento”  y Carlos III decretó la total libertad de este comercio humano.

(Continuará)


viernes, 8 de mayo de 2015

Y SEGUIMOS EXPULSANDO





Hace unos días, comentaba con mi cuñado Manolo, un erudito sobre temas de El Puerto de Santa María, su historia, sus costumbres y sus gentes, acerca de un plato muy típico de esta ciudad, una sopa de pescado, cebolla y zumo de naranjas amargas y que recibe el nombre de Caldillo de Perros.
Hay varias teorías acerca de la procedencia de ese nombre y no falta la que dice que al confeccionarse a veces con cabezas y espinas de pescado que luego se echaban a los perros, recibe de ahí su nombre, otra habla de que era un caldo que preparaban los moriscos cuando esperaban en El Puerto las naves en las que iban a salir de España.
Pero sostiene mi cuñado que no eran los moriscos, sino los moros que habitaban esta zona cuando fue conquistada por Alfonso X, El Sabio en 1260 los que cocinaban el famoso caldillo, claro que cinco siglos antes. No quiero entrar en debate, porque ignoro quienes eran en realidad los hábiles cocineros que con unas pescadillas de esas que en nuestra Bahía llamamos “del fondón”, un par de cebollas, perejil y el zumo agrio de las naranjas amargas que tanto abundan en las calles de esta ciudad, eran capaces de crear un plato tan exquisito como éste.
Los cristianos viejos llamaban “marranos” a los judíos; a los musulmanes, en su época de dominación, los llamaban moros y a los moriscos, que eran los moros que vivían entre los cristianos después de la Reconquista, los llamaban “perros”; de esa manera, el famoso caldillo sería el de los moriscos.
La cuestión es que a judíos y a moriscos los expulsamos de España sin ninguna misericordia, pero mientras que a los primeros era el mismo pueblo llano el que no los soportaba, los moriscos contaban con la simpatía de los terratenientes y artesanos, pues eran una mano de obra sumisa y barata que, aparte de sus creencias religiosas, no participaban para nada en la vida social ni económica de España, si bien eran una enorme cantera de jornaleros.
Expulsar judíos trajo enormes riquezas a las arcas públicas y sobre todo trajo al ánimo de aquellos cristianos viejos, vientos de venganza por la muerte del Salvador, pues no en balde la Santa Iglesia había cargado sobre ellos toda la culpa de su tormento y crucifixión.
Pero lo que en un principio hizo frotar las manos de los recaudadores, de los nobles, los reyes, la Iglesia y del  Santo Oficio, resultó a la larga una inigualable ruina para España.
Las arcas de los reinos peninsulares estuvieron siempre vacías, porque los reyes no hacían otra cosa que levantar ejércitos y guerrear; práctica que resulta carísima y en las más de las veces, absolutamente improductiva, porque la verdad resulta ser que más batallaban los reyes cristianos entre ellos, que contra el árabe invasor.
Por eso tardamos ochocientos años en echarlos de nuestra tierra y por eso vivíamos siempre en permanente ruina; tanta y tan extrema, que los Reyes Católicos, como ya antes hicieron otros, no pudiendo recurrir a la convocatoria de las Cortes para financiarse, hubieron de pedir prestado a banqueros judíos y para poner un poco de orden en las arcas reales, se trajeron de Portugal a un famoso financiero de la época llamado Isaac Abravanel que con mucho esfuerzo consiguió poner, en manos de los monarcas, capital suficiente para acabar con el último reducto musulmán. (Ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/expulsa-que-algo-queda.html )
Pero aun así, llegado el momento, los judíos fueron puestos de patitas en la calle y con ellos, aunque no se fueron gran parte de sus riquezas, se marchó la sabiduría financiera y el sentido común, imprescindible a la hora de trabajar con los capitales.
España se quedó sin “financieros”, sin los banqueros de aquella época, que aunque usureros, eran los únicos capaces de ordenar los capitales, de hacerlos productivos, de crear liquidez y de administrar las riquezas y así, todo el inmenso capital que nos llegó de las Américas, se desvanecía por la incapacidad demostrada para administrarlo.
En fin, este es un tema muy estudiado y sobre el que existe muchísima literatura que presenta la paradoja de que aunque nos llevó a la más absoluta ruina, produjo un alto grado de satisfacción en el pueblo y en las instituciones.
Todo el mundo quedó muy satisfecho de que se expulsaran a los judíos.
Solamente quedaban en España como infieles, los que llamaban “moriscos”; estos habían conseguido entremezclarse con el pueblo llano y aunque eran musulmanes, vestían como tales y se sabía que nunca habían renunciado de su fe, aunque se hubiesen bautizado, eran bastante bien tolerados entre los cristianos, sobre todo porque no tenían el poderío económico que tuvieron los judíos. Estos moriscos eran fundamentalmente musulmanes que cultivaban pequeños trozos de tierra en épocas del Califato o los reinos de Taifas, que según iban siendo conquistadas les era permitido quedarse en ellas para evitar la despoblación que amenazaba toda la zona conquistada, con la sola promesa de convertirse al cristianismo.
Alejados en alquerías o pequeños poblados, iban subsistiendo de la agricultura y la ganadería fundamentalmente, pero sobre todo, ofreciéndose como mano de obra.
Pasó un siglo y aquella minoría acabó siendo inasumible por los cristianos que denunciaban constantemente que su conversión era falsa, no eran leales a las instituciones españolas y en cuanto podían, establecían contacto con los corsarios berberiscos que plagaban las costas mediterráneas, a los que daban información sobre qué puntos eran más vulnerables y cuales más ricos, para sus correrías.
A tal estado llegaron las cosas que en 1605 se reunieron en un municipio de Castellón llamado Toga, hasta sesenta y seis representantes moriscos de las aljamas de Valencia, con observadores franceses e ingleses y en donde trataron de una sublevación general del colectivo, contando con el apoyo de los corsarios y los que pudieran prestar nuestras dos eternas enemigas.
Hasta entonces, los nobles y terratenientes españoles habían protegido a este colectivo, pues ya se ha mencionado que eran una magnífica fuente de mano de obra barata y bien cualificada, pero ante aquella amenaza, salieron atemorizados de lo que se pudiera estar gestando.
En una España desgastada por tantas guerras, con un problema constante por preservar y defender los nuevos territorios de ultramar, un “quiste” como el de los moriscos tenía escasa consideración y desde luego no merecía la pena consumir recursos para tratarlo, así que, como otras veces, se decidió extirparlo a través de la cirugía que practicaba la Santa Inquisición.
Pero los años pasaban y nada se conseguía con aquel colectivo, cada vez más numeroso, dada su prolijidad, que se mantenía en sus costumbres con una tenacidad, que hizo que los inquisidores se dieran por vencidos.
No cabía ya otra opción que expulsarlos, lo mismo que se había hecho con los judíos y el rey, a la sazón, Felipe III, se armó de valor, se asesoró debidamente y decretó su expulsión en 1601.
La medida se mantuvo en inexplicable secreto hasta 1609, pero en tantos años hubo filtraciones que motivaron incluso aquella reunión en Toga de la que se ha hablado más arriba.
El número de moriscos que fueron expulsado no se puede calcular, aunque algunas fuentes los cifran en medio millón de personas, pero hubo muchos, incluso muchísimos, que lograron ocultarse bajo la protección de familiares cristianos o de amigos; a otros, buenos trabajadores, los ocultaron los señores feudales; algunos emigraron dentro de España a zonas donde no fueran conocidos, haciéndose pasar por cristianos y otros, incluso, consiguieron volver clandestinamente después de su expulsión, usando siempre de una discreción más acentuada y olvidando sus hábitos de costumbres, religión o vestido.
Fue tanta la discreción que adoptaron que terminaron diluidos entre el resto de la población, sin que nunca más se produjeran incidentes.
El verdadero incidente es el que sobrevino a la expulsión. En un país devastado por tantos siglos de guerras, con unos campos casi abandonados por esas mismas guerras y por el reclamo de una mejor vida en las Indias, con una economía sin controlar por causa de la expulsión de los judíos y por una escasísima mano de obra cualificada, hemos de sumar una despoblación gravísima en una tierra ya de por sí despoblada.
Las peores consecuencias las padeció el antiguo reino de Valencia, donde se afincaba la mayoría de moriscos, los cuales, en tres días, fueron concentrados en los puertos con los escasos bienes que hubieran podido coger. Desde allí fueron conducidos a los puertos del norte de África, no sin antes despojarlos de lo que llevaban y sufriendo innumerables calamidades. Luego se expulsaron los de Extremadura, Castilla y La Mancha, que fueron más ordenadas, pues se hicieron muchas hacia Portugal.
Los últimos en salir fueron los de Andalucía, Aragón, Cataluña y Murcia que lo hizo en 1614, es decir, cinco años desde que se iniciaron las expulsiones.
Los moriscos andaluces salieron en 1610, lo que supone más de un año esperando su expulsión, razón por la que muchos se concentraron en los puertos, malviviendo como podían y esperando un barco que los acercara al litoral africano, a cualquier sitio, mientras que en mi pueblo, El Puerto de Santa María, se alimentaban con aquella sopa de pescado, a la que supieron sacar un exquisito sabor partiendo de unos ingredientes tan humildes.
Dice algún autor que el resultado de aquella expulsión en el Reino de Valencia es que en aquella tierra se hable hoy el valenciano, derivado del catalán, pues fue tal la despoblación que se hizo necesario repoblar con gente del Pirineo y de Cataluña, que llegaron hablando su idioma.
Otros dicen que la competencias que el norte de África hace a la agricultura española, sobre todo a los cítricos valencianos, se debe a los conocimientos que del medio tenían aquellos moriscos expulsados y que aplicaron en sus lugares de destino.

Caldillo de perros cocinado por el autor del artículo
(La receta está disponible para quien la pida)


viernes, 1 de mayo de 2015

LA FIESTA DE LA MATANZA




Se tiene por asumido que la Inquisición Española fue abolida por la Cortes de Cádiz, en la Constitución de 1812, pero lo cierto es que ya Napoleón la había abolido y durante el reinado de su hermano José I, dicha institución no funcionó. Las Cortes de Cádiz no hicieron más que recoger la situación ya existente y sobre todo, por el rechazo que había producido en el pueblo cuando el Santo Tribunal se había declarado en contra del levantamiento del Dos de Mayo.
Cuando Fernando VII regresa a España y asume el poder absoluto, derogando la Constitución, nuevamente el Santo Oficio se pone en funcionamiento, permaneciendo activo hasta 1834, fecha de su definitiva anulación.
¿Qué hubiera pasado si la Inquisición hubiera continuado activa? ¿Qué habría sido de los librepensadores y de todos los literatos que formaron el movimiento romántico, con “queridas tendidas en los lechos…” “montes de las ánimas” u “organistas fantasmales como Maese Pérez”, hubieran terminado quemados por herejes y pecadores. De la generación del ’98 más valdría no hablar y de la de ’27, todavía menos. 
Estoy completamente seguro que, de haber vivido yo mismo en la Edad Moderna, no hubiera llegado a viejo, y no porque las expectativas de vida de la época no lo permitieran, no, en mi caso hubiera sido por culpa de la Inquisición.
La Inquisición era una institución permanente en las grandes ciudades, pero en algunas otras más pequeñas, o en los pueblos, su presencia era itinerante, aunque acompañada de toda clase de lujo y boato.
Cuando el Santo Oficio anunciaba su llegada a determinada localidad, las autoridades de la misma  salía a recibirlo a varios kilómetros del pueblo, comenzando allí el agasajo.
Al anunciar su presencia ya advertían los inquisidores a los ciudadanos que debía hacer actos de contrición, y si habían pecado de herejía, eran judaizante o conocía a algún vecino que hubiese cometido esos mismos pecados contra la fe, practicara la magia, la brujería o sospechara que tuviera tratos con el maligno, estaba en la obligación de denunciarlo.
Para captar arrepentidos, la Inquisición proclamaba lo que se llamaba Edicto de gracia; con él prometía a quien se autoinculpara de tan horrendos pecados que no sería quemado, ni sometido a tortura, pero si no se confesaba y era descubierto, su castigo sería el que todos ya sabían.
Como luego resultaba, casi nunca un arrepentido que se confesara ante el tribunal de hereje o judaizante salía indemne del acto de fe y era tratado casi con el mismo rigor que si hubiese sido denunciado por un vecino.
Pero más tarde, el Edicto de gracia fue sustituido por el Edicto de fe que contemplaba el mismo hecho desde una perspectiva bien distinta y al objeto de no dejar a nadie sin castigo. Según esta nueva normativa inquisitorial, la herejía, la brujería, la magia o la judaización eran, además de un pecado, un delito de los más deleznables, que aunque el arrepentido confesase y su pecado le fuese perdonado, no suponía en ningún caso dejar sin castigo el delito cometido.
Al contrario de lo que en un principio perseguía el Santo Tribunal, que no era otra cosa que preservar la fe y apartar de la Iglesia a aquellos que con sus heréticas prácticas ocultas ofendían las prédicas del fundador, muy pronto se dieron cuenta de que además de eso, se obtenía un pingüe beneficio confiscando los bienes de los enjuiciados, cosa que venía muy bien a las arcas públicas y al mismo Oficio, porque desde sus comienzos, en la Sevilla de 1478, se había extendido a Córdoba y a muchas otras capitales de Castilla.
Es necesario resaltar, en honor a la verdad que el rey Fernando el Católico había advertido ya que con las delaciones anónimas, que tantas almas para purificar proporcionaban al Tribunal y tantos activos a las arcas, se había desatado una oleada de venganzas con falsas acusaciones que tenían su fundamento en la envidia, la lujuria u otras causas de más baja índole, hasta el extremo de que instó al Papa para que no autorizase la Inquisición en el reino de Aragón, de la que él era rey absoluto.
Eso hizo pensar al Papa Sixto IV que, además de promulgar una bula por la que prohibía que la Inquisición se extendiese a Aragón, llegó a decir que: muchos verdaderos y fieles cristianos, por culpa del testimonio de enemigos, rivales, esclavos y otras personas bajas y aun menos apropiadas, sin pruebas de ninguna clase, han sido encerradas en prisiones seculares, torturadas y condenadas como herejes relapsos, privadas de sus bienes y propiedades, y entregadas al brazo secular para ser ejecutadas, con peligro de sus almas, dando un ejemplo pernicioso y causando escándalo a muchos.
Pero lo que parecía una crítica papal a las actividades de tan funesto tribunal, duraron poco y tras la expulsión de los judíos, los conversos que quedaron en España, so pretexto de haberse convertido a la fe católica, siguieron siendo objeto de la persecución más atroz hasta que el nazismo del siglo XX, dejó en pañales aquella anécdota en que se convirtió la Inquisición.
Las denuncias de los que, dentro de la institución consagrada a preservar la fe, se denominaban “familiares”, eran de lo más peregrina.
Uno acusaba a un cristiano nuevo de que el sábado, día sagrado del judaísmo, no salía humo por la chimenea de su cocina, prueba evidente de que ese día, en el que a los judíos les está prohibido todo tipo de trabajo corporal, en aquella casa no se cocinaba, cumpliendo así con su mandamiento.
O que otro nuevo cristiano el viernes se lavaba y el sábado llevaba vestiduras limpias, cumpliendo la tradición del “sabbath”, de glorificar el séptimo día.
Nada hay que decir si la denuncia se refería a que no comen liebre ni conejo, ni marisco o pescado que no tienen aletas y escamas; o si no beben otros vinos que los fabricados por ellos mismos, o la que era la reina de las denuncias “no comen cerdo”.
Si era así, la condena por judaizante estaba asegurada y familias enteras se enfrentaban a la hoguera sin ninguna posibilidad de defenderse, por mucho que quisieran demostrar su pureza de sangre.
El estigma de la judaización alcanzaba hasta a varias generaciones tras la conversión e incluso no se libraron de las llamas algunos clérigos que tuvieron pasado hebraico.
 De nada valía que cada domingo viesen a un converso en la iglesia y acercarse a la comunión, porque ante una denuncia el tema estaba bien claro: lo hacía para ocultar que en el interior de sus casas, seguían practicando sus ancestrales ritos.
Solamente había una forma de convencer a los vengativos, los envidiosos o los que por cualquier causa quisieran el mal para el converso y eso era participando en un rito en el que ningún judío que profesara de verdad su fe, lo haría.
Y ese rito, que empezó como una demostración pública de que se estaba bajo la fe católica y no otra, sigue existiendo en nuestros tiempos y es lo que nosotros conocemos como “La Matanza”.
Muy en desuso, o prácticamente ignorada en las ciudades, en los ambientes rurales sigue siendo una fiesta a cuyo alrededor se reúne toda la familia y que se celebra por todo lo alto.
Lo decía la coplilla y qué razón tenía: Tres días hay en el año que te llenan bien la panza, Nochebuena, Nochevieja y el día de la matanza.

La matanza en una pintura del siglo XV

Para demostrar que no importaban los preceptos islámicos ni judíos, conversos procedentes de Yahvé o Alá, celebraban con toda clase de lujo la matanza del cerdo que tiene lugar una vez al año, en los meses de frío y en el que además del sacrificio del cerdo, se celebra la abundancia de todos los embutidos que se elaboran y que curado con el frío, darán de comer a la familia durante todo el año.
Desde días antes se preparaba la fiesta, invitando a amigos y familiares a participar en ella, contratando a los matarifes, chacineros, saladores y a los “gandingueros” que preparan los despojos para su consumo, porque del cerdo se aprovecha absolutamente todo.
Luego y para que se viera claramente que no se hacía ascos al cerdo y sus derivados, se invitaba a parte del pueblo, según la economía de la casa, o se enviaban los “presentes” a las familias más allegadas y toda la ceremonia se regada con buenos vinos y aguardientes.
No se quiere decir, ni mucho menos, que los conversos crearan la fiesta de la matanza, porque hay constancia de que ésta ya se celebraba desde épocas anteriores a la dominación romana y nunca decayó en el transcurso de la historia, pero sí que parece cierto que al rito ancestral se le agregó el folclore que aportaban cantos, guitarras, laúdes, zanfonías y flautas para dar el pretendido toque escandaloso que hiciera ver a todos que aquella familia estaba compuesta por cristianos de verdad, de los que no hacen ascos al cerdo.
Y no había otra prueba de fe mejor que una buena matanza y sin duda alguna aquellos conversos convirtieron una costumbre ancestral en rito folclórico: una matanza para evitar otra mucho peor.