jueves, 31 de marzo de 2022

EL CANUTILLO

 

Recuerdo que en mis años de estudiante de literatura estudié a un escritor romántico de prestigio que reunía la particularidad de ser natural de Chiclana de la Frontera, un municipio vecino del mío, pero, ciertamente, no dejó una huella importante en mí, ni su figura se ensalzaba en el temario como un escritor fuera de lo común. Vamos, que el libro de literatura de sexto de bachiller despachaba a este insigne escritor con unos pocos renglones.

Se llamaba Antonio García Gutiérrez y nació el 5 de julio de 1813 en un pueblo bonito y muy completo, Chiclana de la Frontera, quizás de los más completos de la provincia de Cádiz. Tiene mar con playas preciosas, tiene marismas de una riqueza biológica incalculable, tiene campo, pinares, es una potencia vitivinícola y disfruta de unos alrededores dignos de ser conocidos y, por si fuera poco, tiene historia pues fue un importante bastión francés en su acoso a La Isla de León y Cádiz. Allí se celebraron batallas terrestres y combates navales y allí la huella quedó como el Pinar de los Franceses, donde las tropas gabachas estuvieron acampadas durante los largos meses del asedio, y que dieron nombre a un pinar espectacular.

Antonio nació en el seno de una familia modesta de artesanos y su infancia transcurrió en los años del férreo absolutismo impuesto por Fernando VII. Muy pronto empezó a dar muestras de su inclinación hacia la poesía y la literatura en general, actitud que no era bien vista por su padre, que a toda costa quería que su hijo fuera médico, para lo que, acabado el bachillerato, lo matriculó en la Facultad de Medicina de Cádiz, en la que solamente pudo aprobar dos cursos, pues su interés estaba muy alejado de la medicina y en 1833, aprovechando que el rey Fernando cerró todas las universidades, abandonó definitivamente la carrera y se marchó a Madrid en busca de la ansiada gloria literaria. En su alforja poco dinero, algo de ropa, unos cuantos poemas y cuatro piezas dramáticas, mitad comedias, mitad dramas

A pie y en compañía de un amigo, se puso en camino hacia el norte y en algo más de veinte día llegó a la capital de España; era en aquél mismo mes y año en el que también muría el Rey Felón, septiembre de 1833.

 

García Gutiérrez en una de las primeras fotografías

Debía tener el genio y la gracia andaluza tan característica, pues poco tardó en relacionarse con poetas y literatos de la época, como Espronceda y con algunos empresarios teatrales, a los que ofrecía sus obras con escaso éxito, como al famoso Grimaldi, dueño de los dos teatros más importantes de la capital: el Teatro del Príncipe y el de La Cruz.

Para ganarse le vida empezó a trabajar como periodista en algunas de las publicaciones periódicas de las muchas que por aquel tiempo salían a la luz y que no llegaban al gran público ni se leían fuera de los foros capitalinos. Esta actividad escasamente le daba para calentar su estómago y para ayudar a su escuálida economía, empezó a traducir pequeñas obras francesas que tampoco reflotaban su peculio.

Doblemente presionado por su pobreza y por su fracaso como escritor, se alistó como recluta en la leva que el gobierno realizó para luchar contra los carlistas, y sobre todo ilusionado porque el decreto de reclutamiento preveía que todo voluntario que tuviera dos años de estudios superiores, sería nombrado oficial a los seis meses de servicio. Así que sentó plaza de soldado voluntario con el ánimo de que al llegar a oficial, al menos solucionaría económicamente su vida.

Pero la fortuna se cruzó en su camino y ayudado por su amigo Espronceda, que ya tenía un lugar en las letras españolas, consiguió que su drama, El Trovador, fuese elegido para ser representado en el Teatro del Príncipe y así, el uno de marzo de 1836, el recluta chiclanero se escapa del cuartel para asistir a la “premier”  de su obra.

El éxito fue notable y al final se registró la más larga ovación que se había escuchado en aquel teatro; al día siguiente la crítica hizo también justicia, iniciándose una de las carreras más brillantes de la dramaturgia del siglo XIX.

Aparte del largo aplauso, se dio otra circunstancia novedosa y es que, por primera vez, el público reclamó la presencia en el escenario del autor, costumbre que sigue vigente cuando se produce un éxito escénico.

Indudablemente el ambiente había sido bien preparado, porque aunque entre el público se preguntaban quién era el autor, porque a todas luces era un desconocido, lo cierto es que el aforo estaba completo, no se sabe si de aficionados, o simplemente “clac”.

A partir de ese momento no tuvo ningún problema para que sus obras fueran representadas en los teatros madrileños, mientras El Trovador salía de gira por las principales capitales españolas.

 Y su fama trascendió las fronteras hasta el punto de que el gran músico Giuseppe Verdi compuso su famosa ópera Il Trovatore, basada en este drama, cuando precisamente estaba en la cima de su fama mundial como músico.

El argumento del drama es completamente inventado y la acción transcurre en el siglo XV y cuenta la vida del doncel Manrique de Lara, amante de la poesía y el canto, lo que en la época resultaba ser un trovador.

Hijo ilegítimo de un noble zaragozano, lo había criado una gitana llamada Azucena.

Manrique está enamorado de Leonor, a quien también ama Nuño, hijo del mismo conde, aunque ambos desconocen la circunstancia de ser hermanos de padre, no así la gitana Azucena que sabe perfectamente esa coincidencia.

Y, en fin, todo el enredo y característico de los dramas románticos que naturalmente terminan con la muerte dramática de los protagonistas, o al menos uno de ellos.

Lo cierto es que la obra no solo tuvo éxito en Madrid, sino que se fue representando en diferentes capitales y pueblos con notable acogida y los libretos que se editaban, se acababan casi de inmediato.

Antonio seguía sujeto a la disciplina militar a la que se había comprometido, lo que le restaba mucha capacidad de acción, no solo para seguir escribiendo, sino para acompañar a la compañía de teatro que representaba su obra.

El éxito del drama llegó a oídos de la reina regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, que acudió una noche al teatro a ver la representación, al término de la cual y sintiéndose entusiasmada, pidió conocer personalmente al autor, expresando su deseo de que fuera a su palco para saludarle.

Antonio tuvo que pedir prestada una levita algo más presentable que la suya para acudir a la cita con la reina regente y así, con los nervios lógicos del momento, se encaminó al palco proscenio que ocupaba su majestad, la cual tras los saludos y felicitaciones de rigor le concedió una petición y el chiclanero no se le ocurrió otra que lo que más le atenazaba en aquellos momento y le pidió “El Canutillo” , nombre con el que se conocía popularmente a la licencia del servicio militar, porque se guardaba en un tubo para preservarla de posibles deterioros, pues en tiempos tan convulsos nadie podía estar libre de que lo volvieran a reclutar si no presentaba la preciada licencia.

Poco tiempo hizo falta para que el gobierno, presidido por el también gaditano Mendizábal, concediera la licencia que supuso para el autor dedicarse plenamente a la actividad literaria, ahora que el éxito le sonreía.

Su siguiente obra en alcanzar gran fama fue Simón Bocanegra, un drama en el que el autor funde las vidas de los hermanos Simón y Egidio Bocanegra en uno solo y que también causó tanta impresión en Verdi que compuso su opera “Simón Boccanegra”, basada en este drama. Y ya van dos.

Pero no fue solamente literato el insigne chiclanero, pues fue cónsul de España en diferentes ciudades francesas e italianas y director del Museo Arqueológico de Madrid, cargo que ostentó desde 1872 hasta su muerte en 1884.

En su ciudad natal, a la que yo visito con frecuencia, hay pocos recuerdos de este prestigioso escritor que, en tiempos pasados contaba con un teatro construido a orillas del río Iro, un río corto y a veces muy caudaloso que vertebra la ciudad y que en varias ocasiones ha protagonizado riadas asombrosas; con el arreglo y canalización de sus riberas, el teatro desapareció.

 

Teatro García Gutiérrez a orillas del río Iro, hoy desaparecido

jueves, 17 de marzo de 2022

LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

 

Esta es una historia más apoyada en la ficción que en una realidad contrastada y la escribo precisamente hoy que se están cumpliendo dieciocho años del atentado terrorista mas grande sufrido por España y sobre el que más teorías especulativas se han formulado.

Especular no es nuevo, existe desde el mismo tiempo que el hombre y además, se da en todas las latitudes del mundo.

Para empezar voy a mostrar dos retratos. Corresponden a un padre y su hijo y luego aclararé algo más sobre el tema.

 

  

La sola contemplación nos indica que estamos ante las pinturas de dos personajes decimonónicos y que, por tanto, mucha fidelidad no se puede pedir, porque los pintores se adaptan más al gusto del retratado, que es quien paga, que a la realidad de su fisonomía.

Dejando a parte esa salvedad, cada uno puede juzgar acerca del parecido que ambas personas puedan ofrecer y es hora ya de desvelar la primera incógnita.

El padre, es decir, el retrato de la izquierda, es Carlos Alberto de Saboya, rey de Cerdeña, príncipe de Carignano y duque del Piamonte. Alto, delgado, rubio, ojos claros…

El retrato de la derecha corresponde al hijo, Víctor Manuel II de Saboya, último rey de Cerdeña y primer rey de Italia. Bajo, rechoncho, moreno, ojos negros…

Había nacido este último en Turín el 14 de marzo de 1820, primogénito del matrimonio de Carlos Alberto con María Teresa de Austria. Su infancia discurrió en La Toscana, de la que su abuelo materno era duque y sobre todo, en su capital, Florencia, bajo una tutela que orientaba su vida hacia lo militar.

Fue educado bajo una disciplina férrea que le imponía madrugar, estudios, breve paseo, desayuno, esgrima, gimnasia, nuevamente estudio, escasos momentos de contactos con su madre  y oraciones para acabar la jornada.

A pesar de cumplir a rajatabla el programa previsto, los tutores tuvieron escaso éxito a la hora de encarrilar al joven en el mundo de la cultura, pues sus apetencias iban hacia la caza, los caballos, los paseos por la naturaleza, el montañismo y la esgrima y odiaba profundamente las letras, la historia, las matemáticas incluso la lectura, aunque fuesen libros de aventuras.

Su nivel cultural, en estas circunstancias, ciertamente dejaba mucho que desear y sus propios biógrafos lo han destacado partiendo del estudio de las cartas que escribió a lo largo de su vida, donde se observa la falta de formación del rey.

Su infancia no debió ser muy feliz, pues su padre se preocupaba poco por él y la vida que se le imponía le resultaba insufrible, pero a los dieciocho años se le concedió el grado de coronel y el mando de un regimiento y entonces pudo ver cumplidos sus sueños.

Se casó en 1842 con su prima María Adelaida de Austria, con la que tuvo ocho hijos, entre ellos Amadeo I de España, del que ya he escrito alguna cosa.

Se dice que el matrimonio estaba muy unido por el amor que se profesaban, pero lo cierto es que a los cinco años de compartir el tálamo, Víctor Manuel conoció a Rosa Vercellana, apodada la Bella Rosina, que sería su amante durante toda la vida. Viudo desde 1855, siguió con su amante con la que se casó 1869 cuando el rey estaba muy enfermo y pensaba en morir.

 

El rey y su amante

Su padre abdicó tras las dos derrotas sufridas ante el ejército austríaco mandado por el general Radetzky, ese de la famosa marcha que cada uno de enero se corea en el Teatro Real de Viena, las batallas de Custoza y Novara, cediendo a Víctor Manuel el trono de Cerdeña. Era el año 1849 y poco después fallecía en la ciudad de Oporto.

A Víctor Manuel II se debe la unificación de Italia, desmembrada desde la caída del imperio romano, aunque, ciertamente, la unión resultó efímera. Murió en 1878 y le sucedió su hijo Humberto que murió en 1900, sucediéndole Víctor Manuel III, cuyo reinado terminó en 1946, en plena Segunda Guerra Mundial, dando paso a la República Italiana.

Aunque se le considera el unificador y así es reconocido, el verdadero artífice fue el político Camilo Benso, conde de Cavour, que supo aprovechar la inestabilidad general que todos los países de Europa presentaban y tras la retirada de los austríacos de la península italiana, fue consiguiendo su objetivo de ir anexionando el Piamonte, La Toscana, los Estados Pontificios, etc., contando con la inestimable colaboración de Garibaldi.

Esto es, a grandes rasgos, lo que nos cuentan los libros de historia, en los que aparece como el gran hacedor de la unificación italiana.

Pero en los entresijos de la infancia del rey, se esconde un acontecimiento que si bien no está debidamente contrastado, sí que se refleja con cierta notoriedad en algunos escritos y testimonios de la época.

Corría el mes de septiembre de 1824, es decir, el príncipe tenía cuatro años de edad y residía con la familia en la villa Poggio Imperiale, a las afueras de Florencia, cuando una noche el joven Víctor Manuel se quejaba de que las picaduras de los mosquitos no le permitían conciliar el sueño. Su aya, llamada Teresa Zanotti, candil en mano, entró en la habitación con intención de correr las cortinas del mosquitero de la cama para proteger al niño.

Por alguna circunstancia tan desgraciada como indeseable, la llama del candil prendió en la fina tela de las cortinas que hacían de mosquitero que inmediatamente ardieron poniendo en peligro al pequeño.

En un arranque de valentía el aya se echó sobre el cuerpo del niño para protegerlo de las llamas, recibiendo ella importantes quemaduras, pero consiguiendo que el heredero saliese casi indemne, según publicó el diario oficial de la ciudad de Florencia, donde se señalaba que si bien había sufrido varias quemaduras, estas eran de escasa importancia.

Sin embargo, alrededor de 1890, en los archivos de la ciudad apareció un informe de algún funcionario que había intervenido en la extinción del incendio en el que se menciona que tanto la sirvienta como el niño, presentaban quemaduras muy serias, comprobando que el colchón y la cama sobre la que dormía el niño estaban completamente quemados.

Unos días después, cuando el aya parecía estar recuperada y volvería a hacerse cargo del pequeño, murió repentinamente.

En toda Florencia y en la región de La Toscana, corrió un rumor que aseguraba que el niño también había muerto en el incendio y que había sido reemplazado por el hijo de un carnicero de la localidad próxima al palacio y que tenía la misma edad del heredero.

Este carnicero se llamaba Gaetano Tiburzi y habría tenido ese hijo en una relación con una amante llamada Regina Bettini.

Hasta aquí es la narración especulativa que señala la sustitución del heredero por otro niño de edad muy similar, dada la necesidad imperiosa de contar con un príncipe que ciñera la corona y en vista a que en ese momento su hermano Fernando tenía solamente dos años.

Lo cierto y eso si está contrastado, es que el carnicero Tiburzi experimentó una prosperidad en su vida difícilmente explicable. Hizo un buen matrimonio con otra mujer, amplió su negocio, construyó una casa de tres plantas en las proximidades del palacio y se dedicó a lo que hoy deberíamos llamar agente de la propiedad inmobiliaria, consiguiendo un considerable patrimonio que permitió a sus diecisiete hijos, vivir holgadamente.

Después de especular sobre la sustitución de ese niño, ¿qué razones concretas avalan esa suposición?

La primera es la habladuría de la gente. Una cosa así no se puede ocultar en un palacio plagado de sirvientes; y la principal es la enorme diferencia que ya los dos retratos de arriba ponen de manifiesto.

Carlos Alberto, rey de Cerdeña medía más de dos metros, su segundo hijo Fernando no le andaba a la zaga y su madre era una mujer esbelta y bella; sin embargo Víctor Manuel medía un metro y cincuenta y ocho centímetros, era grueso y de facciones nada distinguidas. Ni altura ni esbeltez y mucho menos belleza: tosco y curvilíneo. Ordinario en sus manifestaciones, inculto, se rodeaba de personas de su talante e incluso su amante, la Bella Rossina era analfabeta.

Todavía hay otra teoría más retorcida y es que el verdadero Víctor Manuel, el quemado, no murió, aunque quedó profundamente desfigurado, tanto como para pensar en su sustitución y que fue entregado para su cuidado y crianza a una noble familia Arezzo, en La Toscana: los Serristori, bajo la tutela directa del obispo de Arezzo, el cual impuso al niño el nombre de Fausto Verecondi y cuyos descendientes empezaron a decir cual era su procedencia genealógica.

Un descendiente actual, Umberto Verencondi es rubio, de dos metros de altura y ojos azules, porte distinguido.

Desvelar este misterio sería cuestión menor hoy en día, pues descendientes de una y otra rama son fácilmente localizables y el ADN aclararía el enigma, de la misma forma en la que voy a desvelar el porqué del título de esta artículo.

Resulta que en Roma hay un magnífico edificio erigido en memoria de Víctor Manuel II que se conoce como “Altare della Patria” pero al que los romanos llaman "Il Vittoriano" “La máquina de escribir”.

 

 

Juzgue el parecido con una de aquellas primitivas máquinas de escribir.

jueves, 10 de marzo de 2022

ME DUELE TODO

 A lo largo de la historia y desde que somos España, no hemos tenido demasiada suerte con los reyes: los dos primeros Austrias, Carlos III y poco más, en aquella época en la que el rey reinaba y gobernaba, tarea fundamental para la buena marcha del país.

Todos los demás también reinaron, pero lo que se dice gobernar, lo dejaban en las manos de sus validos que hacían del rey un pelele manejable al que entretenían con la caza, las bellas mujeres de la corte, la música, el teatro y la dulce holganza. La tarea de gobernar recayó durante siglos sobre estas poderosas cabezas, en algunos casos más irreflexivas aun que la del propio rey.

Ya tuvo validos el reino de Castilla con Álvaro de Luna, el marqués de Villena, Beltrán de la Cueva y algún otro, pero esa tradición se rompió drásticamente con los Reyes Católicos y sus sucesores, hasta que Felipe III, volvió a instaurar la mala costumbre de dejarlo todo en manos ajenas y así, el duque de Lerma primero y el de Uceda después, actuaron a su antojo. Su hijo, el IV Felipe tampoco se privó de privados, entre los que destacó el Conde Duque de Olivares.

Pocos países se libraron de esta plaga si su forma de gobierno era la monarquía y hasta Inglaterra disfrutó de Lord Buckingham, favorito de dos reyes y los cardenales Richelieu y Mazarino, su sucesor que fue cardenal sin ser sacerdote, también ejercieron su influencia en la Francia de Luis XIII.

Pero el que más validos tuvo y quizás el que más los necesitó fue el desgraciado Carlos II, del que todo el mundo conoce y del que ya he escrito en varias ocasiones.

El último Austria tuvo nada menos que cinco validos, entre los que destaca su hermanastro, Juan José de Austria, el reconocido hijo de Felipe IV y la guapísima actriz y cantante, María Calderón, “la Calderona”.

Al rey Carlos empezaron a llamarlo “El Hechizado” desde que se quiso encontrar una justificación para que un engendro de tal envergadura fuera fruto de la unión carnal de un rey con una mujer de la realeza. Era imposible; los reyes no podían excretar semejante desecho, tenía que haber una causa que lo propiciara, un encantamiento, un hechizo, cualquier cosa que valiera como justificación.

Pero no. La única causa era y es la consanguineidad, ese empobrecimiento progresivo de la sangre a la que conduce la más feroz endogamia entre familiares de todos los grados y que tanto y tan bien practicaron casi todos los monarcas españoles: tener hijos tarados antes de que mi imperio se desmiembre. Aunque el imperio no se extinguió, sí que lo hizo la dinastía de los Habsburgo.

A finales del siglo XVII, momento del reinado de Carlos II, no se sabía mucho de medicina, la genética se ignoraba y se seguían curando enfermedades con procedimientos seculares, pero quizás alguien tendría que haber caído en la cuenta de que mientras los hijos bastardos de los reyes, habidos con ciudadanas a las que no unía ningún vínculo familiar, eran bastante normales, los habidos dentro del sagrado matrimonio iban degenerando progresivamente. Qué pasaba, ¿qué Dios protegía más a los bastardos que a los nacidos bajo su santo sacramento?

Bastaría echar un vistazo a dos bastardos insignes, reconocidos por sus padres: Juan de Austria, hijo de Carlos I y la alemana Bárbara Blomberg y el mencionado anteriormente Juan José de Austria.

El adefesio real al que llamaron “el Hechizado”, tuvo como primer valido al confesor de su madre, Mariana de Austria, un jesuita austríaco llamado Juan Everardo Nithard, que la reina se trajo cuando vino a casarse con Felipe IV. Otro matrimonio curioso; iba a casarse con su primo el príncipe Baltasar Carlos, pero como se murió, se casó con el padre que era hermano de su madre. ¡Es igual, el hijo o el padre, lo que importa es engarzar con la familia real española!

Mariana de Austria     
  
Everardo Nithard

El segundo fue Fernando de Valenzuela, más valido de la regente que del rey. El tercero fue su propio hermanastro Juan José, hombre brillante en los aspectos político y militar que ponía nerviosa a la corte con su sola presencia.

Apartado por su padre de la línea sucesoria, decidió el rey confiar el reino al recién nacido Carlos, hijo de sagrado matrimonio -aunque desde un primer momento se sabía a lo que podía llegar-, antes que comprometer la continuidad de su casa real con un monarca bastardo.

La infancia y adolescencia del príncipe Carlos fueron una sucesión ininterrumpida de sustos y disgustos, no ya por la quebrantada salud del joven, también por sus comportamientos.

 Sin embargo, al llegar la mayoría de edad y por tanto el momento de su coronación, llamó a su hermanastro y tras muchas vicisitudes, consiguió nombrarlo primer ministro y arrinconar a su madre, al confesor Nithard y al valido Valenzuela.

Esto ha hecho que algunos historiadores se planteen la debilidad de carácter que se atribuye al último Austria que en un momento de extraordinaria tensión dentro de su familia y de toda la corte, a sabiendas de que su hermanastro lideraba una facción que lo promovía como sucesor de la corona a la muerte del rey, cosa que se creía inminente, quiso tenerlo a su lado y confiar plenamente en él. Para eso hubieron de producirse tormentosos sucesos, como eliminar a los adversarios de todos los órganos de poder y de la propia Corte, desterrar a la reina madre y a su valido Valenzuela, al que encerraron en Consuegra y despojado de todos los títulos y honores, desterrar también al almirante de Castilla que con otros altos cargos fueron diseminados por el suelo patrio.

Al mismo tiempo se procedió a recuperar a los que habían sido expulsados o exiliados por la intervención de la reina y los anteriores validos, formando un conjunto de personas a su alrededor que demostraron tener una correcta visión de Estado y se ocuparon del reflotamiento económico y una renovación política en todos los órdenes tendentes a conseguir moralizar la administración. Pero lamentablemente Juan José de Austria moría durante una epidemia de peste en el año 1679, sin que hubiera llegado a alcanzar los objetivos propuestos, en cuyo caso habría que preguntarse cuál habría sido el destino de España.

Aún, el Hechizado vivió veinte años más, durante los que quiso llevar personalmente el peso del gobierno, aunque era plenamente consciente de su incapacidad para gobernar, no así para saber rodearse y confiar en personas que, como el duque de Medinaceli, que sucedió como valido a su hermanastro, hicieron que España, a decir de modernos historiadores, fuese como “un remanso de paz”, donde hubo superávit económico, ausencia de las bancarrotas que habían asediado a sus antepasados y una etapa de progreso y bienestar envidiables.

Aún con una salud deplorable, Carlos sobrevivió a su primera esposa María Luisa de Orleans, lo mismos  que había sobrevivido a sus cuatro hermanos mayores.

Es proverbial cómo la naturaleza humana se resiste a la extinción y ese cuerpo maltrecho y estragado, superó el sarampión, la rubeola, la viruela y el raquitismo; tuvo acceso de fiebres palúdicas, diarreas permanentes, ataques epilépticos, apoplejía y alguna otra enfermedad que se desconoce. Hoy se sabe que su sistema inmunológico era apenas existente, fruto de la tan repetida consanguineidad y hay que leer las descripciones que de él hicieron personajes influyentes de la corte, como el nuncio de su santidad el papa que después de atribuirle toda clase de defectos, señaló que de vez en cuando daba señales de inteligencia y cierta vivacidad

Se intentó todo tipo de conjuros y se solicitó la intervención divina para eliminar el embrujamiento que el rey padecía y que para que no falte la ironía en un asunto tan dramático, el cardenal dominico Juan Tomás de Rocaberti, que gozaba del aprecio del rey que lo promovió a cargos importantes tanto eclesiásticos como políticos y que terminó siendo Inquisidor General y una de las personas que más “investigaron” el real hechizamiento, concluyó que la maldición que se había introducido en el cuerpo del rey fue a través de una taza de chocolate que había tomado el día 3 de abril de 1675 y en la que la mano hechizadora, que se desconocía, había disuelto sesos de un ajusticiado, entrañas y riñones.

Cardenal Rocaberti

Con una vida como la que llevó Carlos, es difícil asignarle ninguna virtud que tan siquiera se acerque a las que conforman el bagaje  de un estadista y sin embargo, según se ha relatado, tuvo destellos de rigor y lucidez.

Carlos murió el día de Todos los Santos de 1700, tras varios días en los que de sus tripas salían todo lo poco que le quedaba a su exhausto cuerpo y cuando su fin ya estaba próximo pronunció la frase que da título a este artículo: “Me duele todo”.